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ZAPATOS: "ANDANTE CON VARIACIONES" (Margo Glantz)

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Mar Fanlo del Ruste (Archivo Barricada)
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Para Beatriz Aguad

A medida que pasa el tiempo, el zapato olvida su procedencia y su etimología. ¿Quién recuerda que la palabra zapato en español proviene del turco? Es, pues, una palabra renacentista, antes no existía en castellano, se usaban otros vocablos: calzas o calzado. En el primer diccionario de la lengua castellana, el de Covarrubias, se informa que calzado quiere decir el que lleva zapatos, por oposición a los religiosos que hicieron profesión de no llevarlos, por ejemplo Teresa de Jesús o Juan de La Cruz, vulgarmente conocidos como los carmelitas descalzos...

Los grandes colosos egipcios llevan los pies desnudos. Los héroes homéricos también, aunque pueda cabernos alguna duda. En cambio, Moisés, en el Deuteronomio, puede enorgullecerse de decirle a los hebreos: «Os he hecho marchar durante cuarenta años por el desierto y vuestras sandalias no se han gastado bajo vuestros pies», y ésta es, pienso, la primera mención escrita que existe sobre el calzado. Aunque, si lo reflexionamos bien, Dios ya había pensado, al crearnos, en la necesidad de proveernos de un buen sostén sobre la tierra: nuestro primer zapato es el que nos brinda la propia anatomía: la planta de los pies nos garantiza una pisada firme y sólida. La suavidad y la elasticidad de este calzado primigenio se deben sobre todo a un conjunto maravilloso de huesitos, los sesamoides, situados bajo el primer metatarso.

Y este preámbulo es necesario para quien quiere escribir la historia de una mujer cuya máxima ambición fue caminar el camino de la vida con zapatos de diseñador.

No había nacido en sábanas de seda ni probó sus primeros alimentos con cucharita de plata. Estaba empleada en una zapatería de provincia que vendía modelos (imitaciones) del centro a precios accesibles. Es más, la especialidad de esa tienda eran los choclos Elizalde (glacé negro, corte austero y perfecto) para el confort de las matronas; también las zapatillas estilizadas que combinaban el beige y el rojo, el gris y el negro o el blanco con el café o el azul marino, especialmente diseñadas para señoritas ambiciosas de barrio popular.
   
Es hora de confesar que esta historia es autobiográfica, y por tanto profundamente sincera.

El diseñador preferido de la protagonista, Nora García, es Ferragamo. Nació el 6 de junio de 1898, en Bonito, Irpinia: el onceavo hijo de una familia de 14 niños; sus padres, pequeños propietarios agrícolas. Desde pequeño tuvo obsesión con el calzado, pero a su padre (como al de mi madre) la parecía una profesión indigna. Una noche trabajó para confeccionar un par de zapatos blancos para la primera comunión de su hermana preferida. Fue un predestinado. De la misma manera que Leonardo da Vinci, nacido para pintar la Mona Lisa y diseñar inventos revolucionarios, Salvatore Ferragamo nació para diseñar zapatos.

