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SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ: AVATARES DE SU OBRA Y DE SU FAMA (Margo Glantz)

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La fama de Sor Juana Inés de la Cruz fue inmensa mientras vivió y la impresión de sus obras en España, tres tomos varias veces reeditados -2 ediciones-, de 1689 a 1725, y numerosas polémicas libradas en las dos Españas, es decir, la Nueva y la Vieja España, son prueba irrefutable de su celebridad. A partir del segundo tercio del siglo XVIII su fama se fue diluyendo y en el siglo XIX los juicios despectivos estuvieron a la orden del día. El historiador mexicano García Icazbalceta hablaba de una absoluta depravación del lenguaje; el filólogo español Menéndez Pelayo de la pedantería y aberración del barroco, y el crítico mexicano Francisco Pimentel aseguraba que en el Seiscientos sólo hubo una persona en México que escribiera pasablemente, Sor Juana y, aún ella, «rara vez correcta» -pues-, «todo lo arrasa el gusto pervertido». José María Vigil la acusa de un «enmarañado e insufrible gongorismo», y, en el prólogo a la Antología de la Academia Mexicana de la Lengua, le concede menor espacio que a don Porfirio Parra, un positivista, que hoy sólo se conoce porque se le ha dedicado una calle.

El siglo XX ha demostrado en cambio un gran interés por ella y su obra volvió a frecuentarse y admirarse gracias a varios autores, entre los que se cuentan -para mencionar sólo a algunos- Amado Nervo, Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña, Ermilo Abreu Gómez, Xavier Villaurrutia, José Gorostiza, Dorothy Schöns, Ezequiel Adeadato Chávez , Karl Vossler, Ludwig Pfandl, Robert Ricard). Y a partir del trabajo extraordinario de Alfonso Méndez Plancarte -quien en 1951 inició la publicación de sus Obras Completas -se incrementó el interés sobre la obra de la monja (Antonio Alatorre, Ramón Xirau, Dario Puccini, Giuseppe Bellini, Elías Trabulse, Sergio Fernández, Georgina Sabat-Rivers, Marie Cécile-Benassy, Rosa Perelmuter, Jean Franco...) que culmina con Las Trampas de la fe de Octavio Paz a principios de la década del 80. Debido en parte a la importancia que han adquirido los estudios de género y al cada vez más profundo interés por los estudios coloniales, esa cantidad de escritos ha engendrado distintas consecuencias, a primera vista, una producción de ruido, la de multitud de voces «desconformes», como decía la propia Sor Juana, o la erección de una nueva Torre de Babel para sembrar la confusión, semejante a la construida por Calderón en algunas de sus obras dramáticas. Nuevos aportes asimismo y muy valiosos para descifrar enigmas acerca del tiempo que le tocó vivir a Sor Juana y suscitar cuestionamientos sobre su obra que aunque parezca imposible aún no habían sido planteados.

Desde la misma década de los ochenta, se han descubierto nuevos documentos de la monja, como la Carta al Padre Núñez, encontrada por Aureliano Tapia Méndez en una Biblioteca de Monterrey, y los Enigmas a la Casa del Placer, descubiertos por Enrique Martínez López en la Biblioteca Nacional de Lisboa en la década de los 60 y cuya edición crítica, a cargo de Antonio Alatorre, apareció en 1994. Sonetos desconocidos, una probable contribución a una obra de teatro La segunda Celestina y la publicación por Elías Trabulse en 1995 del facsimilar de un documento intitulado La carta de Serafina de Cristo que ha provocado a su vez una intensa polémica, pues mientras el historiador le atribuía su autoría a la propia Sor Juana, Antonio Alatorre y Marta Lilia Tenorio la impugnaban. También se difundió completo un proceso inquisitorial contra el presbítero Javier Palavicino quien en enero de 1691 había elogiado a la monja y defendido las tesis que el jesuita brasileño Antonio Vieira sostenía en su Sermón del Mandato, impugnado por Sor Juana en su Atenagórica. El investigador peruano José Antonio Rodríguez Garrido descubrió en la Biblioteca Nacional del Perú dos documentos fundamentales de los cuales dio cuenta en 2004: firmado uno por don Pedro Muñoz de Castro intitulado Defensa del Sermón del Mandato del padre Antonio Vieira, y otro anónimo, Discurso apologético en respuesta a la Fe de erratas que sacó un soldado sobre la Carta atenagórica de la madre Juana Inés de la Cruz.

Y esta polémica no sólo aporta nuevos y valiosos documentos para el estudio de nuestra Décima Musa, sino que esos documentos, al ser analizados, realzan «un debate en torno al ejercicio de la libertad intelectual que, desde su celda en el convento de San Jerónimo de la ciudad de México, Sor Juana desató». Debate, hay que confesar, siempre necesario y siempre vigente. Documentos todos que siguen esclareciendo  numerosas dudas en relación con este polémico escrito, a partir de su publicación en el año de 1690 por Sor Filotea, pseudónimo del Obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz, polémica que, curiosamente, se mantiene viva entre los sorjuanistas actuales, junto con otros problemas igualmente enigmáticos y vigentes en relación a toda su producción tanto poética, como dramática y religiosa.

La crítica actual coincide unánimemente con Sor Juana cuando en la Respuesta a Sor Filotea avisa que «no me (se) acuerd(a)o haber escrito por mi (su) gusto sino es un papelillo que llaman El sueño». Pero sólo es unánime la universal aprobación al poema: las múltiples interpretaciones aparecidas durante la segunda mitad de este siglo suelen enredarse igualmente en una polémica aún lejos de terminarse. José Gaos asegura que este poema «pertenece a la historia de las ideas en México» (1968) y antes Francisco López Cámara advirtió vestigios de cartesianismo en él y, por tanto, indicios seguros de modernidad; Robert Ricard (1957) relacionó el poema con el Corpus Hermeticum de Hermes Trismegisto y la tradición neoplatónica del renacentismo, además, con el jesuita alemán Atanasio Kircher. Octavio Paz retoma esta interpretación, y añade «los tratados de mitología de Cartario, Valeriano y otros..», José Pascual Buxó analiza estos tratados mitológicos desde el punto de vista de los emblemas y los relaciona con las empresas de Saavedra Fajardo; Antonio Alatorre, fiel a la tradición filológica, le imputa a Paz haber tomado demasiado en cuenta las interpretaciones de Frances Yates sobre Bruno y el hermetismo y se concentra esencialmente en el análisis de la poesía y en su modelo gongorino. En un texto reciente, Pascual Buxó repiensa sus propias interpretaciones, admite que se ha exagerado la influencia de los modelos neoplatónicos, y, coincidiendo con la interpretación neotomista de Méndez Plancarte, analiza las conexiones que el poema tiene con Aristóteles. Por su parte, Georgina Sabat analiza la genealogía del poema dentro de la producción de los Siglos de Oro y Rosa Perelmuter la no tan decisiva impronta gongorina de su lenguaje poético.

