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JAMES JOYCE EN ESPAÑOL

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TEXTOS ESCOGIDOS:

Ulises en la versión de Francisco García Tortosa
Ulises en la versión de José Mª Valverde
Retrato de un artista adolescente, versión Dámaso Alonso
Dublineses, dos versiones: Cabrera Infante y García Tortosa

ESTUDIOS Y EN LACES:
Ulises de James Joyce en la tradución de José Salas Subirat (Mª Ángeles Conde-Parrilla
Conferencia de Francisco García Tortosa (Fundación Juan March)
Wikipedia


James Augustine Aloysius Joyce (Dublín, 2 de febrero de 1882 – Zúrich, 13 de enero de 1941) fue un escritor irlandés, reconocido mundialmente como uno de los más importantes e influyentes del siglo XX. Joyce es aclamado por su obra maestra, Ulises (1922), y por su controvertida novela posterior, Finnegans Wake (1939). Igualmente ha sido muy valorada la serie de historias breves titulada Dublineses (1914), así como su novela semi autobiográfica Retrato del artista adolescente (1916). Joyce es representante destacado de la corriente literaria denominada modernismo anglosajón, junto a autores como T. S. Eliot, Virginia Woolf, Ezra Pound o Wallace Stevens.
Aunque pasó la mayor parte de su vida adulta fuera de Irlanda, el universo literario de este autor se encuentra fuertemente enraizado en su nativa Dublín, la ciudad que provee a sus obras de los escenarios, ambientes, personajes y demás materia narrativa. Más en particular, su problemática relación primera con la iglesia católica de Irlanda se refleja muy bien a través de los conflictos interiores que asolan a su álter ego en la ficción, representado por el personaje de Stephen Dedalus. Así, Joyce es conocido por su atención minuciosa a un escenario muy delimitado y por su prolongado y autoimpuesto exilio, pero también por su enorme influencia en todo el mundo. Por ello, pese a su regionalismo, paradójicamente llegó a ser uno de los escritores más cosmopolitas de su tiempo.
La Enciclopedia Británica destaca en el autor el sutil y veraz retrato de la naturaleza humana que logra imprimir en sus obras, junto con la maestría en el uso del lenguaje y el brillante desarrollo de nuevas formas literarias, motivo por el cual su figura ejerció una influencia decisiva en toda la novelística del siglo XX. Los personajes de Leopold Bloom y Molly Bloom, en particular, ostentan una riqueza y calidez humanas incomparables. Wikipedia



"RETRATO DEL ARTISTA ADOLESCENTE" DE JOYCE por Dámaso Alonso









 I






(Stephen Dédalus es mi nombre)*

(...)

Abrió la Geografía para estudiar la lección, pero no se podía acordar de los nombres de lugar de América. Y sin embargo, todos ellos eran sitios diferentes que tenían diferentes nombres. Todos estaban en países distintos y los países estaban en continentes y los continentes estaban en el mundo y el mundo era el universo. Pasó las hojas de la Geografía hasta llegar a la guarda y leyó lo que él había escrito allí. Allí estaban él, su nombre y su residencia.


Stephen Dédalus
Clase de Nociones
Colegio de Clongowes Wood
Sallins
Condado de Kildare
Irlanda
Europa
El Mundo
El Universo

Esto estaba escrito de su mano. Y Fleming había escrito por broma en la página opuesta:

Stephen Dédalus es mi nombre
e Irlanda mi nación.
Clongowes donde yo vivo
y el cielo mi aspiración.

Leyó los versos del revés, pero así dejaban de ser poesía. Y luego leyó de abajo a arriba lo que había en la guarda hasta que llegó a su nombre. Aquello era él: y entonces volvió a leer la página hacia abajo. ¿Qué había después del universo? Nada. Pero, ¿es que había algo alrededor del universo para señalar dónde se terminaba, antes de que la nada comenzase? No podía haber una muralla. Pero podría haber allí una línea muy delgada, muy delgada, alrededor de todas las cosas. Era algo inmenso el pensar en todas las cosas y en todos los sitios. Sólo Dios podía hacer eso. Trataba de imaginarse qué pensamiento tan grande tendría que ser aquél, pero sólo podía pensar en Dios. Dios era el nombre de Dios, lo mismo que su nombre era Stephen. Dieu quería decir Dios en francés y era también el nombre de Dios; y cuando alguien le rezaba a Dios y decía Dieu, Dios conocía desde el primer momento que era un francés el que estaba rezando. Pero aunque había diferentes nombres para Dios en las distintas lenguas del mundo y aunque Dios entendía lo que le rezaban en todas las lenguas, sin embargo, Dios permanecía siempre el mismo Dios, y el verdadero nombre de Dios era Dios.

Se cansaba mucho pensando estas cosas. Le hacía experimentar la sensación de que le crecía la cabeza. Pasó la guarda del libro y se puso a mirar con aire cansado a la tierra verde y redonda entre las nubes marrón. Se preguntaba qué era mejor: si decidirse por el verde o por el marrón...


(...)



5



(...)
(Irlandeses)

Son esta raza y este país y esta vida los que me han producido -dijo-. Tengo que expresarme como soy.

-Procura ser uno de los nuestros -repitió Davin-. Tú eres irlandés de corazón, pero el orgullo puede más en ti.

-Mis antecesores arrojaron su propia lengua para aceptar otra -dijo Stephen-. Permitieron ser sometidos por un puñado de extranjeros. ¿Y te imaginas tú que voy a pagar con mi propia vida y persona las deudas que ellos contrajeron? ¿Por qué?

-Por nuestra libertad -contestó Davin.

-No ha habido ni un hombre honrado y sincero que os haya sacrificado su vida, su juventud y sus afecciones, desde los días de Tone a los de Parnell, sin que le hayáis vendido al enemigo o abandonado en la necesidad o traicionado y dejado por otro. Y ahora me invitas a que sea uno de los vuestros. Antes que eso, que os lleve el diablo a todos vosotros. 

-Ellos sucumbieron por sus ideales, Stevie -dijo Davin-. Nuestro día ha de llegar aún, créeme.

Stephen se quedó callado por un instante mientras seguía su propio pensamiento.

-Nace el alma -dijo por fin abstraído-, en esos momentos de los que te he hablado. Su nacimiento es lento y obscuro, más misterioso que el del cuerpo mismo. Cuando el alma de un hombre nace en este país, se encuentra con unas redes arrojadas para retenerla, para impedirle la huida. Me estás hablando de nacionalidad, de lengua, de religión. Estas son las redes de las que yo he de procurar escaparme. 

Davin sacudió la ceniza de su pipa.

-Demasiado profundo para mí, Stevie -dijo-. Pero la tierra de uno es lo primero. Irlanda, primero, Stevie. Después bien puedes ser poeta o místico, si quieres.

-¿Sabes lo que es Irlanda? -preguntó Stephen con glacial violencia-. Irlanda es la cerda vieja que devora su propia lechigada.
(...)

(Arte y belleza)




Stephen le alargó la cajetilla. Lynch cogió el último pitillo que quedaba, diciendo sencillamente:

-Adelante.

-Aquino -continuó Stephen- dice que lo bello es aquello cuya aprehensión agrada.

Lynch afirmó con la cabeza.

-Lo recuerdo -dijo-. Pulchra sunt quae visa placent.

-Usa la palabra visa -dijo Stephen- para cubrir todas las aprehensiones estéticas de cualquier naturaleza, ya provengan de la vista o del oído, o de cualquier otra vía aprehensiva. Esa palabra, aunque vaga, es suficientemente clara para dejar a un lado lo bueno y lo malo que excita el deseo o la repulsión. Quiere decir una stasis, no una kinesis. ¿Qué diremos de la verdad? También produce una stasis de la mente. Tú no habrías escrito con lápiz tu nombre sobre la hipotenusa de un triángulo rectángulo.

-No -dijo Lynch-, lo que quiero es la hipotenusa de la Venus de Praxíteles.

-Luego lo que produce la verdad es una stasis -dedujo Stephen-. Me parece que Platón dijo que la belleza es el resplandor de la verdad. No creo que eso quiera decir sino simplemente que la verdad y la belleza son afines. La verdad es contemplada por la inteligencia aquietada por las relaciones más satisfactorias de lo inteligible. La belleza es contemplada por la imaginación aquietada por las relaciones más satisfactorias de lo sensible. El primer paso en dirección a la verdad es el llegar a comprender la contextura y la esfera de acción de la inteligencia misma, el comprender el acto intelectivo mismo. Todo el sistema de la filosofía de Aristóteles descansa sobre su libro de psicología, y éste, sobre la afirmación de que un mismo atributo no puede al mismo tiempo, y en la misma conexión, pertenecer y no pertenecer al mismo sujeto. El primer paso en dirección a la belleza es el comprender la contextura y la esfera de acción de la imaginación, el comprender el acto mismo de la aprehensión estética. ¿Está claro?

-Bien. ¿Pero qué es la belleza? -preguntó Lynch impaciente-. Venga otra definición. ¡Algo que vemos y que nos agrada! ¿Es a eso a todo lo que llegáis entre Aquino y tú?

-Tomemos la mujer -dijo Stephen.

-Tomémosla -repitió fervorosamente Lynch.

-El griego, el turco, el chino, el copto, el hotentote -dijo Stephen-, todos admiran un tipo diferente de belleza femenina. En este punto parece que nos perdemos en un laberinto sin salida. Hay, sin embargo, dos salidas. Una es la hipótesis de que cualquier cualidad física que los hombres admiran en las mujeres, está en conexión directa con las múltiples funciones de la mujer para la propagación de la especie. Tal vez sea así. El mundo, según parece, es aún más lóbrego que lo que tú piensas, Lynch. Por mi parte, a mí me desagrada esta solución. Conduce a la eugénica más bien que a la estética. Te saca fuera del laberinto para ir a dar a un aula nueva y chillona en la cual Mac Cann, en una mano El origen de las especies, y en la otra El Nuevo Testamento, te explica que si tú admiras las mórbidas caderas de Venus, es porque sientes que ella puede darte el fruto de una prole rolliza, y que si admiras sus abundantes senos, es porque sientes que serían capaces de proporcionar una leche nutritiva a los hijos que en ella engendres.