Cuando empiezo a escribir mi vida, me entran algunas dudas, aunque mi infancia fue también humilde. Esas dudas se fortalecen después de leer las memorias de Nabokov. La verdad es que cuando yo, Nora García, leo cosas tan profundas como las que él escribe, me siento disminuida, inútil, y, lo que es peor, mis obsesiones se convierten -como la naturaleza americana para Buffon- en algo inferior. ¿Cómo puede equipararse alguien, cuya tragedia ha sido sólo un exilio de colonia a colonia proletaria durante su infancia, con un exiliado de la nobleza de un país que produjo a Gogol, Dostoievski, Chéjov, y, claro, a Nabokov afterwards? Mi historia trata de una mujer (quizá yo misma) que ama desesperadamente y la consecuencia de ese amor fatal no es el suicidio, al estilo de Anna Karenina echándose a las vías del tren o de Madame Bovary tomando arsénico para pagar sus deudas o de Madame de Cléves entrando a un convento para no ceder al amor carnal; no, su tragedia consiste en una paulatina deformación del pie izquierdo que le produce un dolor continuo y mediocre (opacado por analgésicos) como el de un callo o una muela inflamada, dolores nada comparables con el dolor lacerante que les producía a las santas mártires del cristianismo la amputación de un seno, la mutilación de un miembro, el desollamiento o la crucifixión. En Nabokov muchas veces la tragedia degenera en una parodia sutil; en mi caso, la parodia cae en la farsa como los perros americanos cayeron en la inferioridad cuando Colón descubrió que no ladraban. Y mis padres eran ya de por sí inferiores (judíos-rusos). [¿No lo determinó así Hitler y exterminó a los judíos?] Mis padres ni siquiera fueron a América, la verdadera, sino a México, al sur del Río Bravo, donde los habitantes somos despreciables. Si yo hubiera nacido en Nueva York hubiera estudiado en Cambridge o en Harvard y mi inglés sería impecable, como el de Carlos Fuentes. Insisto, nací aquí al sur del Río Bravo, e insisto en contar la historia de una mujer que ama demasiado. ¿Habrá mayor necedad?

Nabokov creía en Dios, un dios formado por una especie de corros de fantasmas que volaban como mariposas. ¿En qué Dios puedo creer yo, sin siquiera ser de Rusia y teniendo como herencia sólo un exilio menor? Porque a fin de cuentas los que se exiliaron fueron mis padres y su exilio fue menos productivo que el de Nabokov (que escribió en inglés y no en español como yo, Nora García) o el de algunos conquistadores del siglo XVI. Mi madre me dio el otro día la clave de por qué no regresó a Rusia: no tenía nada de qué vanagloriarse: no se volvió rica ni famosa, ¿entonces, para qué emigrar? Todavía no estaba en su total apogeo el estalinismo aunque ya se perfilaba, pero el acto de exilarse consistía en hacer algo grandioso y mi mamá se exiló sólo para seguir a un aventurero que  en aquel entonces ni siquiera usaba barba. Las cosas se hubieran mejorado si hubiésemos tenido un destino singular, pero mi padre tuvo una serie de tienditas, una serie de mudanzas, una serie de libros, una serie de hijas, y una serie de pinturas y de esculturas que están esperando ser reconsideradas como obras de arte, al estilo de las obras que los prerrafaelitas en Inglaterra pusieron de nuevo en circulación. Las guerras no nos tocaban siquiera de cerca, las oíamos en la radio o las veíamos en los noticieros en el cine, mientras mis tíos y primos en la Unión Soviética morían en el combate, en el aire o de hambre. Quizás esta obsesión por los zapatos -que intento volver heroica para compensar la falta de heroísmo familiar- tenga su origen en la profesión de mi tío Iván, el hermano mayor de mi madre que era zapatero, profesión nefasta, vergonzosa para la familia, sobre todo si se tiene en cuenta que ese tío ni siquiera producía un par de zapatos entero, apenas la parte superior del calzado sin la suela, como ahora en las maquiladoras; además, nunca he sabido si confeccionaba zapatos de hombre o de mujer. Mi tío Aliosha llegó a México, mandado por mis abuelos para proteger a mi madre de mi padre y del exilio, se dedicó también a vender materia prima para calzados; él vendía  sólo la suela, la carnaza, y los dos tíos juntos y nosotros -que luego vendimos zapatos elegantes, modelos metropolitanos a precio de pueblo o de barrio bajo- tampoco podríamos equipararnos con el gran Ferragamo que hizo de la confección de zapatos un arte tan grandioso como el que ahora alcanzan con sus diseños Yves Saint Laurent o Armani, en los años treinta Cocó Chanel o antes Bach con el arte de la fuga.

