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EL RASTRO (Margo Grantz)

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Y escribo, sigo escribiendo, sentada ante mi máquina, Juan y yo vivíamos juntos; lo ayudaba a pasar en limpio sus escritos o sus partituras antes de que hubiese computadoras, cuando todavía era necesario utilizar hojas  diferentes de papel pautado para cada uno de los instrumentos, las partituras, sí, esas reliquias de otros tiempos: ahora todo se escribe directamente en la computadora, la raza de copistas está en extinción, Mozart escribiendo a la luz de la vela los últimos compases de su Réquiem sería obsoleto o Rousseau renunciando al mundo y dedicando sus mañanas a copiar partituras para ganarse la vida absurdo (ni absurdo ni obsoleto, ocupación inexistente, oficio totalmente olvidado). Muchas cosas, me digo, son obsoletas, sonrío, ¡qué banalidad! La banalidad de asistir a un entierro, de estar en medio de los ¿dolientes? ¿como una invitada más? ¿una vulgar invitada más?

Estoy sentada en este gran salón, silencioso y frío, después de oír el concierto número 20 de Mozart, Kegel quién sabe qué que ya se acabó y sin embargo el tocadiscos sigue encendido -su capacidad es de cinco compactos- y mi a miga, la otra, la del recuerdo, la del restorán, la que se parece a Rogozhin (no, porque Rogozhin es pequeño, enclenque, insignificante, ¿importa?), repite su gesto imperioso aunque magnánimo en este restorán donde celebramos el año nuevo ¿celebramos el año nuevo? ¿qué año nuevo?, aquí sólo mis chicharrones truenan, dice, e insiste en  que va a pagar la cuenta aunque se gaste toda su gratificación (tiempo de austeridad), aceptamos, aceptamos resignados y bebemos y bebemos hasta las manitas. Sigo en la máquina o en la computadora o en el restorán con esa amiga mandona o junto al ataúd escuchando a María (recordando en aquel instante la singularidad de su posición): habla y habla cada vez con menos boca, esa herida transversal cicatrizada, esa absurda herida que es la vida, su fugacidad, el obstinado murmullo que no cesa, incompatible con su bello atuendo. Sigo en la máquina, en la inercia, sentada, copiando a mano las complicadas partituras de la última composición de Juan (así lo hacía Anna Magdalena Bach, la segunda esposa del compositor, y muchos de los manuscritos conservan huellas de su pluma, por ejemplo la más acabada versión de las seis sonatas para chelo sin acompañamiento. También Rousseau, cuando decidió alejarse del mundo, copiaba partituras para ganarse la vida, a tanto la hoja). Otra vez me viene a la mente un personaje de Dostoievski que a menudo recuerda Juan, ambos sentados frente a la chimenea de nuestra casa, de regreso del restorán después de que nuestra amiga nos había invitado a comer en masa y a fuerza y también ella está sentada a mi lado o frente a la chimenea apagada a pesar de  ser invierno y de que la casa es helada, sus gestos rogozhianos devaluados repiten la inolvidable escena en que Rogozhin para probar su amor por Nastasia Filipovna lanza arrogante un fajo de rublos al fuego, la chimenea encendida de un salón ruso del siglo XIX (pero no, corrijo el recuerdo, no es Rogozhin, es Nastasia Filipovna la que arroja a la chimenea el paquete de cien mil rublos, envueltos en periódico).

Mis zapatos son de raso negro, con pulsera y tacón de aguja, mis medias, oscuras y transparentes, con costura (bien derecha), mi vestido es negro, de georgette de seda con aplicaciones de pedrería (como para bailar tango) (soy chelista y Juan, pianista, también compositor), la amiga mandona, en cambio, lleva zapatos bajos, un suéter tosco, color azul marino con escote en V que le cubre las anchas espaldas, es morena, su mandíbula es cuadrada, contrasta con su boca, siempre movediza (y blanda). Juan, vestido como gángster, traje gris a rayas blancas, corbata gris perla con dibujos muy finos y una camisa blanca almidonada (¿cómo puede soportarla? le aprieta el cuello).

María habla eternamente frente a mí, a mí que estoy sentada junto al féretro o en el jardín de la casa (que alguna vez fue mía y de Juan y de los niños y de los perros y los gatos, más bien del gato) o mientras leo a Dostoievski, interrumpiendo la lectura para oír lo que Juan comenta sobre Rogozhin y el príncipe idiota, todos sentados en un rincón, en una silla o sillón de distintos colores y texturas y hasta formas, frente a la chimenea de la casa que no está encendida, recordando la rapidez con que el fuego quema los billetes arrojados a la chimenea por Nastasia Filipovna, y su amante Rogozhin, quien, sin embargo, un día la asesina (¡cómo me gustaría que me amasen así, [de esa apasionada manera en que Rogozhin o el idiota amaban a Nastasia Filipovna], aunque me asesinen, pienso, sentada en mi sillón oyendo a Mozart, el concierto número 20, Kegel quién sabe qué, para piano y orquesta!) (especialmente el adagio). Los amigos, alrededor, vociferan y se burlan de mi amiga la mandona, y Juan, monótona y teatralmente, insiste en revivir la escena en que Rogozhin amaba a Nastasia Filipovna y para probar su amor lanzaba al fuego los billetes (no, no era él, vuelvo a repetirme, es Nastasia Filipovna la que arroja al fuego los billetes que le ha conseguido Rogozhin, Nastasia los ha aceptado, él es oscuro, pequeño, bilioso, su sonrisa es perpetua, impertinente, malvada y hasta burlona), y en ese gesto concentra todo su amor, el amor que siente  por Nastasia Filipovna: el corazón tiene razones que la razón desconoce, escribía textualmente Pascal. Y entonces lloro: frente a mí, el rostro trágico de María, detenido en el acto de producir la misma palabra repetida, al borde de la herida, esa absurda herida que es la vida, un corazón henchido de rencores, el corazón hecho literalmente pedazos:

(Alguien recoge los billetes que ha arrojado a la chimenea Nastasia Filipovna, el papel periódico en que estaban envueltos los protege, sólo el primero se ha quemado).


Margo Grantz
El rastro, 2002



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