-Pues si es así, Mac Cann no es más que un requeteincordiante mentiroso -exclamó vibrantemente Lynch.

-Queda otra salida -continuó Stephen sin poder contener la risa.

-¿Y es? -dijo Lynch.

-La siguiente hipótesis -comenzó Stephen.

Un gran carro cargado de hierro avanzó por la esquina del hospital de Sir Patrick Dun, sumiendo las últimas palabras de Stephen en un horrible estruendo de metal tintineante. Lynch se tapó los oídos y se puso a proferir juramento tras juramento hasta que el carro hubo desaparecido. Por fin, giró con ímpetu sobre los talones. Stephen se volvió también y esperó por unos momentos hasta que el mal humor de su compañero estuvo bien desahogado.

-La siguiente hipótesis -repitió Stephen- es la otra salida: aunque un mismo objeto pueda no parecer hermoso a todo el mundo, todo el que admira un objeto bello encuentra en él ciertas relaciones que le satisfacen y que coinciden con las etapas mismas de la aprehensión estética. Estas relaciones de lo sensible, visibles para ti a través de una determinada forma y para mí a través de otra distinta, serán, por tanto, las cualidades necesarias de la belleza. Y ahora vamos a volver a nuestro antiguo amigo Santo Tomás de Aquino en demanda de otros dos peniques de sabiduría.

Lynch se echó a reír.

-Me resulta enormemente divertido -dijo- el oírte citarle una vez y otra vez como si se tratara de un compinche frailuno que te hubieras echado. No sé si tú mismo no te estarás riendo para tu capote.

-Mac Alister -contestó Stephen- seguramente pondría a mi teoría estética el remoquete de "tomismo aplicado". Hasta allí, hasta donde se extiende este aspecto de la filosofía estética, el de Aquino me puede conducir perfectamente encarrilado. Pero al llegar a los fenómenos de la concepción, gestación y reproducción artísticas, necesito una nueva terminología y una nueva investigación personal.

-Naturalmente -dijo Lynch-. Después de todo, Santo Tomás, a pesar de su inteligencia, no era más que un frailuco como otro cualquiera. Pero eso de la investigación personal y de la nueva terminología ya me lo explicarás otra vez. Date prisa ahora y acaba la primera parte.

-¿Quién sabe? -dijo Stephen sonriendo-. Tal vez Santo Tomás me podría entender mejor que tú. Era poeta también. Escribió un himno para el Jueves Santo. Comienza con las palabras Pange lingua gloriosi. Afirman que es la joya más preciosa de todo el himnario. Es un himno intrincado y confortante. Me gusta. Pero no hay himno que pueda ponerse al lado del Vexilla Regis, el canto procesional, triste y majestuoso de Venancio Fortunato.

Lynch se puso a cantar, suavemente, solemnemente, con una voz de bajo profundo:

Impleta sunt quae concinit
David fideli carmine
Dicendo a nationibus
Regnavit a ligno Deus.


-¡Eso sí que es hermoso! -dijo, satisfecho-. ¡Estupenda música!

Se metieron por Lower Mount Street. A pocos pasos de la esquina se encontraron con un mozo gordiflón que llevaba una bufanda de seda, el cual les saludó, deteniéndolos.





James Joyce
Retrato del artista adolescente
Traducción de
Dámaso Alonso



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(*) Epígrafes de Lecturas hispánicas


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EL ULISES DE JOYCE EN LA VERSIÓN DE GARCÍA TORTOSA

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Ofrecemos, en la traducción de Francisco García Tortosa, de Cátedra, el final del capítulo 17 y el principio del 18.

El capítulo 17 nos presenta a Leopoldo Bloom al final de la jornada.  Había salido de casa por la mañana (al principio de la novela, capt. 4) sabiendo que su esposa -Molly- iba a recibir a un amante en el mismo lecho matrimonial.  Bloom regresa derrotado y con dudas.  Plasmamos seguidamente el final de este capítulo 17, que viene a ser también el verdadero final de la novela, dado que el 18 es, en palabras del propio Joyce, una coda.  Esa coda es uno de los capítulos más conocidos de la novela: el monólogo interior (o flujo de conciencia) de Molly Bloom, monólogo carente de signos de puntuación y de hilación lógica, tal y como discurre en la realidad el pensamiento humano.



17

(…)

¿Por qué más abnegación que celos, menos envidia que ecuanimidad? De agravio (el matrimonio) a agravio (el adulterio) no resultaba más que agravio (la copulación) y sin embargo el transgresor matrimonial del transgredido matrimonialmente no había sido agraviado por el transgresor adúltero del adúlteramente transgredido.

¿Qué justo castigo, si alguno?

El asesinato, jamás, ya que dos desatinos no arreglan nada. Batirse en duelo, no. Divorcio, ahora no. Revelación por medio de ardid mecánico (cama automática) o declaración personal (testigos oculares ocultos), aún no. Demanda judicial por daños y perjuicios por la vía legal o simulación de agresión con testimonio de heridas sufridas (autoinfligidas), no imposible. Mamela por la vía moral, posible. De haber alguna, convencidamente, connivencia, introducción de emulación so (material, una próspera agencia de publicidad competidora: moral, un afortunado agente competidor de la intimidad), depreciación, alienación, humillación, separación que proteja a la separada del otro, que proteja al separador de ambos.

¿Con qué consideraciones justificaba reaccionador consciente contra el vacío de la incertidumbre sus propios sentimientos?

La predeterminada frangibdidad del himen: la supuesta intangibilidad de la cosa misma: la incongruidad y desproporción entre la tensión autoprolongante de la cosa propuesta a ser hecha y la relajación autoabreviante de la cosa hecha: la falazmente inferida debilidad de la mujer: la musculatura del hombre: la mutabilidad de los códigos morales: la natural transición gramatical por inversión que no afecta a la alteración del sentido de una proposición de aoristo pretérito (gramaticalmente analizada como sujeto masculino, monosilábico verbo transitivo onomatopéyico con objeto directo femenino) de la voz activa a su proposición correlativa de aoristo pretérito (gramaticalmente analizada como sujeto femenino, verbo auxiliar y cuasimonosilábico participio onomatopéyico con agente complementario masculino) en voz pasiva: la producción continua de inseminadores por generación: la continua producción de semen por destilación: la futilidad del triunfo o de la protesta o de la reinvidicación: la inanidad de la virtud encomiada: el letargo de la materia ncpente: la apatía de las estrellas.

¿En qué satisfacción final convergieron estos sentimientos y consideraciones antagónicas reducidas a su más simple forma?

Satisfacción por la ubicuidad en los hemisferios terrestres orientales y occidentales, en todas las tierras habitables e islas exploradas e inexploradas (la tierra del sol de medianoche, las islas afortunadas, las islas de Grecia, la tierra prometida) de adiposos hemisferios femeninos anteriores y posteriores, fragantes de leche y miel y de calor excretorio sanguíneo y seminal, evocadores de familias seculares de curvas de amplitud, impasibles ante los humores por impresiones o ante las contrariedades por expresiones, expresivos de la muda inmutable animalidad madura.

¿Las señales visibles de la presatisfacción?

Una erección aproximada: una atención atenta: una elevación gradual: una revelación vacilante: una contemplación silenciosa.
¿Después?

Besó los ambarinos melones orondos serondos odoranteserondos de sus nalgas, en cada orondo hemisferio meloso, en el surco serondo ambarino, con un ósculo oscuro prolongado provocante melodorantemeloso.

¿Las señales visibles de la postsatisfacción?

Una contemplación silenciosa: una velación vacilante: un gradual menguamiento: una aversión atenta: una erección próxima.

¿Qué siguió a este acto silencioso?

Invocación somnolente, exploración menos somnolente, excitación incipiente, interrogación catequística.

¿Con qué modificaciones replicó el narrador a está interrogación?

Negativas: omitió mencionar la correspondencia clandestina entre Martha Clifford y Henry Flower, el altercado público en, dentro y en los alrededores del establecimiento autorizado para vender bebidas de Bernard Kiernan y Cía, S. A., Little Britain Street, 8, 9, y 10, la provocación erótica y reacción a la misma originada por la exhibicionista de Gertrude (Gerty), apellidos desconocidos. Positivas: incluyó mencionar la actuación de Mrs. Bandmann Palmer en Leab en el Gaiety Theatre, South King Street, 46, 47, 48, 49, una invitación a cenar en el Hotel Wynn (Murphy), Lower Abbey Street, 35, 36 y 37, un volumen de pecaminosa tendencia pornográfica intitulado Delicias del pecado, autor anónimo un caballero de moda, una conmoción pasajera originada por un movimiento erróneamente calculado en el transcurso de una exhibición gimnástica postyantal, siendo la víctima (ya recuperada completamente) Stephen Dedalus, profesor y autor, hijo mayor sobreviviente de Simon Dedalus, sin ocupación fija, una hazaña aeronáutica realizada por él (el narrador) en presencia de un testigo, el antedicho profesor y autor, con pronta decisión y gimnástica flexibilidad.

¿Fue la narración aparte de eso inalterada por modificaciones?

En absoluto.
¿Qué acontecimiento o persona surgió como el punto culminante de su narración?

Stephen Dedalus, profesor y autor.

¿Qué limitaciones de la actividad e inhibición de los derechos conyugales fueron percibidas por la oyente y el narrador concerniente a ellos mismos durante el transcurso de esta intermitente y progresivamente más lacónica narración?