Creo haber demostrado que no teníamos nada de excelso y que para poder levantar el nivel de esta historia que relata un amor desgraciado y convertirlo en una tragedia tengo que hacer un esfuerzo hercúleo. Lo intentaré. Ya decía yo que mi tío Aliosha llegó a México enviado por mi abuelo a cuidar a mi mamá y al llegar aquí cayó en la profesión nefanda, o mejor dicho, merodeó por ella porque tenía una tienda de pieles (de inferior calidad) por la calle de Jesús Carranza, calle que no es evidentemente la flor de la elegancia, y, para agravar aún más las cosas, vendía lo que los zapateros que hacen calzado en el pueblo llaman despectivamente la carnaza. Completo el cuadro, antes de proceder a narrar mi historia de la mujer que amó demasiado, quizá una historia en donde me   retrato a mí misma, Nora García. Mis propios padres tuvieron varias veces unas zapaterías en un barrio polvoriento de la ciudad, en aquella época todavía un pueblo, y es más, allí se copiaban a la, perfección y con humildad los zapatos de mi ídolo avant la lettre, Salvatore Ferragamo (que para agravar las cosas fue, además, fascista). ¿Cómo hubiera yo podido saber, cuando entre lecturas de Faulkner y Dos Passos, sentada tristemente en la zapatería rogándole a Dios que ya no vinieran más clientes para que pudiera terminar de leer con tranquilidad Santuario o Manhattan Transfer, que mi ídolo sería más tarde Ferragamo y que me habría de apasionar de manera tan obsesiva por los zapatos? ¿Que hubiese yo descendido tan bajo sólo para comprarme zapatos de ese diseñador, cuyos herederos, en la actualidad, también diseñan joyas, perfumes y ropa de alta costura? Por esa época, o quizá antes de que yo pudiera leer sentada en la zapatería (era demasiado joven), podía percibir la tristeza que mi madre sentía a veces cuando tenía que vender zapatos y mi padre no hacía nada de provecho más que escribir poesía. Con todo, a pesar de ser tan joven, ya sabía apreciar la elegancia de esos zapatos (copias quizá inconscientes de los de Ferragamo) confeccionados graciosamente con tiritas verdes y grises, negras y blancas, café y color hueso, rojas y azules (marino) con tacón altísimo y puntiagudo -esas agujas y esas tiritas sabiamente distribuidas para que el pie se vea sexy que se han vuelto a poner de moda gracias a Manolo Blahnik, tanto que su apellido es el epítome del calzado de diseñador, y por ello, en lugar de hablar de sus zapatos, las modelos hablan de sus Blahniks). Nosotros vendíamos los zapatos a la módica suma de veintitrés pesos con cincuenta centavos, el tacón no era tan aguzado como el que han puesto de moda los grandes costureros actuales y por tanto eran más elegantes, más cómodos, más graciosos, en una palabra, la maravilla; zapatos, lo veo bien hoy, poco adecuados para transitar por esas calles que en época de lluvias eran tan lodosas y profundas como el lago de Xochimilco (el de antes, cuando la ciudad estaba situada en la región más transparente del aire) y por las que se circulaba en canoa o a lomo de cargador indígena, alias tameme, por la módica suma de cincuenta centavos, pieza de plata conocida como tostón, medida colonial de moneda.

Como venía yo diciendo, los zapatos que mi madre vendía en su zapatería de pueblo estaban hechos concienzudamente a mano, e imitaban   sin saberlo los diseños de Ferragamo, y en Neiman Marcus de Dallas se vendían aproximadamente a cuarenta dólares de esa época, suma exorbitante si se piensa que nosotros, lo subrayo, los vendíamos a ventitrés cincuenta el par, y el peso estaba a dos cuarenta y cinco por un dólar. Vuelve a surgirme la duda: ¿podré seguir escribiendo una novela con estas pequeñeces?