¿Qué demuestra esta polémica? Quizá sólo subraye la desbordante riqueza poética y filosófica de El Sueño, así como las vastas ramificaciones y maravilla de toda su obra, además de su grande y justa celebridad (que ya en 1700 mereciera la edición extraordinaria del volumen tercero de sus obras en España, intitulado Fama y obras póstumas, honor que sólo Lope de Vega recibiera antes que ella), verificando así la necesidad de reexaminarla con mayor profundidad a la luz de otras figuras y disciplinas de su tiempo.

Margo Glantz



ZAPATOS: "ANDANTE CON VARIACIONES" (Margo Glantz)

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Mar Fanlo del Ruste (Archivo Barricada)
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Para Beatriz Aguad

A medida que pasa el tiempo, el zapato olvida su procedencia y su etimología. ¿Quién recuerda que la palabra zapato en español proviene del turco? Es, pues, una palabra renacentista, antes no existía en castellano, se usaban otros vocablos: calzas o calzado. En el primer diccionario de la lengua castellana, el de Covarrubias, se informa que calzado quiere decir el que lleva zapatos, por oposición a los religiosos que hicieron profesión de no llevarlos, por ejemplo Teresa de Jesús o Juan de La Cruz, vulgarmente conocidos como los carmelitas descalzos...

Los grandes colosos egipcios llevan los pies desnudos. Los héroes homéricos también, aunque pueda cabernos alguna duda. En cambio, Moisés, en el Deuteronomio, puede enorgullecerse de decirle a los hebreos: «Os he hecho marchar durante cuarenta años por el desierto y vuestras sandalias no se han gastado bajo vuestros pies», y ésta es, pienso, la primera mención escrita que existe sobre el calzado. Aunque, si lo reflexionamos bien, Dios ya había pensado, al crearnos, en la necesidad de proveernos de un buen sostén sobre la tierra: nuestro primer zapato es el que nos brinda la propia anatomía: la planta de los pies nos garantiza una pisada firme y sólida. La suavidad y la elasticidad de este calzado primigenio se deben sobre todo a un conjunto maravilloso de huesitos, los sesamoides, situados bajo el primer metatarso.

Y este preámbulo es necesario para quien quiere escribir la historia de una mujer cuya máxima ambición fue caminar el camino de la vida con zapatos de diseñador.

No había nacido en sábanas de seda ni probó sus primeros alimentos con cucharita de plata. Estaba empleada en una zapatería de provincia que vendía modelos (imitaciones) del centro a precios accesibles. Es más, la especialidad de esa tienda eran los choclos Elizalde (glacé negro, corte austero y perfecto) para el confort de las matronas; también las zapatillas estilizadas que combinaban el beige y el rojo, el gris y el negro o el blanco con el café o el azul marino, especialmente diseñadas para señoritas ambiciosas de barrio popular.
   
Es hora de confesar que esta historia es autobiográfica, y por tanto profundamente sincera.

El diseñador preferido de la protagonista, Nora García, es Ferragamo. Nació el 6 de junio de 1898, en Bonito, Irpinia: el onceavo hijo de una familia de 14 niños; sus padres, pequeños propietarios agrícolas. Desde pequeño tuvo obsesión con el calzado, pero a su padre (como al de mi madre) la parecía una profesión indigna. Una noche trabajó para confeccionar un par de zapatos blancos para la primera comunión de su hermana preferida. Fue un predestinado. De la misma manera que Leonardo da Vinci, nacido para pintar la Mona Lisa y diseñar inventos revolucionarios, Salvatore Ferragamo nació para diseñar zapatos.

Cuando empiezo a escribir mi vida, me entran algunas dudas, aunque mi infancia fue también humilde. Esas dudas se fortalecen después de leer las memorias de Nabokov. La verdad es que cuando yo, Nora García, leo cosas tan profundas como las que él escribe, me siento disminuida, inútil, y, lo que es peor, mis obsesiones se convierten -como la naturaleza americana para Buffon- en algo inferior. ¿Cómo puede equipararse alguien, cuya tragedia ha sido sólo un exilio de colonia a colonia proletaria durante su infancia, con un exiliado de la nobleza de un país que produjo a Gogol, Dostoievski, Chéjov, y, claro, a Nabokov afterwards? Mi historia trata de una mujer (quizá yo misma) que ama desesperadamente y la consecuencia de ese amor fatal no es el suicidio, al estilo de Anna Karenina echándose a las vías del tren o de Madame Bovary tomando arsénico para pagar sus deudas o de Madame de Cléves entrando a un convento para no ceder al amor carnal; no, su tragedia consiste en una paulatina deformación del pie izquierdo que le produce un dolor continuo y mediocre (opacado por analgésicos) como el de un callo o una muela inflamada, dolores nada comparables con el dolor lacerante que les producía a las santas mártires del cristianismo la amputación de un seno, la mutilación de un miembro, el desollamiento o la crucifixión. En Nabokov muchas veces la tragedia degenera en una parodia sutil; en mi caso, la parodia cae en la farsa como los perros americanos cayeron en la inferioridad cuando Colón descubrió que no ladraban. Y mis padres eran ya de por sí inferiores (judíos-rusos). [¿No lo determinó así Hitler y exterminó a los judíos?] Mis padres ni siquiera fueron a América, la verdadera, sino a México, al sur del Río Bravo, donde los habitantes somos despreciables. Si yo hubiera nacido en Nueva York hubiera estudiado en Cambridge o en Harvard y mi inglés sería impecable, como el de Carlos Fuentes. Insisto, nací aquí al sur del Río Bravo, e insisto en contar la historia de una mujer que ama demasiado. ¿Habrá mayor necedad?