De acuerdo con la oyente una limitación de la fertilidad en vista de que el matrimonio se había celebrado 1 mes civil después del 18.° aniversario de su nacimiento (el 8 de septiembre de 1870), a saber, el 8 de octubre, y se había consumado en la misma fecha con descendencia femenina nacida el 15 de junio de 1889, habiendo sido anticipadamente consumado el 10 de septiembre del mismo año y trato sexual completo, con eyaculación de semen dentro del órgano natural femenino, habiendo tenido lugar por última vez 5 semanas previas, a saber, el 27 de noviembre de 1893, al nacimiento el 29 de diciembre de 1893 de la segunda descendencia (y único varón), fallecido el 9 de enero de 1894, a la edad de 11 días, existiendo un periodo de 10 años, 5 meses y 18 días durante el cual el trato camal había sido incompleto, sin eyaculación de semen dentro del órgano natural femenino. De acuerdo con el narrador una limitación de la actividad, mental y corporal, en vista de que el trato mental completo entre él y la oyente no había tenido lugar desde la consumación de la pubertad, señalada por hemorragia catamenial, de la descendencia femenina del narrador y de la oyente, el 15 de septiembre de 1903, existiendo un periodo de 9 meses y 1 día durante el cual, como consecuencia de una comprensión natural preestablecida en la incomprensión entre las mujeres consumadas (la oyente y descendencia), libertad corporal completa de acción había sido circunscrita.

¿Cómo?

De acuerdo con el reiterado interrogatorio femenino referente al destino masculino adónde, el lugar dónde, el tiempo en que, la duración para la que, el objeto con que en el caso de ausencias pasajeras, planeado o ejecutado.

¿Qué se movía visiblemente sobre las invisibles cavilaciones de la oyente y del narrador?

El reflejo proyectado de una lámpara y una pantalla, una serie inestable de círculos concéntricos de gradaciones variantes de luz y sombra.

¿En qué direcciones estaban echados la oyente y el narrador?

La oyente, E. por S.E.: el narrador, O. por N.O.: en el paralelo 53 de latitud, N., y el meridiano 6 de longitud, O.: en un ángulo de 45° respecto al ecuador terrestre.

¿En qué estado de reposo o movimiento?

En reposo relativamente según ellos mismos y según la una al otro. En movimiento siendo cada uno y ambos llevados hacia el oeste, hacia delante y hacia atrás respectivamente, de acuerdo con el perpetuo movimiento propio de la tierra a través de caminos cambiantes del espacio invanable.

¿En qué postura?

La oyente: reclinada semilateralmente del lado izquierdo, la mano izquierda bajo la cabeza, la pierna derecha extendida en línea recta y descansando sobre la pierna izquierda, flexionada, en actitud de Gea-Terra, satisfecha, recostada, plena de vida. El narrador: reclinado lateralmente, del lado izquierdo, con las piernas derecha e izquierda flexionadas, el dedo índice y el pulgar de la mano derecha descansando sobre el caballete de la nariz, en la actitud representada en la fotografía instantánea tomada por Percy Apiohn, el hombreniño cansado, el niñohombre en las entrañas.

¿Entrañas? ¿Cansado?

Descansa. Ha viajado.

¿Con?

Simbad el Marino y Timbad el Timbalero y Jimbad el jinetero y Whimbad el Güisquero y Nimbad el Negrero y Fimbad el Finquero y Pimbad el Pinero y Mimbad el Minero y Nimbad el Heñero y Rimbad el Rumbero y Dimbad el Dinamitero y Vimbad el Vimbrero y Limbad el Limero y Ximbad el Yerbatero.

¿Cuándo?

Yendo a una cama oscura había un cuadrado redondo Simbad el Marino huevo del alca del rocho en la noche de la cama de todas las alcas de todos los rochos de Oscurimbad el Luminero.

¿Dónde?
.


18

SÍ porque él no había hecho nunca una cosa así antes como pedir que le lleven el desayuno a la cama con un par de huevos desde los tiempos del hotel City Arms cuando se hacía el malo y se metía en la cama con voz de enfermo haciendo su santísima para hacerse el interesante ante la vieja regruñona de Mrs Riordan que él creía que la tenía enchochada y no nos dejó ni un céntimo todo para misas para ella solita y su alma tacaña tan grande no la hubo jamás de hecho le espantaba tener que gastarse 4 peniques en su alcohol metílico contándome todos sus achaques mucha labia que tenía para la política y los terremotos y la fin del mundo tengamos antes un poco de diversión que Dios nos ampare si todas las mujeres fueran de su calaña le disgustaban los bañadores y los escotes por supuesto nadie quería verla con ellos supongo que era piadosa porque no había hombre que se fijara en ella dos veces espero que nunca me parezca a ella milagro que no nos pidiera que nos cubriéramos la cara pero era una mujer muy educada desde luego y su cháchara sobre Mr Riordan para aquí y Mr Riordan para allá supongo que se alegraría de deshacerse de ella y su perro olisqueándome las pieles y siempre mañoseando para metérseme debajo de las enaguas sobre todo aun así me gusta eso de él tan atento con las viejas ya ves y con los camareros y mendigos también no es orgulloso por nada pero no siempre si es que alguna vez tuviera algo serio es mucho mejor que los lleven a un hospital donde todo está limpio pero supongo que tendría que repetírselo durante un mes sí y entonces tendríamos una enfermera del hospital tener que aguantar el rapapolvo y él allí hasta que lo echen o una monja a lo mejor como la de esa foto guarra que tiene es tan monja como yo no sí porque son tan débiles y quejicas cuando están malos necesitan una mujer para ponerse buenos si echan sangre por la nariz te imaginarías que era O algo trágico y esa carademuerto una vez por la ronda sur cuando se torció el pie en la fiesta del coro en la Montaña de pandeazúcar el día que yo llevaba aquel vestido de Miss Stack trayéndole flores las más secas que pudo encontrar en el fondo del cesto cualquier cosa por meterse en el cuarto de un hombre su voz de solterona queriendo imaginar que se moría por sus huesos para nunca verte la jeta otra vez aunque estaba más varonil con la barba un poco crecida en la cama con padre pasaba lo mismo además no soporto poner vendas ni las medicinas cuando se cortó el dedo del pie con la navaja de afeitar recortándose los callos aterrorizado de sufrir un envenenamiento de la sangre pero si fuera algo que me pasara a mí entonces ya veríamos cómo me cuidaba sólo que la mujer desde luego lo oculta para no dar la lata que ellos dan sí se corrió en algún sitio estoy segura por sus ganas de todos modos amor no es de lo contrario estaría desganado pensando en ella así que o fue una. de esas mujeres de la noche si fue por allá abajo por donde de verdad estuvo y el cuento del hotel un montón de mentiras para ocultarlo planeándolo Hynes me entretuvo con quién me encontré ah sí me encontré con tú te acuerdas de Menton y quién más déjame ver ese grandullón cara de niño le vi y no hace mucho que se casó flirteando con una joven en el Myriorama de Pooles y le di la espalda cuando se largó haciéndose el loco con las orejas gachas qué más da pero tuvo la cara dura de darme explicaciones una vez le está bien por bocazas y ojos apagados de todos los cretinos que jamás haya conocido y a eso le llaman un procurador sólo que me fastidia tener una pelea larga en la cama…

(…)


James Joyce
Ulises, 1920
Francisco García Tortosa
Cátedra, 1999




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DUBLINESES DE JOYCE EN DOS VERSIONES: Cabrera Infante y García Tortosa



Ella dormía profundamente. 
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Gabriel, apoyado en un codo, miró por un rato y sin resentimiento su pelo revuelto y su boca entreabierta, oyendo su respiración profunda. De manera que ella tuvo un amor así en la vida: un hombre había muerto por su causa. Apenas le dolía ahora pensar en la pobre parte que él, su marido, había jugado en su vida. La miró mientras dormía como si ella y él nunca hubieran sido marido y mujer. Sus ojos curiosos se posaron un gran rato en su cara y su pelo: y, mientras pensaba cómo habría sido ella entonces, por el tiempo de su primera belleza lozana, una extraña y amistosa lástima por ella penetró en su alma. No quería decirse a sí mismo que ya no era bella, pero sabía que su cara no era la cara por la que Michael Furey desafió la muerte.
-
Quizás ella no le hizo a él todo el cuento. Sus ojos se movieron a la silla sobre la que ella había tirado algunas de sus ropas. Un cordón del corpiño colgaba hasta el piso. Uña bota se mantenía en pie, su caña fláccida caída; su compañera yacía recostada a su lado. Se extrañó ante sus emociones en tropel de una hora atrás. ¿De dónde provenían? De la cena de su tía, de su misma arenga idiota, del vino y del baile, de aquella alegría fabricada al dar las buenas noches en el pasillo, del placer de caminar junto al río bajo la nieve. ¡Pobre tía Julia! Ella, también, sería muy pronto una sombra junto a la sombra de Patrick Morkan y su caballo. Había atrapado al vuelo aquel aspecto abotargado de su rostro mientras cantaba "Ataviada para el casorio". Pronto, quizá, se sentaría en aquella misma sala, vestido de luto, el negro sombrero de seda sobre las rodillas, las cortinas bajas y la tía Kate sentada a su lado , llorando y soplándose la nariz mientras le contaba de qué manera había muerto Julia. Buscaría él en su cabeza algunas palabras de consuelo, pero no encontraría más que las usuales, inútiles y torpes.  Sí, sí: ocurrirá muy pronto.
-
El aire del cuarto le helaba la espalda. Se estiró con cuidado bajo las sábanas y se echó al lado de su esposa. Uno a uno se iban convirtiendo ambos en sombras. Mejor pasar audaz al otro mundo en el apogeo de una pasión que marchitarse consumido funestamente por la vida. Pensó cómo la mujer que descansaba a su lado había evocado en su corazón, durante años, la imagen de los ojos de su amante el día que él le dijo que no quería seguir viviendo. 
-
Lágrimas generosas colmaron los ojos de Gabriel. Nunca había sentido aquello por ninguna mujer, pero supo que ese sentimiento tenía que ser amor.  A sus ojos las lágrimas crecieron en la oscuridad parcial del cuarto y se imaginó que veía una figura de hombre, joven, de pie bajo un árbol anegado. Había otras formas próximas. Su alma se había acercado a esa región donde moran las huestes de los muertos. Estaba consciente, pero no podía aprehender sus aviesas y tenues presencias. Su propia identidad se esfumaba a un mundo impalpable y gris: el sólido mundo en que estos muertos se criaron y vivieron se disolvía consumiéndose. 
-
Leves toques en el vidrio lo hicieron volverse hacia la ventana. De nuevo nevaba*. Soñoliento vio cómo los copos, de plata y de sombras, caían oblicuos hacia las luces. Había llegado la hora de variar su rumbo al poniente. Sí, los diarios estaban en lo cierto: nevaba en toda Irlanda. Caía nieve en cada zona de la oscura planicie central y en las colinas calvas, caía suave sobre el mégano de Allen y, más al oeste, suave caía sobre las sombrías, sediciosas aguas de Shannon. Caía, así, en todo el desolado cementerio de la loma donde yacía Michael Furey, muerto. Reposaba, espesa, al azar, sobre una cruz corva y sobre una losa, sobre las lanzas de la cancela y sobre las espinas yermas. Su alma caía lenta en la duermevela al oír caer la nieve leve sobre el universo y caer leve la nieve, como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y sobre los muertos.