En el Times de julio de 1989 se lee que la tan violentada y guillotinada María Antonieta se ha convertido en la niña de los ojos de los franceses quienes la han absuelto de sus culpas dos siglos después, es más, aún la lloran, lamentan su trágica muerte. El objeto más visitado en el Museo de Caen donde se organizó una exposición para celebrar el bicentenario de la revolución francesa es el zapato que la infortunada reina dejó caer al montar al patíbulo. Tres arquitectos fueron comisionados para crear seis nichos abstractos que albergan -por turnos- el precioso calzado de raso de seda. Guardianes vestidos a la moda de las postrimerías del siglo XVII lo trasladan de uno a otro espacio, protegidas sus manos con guantes de tafilete: los espectadores, para contemplarlo, deben arrodillarse sobre un cojín de brocado dorado cubierto con un lienzo blanco.
   
He decidido ponerle a este libro el título de Historia de una mujer que quiso andar por el camino de la vida con zapatos de diseñador...

Tengo que empezar a contar la historia en el momento en que la mujer (es decir, yo, Nora García) va caminando por una calle de zapateros, quizá esa calle en Lisboa donde se vendían zapatos de mala calidad, detrás de una plaza parecida a la de mi infancia, donde se vendía calzado de pueblo. Y ahora que lo cuento, me gustaría escribir un texto tan fino como los zapatos finos que diseñó Ferragamo y no puedo, porque ella, Nora García, conoció de niña sólo zapaterías de barrio donde se vendían zapatos de imitación para la gente de la clase media baja y a veces para los limosneros que todas las semanas pasaban con su lata vacía a recaudar sus monedas reglamentarias de a centavo y entre semana llegaban con sus zapatos rotos y sin calcetines o sin medias y pedían zapatos mineros de a siete cincuenta o choclos de viejita de glacé negro con agujetas de a cinco pesos. Sólo mi maestra de piano, chaparrita y con bloomers de algodón color mamey, compraba zapatos con tiritas verdes y gris que combinaba con primor con su bolsa del mismo tono aperlado  de las tiritas. Nosotros sólo vendíamos zapatos: alguna vez in illo tempore, tuvimos una boutique en el mero centro donde mi madre vendía bolsas, guantes y sombreros, hoy objetos obsoletos.

Una prestigiosa revista de anticuarios registra un hallazgo excepcional: un par de zapatos del siglo XVII rematado en la casa de los lores de Northampton por veinte mil libras esterlinas. Lo excepcional, debe agregarse, no estriba en el hecho escueto de que se hayan encontrado zapatos del siglo XVII, lo extraordinario es que se trata de un par en perfecto estado de conservación. Recuérdese que como la Cenicienta, María Antonieta sólo dejó caer un zapato cuando subió a la guillotina.

Una mujer pasa repetidas veces frente a una vitrina, mejor, por una calle donde hay zapatos; su obsesión es doble, está fijada en los zapatos y en una novela que tiene relación con un camino por andar, obsesión que también tuvieron Santa Teresa y San Ignacio o San Juan, y los franciscanos seráficos de México. La idea es trazar un paralelismo entre la mujer que tiene que andar simplemente un camino amoroso o el camino  nel mezzo del camin di nostra vita, digamos, y, paralelamente, a manera de alegoría, los frailes seráficos, Santa Teresa o San Juan, que andan descalzos o con sus pobres y primitivas sandalias. Por ello, continúo escribiendo el texto donde una mujer camina con zapatos de diseñador el camino de su vida, su vocación martírica contrasta con ese afán y de ello resulta su nostalgia de Santa Teresa de Jesús y de los frailes seráficos de México; lo remata todo con San Juan, el más importante de los místicos. Debe subrayarse que quizá esa obsesión cambie totalmente el plan de la novela.