Nabokov creía en Dios, un dios formado por una especie de corros de fantasmas que volaban como mariposas. ¿En qué Dios puedo creer yo, sin siquiera ser de Rusia y teniendo como herencia sólo un exilio menor? Porque a fin de cuentas los que se exiliaron fueron mis padres y su exilio fue menos productivo que el de Nabokov (que escribió en inglés y no en español como yo, Nora García) o el de algunos conquistadores del siglo XVI. Mi madre me dio el otro día la clave de por qué no regresó a Rusia: no tenía nada de qué vanagloriarse: no se volvió rica ni famosa, ¿entonces, para qué emigrar? Todavía no estaba en su total apogeo el estalinismo aunque ya se perfilaba, pero el acto de exilarse consistía en hacer algo grandioso y mi mamá se exiló sólo para seguir a un aventurero que  en aquel entonces ni siquiera usaba barba. Las cosas se hubieran mejorado si hubiésemos tenido un destino singular, pero mi padre tuvo una serie de tienditas, una serie de mudanzas, una serie de libros, una serie de hijas, y una serie de pinturas y de esculturas que están esperando ser reconsideradas como obras de arte, al estilo de las obras que los prerrafaelitas en Inglaterra pusieron de nuevo en circulación. Las guerras no nos tocaban siquiera de cerca, las oíamos en la radio o las veíamos en los noticieros en el cine, mientras mis tíos y primos en la Unión Soviética morían en el combate, en el aire o de hambre. Quizás esta obsesión por los zapatos -que intento volver heroica para compensar la falta de heroísmo familiar- tenga su origen en la profesión de mi tío Iván, el hermano mayor de mi madre que era zapatero, profesión nefasta, vergonzosa para la familia, sobre todo si se tiene en cuenta que ese tío ni siquiera producía un par de zapatos entero, apenas la parte superior del calzado sin la suela, como ahora en las maquiladoras; además, nunca he sabido si confeccionaba zapatos de hombre o de mujer. Mi tío Aliosha llegó a México, mandado por mis abuelos para proteger a mi madre de mi padre y del exilio, se dedicó también a vender materia prima para calzados; él vendía  sólo la suela, la carnaza, y los dos tíos juntos y nosotros -que luego vendimos zapatos elegantes, modelos metropolitanos a precio de pueblo o de barrio bajo- tampoco podríamos equipararnos con el gran Ferragamo que hizo de la confección de zapatos un arte tan grandioso como el que ahora alcanzan con sus diseños Yves Saint Laurent o Armani, en los años treinta Cocó Chanel o antes Bach con el arte de la fuga.

Creo haber demostrado que no teníamos nada de excelso y que para poder levantar el nivel de esta historia que relata un amor desgraciado y convertirlo en una tragedia tengo que hacer un esfuerzo hercúleo. Lo intentaré. Ya decía yo que mi tío Aliosha llegó a México enviado por mi abuelo a cuidar a mi mamá y al llegar aquí cayó en la profesión nefanda, o mejor dicho, merodeó por ella porque tenía una tienda de pieles (de inferior calidad) por la calle de Jesús Carranza, calle que no es evidentemente la flor de la elegancia, y, para agravar aún más las cosas, vendía lo que los zapateros que hacen calzado en el pueblo llaman despectivamente la carnaza. Completo el cuadro, antes de proceder a narrar mi historia de la mujer que amó demasiado, quizá una historia en donde me   retrato a mí misma, Nora García. Mis propios padres tuvieron varias veces unas zapaterías en un barrio polvoriento de la ciudad, en aquella época todavía un pueblo, y es más, allí se copiaban a la, perfección y con humildad los zapatos de mi ídolo avant la lettre, Salvatore Ferragamo (que para agravar las cosas fue, además, fascista). ¿Cómo hubiera yo podido saber, cuando entre lecturas de Faulkner y Dos Passos, sentada tristemente en la zapatería rogándole a Dios que ya no vinieran más clientes para que pudiera terminar de leer con tranquilidad Santuario o Manhattan Transfer, que mi ídolo sería más tarde Ferragamo y que me habría de apasionar de manera tan obsesiva por los zapatos? ¿Que hubiese yo descendido tan bajo sólo para comprarme zapatos de ese diseñador, cuyos herederos, en la actualidad, también diseñan joyas, perfumes y ropa de alta costura? Por esa época, o quizá antes de que yo pudiera leer sentada en la zapatería (era demasiado joven), podía percibir la tristeza que mi madre sentía a veces cuando tenía que vender zapatos y mi padre no hacía nada de provecho más que escribir poesía. Con todo, a pesar de ser tan joven, ya sabía apreciar la elegancia de esos zapatos (copias quizá inconscientes de los de Ferragamo) confeccionados graciosamente con tiritas verdes y grises, negras y blancas, café y color hueso, rojas y azules (marino) con tacón altísimo y puntiagudo -esas agujas y esas tiritas sabiamente distribuidas para que el pie se vea sexy que se han vuelto a poner de moda gracias a Manolo Blahnik, tanto que su apellido es el epítome del calzado de diseñador, y por ello, en lugar de hablar de sus zapatos, las modelos hablan de sus Blahniks). Nosotros vendíamos los zapatos a la módica suma de veintitrés pesos con cincuenta centavos, el tacón no era tan aguzado como el que han puesto de moda los grandes costureros actuales y por tanto eran más elegantes, más cómodos, más graciosos, en una palabra, la maravilla; zapatos, lo veo bien hoy, poco adecuados para transitar por esas calles que en época de lluvias eran tan lodosas y profundas como el lago de Xochimilco (el de antes, cuando la ciudad estaba situada en la región más transparente del aire) y por las que se circulaba en canoa o a lomo de cargador indígena, alias tameme, por la módica suma de cincuenta centavos, pieza de plata conocida como tostón, medida colonial de moneda.

Como venía yo diciendo, los zapatos que mi madre vendía en su zapatería de pueblo estaban hechos concienzudamente a mano, e imitaban   sin saberlo los diseños de Ferragamo, y en Neiman Marcus de Dallas se vendían aproximadamente a cuarenta dólares de esa época, suma exorbitante si se piensa que nosotros, lo subrayo, los vendíamos a ventitrés cincuenta el par, y el peso estaba a dos cuarenta y cinco por un dólar. Vuelve a surgirme la duda: ¿podré seguir escribiendo una novela con estas pequeñeces?

En el Times de julio de 1989 se lee que la tan violentada y guillotinada María Antonieta se ha convertido en la niña de los ojos de los franceses quienes la han absuelto de sus culpas dos siglos después, es más, aún la lloran, lamentan su trágica muerte. El objeto más visitado en el Museo de Caen donde se organizó una exposición para celebrar el bicentenario de la revolución francesa es el zapato que la infortunada reina dejó caer al montar al patíbulo. Tres arquitectos fueron comisionados para crear seis nichos abstractos que albergan -por turnos- el precioso calzado de raso de seda. Guardianes vestidos a la moda de las postrimerías del siglo XVII lo trasladan de uno a otro espacio, protegidas sus manos con guantes de tafilete: los espectadores, para contemplarlo, deben arrodillarse sobre un cojín de brocado dorado cubierto con un lienzo blanco.
   
He decidido ponerle a este libro el título de Historia de una mujer que quiso andar por el camino de la vida con zapatos de diseñador...

Tengo que empezar a contar la historia en el momento en que la mujer (es decir, yo, Nora García) va caminando por una calle de zapateros, quizá esa calle en Lisboa donde se vendían zapatos de mala calidad, detrás de una plaza parecida a la de mi infancia, donde se vendía calzado de pueblo. Y ahora que lo cuento, me gustaría escribir un texto tan fino como los zapatos finos que diseñó Ferragamo y no puedo, porque ella, Nora García, conoció de niña sólo zapaterías de barrio donde se vendían zapatos de imitación para la gente de la clase media baja y a veces para los limosneros que todas las semanas pasaban con su lata vacía a recaudar sus monedas reglamentarias de a centavo y entre semana llegaban con sus zapatos rotos y sin calcetines o sin medias y pedían zapatos mineros de a siete cincuenta o choclos de viejita de glacé negro con agujetas de a cinco pesos. Sólo mi maestra de piano, chaparrita y con bloomers de algodón color mamey, compraba zapatos con tiritas verdes y gris que combinaba con primor con su bolsa del mismo tono aperlado  de las tiritas. Nosotros sólo vendíamos zapatos: alguna vez in illo tempore, tuvimos una boutique en el mero centro donde mi madre vendía bolsas, guantes y sombreros, hoy objetos obsoletos.