James Joyce
Los muertos
(de Dublineses)
Versión de Guillermo Cabrera Infante


* * *



(*) Versión final de
Francisco García Tortosa
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Comenzó a nevar otra vez. Miró soñoliento los copos, plateados y obscuros, caer de lado contra la farola. Le había llegado el tiempo de emprender el viaje hacia el oeste. Sí, tenían razón los periódicos: habría nieve en todo Irlanda. Caía por toda la obscura llanura central, por las colinas sin árboles, caía suave sobre el pantanal de Allen y, más hacia el oeste, caía suave en las obscuras rompientes turbulentas del Shannon. Caía también en el camposanto solitario de la colina donde yacía Michael Furey. La nieve yacía espesa amontonada en las cruces retorcidazas y en las lápidas, en las lanzas de la pequeña cancela, en los yermos espinos. Su alma se consumía lentamente mientras oía caer la nieve plácida a través del universo y plácida caía, como el descenso de su último fin, sobre todos los vivos y los muertos.




James Joyce
Los muertos
(de Dublineses)
Versión de Francisco García Tortosa


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Ver obra completa


NICANOR PARRA, PREMIO CERVANTES, EN LECTURAS HISPÁNICAS


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Nicanor Parra
Un recorrido por su vida y su obra









EL DESTINO ESPAÑOL DEL "ULISES" (Juan José Saer)

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 Torre Martello (Dublín)
Fotografía: Gabriel Grioni

Una tarde de 1967, el autor de este artículo asistió a la escena siguiente: Borges, que había viajado a Santa Fe a hablar sobre Joyce, estaba charlando animadamente en un café antes de la conferencia con un grupito de jóvenes escritores que habían venido a hacerle un reportaje, cuando de pronto se acordó de que en los años cuarenta lo habían invitado a integrar una comisión que se proponía traducir colectivamente Ulises. Borges dijo que la comisión se reunía una vez por semana para discutir los preliminares de la gigantesca tarea que los mejores anglicistas de Buenos Aires se habían propuesto realizar, pero que un día, cuando ya había pasado casi un año de discusiones semanales, uno de los miembros de la comisión llegó blandiendo un enorme libro y gritando: "¡Acaba de aparecer una traducción de Ulises!". Borges, riéndose de buena gana de la historia, y aunque nunca la había leído (como probablemente tampoco el original), concluyó diciendo: "Y la traducción era muy mala". A lo cual uno de los jóvenes que lo estaba escuchando replicó: "Puede ser, pero si es así, entonces el señor Salas Subirat es el más grande escritor de lengua española".

La respuesta sugiere el lugar que ocupaba esa traducción en la cultura literaria de los jóvenes escritores argentinos durante los años cincuenta y sesenta. El libro de 815 páginas fue publicado en 1945 por la editorial Santiago Rueda de Buenos Aires, que publicó también el Retrato del artista adolescente en la traducción de Alfonso Donado (léase Dámaso Alonso). En el catálogo de esa editorial figuraban muchos otros nombres excepcionales, como Faulkner, Dos Passos, Svevo, Proust, Nietzsche, para no hablar de las obras comple-tas de Freud en 18 volúmenes, presentadas por Ortega y Gasset. A finales de los años cincuenta, esos libros circulaban copiosamente entre todos aquellos a quienes les interesaban los problemas literarios, filosóficos y culturales del siglo XX. Formaban parte de los libros realmente indispensables en cualquier buena biblioteca.

El Ulises de J. Salas Subirat (la inicial imprecisa le daba al nombre una connotación misteriosa) aparecía todo el tiempo en las conversaciones, y sus inagotables hallazgos verbales se intercalaban en ellas sin necesidad de ser aclaradas: toda persona con veleidades de narrador que andaba entre los 18 y los 30 años, en Santa Fe, Paraná, Rosario y Buenos Aires, los conocía de memoria y los citaba. Muchos escritores de la generación de los cincuenta o de los sesenta aprendieron varios de sus recursos y de sus técnicas narrativas en esa traducción. La razón es muy simple: el río turbulento de la prosa joyceana, al ser traducido al castellano por un hombre de Buenos Aires, arrastraba consigo la materia viviente del habla que ningún otro autor —aparte quizá de Roberto Arlt— había sido capaz de utilizar con tanta inventiva, exactitud y libertad. La lección de ese trabajo es clarísima: la lengua de todos los días era la fuente de energía que fecundaba la más universal de las literaturas.

Aunque el hecho de haber sido el primero en algo no debe darle a la hazaña realizada más mérito del que posee intrínsecamente, es cierto que quien la lleva a cabo se expone a dos peligros que a menudo son las caras de la misma moneda: la crítica prejuiciosa y el saqueo. Tal ha sido el destino —que algunos, hay que reconocerlo, se empeñan desde hace algún tiempo en corregir— del extraordinario trabajo de Salas Subirat. Sería inadmisible que quien se abocase a una segunda traducción de Ulises al castellano pretendiese ignorar que existe ya la primera y tal parece haber sido la actitud del profesor Valverde, quien en las 46 páginas de su prólogo, rinde un elogio (justificado) a la versión del Retrato por Dámaso Alonso, pero no dice una palabra de la traducción de Salas Subirat, aunque cuando se comparan las dos versiones se entiende a menudo que las opciones de Valverde tienen como único justificativo la obsesión de no parecerse a la traducción anterior. Ningún traductor serio de Ulises puede ya ignorar que existen la primera y la segunda traducción (tal es el honesto principio adoptado por los autores de la tercera, Francisco García Tortosa y María Luisa Venegas), y semejante conocimiento implica que esas traducciones funcionarán siempre como referencias inevitables. Cuando apareció la de Valverde, en cambio, un clima de desdén justiciero daba a entender que la segunda traducción llegaba por fin para reparar la inepcia incalificable de la primera.

En Internet, que es la patria natural del dislate, entre varias aberraciones relativas a la primera versión de Ulises, se menciona también el colmo en la materia, producto de una vulgar operación comercial: la masacre que un tal Chamorro cometió en 1996, corrigiendo "hasta un 50%" de la versión de Salas Subirat, a la que acusa de caer, entre otras cosas," 'en localismos propios del habla porteña", como si un inglés de Londres pretendiese traducir los localismos populares de Dublín que figuran a granel en el original de Joyce al habla de Oxford. De ese acto de piratería, 51 años después de la aparición del libro en Buenos Aires, hasta quien lo comenta favorablemente no puede dejar de observar que "es en cierto modo una reedición de la traducción de Salas".

Un trabajo del escritor Eduardo Lago compara las tres verdaderas traducciones (el acto de vandalismo de Chamorro es juiciosamente descartado), sin otorgarle a ninguna de las tres la etiqueta de perfecta y definitiva, título por otra parte que sería temerario atribuirle a alguna traducción, por excelente que parezca. Con imparcialidad y minucia, comparando diferentes pasajes del texto, Lago verifica en los tres trabajos lo que ya podía observarse en los dos primeros, o sea que sus autores resolvieron con menor o mayor acierto las dificultades que se presentaban. El objetivo de una traducción no es exhibir la erudición de su autor, ni su conocimiento del idioma de origen, que son por cierto condiciones necesarias pero no suficientes para emprender el trabajo, sino incorporar un texto viviente a la lengua de llegada. Que cada época, así como cada área lingüística, requiera nuevas traducciones de textos clásicos, es evidente, pero el hecho no exige que sea obligatorio denigrar las anteriores.

José Salas Subirat no era ni catalán ni chileno como la vaguedad usual de cierto periodismo literario pretendió revelar más de una vez; nació en Buenos Aires el 23 de noviembre de 1900 y murió en Florida, una localidad bonaerense, el 29 de mayo de 1975. Está enterrado en el cementerio de Olivos. Fue autodidacta y trabajó, entre otras cosas, como agente de seguros, oficio sobre el que escribió un manual: El seguro de vida, teoría y práctica. Análisis de la venta, que publicó en 1944, es decir, un año antes de que saliera la traducción de Ulises. En los años cincuenta publicó libros de autoayuda, como La lucha por el éxito y El secreto de la concentración, y una Carta abierta sobre el existencialismo, que Santiago Rueda incluyó en su catálogo. Pero había escrito novelas sociales y artículos en la prensa anarquista y socialista de los años treinta, y un libro de poemas, Señalero.


Juan José Saer
“Babelia” de El País (12-jun-04)




"ULISES" DE JAMES JOYCE, EN LA TRADUCCIÓN DE JOSÉ SALAS SUBIRAT (M. Ángeles Conde-Parrilla)



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El presente estudio se centra en la primera traducción de Ulysses de James Joyce al español, realizada por José Salas Subirat en Argentina. Tras unas breves consideraciones biográficas, editoriales y traductológicas, pasaremos a examinar los problemas que la traslación de tan compleja obra conlleva, así como las solucionespropuestas por Salas Subirat, partiendo para ello del análisis microtextual de un extracto de «Calipso». Finalmente, una vez vistos los resultados, éstos serán sopesados con la imprescindible dimensión histórica de la versión argentina y con su importante papel en la recepción de la obra joyceana en el mundo hispánico.