Primero, pasea por las calles donde hay zapaterías y al mirarlas su pensamiento está ligado indisolublemente al comienzo de la novela, entrevista como un largo camino por andar, camino que se haría intransitable si no llevara los pies calzados con zapatos especiales, el par más maravilloso y suave, más estético que existe en el Universo. En sus andanzas topa con una zapatería en donde hay un par de zapatos que le fascina; están de barata: le parecen sin embargo excesivamente caros porque está acostumbrada a ser abonera, a comprar en retazos: sus padres fueron aboneros como quien dice porque llegaron a México y lo primero que se  encontraron en el tren que iba hacia lo desconocido fue a un señor hebreo que llevaba miles de corbatas alrededor del cuello y miles de sombreros encimados sobre la cabeza, y no sé bien qué en las manos, pero habló con mis padres en ruso y les dijo que no hablaran ruso, que hablaran alemán, y eso marcó sus vidas porque mi padre llevó en la cabeza una canasta con pan que lo inició en el camino de los aboneros, luego se compró un caballo, ¿de dónde lo sacó si no tenía dinero? Nunca lo supe, pero hay que convenir en que comenzó con el pie derecho el camino de la vida en México, o más bien, montado sobre un caballo y que ese caballo era para llevar el pan, y que sus zapatos -unas botas- los apoyaba en los estribos; cuando mi padre andaba a caballo parecía un conquistador, porque la canasta de pan la llevaba sobre la cabeza un indio que para mayor precisión se llamaba Serafín. Mi padre prefería leer poesía mientras Serafín cargaba, vendía y cobraba las mensualidades, porque aunque parezca mentira el pan se vendía en abonos. Y si yo voy a pie por el camino de la vida con zapatos de diseñador, Ferragamo o Maud Frizon (no Christian Dior ni Yves Saint Laurent), entonces sí que las cosas me van a ir bien, sobre todo si conservo a la vez mis viejos hábitos ancestrales, los de   abonero, y si consigo, en barata, el último par de zapatos color verde fatiga de Ferragamo, con un tacón ni muy bajo ni muy alto, medio botines, con una hebilla preciosa, divino calzado que cumple una función múltiple: permitirme que camine por la vida con zapatos de diseñador, perfectos, elegantes, y, cosa fundamental, no demasiado caros.

Nunca lo había pensado antes, pero ¿no tendrá ella los pies deformados y adoloridos porque no solía comprarse zapatos de diseñador? Pero, sigo: ella recorre Bond Street, pasa por Armani, se pasma ante sus trajes y sobre todo cuando toca la textura de las telas; Ungaro, vestidos exquisitos, pero demasiado juveniles (ya no tiene tan estrecha la cintura), Yves Saint Laurent, maravilloso, pero ¿dónde usaría esos zapatos? Podría comprarse un traje de Armani, tiene el dinero ahora que están de barata, pero está acostumbrada a gastar el dinero en pequeñeces: ocupan tanto lugar las prendas en su clóset que podría comprarse, sumándolas, algo maravilloso, pero no lo hace, lo recalco, porque tiene mentalidad de abonera. Sus pasos ciegos la dirigen de nuevo a Ferragamo donde ha visto los zapatos, sabe que no podrá escribir si no está bien calzada, ya lo ha comprobado:  lleva ahora unos zapatos de Oxford Street, de Ravel, tienda barata para los que vienen de fuera o los que no tienen, como ella, mucho dinero, o adolecen de la misma mentalidad de abonero que tengo yo, Nora García, además de sentir una nostalgia inmensa (como de tango) por esos zapatos de tiritas de colores, verde y gris, rojo y gris, azul marino y blanco, tacón alto y esbelto de mi zapatería de infancia, la que tuvo mamá, al lado de los zapatos de glacé de viejita de Elizondo que íbamos a buscar a Tacuba con papá y cuando los de vamp costaban veintitrés pesos con cincuenta centavos y los de viejita doce cincuenta. Quizá debiera comprarme unos zapatos así; antes me los compraba en las baratas, recuerdo un par gris con verde Christian Dior, tacón muy alto, zapatillas con hebilla abrochadas en forma de T, como las de los años veinte, zapatos que tuve que regalar el otro día, aunque estaban muy buenos todavía, pero ya no puedo usarlos porque tengo juanetes y tener juanetes calza perfectamente con la mentalidad de abonera y no con los zapatos estilosos.

