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Una tarde de 1967, el autor de este artículo asistió a la escena siguiente: Borges, que había viajado a Santa Fe a hablar sobre Joyce, estaba charlando animadamente en un café antes de la conferencia con un grupito de jóvenes escritores que habían venido a hacerle un reportaje, cuando de pronto se acordó de que en los años cuarenta lo habían invitado a integrar una comisión que se proponía traducir colectivamente Ulises. Borges dijo que la comisión se reunía una vez por semana para discutir los preliminares de la gigantesca tarea que los mejores anglicistas de Buenos Aires se habían propuesto realizar, pero que un día, cuando ya había pasado casi un año de discusiones semanales, uno de los miembros de la comisión llegó blandiendo un enorme libro y gritando: "¡Acaba de aparecer una traducción de Ulises!". Borges, riéndose de buena gana de la historia, y aunque nunca la había leído (como probablemente tampoco el original), concluyó diciendo: "Y la traducción era muy mala". A lo cual uno de los jóvenes que lo estaba escuchando replicó: "Puede ser, pero si es así, entonces el señor Salas Subirat es el más grande escritor de lengua española".
La respuesta sugiere el lugar que ocupaba esa traducción en la cultura literaria de los jóvenes escritores argentinos durante los años cincuenta y sesenta. El libro de 815 páginas fue publicado en 1945 por la editorial Santiago Rueda de Buenos Aires, que publicó también el Retrato del artista adolescente en la traducción de Alfonso Donado (léase Dámaso Alonso). En el catálogo de esa editorial figuraban muchos otros nombres excepcionales, como Faulkner, Dos Passos, Svevo, Proust, Nietzsche, para no hablar de las obras comple-tas de Freud en 18 volúmenes, presentadas por Ortega y Gasset. A finales de los años cincuenta, esos libros circulaban copiosamente entre todos aquellos a quienes les interesaban los problemas literarios, filosóficos y culturales del siglo XX. Formaban parte de los libros realmente indispensables en cualquier buena biblioteca.
El Ulises de J. Salas Subirat (la inicial imprecisa le daba al nombre una connotación misteriosa) aparecía todo el tiempo en las conversaciones, y sus inagotables hallazgos verbales se intercalaban en ellas sin necesidad de ser aclaradas: toda persona con veleidades de narrador que andaba entre los 18 y los 30 años, en Santa Fe, Paraná, Rosario y Buenos Aires, los conocía de memoria y los citaba. Muchos escritores de la generación de los cincuenta o de los sesenta aprendieron varios de sus recursos y de sus técnicas narrativas en esa traducción. La razón es muy simple: el río turbulento de la prosa joyceana, al ser traducido al castellano por un hombre de Buenos Aires, arrastraba consigo la materia viviente del habla que ningún otro autor —aparte quizá de Roberto Arlt— había sido capaz de utilizar con tanta inventiva, exactitud y libertad. La lección de ese trabajo es clarísima: la lengua de todos los días era la fuente de energía que fecundaba la más universal de las literaturas.
Aunque el hecho de haber sido el primero en algo no debe darle a la hazaña realizada más mérito del que posee intrínsecamente, es cierto que quien la lleva a cabo se expone a dos peligros que a menudo son las caras de la misma moneda: la crítica prejuiciosa y el saqueo. Tal ha sido el destino —que algunos, hay que reconocerlo, se empeñan desde hace algún tiempo en corregir— del extraordinario trabajo de Salas Subirat. Sería inadmisible que quien se abocase a una segunda traducción de Ulises al castellano pretendiese ignorar que existe ya la primera y tal parece haber sido la actitud del profesor Valverde, quien en las 46 páginas de su prólogo, rinde un elogio (justificado) a la versión del Retrato por Dámaso Alonso, pero no dice una palabra de la traducción de Salas Subirat, aunque cuando se comparan las dos versiones se entiende a menudo que las opciones de Valverde tienen como único justificativo la obsesión de no parecerse a la traducción anterior. Ningún traductor serio de Ulises puede ya ignorar que existen la primera y la segunda traducción (tal es el honesto principio adoptado por los autores de la tercera, Francisco García Tortosa y María Luisa Venegas), y semejante conocimiento implica que esas traducciones funcionarán siempre como referencias inevitables. Cuando apareció la de Valverde, en cambio, un clima de desdén justiciero daba a entender que la segunda traducción llegaba por fin para reparar la inepcia incalificable de la primera.
En Internet, que es la patria natural del dislate, entre varias aberraciones relativas a la primera versión de Ulises, se menciona también el colmo en la materia, producto de una vulgar operación comercial: la masacre que un tal Chamorro cometió en 1996, corrigiendo "hasta un 50%" de la versión de Salas Subirat, a la que acusa de caer, entre otras cosas," 'en localismos propios del habla porteña", como si un inglés de Londres pretendiese traducir los localismos populares de Dublín que figuran a granel en el original de Joyce al habla de Oxford. De ese acto de piratería, 51 años después de la aparición del libro en Buenos Aires, hasta quien lo comenta favorablemente no puede dejar de observar que "es en cierto modo una reedición de la traducción de Salas".