Si bien realizó alguna traducción por encargo, como las de los textos infantiles Bach (1943) y Beethoven: el sacrificio de un niño (1949) para Anaconda, la labor traductora de José Salas Subirat se circunscribe principalmente a su traducción de Ulysses de James Joyce. Publicada en París en 1922, la revolucionaria novela del irlandés no pasó desapercibida en el mundo hispánico a ambos lados del Atlántico. En noviembre de 1924 Antonio Marichalar publicó en la española  Revista de Occidente «James Joyce en su laberinto», extenso e ilustrativo estudio que incluye su propia traducción de algunas secciones de los dos últimos capítulos. Similar doble abordaje fue el de Jorge Luis Borges, quien dos meses más tarde, en enero de 1925, sacó a la luz en la vanguardista Proa «El Ulises de Joyce» –reseña en la que habla de esta obra «con la vaga intensidad que hubo en los viajadores antiguos, al describir la tierra que era nueva frente a su asombro errante», pese a «no haber desbrozado las setecientas páginas que lo integran» (Borges 1925: 3)–, junto con su traducción «La última hoja del  Ulises», apropiación de la evocadora Molly conquistada ahora para los argentinos. Cuenta Borges que en los años 40 fue invitado a formar parte de una comisión de anglicistas para la traducción de la novela de Joyce, pero que, tras casi un año de encuentros semanales, la ingente tarea se vio interrumpida por la inesperada aparición de la versión de Salas Subirat (Saer 2004). La primera edición del  Ulises fue publicada en 1945 por la editorial bonaerense del andaluz Santiago Rueda bajo la dirección de Max Dickmann en tirada ordinaria de dos mil doscientos ejemplares y especial en dos volúmenes de veintiocho y de trescientos ejemplares, y su revisión fue reeditada sucesivamente en México por la editorial Diana y en Buenos Aires. Como paratextos complementarios, la edición incluía una «Nota del traductor» y una docena de notas a pie de página de tipo lingüístico en las que éste indica que el original está en español, o bien aclara algún significado o doble sentido no reflejado en su versión. Pese a existir desde 1976 una nueva traducción de la novela llevada a cabo por José María Valverde, la traducción argentina volvió a aparecer en 1991 en la doble lectura de texto e imágenes propuesta por Julián Ríos y Eduardo Arroyo con el título Ulises ilustrado (Barcelona, Círculo de Lectores). En 1996 la traducción de Salas Subirat fue reeditada una vez más, aunque en este caso con drásticas revisiones y profusas anotaciones a cargo de Eduardo Chamorro (Barcelona, Planeta). Según sus propios cálculos, Chamorro modificó la traducción original en un cincuenta por ciento, eliminando múltiples erratas y corrigiendo frecuentes descuidos, revisando aspectos estilísticos simplificados en la versión argentina, y borrando los localismos del habla porteña, amén de añadir un corpus de más de tres mil notas. No extraña, pues, el rechazo de la crítica argentina, ni sorprenden los calificativos –«masacre», «acto de piratería» y «vandalismo»– con que el escritor Juan José Saer (2004) se refiere a esta edición.

La complejidad de esta obra cumbre del siglo XX es notoria: se trata de una novela modernista de simbolismo épico en su estructura, inusitado desarrollo experimental y lenguaje revolucionario en su estilo, y gusto por el detalle naturalista en la descripción. Son particularmente difíciles para el traductor de  Ulysses los innovadores recursos narrativos y parodias discursivas; la especificidad estilística de cada episodio; las alusiones histórico-políticas y culturales; los juegos de palabras, leitmotivs y connotaciones; las múltiples variedades lingüísticas; y, finalmente, los neologismos y efectos poéticos de gran sonoridad. El traductor debe enfrentarse, en definitiva, a una prosa poética y polivalente en la que código y mensaje tienen la misma relevancia; según afirma Borges, «Cada vez que pensaba en  Ulysses, lo primero que acudía a mi mente no eran los  personajes [...], sino las palabras que los producían. Esto me llevó al convencimiento de que Joyce era ante todo poeta: forjaba poesía de la prosa» (Heaney & Kearney 1982: 72). En este sentido, tanto lo limitado de la obra literaria y periodística de Salas Subirat como lo práctico de su restante producción (textos sobre su profesión como agente de seguros, manuales de autoyuda…) ciertamente contrastan con la innegable exuberancia de su Ulises. En la «Nota del traductor», éste justifica la realización de su versión en español por el «deseo de leer atentamente» la obra de Joyce: «traducir es el modo más atento de leer» (Wilson 2010). Asimismo explica las dificultades idiomáticas encontradas, ejemplificando las estrategias traductoras para trasladar figuras retóricas y efectos fónicos de diversa índole, y destaca el paralelismo entre la simultaneidad narrativa y la verbal existente en la obra del irlandés. Por otra parte, en «Apuntes con motivo de la traducción de Ulises», publicados en Contrapunto también en 1945, expone brevemente aspectos muy básicos del proceso traductor:

Cuando se ha entendido realmente un original, no queda otro camino que dar elequivalente en el idioma al que se traduce. [...] Así, para traducir es necesario cumplir dos etapas. La primera consiste en lo que corrientemente se entiende por traducir: dar el significado de lo que dice el original en otro idioma. La segunda etapa impone escribir y adecentar lo que se ha traducido. (Bajarlía 1946: 56)


Pero con la novela de Joyce «ocurre a la inversa: la dificultad mayor se presenta en la primera etapa, durante la cual debe desentrañarse el sentido del original. Esto equivale a decir que  Ulises es un libro de ardua lectura en inglés» (Bajarlía 1946: 56). 

Según apostilla el colofón de la primera edición, Salas Subirat llevó a cabo la ciclópea empresa en cinco años; eso sí, con desigual resultado, como se desprende del análisis que sigue.

(...)



La traducción de Ulysses es una colosal tarea a la que Salas Subirat se enfrenta, según observa Jorge Luis Borges, con cierta ligereza: «Salas Subirat juzga que la empresa ‘no presenta serias dificultades’; yo la juzgo muy ardua, casi imposible» a causa principalmente de la perfección verbal que llega a alcanzar el texto de partida y de las insalvables diferencias entre el inglés y el español (Borges 1946: 49).  No obstante, pese a que las estrategias y técnicas traductoras empleadas no son todo lo creativas que el original demanda y pese a la «apabullante profusión de errores y erratas que desfigura cada una de sus páginas» (Gamerro 2006), hay que decir que son muchos los aciertos y felices hallazgos del Ulises de Salas Subirat. Aunque insuficiente, es, sin lugar a dudas, una traducción pionera y valiente, y sus logros, como indica Carlos Gamerro, «bien pueden calificarse de épicos» (Gamerro 2004). Gonzalo Torrente Ballester afirma que el texto de Salas Subirat cumplió con su misión, que era «dar a conocer de manera aproximativa un texto impar de traslación casi imposible» (Torrente Ballester 1997: 156). Y lo cierto es que ésta es la versión en la que la novela de Joyce se ha encarnado para el mundo hispánico, dando inicio a un fructífero diálogo entre el autor irlandés y varias generaciones de escritores tanto hispanoamericanos como españoles. La traducción de Salas Subirat ha tenido un protagonismo especial en Argentina; según Juan José Saer, el Ulises



aparecía todo el tiempo en las conversaciones, y sus inagotables hallazgos verbales se intercalaban en ellas sin necesidad de ser aclaradas: toda persona con veleidades de narrador que andaba entre los 18 y los 30 años [...] los conocía de memoria y los citaba. Muchos escritores de la generación de los cincuenta o de los sesenta aprendieron varios de sus recursos y de sus técnicas narrativas en esa traducción. La razón es muy simple: el río turbulento de la prosa joyceana, al ser traducido al castellano por un hombre de Buenos Aires, arrastraba consigo la materia viviente del habla que ningún otro autor —aparte quizá de Roberto Arlt— había sido capaz de utilizar con tanta inventiva, exactitud y libertad. La lección de ese trabajo es clarísima: la lengua de todos los días era la fuente de energía que fecundaba la más universal de las literaturas. (Saer 2004)


El Ulises argentino tuvo menor repercusión en España debido a que, conforme a las certeras palabras de Torrente Ballester, llegó «tarde y en mal momento. El oportuno hubiera sido de quince a veinte años atrás: quizá entonces hubiera podido ejercer una influencia saludable y orientadora, o, al menos, mostrarnos a los españoles lo que en el arte de la novela ya no se podía hacer» (Torrente Ballester 1997: 156). Pero «eran aquellos los años de la censura más intransigente, y la adquisición de un ejemplar suponía una serie de trámites tan desalentadores como ridículos, entre los que figuraba el compromiso de no prestárselo a nadie» (1997: 155).  Es por eso que Torrente Ballester concluye diciendo que «Las dificultades de difusión y las intrínsecas al texto explican sus escasos efectos en el público y su escaso conocimiento. La bibliografía suscitada en España, muy poca» (1997: 156).7 La situación cambió cosiderablemente a partir de los 60, década en la que era ya manifiesta la influencia de la novela de Joyce tanto en Hispanomérica como en España, debido en gran medida a la traducción de Salas Subirat. Aunque posteriormente se han publicado otras dos traducciones de Ulysses –la de José María Valverde en 1976 (Barcelona, Lumen; Premio Nacional de Traducción en 1978, revisada en 1989) y la conjunta de Francisco García Tortosa y María Luisa Venegas Lagüéns en 1999 (Madrid, Cátedra)–, la de José Salas Subirat ha sido la única existente durante treinta y un años y, aun sin llegar a ser brillante, es, de hecho, una de las traducciones más influyentes en las literaturas del mundo hispánico.



M. Ángeles Conde-Parrilla
Extraído de
Biblioteca Virtual Miguel Cervantes, 2012




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Acceder al texto completo
debidamente anotado
y con una selecta bibliografía en
Biblioteca Virtual Miguel Cervantes


TIEMPOS Y COSAS (Azorín)

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La mesa en que yo trabajo está junto a una ventana baja, apaisada, sin cristales; abajo,a derecha e izquierda, se extiende una calle recta, blanca, estrecha, de limpias casas bajas; enfrente se abre una callejuela corta, en pendiente; un carpintero golpea en esta calle con su mazo de cuando en cuando; una extensión parda, negruzca, de tejados de mil formas y alturas se ofrece ante mi vista.