Un pie alterado como un zapato demasiado usado, el tacón pelado y las deformaciones de los pies ya no se ocultan con el calzado: las puntas abolladas o arrugadas exhiben una parte que ya nunca podrá ser llenada por el pie. Nada recibe tanto el impacto de la realidad como los pies calzados sobre la tierra. Por eso de niña usé zapatos de charol negro con hebilla y traba en forma de T, achatados, de piso, con tacón de goma o blancos y durante los primeros días no quería caminar con ellos para no mancharles la suela y para evitarlo caminaba sobre periódicos. Esa operación detiene el efecto de realidad, mantiene la belleza intacta, como sucede en las naturalezas muertas en las cuales se pinta un poco de basura que nunca se deteriora: la pintura conserva para siempre su equilibrio.

Sus pasos ciegos la dirigen de nuevo a Ferragamo donde ha visto los zapatos, sabe que no podrá escribir si no está bien calzada, entra, pregunta por los zapatos, se los muestran, son de un gris verdoso, con un reflejo plateado producido por el tratamiento que le han dado a la piel, el tacón no es demasiado delgado, es mediano, con una pequeña curva interior como los de los zapatos del catálogo de Ferragamo ahora que están en exhibición en el Museo Victoria y Albert de Londres. Ha ido al museo, ha pasado por las innumerables salas donde se amontonan erráticas colecciones  de estatuas medievales, cerámicas azules, alfombras persas; piensa que debería detenerse, porque las alfombras persas están definitivamente asociadas a los zapatos o mejor dicho a la falta de zapatos, porque uno no debe pisarlas, hay que descalzarse antes de entrar a una mezquita o a una casa, y allí hay siempre alfombras; sigue sin detenerse, sin embargo, sólo el pensamiento le sirve de lastre en ese camino hollado por sus zapatos; las alfombras están en la pared: sus pies nunca podrán alcanzarlas ni usando sandalias especiales. Encuentra por fin, ¡oh maravilla! la sala donde se exhiben los zapatos del genial Ferragamo. Los admira, entusiasmada, y se decide, nada le impedirá comprarse un par de zapatos de este genial diseñador.

Vuelve sobre sus pasos y, ya en la tienda, se prueba los zapatos que le han traído después de señalarlos en la mesa redonda en la que se exhiben los objetos de barata; le aclaran que es el único par, se mide el pie izquierdo, en el que tiene el juanete; comprueba que la hechura es perfecta: soluciona a la vez el problema de la belleza y el de la comodidad; sin embargo, no puede evitarlo, le parecen demasiado caros, aunque estén de barata. Sale sin comprarlos. Recorre de nuevo las tiendas, ningún zapato le gusta de la misma manera, pero le siguen pareciendo caros, está acostumbrada a gastar en cosas pequeñas, baratas, le parece que es lo único que se merece, pero, eso sí, también sabe que la novela que quiere escribir no podrá escribirse cabalmente si no se compra el calzado ideal, de Ferragamo, su ábrete sésamo, su zapatilla de cristal, su hada madrina.

Lo que más le preocupa en ese momento es que come demasiado turrón de yema y bebe demasiado jerez y engorda y además no puede usar zapatos Ferragamo ni quitárselos en la playa para pisar la arena porque tiene juanetes y a menos que la arena le cubra los pies esa deformidad es visible. Piensa en otros zapatos que ha hecho Ferragamo, y en esas hormas a la medida de cada pie diplomático, imperial o de artista del jet set. En ese momento desea tener los pies de la Mangano, Silvana Mangano, quien como la que cuenta este cuento, Nora García, perteneció, cuando era niña, a las clases inferiores y probablemente, como ella, usó zapatos de marcas ordinarias y puede darse que, también como a ella, se le haya formado un juanete, por cuestiones hereditarias y por usar zapatos apretados y de mala calidad, pero, todo hubiese podido acabar como en los cuentos de hadas, ¿por qué no pensarlo así?, más tarde, Ferragamo pudo haberle hecho una horma a la medida de su juanete.