Una prestigiosa revista de anticuarios registra un hallazgo excepcional: un par de zapatos del siglo XVII rematado en la casa de los lores de Northampton por veinte mil libras esterlinas. Lo excepcional, debe agregarse, no estriba en el hecho escueto de que se hayan encontrado zapatos del siglo XVII, lo extraordinario es que se trata de un par en perfecto estado de conservación. Recuérdese que como la Cenicienta, María Antonieta sólo dejó caer un zapato cuando subió a la guillotina.

Una mujer pasa repetidas veces frente a una vitrina, mejor, por una calle donde hay zapatos; su obsesión es doble, está fijada en los zapatos y en una novela que tiene relación con un camino por andar, obsesión que también tuvieron Santa Teresa y San Ignacio o San Juan, y los franciscanos seráficos de México. La idea es trazar un paralelismo entre la mujer que tiene que andar simplemente un camino amoroso o el camino  nel mezzo del camin di nostra vita, digamos, y, paralelamente, a manera de alegoría, los frailes seráficos, Santa Teresa o San Juan, que andan descalzos o con sus pobres y primitivas sandalias. Por ello, continúo escribiendo el texto donde una mujer camina con zapatos de diseñador el camino de su vida, su vocación martírica contrasta con ese afán y de ello resulta su nostalgia de Santa Teresa de Jesús y de los frailes seráficos de México; lo remata todo con San Juan, el más importante de los místicos. Debe subrayarse que quizá esa obsesión cambie totalmente el plan de la novela.

Primero, pasea por las calles donde hay zapaterías y al mirarlas su pensamiento está ligado indisolublemente al comienzo de la novela, entrevista como un largo camino por andar, camino que se haría intransitable si no llevara los pies calzados con zapatos especiales, el par más maravilloso y suave, más estético que existe en el Universo. En sus andanzas topa con una zapatería en donde hay un par de zapatos que le fascina; están de barata: le parecen sin embargo excesivamente caros porque está acostumbrada a ser abonera, a comprar en retazos: sus padres fueron aboneros como quien dice porque llegaron a México y lo primero que se  encontraron en el tren que iba hacia lo desconocido fue a un señor hebreo que llevaba miles de corbatas alrededor del cuello y miles de sombreros encimados sobre la cabeza, y no sé bien qué en las manos, pero habló con mis padres en ruso y les dijo que no hablaran ruso, que hablaran alemán, y eso marcó sus vidas porque mi padre llevó en la cabeza una canasta con pan que lo inició en el camino de los aboneros, luego se compró un caballo, ¿de dónde lo sacó si no tenía dinero? Nunca lo supe, pero hay que convenir en que comenzó con el pie derecho el camino de la vida en México, o más bien, montado sobre un caballo y que ese caballo era para llevar el pan, y que sus zapatos -unas botas- los apoyaba en los estribos; cuando mi padre andaba a caballo parecía un conquistador, porque la canasta de pan la llevaba sobre la cabeza un indio que para mayor precisión se llamaba Serafín. Mi padre prefería leer poesía mientras Serafín cargaba, vendía y cobraba las mensualidades, porque aunque parezca mentira el pan se vendía en abonos. Y si yo voy a pie por el camino de la vida con zapatos de diseñador, Ferragamo o Maud Frizon (no Christian Dior ni Yves Saint Laurent), entonces sí que las cosas me van a ir bien, sobre todo si conservo a la vez mis viejos hábitos ancestrales, los de   abonero, y si consigo, en barata, el último par de zapatos color verde fatiga de Ferragamo, con un tacón ni muy bajo ni muy alto, medio botines, con una hebilla preciosa, divino calzado que cumple una función múltiple: permitirme que camine por la vida con zapatos de diseñador, perfectos, elegantes, y, cosa fundamental, no demasiado caros.

Nunca lo había pensado antes, pero ¿no tendrá ella los pies deformados y adoloridos porque no solía comprarse zapatos de diseñador? Pero, sigo: ella recorre Bond Street, pasa por Armani, se pasma ante sus trajes y sobre todo cuando toca la textura de las telas; Ungaro, vestidos exquisitos, pero demasiado juveniles (ya no tiene tan estrecha la cintura), Yves Saint Laurent, maravilloso, pero ¿dónde usaría esos zapatos? Podría comprarse un traje de Armani, tiene el dinero ahora que están de barata, pero está acostumbrada a gastar el dinero en pequeñeces: ocupan tanto lugar las prendas en su clóset que podría comprarse, sumándolas, algo maravilloso, pero no lo hace, lo recalco, porque tiene mentalidad de abonera. Sus pasos ciegos la dirigen de nuevo a Ferragamo donde ha visto los zapatos, sabe que no podrá escribir si no está bien calzada, ya lo ha comprobado:  lleva ahora unos zapatos de Oxford Street, de Ravel, tienda barata para los que vienen de fuera o los que no tienen, como ella, mucho dinero, o adolecen de la misma mentalidad de abonero que tengo yo, Nora García, además de sentir una nostalgia inmensa (como de tango) por esos zapatos de tiritas de colores, verde y gris, rojo y gris, azul marino y blanco, tacón alto y esbelto de mi zapatería de infancia, la que tuvo mamá, al lado de los zapatos de glacé de viejita de Elizondo que íbamos a buscar a Tacuba con papá y cuando los de vamp costaban veintitrés pesos con cincuenta centavos y los de viejita doce cincuenta. Quizá debiera comprarme unos zapatos así; antes me los compraba en las baratas, recuerdo un par gris con verde Christian Dior, tacón muy alto, zapatillas con hebilla abrochadas en forma de T, como las de los años veinte, zapatos que tuve que regalar el otro día, aunque estaban muy buenos todavía, pero ya no puedo usarlos porque tengo juanetes y tener juanetes calza perfectamente con la mentalidad de abonera y no con los zapatos estilosos.

Un pie alterado como un zapato demasiado usado, el tacón pelado y las deformaciones de los pies ya no se ocultan con el calzado: las puntas abolladas o arrugadas exhiben una parte que ya nunca podrá ser llenada por el pie. Nada recibe tanto el impacto de la realidad como los pies calzados sobre la tierra. Por eso de niña usé zapatos de charol negro con hebilla y traba en forma de T, achatados, de piso, con tacón de goma o blancos y durante los primeros días no quería caminar con ellos para no mancharles la suela y para evitarlo caminaba sobre periódicos. Esa operación detiene el efecto de realidad, mantiene la belleza intacta, como sucede en las naturalezas muertas en las cuales se pinta un poco de basura que nunca se deteriora: la pintura conserva para siempre su equilibrio.