Yo tengo una profunda simpatía por los tejados. Yo amo los tejados viejos, los tejados silenciosos, los tejados impasibles, los tejados de las vetustas ciudades, los tejados que se muestran planos, anchos, soberbios, en los palacios y en las catedrales, o los tejados pequeñitos que parecen esconderse en un rincón, en la sombra, en la profundidad de dos esquinados, o los tejados locos, audaces, que adoran las ventanas y que sobresalen para mirarlas en un anchuroso alero sostenido por ménsulas carcomidas, alabeadas. Yo tengo, sobre la mesa, ante mí, las blancas cuartillas y contemplo un instante, antes de ponerme a escribir, el panorama de las techumbres.  A lo lejos, al final de los negros tejados, aparecen las cimas gráciles, ondulantes, cimbreantes, de dos, cuatro eucaliptus, que me atalayan atentas, curiosas, femeninas, por encima de las casas de la ciudad: son los eucaliptus de un jardín sombroso y fértil; después de ellos, más allá, en el fondo, ya aparecen las anchas y suaves laderas de una montaña; a trechos, por entre la verdura de los sembrados -si es en invierno-, o de las viñas -si es en verano-, destacan serpenteando, reptando hacia la altura, perdiéndose, reapareciendo, los senderos blancos; dos, tres casas refulgen nítidas; una línea de almendros retorcidos surge acá y allá, exornando los dorados ribazos.  Y en lo alto, la roca ya pelada, limpia, de la montaña, se recorta con una silueta de altibajos suaves en un cielo diáfano, brillante, de añil intenso, luminoso.

Yo aparto mi vista, al fin de estas laderas, de estas cumbres radiantes, de esta bóveda azul, y me apresto a escribir.  Son las ocho de la mañana; ésta es la hora en que la pequeña ciudad comienza a vivir.  Ya han sonado allá abajo, en la iglesia, las primeras campanadas graves, profundas, de misa mayor; las herrerías ya están cantando; un gallo cacarea a lo lejos con un grito fino, metálico; el carptinero golpea de tarde en tarde con su mazo sonoro.  Este es el momento en que todos los ruidos, todas las luces, todas las sombras, todos los matices, todas las cosas de la ciudad tornan a entrar, tras la tregua de la noche, en su armoniosa síntesis diaria. ¿No sentís vosotros esta concordancia secreta y poderosa de las cosas que nos rodeán? ¿No veis en esta pequeña ciudad una vida tan intensa, tan bella como la de las más grandes y tumultuosas urbes del mundo?  Todo merece ser vivido en la vida; no hay nada que sea inexpresivo, que sea opaco, que sea vulgar a los ojos de un observador.



José Martínez Ruiz
Azorín
Confesión de un autor
de Tiempos y cosas
Colección RTV
Biblioteca Básica Salvat, 1970
págs. 76-77



TODOS LOS FUEGOS EL FUEGO (Julio Cortázar)