Me interesa mucho la vida de Ferragamo, pensé hoy por la tarde. Idea por lo menos curiosa en alguien que tiene los pies deformes y está tirada en la playa en traje de baño y con los pies descalzos, y en uno de los pies ostenta un juanete imposible de disimular cuando se está descalza, y me pregunto ¿cómo me puede interesar la vida de un señor gordo que se pasó la vida siempre inclinado, midiendo pies, estudiando su anatomía, su estructura y luego confeccionando hormas de madera y que además fue fascista? Aunque, claro, esas hormas eran únicas, una para cada pie, porque como la huella de las manos o como la voz, la huella de nuestros pies es única, así es la vida o la anatomía, un simple designio de la naturaleza. Además, en cada una de las hormas que hacía Ferragamo inscribía el nombre del dueño de los zapatos que permitían caminar por el mundo con solidez y natural elegancia. Las hormas eran perfectas, de madera de magnífica calidad. Ahora las hormas, aún las más ordinarias, se venden a precio de oro, si son de buena madera y están bien confeccionadas, pero habría que comprarlas,   hechas a la medida, si uno quiere mantener sus zapatos impecables. No me canso de pensarlo: las huellas de cada pie son excepcionales y únicas como las huellas de la mano y como las huellas de la voz; pero en estas épocas de democracia, o mejor dicho de globalización, nadie lo quiere admitir y en lugar de mandarse a hacer la ropa a la medida se la compra uno ya hecha, prét á porter, y, lo mismo, sobra decirlo, pasa con los zapatos.

Mientras piensa en los zapatos, Nora García sabe que escribirá un texto que tiene que parecerse a la ópera que detiene la historia y los sentimientos: los inmoviliza. En el teatro los sentimientos se activan y en la ópera lo que parece trágico se vuelve grotesco por la voz, los ademanes y el atuendo y también porque, vuelve Nora García a reflexionar, tiene deformados los pies, se le han ido deformando cada vez que canta su aria triunfal, aria en la que siempre se duerme su principal acompañante: la ama pero no soporta la ópera; la escena se repetirá degradada en la zapatería, mientras lo piensa escucha en el impecable compact disc a la Callas cantando Aída, quien, semejante a Nefertiti, inicia el descenso a los infiernos con su intensa y prodigiosa voz de soprano.
  
Me detengo, esto es muy importante; la obsesión principal de Nora García proviene de una concepción especial de la idea de la fama, está relacionada con el honor del nombre. Convencida, regresa a Ferragamo, vuelve a probarse los zapatos, la empleada le comenta, usted ya estuvo aquí, Nora asiente, ruega que se los muestren de nuevo, los contempla, los acaricia, se los pone, verifica que no se le note demasiado el juanete, se decide, se los quita, se encamina a la caja y los paga, pero antes de hacerlo pronuncia un voto, una manda a Santa Teresa de Jesús: usarlos solamente cuando se siente a escribir, como ahora lo hace, con los zapatos puestos, los zapatos Ferragamo que ha comprado en una exclusiva boutique de la calle Bond en Londres, acompañando al calzado, unas medias de ese mismo, exacto color (se comprará luego varios pares de Fogal, pues son las únicas que calzan con los zapatos del gran artesano, mejor, del gran artista del calzado) y, por fin, con solemnidad, ¡ya era hora!, sentada como franciscano seráfico a la máquina de escribir o frente a la computadora, fumándose un cigarrillo, oyendo a Bach, comiendo turrón de yema y bebiendo un oporto, comienza el acto más heroico de su vida; escribir la historia de la mujer que caminó por la vida con zapatos de diseñador.

Margo Glantz

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