Sus pasos ciegos la dirigen de nuevo a Ferragamo donde ha visto los zapatos, sabe que no podrá escribir si no está bien calzada, entra, pregunta por los zapatos, se los muestran, son de un gris verdoso, con un reflejo plateado producido por el tratamiento que le han dado a la piel, el tacón no es demasiado delgado, es mediano, con una pequeña curva interior como los de los zapatos del catálogo de Ferragamo ahora que están en exhibición en el Museo Victoria y Albert de Londres. Ha ido al museo, ha pasado por las innumerables salas donde se amontonan erráticas colecciones  de estatuas medievales, cerámicas azules, alfombras persas; piensa que debería detenerse, porque las alfombras persas están definitivamente asociadas a los zapatos o mejor dicho a la falta de zapatos, porque uno no debe pisarlas, hay que descalzarse antes de entrar a una mezquita o a una casa, y allí hay siempre alfombras; sigue sin detenerse, sin embargo, sólo el pensamiento le sirve de lastre en ese camino hollado por sus zapatos; las alfombras están en la pared: sus pies nunca podrán alcanzarlas ni usando sandalias especiales. Encuentra por fin, ¡oh maravilla! la sala donde se exhiben los zapatos del genial Ferragamo. Los admira, entusiasmada, y se decide, nada le impedirá comprarse un par de zapatos de este genial diseñador.

Vuelve sobre sus pasos y, ya en la tienda, se prueba los zapatos que le han traído después de señalarlos en la mesa redonda en la que se exhiben los objetos de barata; le aclaran que es el único par, se mide el pie izquierdo, en el que tiene el juanete; comprueba que la hechura es perfecta: soluciona a la vez el problema de la belleza y el de la comodidad; sin embargo, no puede evitarlo, le parecen demasiado caros, aunque estén de barata. Sale sin comprarlos. Recorre de nuevo las tiendas, ningún zapato le gusta de la misma manera, pero le siguen pareciendo caros, está acostumbrada a gastar en cosas pequeñas, baratas, le parece que es lo único que se merece, pero, eso sí, también sabe que la novela que quiere escribir no podrá escribirse cabalmente si no se compra el calzado ideal, de Ferragamo, su ábrete sésamo, su zapatilla de cristal, su hada madrina.

Lo que más le preocupa en ese momento es que come demasiado turrón de yema y bebe demasiado jerez y engorda y además no puede usar zapatos Ferragamo ni quitárselos en la playa para pisar la arena porque tiene juanetes y a menos que la arena le cubra los pies esa deformidad es visible. Piensa en otros zapatos que ha hecho Ferragamo, y en esas hormas a la medida de cada pie diplomático, imperial o de artista del jet set. En ese momento desea tener los pies de la Mangano, Silvana Mangano, quien como la que cuenta este cuento, Nora García, perteneció, cuando era niña, a las clases inferiores y probablemente, como ella, usó zapatos de marcas ordinarias y puede darse que, también como a ella, se le haya formado un juanete, por cuestiones hereditarias y por usar zapatos apretados y de mala calidad, pero, todo hubiese podido acabar como en los cuentos de hadas, ¿por qué no pensarlo así?, más tarde, Ferragamo pudo haberle hecho una horma a la medida de su juanete.

Me interesa mucho la vida de Ferragamo, pensé hoy por la tarde. Idea por lo menos curiosa en alguien que tiene los pies deformes y está tirada en la playa en traje de baño y con los pies descalzos, y en uno de los pies ostenta un juanete imposible de disimular cuando se está descalza, y me pregunto ¿cómo me puede interesar la vida de un señor gordo que se pasó la vida siempre inclinado, midiendo pies, estudiando su anatomía, su estructura y luego confeccionando hormas de madera y que además fue fascista? Aunque, claro, esas hormas eran únicas, una para cada pie, porque como la huella de las manos o como la voz, la huella de nuestros pies es única, así es la vida o la anatomía, un simple designio de la naturaleza. Además, en cada una de las hormas que hacía Ferragamo inscribía el nombre del dueño de los zapatos que permitían caminar por el mundo con solidez y natural elegancia. Las hormas eran perfectas, de madera de magnífica calidad. Ahora las hormas, aún las más ordinarias, se venden a precio de oro, si son de buena madera y están bien confeccionadas, pero habría que comprarlas,   hechas a la medida, si uno quiere mantener sus zapatos impecables. No me canso de pensarlo: las huellas de cada pie son excepcionales y únicas como las huellas de la mano y como las huellas de la voz; pero en estas épocas de democracia, o mejor dicho de globalización, nadie lo quiere admitir y en lugar de mandarse a hacer la ropa a la medida se la compra uno ya hecha, prét á porter, y, lo mismo, sobra decirlo, pasa con los zapatos.

Mientras piensa en los zapatos, Nora García sabe que escribirá un texto que tiene que parecerse a la ópera que detiene la historia y los sentimientos: los inmoviliza. En el teatro los sentimientos se activan y en la ópera lo que parece trágico se vuelve grotesco por la voz, los ademanes y el atuendo y también porque, vuelve Nora García a reflexionar, tiene deformados los pies, se le han ido deformando cada vez que canta su aria triunfal, aria en la que siempre se duerme su principal acompañante: la ama pero no soporta la ópera; la escena se repetirá degradada en la zapatería, mientras lo piensa escucha en el impecable compact disc a la Callas cantando Aída, quien, semejante a Nefertiti, inicia el descenso a los infiernos con su intensa y prodigiosa voz de soprano.
  
Me detengo, esto es muy importante; la obsesión principal de Nora García proviene de una concepción especial de la idea de la fama, está relacionada con el honor del nombre. Convencida, regresa a Ferragamo, vuelve a probarse los zapatos, la empleada le comenta, usted ya estuvo aquí, Nora asiente, ruega que se los muestren de nuevo, los contempla, los acaricia, se los pone, verifica que no se le note demasiado el juanete, se decide, se los quita, se encamina a la caja y los paga, pero antes de hacerlo pronuncia un voto, una manda a Santa Teresa de Jesús: usarlos solamente cuando se siente a escribir, como ahora lo hace, con los zapatos puestos, los zapatos Ferragamo que ha comprado en una exclusiva boutique de la calle Bond en Londres, acompañando al calzado, unas medias de ese mismo, exacto color (se comprará luego varios pares de Fogal, pues son las únicas que calzan con los zapatos del gran artesano, mejor, del gran artista del calzado) y, por fin, con solemnidad, ¡ya era hora!, sentada como franciscano seráfico a la máquina de escribir o frente a la computadora, fumándose un cigarrillo, oyendo a Bach, comiendo turrón de yema y bebiendo un oporto, comienza el acto más heroico de su vida; escribir la historia de la mujer que caminó por la vida con zapatos de diseñador.