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Así será algún día su estatua, piensa irónicamente el procónsul mientras alza el brazo, lo fija en el gesto del saludo, se deja petrificar por la ovación de un público que dos horas de circo y de calor no han fatigado. Es el momento de la sorpresa prometida; el procónsul baja el brazo, mira a su mujer que le devuelve la sonrisa inexpresiva de las fiestas. Irene no sabe lo que va a seguir y a la vez es como si lo supiera, hasta lo inesperado acaba en costumbre cuando se ha aprendido a soportar, con la indiferencia que detesta el procónsul, los caprichos del amo. Sin volverse siquiera hacia la arena prevé una suerte ya echada, una sucesión cruel y monótona. Licas, el viñatero, y su mujer Urania son los primeros en gritar un nombre que la muchedumbre recoge y repite: “Te reservaba esta sorpresa”, dice el procónsul. “Me han asegurado que aprecias el estilo de ese gladiador”. Centinela de su sonrisa, Irene inclina la cabeza para agradecer. “Puesto que nos haces el honor de acompañarnos aunque te hastían los juegos”, agrega el procónsul, “es justo que procure ofrecerte lo que más te agrada”. “¡Eres la sal del mundo!”, grita Licas. “¡Haces bajar la sombra misma de Marte a nuestra pobre arena de provincia!” “No has visto más que la mitad”, dice el procónsul, mojándose los labios en una copa de vino y ofreciéndola a su mujer. Irene bebe un largo sorbo, que parece llevarse con su leve perfume el olor espeso y persistente de la sangre y el estiércol. En un brusco silencio de expectativa que lo recorta con una precisión implacable, Marco avanza hacia el centro de la arena; su corta espada brilla al sol, allí donde el viejo velario deja pasar un rayo oblicuo, y el escudo de bronce cuelga negligente de la mano izquierda. “¿No irás a enfrentarlo con el vencedor de Smirnio?”, pregunta excitadamente Licas. “Mejor que eso”, dice el procónsul. “Quisiera que tu provincia me recuerde por estos juegos, y que mi mujer deje por una vez de aburrirse”. Urania y Licas aplauden esperando la respuesta de Irene, pero ella devuelve en silencio la copa al esclavo, ajena al clamoreo que saluda la llegada del segundo gladiador. Inmóvil, Marco parece también indiferente a la ovación que recibe su adversario; con la punta de la espada toca ligeramente sus grebas doradas.
“Hola”, dice Roland Renoir, eligiendo un cigarrillo como una continuación ineludible del gesto de descolgar el receptor. En la línea hay una crepitación de comunicaciones mezcladas, alguien que dicta cifras, de golpe un silencio todavía más oscuro en esa oscuridad que el teléfono vuelca en el ojo del oído. “Hola”, repite Roland, apoyando el cigarrillo en el borde del cenicero y buscando los fósforos en el bolsillo de la bata. “Soy yo”, dice la voz de Jeanne. Roland entorna los ojos, fatigado, y se estira en una posición más cómoda. “Soy yo”, repite inútilmente Jeanne. Como Roland no contesta, agrega: “Sonia acaba de irse”.
Su obligación es mirar el palco imperial, hacer e saludo de siempre. Sabe que debe hacerlo y que verá a la mujer del procónsul y al procónsul, y que quizá la mujer le sonreirá como en los últimos juegos. No necesita pensar, no sabe casi pensar, pero el instinto le dice que esa arena es mala, el enorme ojo de bronce donde los rastrillos y las hojas de palma han dibujado los curvos senderos ensombrecidos por algún rastro de las luchas precedentes. Esa noche ha soñado con un pez, ha soñado con un camino solitario entre columnas rotas; mientras se armaba, alguien ha murmurado que el procónsul no le pagará con monedas de oro. Marco no se ha molestado en preguntar, y el otro se ha echado a reír malvadamente antes de alejarse sin darle la espalda; un tercero, después, le ha dicho que es un hermano del gladiador muerto por él en Massilia, pero ya lo empujaban hacia la galería, hacia los clamores de fuera. El calor es insoportable, le pesa el yelmo que devuelve los rayos del sol contra el velario y las gradas. Un pez, columnas rotas; sueños sin un sentido claro, con pozos de olvido en los momentos en que hubiera podido entender. Y el que lo armaba ha dicho que el procónsul no le pagará con monedas de oro; quizá la mujer del procónsul no le sonría esta tarde. Los clamores le dejan indiferente porque ahora están aplaudiendo al otro, lo aplauden menos que a él un momento antes, pero entre los aplausos se filtran gritos de asombro, y Marco levanta la cabeza, mira hacia el palco donde Irene se ha vuelto para hablar con Urania, donde el procónsul negligentemente hace una seña, y todo su cuerpo se contrae y su mano se aprieta en el puño de la espada. Le ha bastado volver los ojos hacia la galería opuesta; no es por allí que asoma su rival, se han alzado crujiendo las rejas del oscuro pasaje por donde se hace salir a las fieras, y Marco ve dibujarse la gigantesca silueta del reciario nubio, hasta entonces invisible contra el fondo de piedra mohosa; ahora sí, más acá de toda razón, sabe que el procónsul no le pagará con monedas de oro, adivina el sentido del pez y las columnas rotas. Y a la vez poco le importa lo que va a suceder entre el reciario y él, eso es el oficio y los hados, pero su cuerpo sigue contraído como si tuviera miedo, algo en su carne se pregunta por qué el reciario ha salido por la galería de las fieras, y también se lo pregunta entre ovaciones el público, y Licas lo pregunta al procónsul que sonríe para apoyar sin palabras la sorpresa, y Licas protesta riendo y se cree obligado a apostar a favor de Marco; antes de oír las palabras que seguirán, Irene sabe que el procónsul doblará la apuesta a favor del nubio, y que después la mirará amablemente y ordenará que le sirvan vino helado. Y ella beberá el vino y comentará con Urania la estatura y la ferocidad del reciario nubio; cada movimiento está previsto aunque se lo ignore en sí mismo, aunque puedan faltar la copa de vino o el gesto de la boca de Urania mientras admira el torso del gigante. Entonces Licas, experto en incontables fastos de circo, les hará notar que el yelmo del nubio ha rozado las púas de la reja de las fieras, alzadas a dos metros del suelo, y alabará la soltura con que ordena sobre el brazo izquierdo las escamas de la red. Como siempre, como desde una ya lejana noche nupcial, Irene se repliega al límite más hondo de sí misma mientras por fuera condesciende y sonríe y hasta goza; en esa profundidad libre y estéril siente el signo de muerte que el procónsul ha disimulado en una alegre sorpresa pública, el signo que sólo ella y quizá Marco pueden comprender, pero Marco no comprenderá, torvo y silencioso y máquina, y su cuerpo que ella ha deseado en otra tarde de circo (y eso lo ha adivinado el procónsul, sin necesidad de sus magos lo ha adivinado como siempre, desde el primer instante) va a pagar el precio de la mera imaginación, de una doble mirada inútil sobre el cadáver, de un tracio diestramente muerto de un tajo en la garganta.
Antes de marcar el número de Roland, la mano de Jeanne ha andado por las páginas de una revista de modas, un tubo de pastillas calmantes, el lomo del gato ovillado en el sofá. Después la voz de Roland ha dicho: “Hola”, su voz un poco adormilada y bruscamente Jeanne ha tenido una sensación de ridículo, de que va a decirle a Roland eso que exactamente la incorporará a la galería de las plañideras telefónicas con el único, irónico espectador fumando en un silencio condescendiente: “Soy yo”, dice Jeanne, pero se lo ha dicho más a ella misma que a ese silencio opuesto en el que bailan, como en un telón de fondo, algunas chispas de sonido. Mira su mano, que ha acariciado distraídamente al gato antes de marcar las cifras (¿y no se oyen otras cifras en el teléfono, no hay una voz distante que dicta números a alguien que no habla, que sólo está allí para copiar obediente?), negándose a creer que la mano que ha alzado y vuelto a dejar el tubo de pastillas es su mano, que la voz que acaba de repetir: “Soy yo”, es su voz, al borde del límite. Por dignidad, callar, lentamente devolver al receptor a su horquilla, quedarse limpiamente sola. “Sonia acaba de irse”, dice Jeanne, y el límite está franqueado, el ridículo empieza, el pequeño infierno confortable.
“Ah”, dice Roland frotando un fósforo. Jeanne oye distintamente el frote, es como si viera el rostro de Roland mientras aspira el humo, echándose un poco atrás con los ojos entornados. Un río de escamas brillantes parece saltar de las manos del gigante negro y Marco tiene el tiempo preciso para hurtar el cuerpo a la red. Otras veces —el procónsul lo sabe, y vuelve la cabeza para que solamente Irene lo vea sonreír— ha aprovechado de ese mínimo instante que es el punto débil de todo reciario para bloquear con el escudo la amenaza del largo tridente y tirarse a fondo, con un movimiento fulgurante, hacia el pecho descubierto. Pero Marco se mantiene fuera de distancia, encorvadas las piernas como a punto de saltar, mientras el nubio recoge velozmente la red y prepara el nuevo ataque. “Está perdido”, piensa Irene sin mirar al procónsul que elige unos dulces de la baraja que le ofrece Urania. “No es el que era”, piensa Licas lamentando su apuesta. Marco se ha encorvado un poco, siguiendo el movimiento giratorio del nubio; es el único que aún no sabe lo que todos presienten, es apenas algo que agazapado espera otra ocasión, con el vago desconcierto de no haber hecho lo que la ciencia le mandaba. Necesitaría más tiempo, las horas tabernarias que siguen a los triunfos, para entender quizá la razón de que el procónsul no vaya a pagarle con monedas de oro. Hosco, espera otro momento propicio; acaso al final, con un pie sobre el cadáver del reciario, pueda encontrar otra vez la sonrisa de la mujer del procónsul; pero eso no lo está pensando él, y quien lo piensa no cree ya que el pie de Marco se hinque en el pecho de un nubio degollado.
“Decídete”, dice Roland, “a menos que quieras tenerme toda la tarde escuchando a ese tipo que le dicta números a no sé quién. ¿Lo oyes?” “Sí”, dice Jeanne, “se lo oye como desde muy lejos. Trescientos cincuenta y cuatro, doscientos cuarenta y dos”. Por un momento no hay más que la voz distante y monótona. “En todo caso”, dice Roland, “está utilizando el teléfono para algo práctico”. La respuesta podría ser la previsible, la primera queja, pero Jeanne calla todavía unos segundos y repite: “Sonia acaba de irse”. Vacila antes de agregar: “Probablemente estará llegando a tu casa”. A Roland le sorprendería eso, Sonia no tiene por qué ir a su casa. “No mientas”, dice Jeanne, y el gato huye de su mano, la mira ofendido. “No era una mentira”, dice Roland. “Me refería a la hora, no al hecho de venir o no venir. Sonia sabe que me molestan las visitas y las llamadas a esta hora”. Ochocientos cinco, dicta desde lejos la voz, cuatrocientos dieciséis. Treinta y dos. Jeanne ha cerrado los ojos, esperando la primera pausa en esa voz anónima para decir lo único que queda por decir. Si Roland corta la comunicación le restará todavía esa voz en el fondo de la línea, podrá conservar el receptor en el oído, resbalando más y más en el sofá, acariciando el gato que ha vuelto a tenderse contra ella, jugando con el tubo de pastillas, escuchando las cifras, hasta que también la otra voz se canse y ya no quede nada, absolutamente nada como no sea el receptor que empezará a pesar espantosamente entre sus dedos, una cosa muerta que habrá que rechazar sin mirarla. Ciento cuarenta y cinco, dice la voz. Y todavía más lejos, como un diminuto dibujo a lápiz, alguien que podría ser una mujer tímida pregunta entre dos chasquidos: “¿La estación del Norte?”