Margo Glantz

MARGO GLANTZ

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Narrativa:
---El rastro, 2002


Estudios literarios:


Nacida en una familia judía ucraniana, sus padres emigraron a México. Estudió en distintos colegios debido al constante cambio de ubicación. En la Universidad Nacional Autónoma de México, estudió Letras Inglesas, Hispánicas e Historia del Arte. En 1953 se doctoró en La Sorbona en Letras Hispánicas. De vuelta a México, se dedicó a la labor docente, impartiendo clases en varias universidades en su país y en Estados Unidos. Ocupó importantes cargos en universidades y organismos culturales y en 1995, fue elegida miembro de la Academia Mexicana de la lengua.



Su labor literaria, se ha desarrollado en varios campos como la narración, investigación, ensayo, periodismo, crítica y traducción. Ha creado varias revistas, y es impulsora de los jóvenes talentos. A lo largo de su vida, ha recibido numerosos premios y distinciones tanto dentro como fuera de su país.




Otros enlaces:

Biblioteca de autor Margo Glantz
en Biblioteca Virtual Miguel Cervantes

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EL RASTRO (Margo Grantz)

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Y escribo, sigo escribiendo, sentada ante mi máquina, Juan y yo vivíamos juntos; lo ayudaba a pasar en limpio sus escritos o sus partituras antes de que hubiese computadoras, cuando todavía era necesario utilizar hojas  diferentes de papel pautado para cada uno de los instrumentos, las partituras, sí, esas reliquias de otros tiempos: ahora todo se escribe directamente en la computadora, la raza de copistas está en extinción, Mozart escribiendo a la luz de la vela los últimos compases de su Réquiem sería obsoleto o Rousseau renunciando al mundo y dedicando sus mañanas a copiar partituras para ganarse la vida absurdo (ni absurdo ni obsoleto, ocupación inexistente, oficio totalmente olvidado). Muchas cosas, me digo, son obsoletas, sonrío, ¡qué banalidad! La banalidad de asistir a un entierro, de estar en medio de los ¿dolientes? ¿como una invitada más? ¿una vulgar invitada más?

Estoy sentada en este gran salón, silencioso y frío, después de oír el concierto número 20 de Mozart, Kegel quién sabe qué que ya se acabó y sin embargo el tocadiscos sigue encendido -su capacidad es de cinco compactos- y mi a miga, la otra, la del recuerdo, la del restorán, la que se parece a Rogozhin (no, porque Rogozhin es pequeño, enclenque, insignificante, ¿importa?), repite su gesto imperioso aunque magnánimo en este restorán donde celebramos el año nuevo ¿celebramos el año nuevo? ¿qué año nuevo?, aquí sólo mis chicharrones truenan, dice, e insiste en  que va a pagar la cuenta aunque se gaste toda su gratificación (tiempo de austeridad), aceptamos, aceptamos resignados y bebemos y bebemos hasta las manitas. Sigo en la máquina o en la computadora o en el restorán con esa amiga mandona o junto al ataúd escuchando a María (recordando en aquel instante la singularidad de su posición): habla y habla cada vez con menos boca, esa herida transversal cicatrizada, esa absurda herida que es la vida, su fugacidad, el obstinado murmullo que no cesa, incompatible con su bello atuendo. Sigo en la máquina, en la inercia, sentada, copiando a mano las complicadas partituras de la última composición de Juan (así lo hacía Anna Magdalena Bach, la segunda esposa del compositor, y muchos de los manuscritos conservan huellas de su pluma, por ejemplo la más acabada versión de las seis sonatas para chelo sin acompañamiento. También Rousseau, cuando decidió alejarse del mundo, copiaba partituras para ganarse la vida, a tanto la hoja). Otra vez me viene a la mente un personaje de Dostoievski que a menudo recuerda Juan, ambos sentados frente a la chimenea de nuestra casa, de regreso del restorán después de que nuestra amiga nos había invitado a comer en masa y a fuerza y también ella está sentada a mi lado o frente a la chimenea apagada a pesar de  ser invierno y de que la casa es helada, sus gestos rogozhianos devaluados repiten la inolvidable escena en que Rogozhin para probar su amor por Nastasia Filipovna lanza arrogante un fajo de rublos al fuego, la chimenea encendida de un salón ruso del siglo XIX (pero no, corrijo el recuerdo, no es Rogozhin, es Nastasia Filipovna la que arroja a la chimenea el paquete de cien mil rublos, envueltos en periódico).

Mis zapatos son de raso negro, con pulsera y tacón de aguja, mis medias, oscuras y transparentes, con costura (bien derecha), mi vestido es negro, de georgette de seda con aplicaciones de pedrería (como para bailar tango) (soy chelista y Juan, pianista, también compositor), la amiga mandona, en cambio, lleva zapatos bajos, un suéter tosco, color azul marino con escote en V que le cubre las anchas espaldas, es morena, su mandíbula es cuadrada, contrasta con su boca, siempre movediza (y blanda). Juan, vestido como gángster, traje gris a rayas blancas, corbata gris perla con dibujos muy finos y una camisa blanca almidonada (¿cómo puede soportarla? le aprieta el cuello).

María habla eternamente frente a mí, a mí que estoy sentada junto al féretro o en el jardín de la casa (que alguna vez fue mía y de Juan y de los niños y de los perros y los gatos, más bien del gato) o mientras leo a Dostoievski, interrumpiendo la lectura para oír lo que Juan comenta sobre Rogozhin y el príncipe idiota, todos sentados en un rincón, en una silla o sillón de distintos colores y texturas y hasta formas, frente a la chimenea de la casa que no está encendida, recordando la rapidez con que el fuego quema los billetes arrojados a la chimenea por Nastasia Filipovna, y su amante Rogozhin, quien, sin embargo, un día la asesina (¡cómo me gustaría que me amasen así, [de esa apasionada manera en que Rogozhin o el idiota amaban a Nastasia Filipovna], aunque me asesinen, pienso, sentada en mi sillón oyendo a Mozart, el concierto número 20, Kegel quién sabe qué, para piano y orquesta!) (especialmente el adagio). Los amigos, alrededor, vociferan y se burlan de mi amiga la mandona, y Juan, monótona y teatralmente, insiste en revivir la escena en que Rogozhin amaba a Nastasia Filipovna y para probar su amor lanzaba al fuego los billetes (no, no era él, vuelvo a repetirme, es Nastasia Filipovna la que arroja al fuego los billetes que le ha conseguido Rogozhin, Nastasia los ha aceptado, él es oscuro, pequeño, bilioso, su sonrisa es perpetua, impertinente, malvada y hasta burlona), y en ese gesto concentra todo su amor, el amor que siente  por Nastasia Filipovna: el corazón tiene razones que la razón desconoce, escribía textualmente Pascal. Y entonces lloro: frente a mí, el rostro trágico de María, detenido en el acto de producir la misma palabra repetida, al borde de la herida, esa absurda herida que es la vida, un corazón henchido de rencores, el corazón hecho literalmente pedazos:

(Alguien recoge los billetes que ha arrojado a la chimenea Nastasia Filipovna, el papel periódico en que estaban envueltos los protege, sólo el primero se ha quemado).


Margo Grantz
El rastro, 2002



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LA ISLA Y LA CONSTRUCCIÓN DE LA UTOPÍA EN "LA INVENCIÓN DE MOREL" (Margo Glantz)

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El que narra, huye y narra su huida. Su narración precisa con sistema implacable un ejercicio minucioso de náufrago que, a diferencia de Robinson que naufraga al azar, busca y encuentra su isla perfecta. Perfecta porque parece asilarlo de una persecución en la que todas las fuerzas de represión lo acorralan. Es acorralado por las aduanas, por los documentos tenaces, por las redes de verdugos que entretejen las policías del mundo, por las leyes de una libertad condicionada a los retratos sellados que cubren los pasaportes bajo firmas filisteas de repúblicas tiranas. Acorralado va también por una búsqueda infinita de paraísos en una isla utópica de eterna primavera y soledad pausada, soledad de la que el amor pareciera estar ausente, como ausente también está el hombre.

Robinson se encuentra de repente sobre la arena a la que lo han precipitado el desorden de los mares y su desobediencia indigna de puritano, pero Robinson repara con precisión pragmática los daños del naufragio y reconstruye una dimensión espacial que niega la isla, y nos devuelve a un puritanismo esencial que diviniza el trabajo ordenando el espacio y el tiempo para volverlos ingleses. La isla de Robinson es una antiutopía, porque niega la antítesis pastoril que opone el campo a la ciudad y comete la herejía de ordenar el paraíso siguiendo las reglas que la revolución industrial le impone. Robinson instala sus industrias, cerca sus latifundios, cuida sus propiedades, contabiliza sus ganancias y se mantiene estrictamente vestido cubriéndose pulcramente con parasoles surgidos por el afán de mantener una claridad de piel que defina la superioridad europea. En todo caso, Robinson crea la utopía puritana, la utopía del individualismo y la isla deshabitada se construye palmo a palmo sin que su autor dude de su excelencia. La isla robinsoniana estaba desierta y era un paraíso de la inocencia natural; la industria de su náufrago la convierte en una bien organizada factoría que devuelve con creces la inversión.

El narrador del manuscrito desembarca en una isla hacia la que lo ha conducido su destino de perseguido. Encuentra un paraíso cuyo espacio ha sido violado por construcciones. Las factorías de Robinson vulneran el espacio paradisíaco, los edificios de Morel ostentan el orgullo de su gratuidad. Unas son obras del hombre que naufraga, las otras hacen naufragar al narrador. Ambas son invenciones, pero una ilustra la laboriosidad pedestre y mecánica del hombre, las otras exaltan su imaginación y pretenden su inmortalidad. Robinson persigue también la inmortalidad, pero la del trabajo mecánico, la mezquina y cotidiana inmarcesibilidad de un quehacer perpetuado. Morel pretende perpetuar una semana de felicidad ociosa. El narrador-perseguido de la Invención se ha confinado dentro de la isla construida; su persecución lo aleja de esas ciudades que hombres como Robinson han ideado, esas ciudades que se perfeccionan con sistemas carcelarios, con métodos de tortura, con fotografías y huellas que desidentifican y en la isla convergen los dos destinos, el que ha hecho regresar a Robinson a la civilización dejando atrás un simulacro y el de perseguido que vuelve a la isla para salvarse de la civilización.

La isla apresa al narrador y su paraíso parece semejante al de Adán arrojado por Dios a la tierra y condenado a ganar su pan con el sudor de la frente. Es paraíso porque lo aleja de sus perseguidores y de esa justicia ambigua, abstracta, personalizada en aparatos persecutorios; es infierno porque la isla lo enfrenta a una naturaleza alterada por duplicaciones, a una naturaleza que desdobla los soles y refleja dos lunas, que yuxtapone extrañamente veranos y primaveras y reúne peces corrompidos y peces adorno del acuario, que calcina los árboles o les da un verdor eterno. Las mareas adelantan el verano e inundan las playas que lo albergan y producen figuras en un espacio antes alterado sólo por los edificios. A la persecución de la naturaleza se añade la persecución de los «intrusos» que asedian al autor del manuscrito.

El asedio lo mantiene vivo, aunque siempre se aproxime a su muerte. Todo ese laborioso aparato refleja una construcción que se habrá de llamar Defensa ante sobrevivientes o Elogio a Malthus, para demostrar que «el mundo [...] es un infierno unánime para los perseguidos». Ese manuscrito que ha llegado a ser una necesidad fundamental para el narrador se postula como espejo de una vida que por la palabra habrá de sacar a su creador del caos al que lo precipita la persecución, pero, que en realidad es el reflejo escrito del universo construido por Morel. Así a la duplicación de fenómenos naturales, a la coincidencia de vida y muerte que se alían imperturbables, se responde con la duplicación del paraíso desdoblado en laberinto y abismo de la escritura.

Descifrar el enigma es destruir el laberinto, penetrar, siguiendo paso a paso ciertas claves en su secreto y descubrirlo, es advertir que la civilización tecnológica le ha prestado a Morel, el constructor de los edificios, un recurso de eternidad. Inventando la inmortalidad de las imágenes mediante la cinematografía perfeccionada, Morel le devuelve al cuerpo una realidad que se reiterará indefinidamente en un reflejo polivalente de espejos. Morel ha fotografiado la vida y la ha conservado en una isla desierta y el flujo y reflujo de las mareas asegura su perfecta conservación. El genio de Morel erige un monumento, un museo en el que vivirán eternamente algunos hombres y mujeres repitiendo eternamente sus mismas voces, sus mismos gestos, sus mismos olores, sus mismas miradas, logrando así la inmortalidad del cuerpo. Morel ha retenido, como los constructores egipcios de pirámides, todos los implementos de humanidad y los ha encerrado en un inmenso sarcófago, reproductor incansable de la misma gesticulación, mero simulacro que recrea la precaria realidad del mundo. Es también, gracias al manuscrito del perseguido que contempla las imágenes y las recrea en su escritura, «el esfuerzo mnemotécnico de los muertos». La invención de Morel ha exaltado la imaginación del perseguido que espía a las imágenes y esta imaginación, que se redime en esquemas policíacos, acaba trascendiéndolos para descubrir -repitiéndolos en la escritura- que el mundo imaginado es «un proceso esencialmente fútil [...] un reflejo lateral y perdido», una junta de sombras como la de Ulises en el infierno.