Por segunda vez alcanza a zafarse de la red, pero ha medido mal el salto hacia atrás y resbala en una mancha húmeda de la arena. Con un esfuerzo que levanta en vilo al público, Marco rechaza la red con un molinete de la espada mientras tiende el brazo izquierdo y recibe en el escudo el golpe resonante del tridente. El procónsul desdeña los excitados comentarios de Licas y vuelve la cabeza hacia Irene que no se ha movido. “Ahora o nunca”, dice el procónsul. “Nunca”, contesta Irene. “No es el que era”, repite Licas, “y le va a costar caro, el nubio no le dará otra oportunidad, basta mirarlo”. A distancia, casi inmóvil, Marco parece haberse dado cuenta del error; con el escudo en alto mira fijamente la red ya recogida, el tridente que oscila hipnóticamente a dos metros de sus ojos. “Tienes razón, no es el mismo”, dice el procónsul. “¿Habías apostado por él, Irene?” Agazapado, pronto a saltar, Marco siente en la piel, en lo hondo del estómago, que la muchedumbre lo abandona. Si tuviera un momento de calma podría romper el nudo que lo paraliza, la cadena invisible que empieza muy atrás pero sin que él pueda saber dónde, y que en algún momento es la solicitud del procónsul, la promesa de una paga extraordinaria y también un sueño donde hay un pez y sentirse ahora, cuando ya no hay tiempo para nada, la imagen misma del sueño frente a la red que baila ante los ojos y parece atrapar cada rayo de sol que se filtra por las desgarraduras del velario. Todo es cadena, trampa; enderezándose con una violencia amenazante que el público aplaude mientras el reciario retrocede un paso por primera vez, Marco elige el único camino, la confusión y el sudor y el olor a sangre, la muerte frente a él que hay que aplastar; alguien lo piensa por él detrás de la máscara sonriente, alguien que lo ha deseado por sobre el cuerpo de un tracio agonizante. “El veneno”, se dice Irene, “alguna vez encontraré el veneno, pero ahora acéptale la copa de vino, sé la más fuerte, espera tu hora”. La pausa parece prolongarse como se prolonga la insidiosa galería negra donde vuelve intermitente la voz lejana que repite cifras. Jeanne a creído siempre que los mensajes que verdaderamente cuentan están en algún momento más acá de toda palabra; quizá esas cifras digan más, sean más que cualquier discurso para el que las está escuchando atentamente, como para ella el perfume de Sonia, el roce de la palma de su mano en el hombro antes de marcharse han sido tanto más que las palabras de Sonia. Pero era natural que Sonia no se conformara con un mensaje cifrado, que quisiera decirlo con todas las letras, saboreándolo hasta lo último. “Comprendo que para ti será muy duro”, a repetido Sonia, “pero detesto el disimulo y prefiero decirte la verdad”. Quinientos cuarenta y seis, seiscientos sesenta y dos, doscientos ochenta y nueve. “No me importa si va a tu casa o no”, dice Jeanne, “ahora ya no me importa nada”. En vez de otra cifra hay un largo silencio. “¿Estás ahí?”, pregunta Jeanne. “Sí”, dice Roland dejando la colilla en el cenicero y buscando sin apuro el vaso de coñac. “Lo que no puedo entender...”, empieza Jeanne. “Por favor”, dice Roland, “en estos casos nadie entiende gran cosa, querida, y además no se gana nada con entender. Lamento que Sonia se haya precipitado, no era ella a quien le tocaba decírtelo. Maldito sea, ¿no va a terminar nunca con esos números?” La voz menuda, que hace pensar en un mundo de hormigas, continúa su dictado minucioso por debajo de un silencio más cercano y más espeso. “Pero tú”, dice absurdamente Jeanne, “entonces, tú...”
Roland bebe un trago de coñac. Siempre le ha gustado escoger sus palabras, evitar los diálogos superfluos. Jeanne repetirá dos, tres veces cada frase, acentuándolas de una manera diferente; que hable, que repita mientras él prepara el mínimo de respuestas sensatas que pongan orden en ese arrebato lamentable. Respirando con fuerza se endereza después de una finta y un avance lateral; algo le dice que esta vez el nubio va a cambiar el orden del ataque, que el tridente se adelantará al tiro de la red. “Fíjate bien”, explica Licas a su mujer, “se lo he visto hacer en Apta Iulia, siempre los desconcierta”. Mal defendido, desafiando el riesgo de entrar en el campo de la red, Marco se tira hacia delante y sólo entonces alza el escudo para protegerse del río brillante que escapa como un rayo de la mano del nubio. Ataja el borde de la red pero el tridente golpea hacia abajo y la sangre salta del muslo de Marco, mientras la espada demasiado corta resuena inútilmente contra el asta. “Te lo había dicho”, grita Licas. El procónsul mira atentamente el muslo lacerado, la sangre que se pierde en la greba dorada; piensa casi con lástima que a Irene le hubiera gustado acariciar ese muslo, buscar su presión y su calor, gimiendo como sabe gemir cuando él la estrecha para hacerle daño. Se lo dirá esa misma noche y será interesante estudiar el rostro de Irene buscando el punto débil de su máscara perfecta, que fingirá indiferencia hasta el final como ahora finge un interés civil en la lucha que hace aullar de entusiasmo a una plebe bruscamente excitada por la inminencia del fin. “La suerte lo ha abandonado”, dice el procónsul a Irene. “Casi me siento culpable de haberlo traído a esta arena de provincia; algo de él se ha quedado en Roma, bien se ve.” “Y el resto se quedará aquí, con el dinero que le aposté”, ríe Licas. “Por favor, no te pongas así”, dice Roland, “es absurdo seguir hablando por teléfono cuando podemos vernos esta misma noche. Te lo repito, Sonia se ha precipitado, yo quería evitarte ese golpe”. La hormiga ha cesado de dictar sus números y las palabras de Jeanne se escuchan distintamente; no hay lágrimas en su voz y eso sorprende a Roland, que ha preparado sus frases previendo una avalancha de reproches. “¿Evitarme el golpe?”, dice Jeanne. “Mintiendo, claro, engañándome una vez más”. Roland suspira, desecha las respuestas que podrían alargar hasta el bostezo un diálogo tedioso. “Lo siento, pero si sigues así prefiero cortar”, dice, y por primera vez hay un tono de afabilidad en su voz. “Mejor será que vaya a verte mañana, al fin y al cabo somos gente civilizada, qué diablos”. Desde muy lejos la hormiga dicta: ochocientos ochenta y ocho. “No vengas”, dice Jeanne, y es divertido oír las palabras mezclándose con las cifras, no ochocientos vengas ochenta y ocho. “No vengas nunca más, Roland”. El drama, las probables amenazas de suicidio, el aburrimiento como cuando Marie Josée, como cuando todas las que lo toman a lo trágico. “No seas tonta”, aconseja Roland, “mañana lo comprenderás mejor, es preferible para los dos”. Jeanne calla, la hormiga dicta cifras redondas: cien, cuatrocientos, mil. “Bueno, hasta mañana”, dice Roland admirando el vestido de calle de Sonia, que acaba de abrir la puerta y se ha detenido con un aire entre interrogativo y burlón. “No perdió tiempo en llamarte”, dice Sonia dejando el bolso y una revista. “Hasta mañana, Jeanne”, repite Roland. El silencio en la línea parece tenderse como un arco, hasta que lo corta secamente una cifra distante, novecientos cuatro. “¡Basta de dictar esos números idiotas!”, grita Roland con todas sus fuerzas, y antes de alejar el receptor del oído alcanza a escuchar el click en el otro extremo, el arco que suelta su flecha inofensiva. Paralizado, sabiéndose incapaz de evitar la red que no tardará en envolverlo, Marco hace frente al gigante nubio, la espada demasiado corta inmóvil en el extremo del brazo tendido. El nubio afloja la red una, dos veces, la recoge buscando la posición más favorable, la hace girar todavía como si quisiera prolongar los alaridos del público que lo incita a acabar con su rival, y baja el tridente mientras se echa de lado para dar más impulso al tiro. Marco va al encuentro de la red con el escudo en alto, y es una torre que se desmorona contra una masa negra, la espada se hunde en algo que más arriba aúlla; la arena le entra en la boca y en los ojos, la red cae inútilmente sobre el pez que se ahoga.
Acepta indiferente las caricias, incapaz de sentir que la mano de Jeanne tiembla un poco y empieza a enfriarse. Cuando los dedos resbalan por su piel y se detienen, hincándose en una crispación instantánea, el gato se queja petulante; después se tumba de espaldas y mueve las patas en la actitud de expectativa que hace reír siempre a Jeanne, pero ahora no, su mano sigue inmóvil junto al gato y apenas si un dedo busca todavía el calor de su piel, la recorre brevemente antes de detenerse otra vez entre el flanco tibio y el tubo de pastillas que ha rodado hasta ahí. Alcanzado en pleno estómago el nubio aúlla, echándose hacia atrás, y en ese último instante en el que el dolor es como una llama de odio, toda la fuerza que huye de su cuerpo se agolpa en el brazo para hundir el tridente en la espada de su rival boca abajo. Cae sobre el cuerpo de Marco, y las convulsiones lo hacen rodar de lado; Marco mueve lentamente un brazo, clavado en la arena como un enorme insecto brillante.
“No es frecuente”, dice el procónsul volviéndose hacia Irene, “que dos gladiadores de ese mérito se maten mutuamente. Podemos felicitarnos de haber visto un raro espectáculo. Esta noche se lo escribiré a mi hermano para consolarlo de su tedioso matrimonio”.
Irene ve moverse el brazo de Marco, un lento movimiento inútil como si quisiera arrancarse el tridente hundido en los riñones. Imagina al procónsul desnudo en la arena, con el mismo tridente clavado hasta el asta. Pero el procónsul no movería el brazo con esa dignidad última; chillaría pataleando como una liebre, pediría perdón a un público indignado. Aceptando la mano que le tiende su marido para ayudarle a levantarse, asiente una vez más; el brazo ha dejado de moverse, lo único que queda por hacer es sonreír, refugiarse en la inteligencia. Al gato no parece gustarle la inmovilidad de Jeanne, sigue tumbado de espaldas esperando una caricia; después, como si le molestara ese dedo contra la piel del flanco, maúlla destempladamente y da media vuelta para alejarse, ya olvidado y soñoliento.
“Perdóname por venir a esta hora”, dice Sonia. “Vi tu auto en la puerta, era demasiada tentación. Te llamó, ¿verdad?” Roland busca un cigarrillo. “Hiciste mal”, dice. “Se supone que esa tarea les toca a los hombres, al fin y al cabo he estado más de dos años con Jeanne y es una buena muchacha”. “Ah, pero el placer”, dice Sonia sirviéndose coñac. “Nunca le he podido perdonar que fuera tan inocente, no hay nada que me exaspere más. Si te digo que empezó por reírse, convencida de que le estaba haciendo una broma”. Roland mira el teléfono, piensa en la hormiga. Ahora Jeanne llamará otra vez, y será incómodo porque Sonia se ha sentado junto a él y le acaricia el pelo mientras hojea una revista literaria como si buscara ilustraciones. “Hiciste mal”, repite Roland atrayendo a Sonia. “¿En venir a esta hora?”, ríe Sonia cediendo a las manos que buscan torpemente el primer cierre. El velo morado cubre los hombros de Irene que da la espalda al público, a la espera de que el procónsul salude por última vez. En las ovaciones se mezcla ya un rumor de multitud en movimiento, la carrera precipitada de los que buscan adelantarse a la salida y ganar las galerías inferiores, Irene sabe que los esclavos estarán arrastrando los cadáveres, y no se vuelve; le agrada pensar que el procónsul ha aceptado la invitación de Licas a cenar en su villa a orillas del lago, donde el aire de la noche la ayudará a olvidar el olor a la plebe, los últimos gritos, un brazo moviéndose lentamente como si acariciara la tierra. No le es difícil olvidar, aunque el procónsul la hostigue con una minuciosa evocación de tanto pasado que la inquieta; un día Irene encontrará la manera de que también él olvide para siempre, y que la gente lo crea simplemente muerto. “Verás lo que ha inventado nuestro cocinero”, está diciendo la mujer de Licas. “Le ha devuelto el apetito a mi marido, y de noche...” Licas ríe y saluda a sus amigos, esperando que el procónsul abra la marcha hacia las galerías después de un último saludo que se hace esperar como si lo complaciera seguir mirando la arena donde enganchan y arrastran los cadáveres. ”Soy tan feliz“, dice Sonia apoyando la mejilla en el pecho de Roland adormilado. ”No lo digas“, murmura Roland, ”uno siempre piensa que es una amabilidad“. ”¿No me crees?“, ríe Sonia. ”Sí, pero no lo digas ahora. Fumemos“. Tantea en la mesa baja hasta encontrar cigarrillos, pone uno en los labios de Sonia, acerca el suyo, los enciende al mismo tiempo. Se miran apenas, soñolientos, y Roland agita el fósforo y lo posa en la mesa donde en alguna parte hay un cenicero. Sonia es la primera en adormecerse y él le quita muy despacio el cigarrillo de la boca, lo junta con el suyo y los abandona en la mesa, resbalando contra Sonia en un sueño pesado y sin imágenes. El pañuelo de gasa arde sin llama al borde del cenicero, chamuscándose lentamente, cae sobre la alfombra junto al montón de ropas y una copa de coñac. Parte del público vocifera y se amontona en las gradas inferiores; el procónsul ha saludado una vez más y hace una seña a su guardia para que le abran paso. Licas, el primero en comprender, le muestra el lienzo más distante del viejo velario que empieza a desgarrarse mientras una lluvia de chispas cae sobre el público que busca confusamente la salida. Gritando una orden, el procónsul empuja a Irene siempre de espaldas e inmóvil. “Pronto, antes de que se amontonen en la galería baja”, grita Licas precipitándose delante de su mujer. Irene es la primera que huele el aceite hirviendo, el incendio de los depósitos subterráneos; atrás, el velario cae cobre las espaldas de los que pugnan por abrirse paso en una masa de cuerpos confundidos que obstruyen las galerías demasiado estrechas. Los hay que saltan a la arena por centenares, buscando otras salidas, pero el humo del aceite borra las imágenes, un jirón de tela flota en el extremo de las llamas y cae sobre el procónsul antes de que pueda guarecerse en el pasaje que lleva a la galería imperial. Irene se vuelve al oír su grito, le arranca la tela chamuscada tomándola con dos dedos, delicadamente. “No podremos salir”, dice, “están amontonados ahí abajo como animales”. Entonces Sonia grita, queriendo desatarse del brazo ardiente que la envuelve desde el sueño, y su primer alarido se confunde con el de Roland que inútilmente quiere enderezarse, ahogado por el humo negro. Todavía gritan, cada vez más débilmente, cuando el carro de bomberos entra a toda máquina por la calle atestada de curiosos. “Es en el décimo piso”, dice el teniente. “Va a ser duro, hay viento del norte. Vamos”.





Julio Cortázar
Todos los fuegos el fuego
(Todos los fuegos el fuego, 1966)



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