Margo Glantz
La isla y la construcción de la utopía
de Bioy Casares y la percepción privilegiada del amor:
la invención de Morel y la arcadia pastoril, 1980


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Ver el estudio completo
en Biblioteca Virtual Cervantes
pinchando aquí

Ir a "La invención de Morel"
de Adolfo Bioy Casares



MARGO GLANTZ: Doña Marina y el Capitán Malinche

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Seré breve. Sólo esbozaré una idea que me gustaría seguir analizando y que ya había trabajado en un ensayo mío anterior(*). Formulo una extraña ambigüedad, la que se produce en el texto de Bernal, esa crónica donde doña Marina, a pesar de ir vestida de huipil, a pie, siempre en la refriega al lado de su amo, montado a caballo o sentado en su silla de tijera, doña Marina, vuelvo a decir, ocupa el lugar principal en el discurso junto a Hernán Cortés, por lo menos hasta la conquista de Tenochtitlán.

Cortés, en cambio, sólo menciona una vez a Marina en su Quinta Carta de Relación. Esa omisión delinea como fundamento de lo político la categoría imponente de lo masculino. Sin embargo, hay que suplir el silencio de los textos y recurrir a la figura de Malinali-MalincheMarina para esbozar una ambivalencia respecto a la virilidad, esa categoría contundente. No deja de tener importancia que esa reflexión se lleve a efecto en la epopeya -la crónica de la verdadera historia de la Nueva España, inminentemente un hecho heroico-, donde lo masculino deja trazas de su importante y sin embargo -como lo veremos- frágil estatuto. Bernal, siguiendo el ejemplo de los indios que- así lo llaman, rebautiza al conquistador Hernán Cortés, conocido en la crónica como el Capitán Malinche: la presencia inexorable de Marina ha alterado su identidad poco tiempo después de que ella fuese habilitada como lengua.

Transcribo las palabras de Bernal Díaz, que explican sin ambages esa transformación:

Antes que más pase adelante quiero decir cómo en todos los pueblos por donde pasamos y en otros donde tenían noticia de nosotros, llamaban a Cortés Malinche, y así lo nombraré de aquí a adelante, Malinche, en todas las pláticas que tuviéramos con cualesquier indios, así de esta provincia de Tlaxcala como de la ciudad de México, y no le nombraré Cortés sino en parte que convenga. Y la causa de haberle puesto este nombre es que como doña Marina, nuestra lengua, estaba siempre en su compañía, especialmente cuando venían embajadores o pláticas de caciques, y ella lo declaraba en la lengua mexicana, por esta causa le llamaban a Cortés el Capitán de Marina y para más breve le llamaron Malinche.

El cuerpo del conquistador ha sufrido una transformación radical, ha sido transferido al cuerpo de Malinche o se ha confundido con él. Es más, la visión de Bernal se ha contaminado, asume ya el punto de vista de los conquistados. La lengua, mejor dicho, quien ejerce ese oficio, Marina, la intérprete por antonomasia, acorta las distancias, esas distancias irreductibles que separan -a partir de sus funciones sociales-, a las mujeres de los hombres, es más, y aquí el texto da una extraña voltereta, el lugar del destinatario del discurso se fractura, es decir, el destinatario español a quien va dirigida la crónica pierde la solidez de su estructura, porque es el vencido, el indígena, el objeto y no el sujeto del discurso quien tiene la palabra, por lo menos durante esa difícil y heroica etapa en que la lucha entre españoles e indígenas aún no se dirime. Una última cita refuerza lo antes dicho: Bernal relata una refriega entre españoles y mexicas, una de tantas escaramuzas anteriores a la toma de Tenochtitlán por los españoles:

viendo que aprovechaba cosa ninguna y no podían atinar el camino y calzada que de antes tenían en el pueblo, porque todo lo hallaban lleno de agua, renegaban del pueblo y aun de la venida sin provecho, y aun medio corridos de cómo los mexicanos y los del pueblo [Xaltocan] les daban mucha grita y les llamaban de mujeres, e que Malinche era otra mujer.

Cortés-Malinche, ¿un cuerpo doble?, el cuerpo de doña Marina-Malintzin, la intérprete, y el de Hernán Cortés se yuxtaponen, ¿o son quizá un único y solo cuerpo? Para los indígenas ella es definitivamente la dueña del discurso, y él, Cortés, el Capitán Malinche, jefe de los españoles, un hombre despojado de repente de su virilidad carece de lengua porque sus palabras carecen de fuerza, es decir, de inteligibilidad, sólo las palabras que emite una mujer que cumple con excelencia su oficio de lengua (es bien conocida la ambigüedad que rodea a la palabra lengua) alcanzan a su destinatario: esa operación de lenguaje actúa sobre la virilidad y enturbia la que debiera ser una estricta categoría, la de lo masculino. Juegos de lengua operan con una extraña alquimia y transforman al conquistador Hernán Cortés en una mujer, porque, como lo reitera el texto recién citado, es, como sus soldados, llana y simplemente otra mujer. En este intercambio que perturba el equilibrio de lo masculino y de lo femenino, Cortés sufre la peor afrenta, se le incorpora a una categoría sexual nefanda, la más temida y despreciada por los españoles, la del invertido, el sodomita. Leamos para terminar otro fragmento de Bernal, quizá confirme lo antes dicho:

Sería el gran Montezuma de edad de hasta cuarenta años, y de buena estatura y bien proporcionado, e cenceño e pocas carnes, y la color no muy moreno, sino propia color y matiz de indio, y traía los cabellos no muy largos, sino cuanto le cubrían las orejas, e pocas barbas, prietas y bien puestas y ralas, y el rostro algo largo y alegre, y los ojos de buena manera, y mostraba en su persona en el mirar por un cabo amor, y cuando era menester gravedad. Era muy pulido y limpio, bañándose cada día una vez a la tarde; tenía muchas mujeres por amigas, e hijas de señores, puesto que tenía dos grandes cacicas por sus legítimas mujeres, que cuando usaba con ellas era tan secretamente, que no alcanzaban a saber sino algunos de los que le servían; era muy limpio de sodomías.



Margo Glantz
Doña Marina y el Capitán Malinche




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en Biblioteca Virtual Miguel Cervantes


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NOTAS:

(*) Se refiere a
La Malinche: la lengua en la mano
Puede verse



Nacida en una familia judía ucraniana, sus padres emigraron a México. Estudió en distintos colegios debido al constante cambio de ubicación. En la Universidad Nacional Autónoma de México, estudió Letras Inglesas, Hispánicas e Historia del Arte. En 1953 se doctoró en La Sorbona en Letras Hispánicas. De vuelta a México, se dedicó a la labor docente, impartiendo clases en varias universidades en su país y en Estados Unidos. Ocupó importantes cargos en universidades y organismos culturales y en 1995, fue elegida miembro de la Academia Mexicana de la lengua.

Su labor literaria, se ha desarrollado en varios campos como la narración, investigación, ensayo, periodismo, crítica y traducción. Ha creado varias revistas, y es impulsora de los jóvenes talentos. A lo largo de su vida, ha recibido numerosos premios y distinciones tanto dentro como fuera de su país.
 

Otros enlaces:
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