Un trabajo del escritor Eduardo Lago compara las tres verdaderas traducciones (el acto de vandalismo de Chamorro es juiciosamente descartado), sin otorgarle a ninguna de las tres la etiqueta de perfecta y definitiva, título por otra parte que sería temerario atribuirle a alguna traducción, por excelente que parezca. Con imparcialidad y minucia, comparando diferentes pasajes del texto, Lago verifica en los tres trabajos lo que ya podía observarse en los dos primeros, o sea que sus autores resolvieron con menor o mayor acierto las dificultades que se presentaban. El objetivo de una traducción no es exhibir la erudición de su autor, ni su conocimiento del idioma de origen, que son por cierto condiciones necesarias pero no suficientes para emprender el trabajo, sino incorporar un texto viviente a la lengua de llegada. Que cada época, así como cada área lingüística, requiera nuevas traducciones de textos clásicos, es evidente, pero el hecho no exige que sea obligatorio denigrar las anteriores.
José Salas Subirat no era ni catalán ni chileno como la vaguedad usual de cierto periodismo literario pretendió revelar más de una vez; nació en Buenos Aires el 23 de noviembre de 1900 y murió en Florida, una localidad bonaerense, el 29 de mayo de 1975. Está enterrado en el cementerio de Olivos. Fue autodidacta y trabajó, entre otras cosas, como agente de seguros, oficio sobre el que escribió un manual: El seguro de vida, teoría y práctica. Análisis de la venta, que publicó en 1944, es decir, un año antes de que saliera la traducción de Ulises. En los años cincuenta publicó libros de autoayuda, como La lucha por el éxito y El secreto de la concentración, y una Carta abierta sobre el existencialismo, que Santiago Rueda incluyó en su catálogo. Pero había escrito novelas sociales y artículos en la prensa anarquista y socialista de los años treinta, y un libro de poemas, Señalero.
Torre Martello (Dublín) Fotografía: Gabriel Grioni |
Una tarde de 1967, el autor de este artículo asistió a la escena siguiente: Borges, que había viajado a Santa Fe a hablar sobre Joyce, estaba charlando animadamente en un café antes de la conferencia con un grupito de jóvenes escritores que habían venido a hacerle un reportaje, cuando de pronto se acordó de que en los años cuarenta lo habían invitado a integrar una comisión que se proponía traducir colectivamente Ulises. Borges dijo que la comisión se reunía una vez por semana para discutir los preliminares de la gigantesca tarea que los mejores anglicistas de Buenos Aires se habían propuesto realizar, pero que un día, cuando ya había pasado casi un año de discusiones semanales, uno de los miembros de la comisión llegó blandiendo un enorme libro y gritando: "¡Acaba de aparecer una traducción de Ulises!". Borges, riéndose de buena gana de la historia, y aunque nunca la había leído (como probablemente tampoco el original), concluyó diciendo: "Y la traducción era muy mala". A lo cual uno de los jóvenes que lo estaba escuchando replicó: "Puede ser, pero si es así, entonces el señor Salas Subirat es el más grande escritor de lengua española".
La respuesta sugiere el lugar que ocupaba esa traducción en la cultura literaria de los jóvenes escritores argentinos durante los años cincuenta y sesenta. El libro de 815 páginas fue publicado en 1945 por la editorial Santiago Rueda de Buenos Aires, que publicó también el Retrato del artista adolescente en la traducción de Alfonso Donado (léase Dámaso Alonso). En el catálogo de esa editorial figuraban muchos otros nombres excepcionales, como Faulkner, Dos Passos, Svevo, Proust, Nietzsche, para no hablar de las obras comple-tas de Freud en 18 volúmenes, presentadas por Ortega y Gasset. A finales de los años cincuenta, esos libros circulaban copiosamente entre todos aquellos a quienes les interesaban los problemas literarios, filosóficos y culturales del siglo XX. Formaban parte de los libros realmente indispensables en cualquier buena biblioteca.
El Ulises de J. Salas Subirat (la inicial imprecisa le daba al nombre una connotación misteriosa) aparecía todo el tiempo en las conversaciones, y sus inagotables hallazgos verbales se intercalaban en ellas sin necesidad de ser aclaradas: toda persona con veleidades de narrador que andaba entre los 18 y los 30 años, en Santa Fe, Paraná, Rosario y Buenos Aires, los conocía de memoria y los citaba. Muchos escritores de la generación de los cincuenta o de los sesenta aprendieron varios de sus recursos y de sus técnicas narrativas en esa traducción. La razón es muy simple: el río turbulento de la prosa joyceana, al ser traducido al castellano por un hombre de Buenos Aires, arrastraba consigo la materia viviente del habla que ningún otro autor —aparte quizá de Roberto Arlt— había sido capaz de utilizar con tanta inventiva, exactitud y libertad. La lección de ese trabajo es clarísima: la lengua de todos los días era la fuente de energía que fecundaba la más universal de las literaturas.
Aunque el hecho de haber sido el primero en algo no debe darle a la hazaña realizada más mérito del que posee intrínsecamente, es cierto que quien la lleva a cabo se expone a dos peligros que a menudo son las caras de la misma moneda: la crítica prejuiciosa y el saqueo. Tal ha sido el destino —que algunos, hay que reconocerlo, se empeñan desde hace algún tiempo en corregir— del extraordinario trabajo de Salas Subirat. Sería inadmisible que quien se abocase a una segunda traducción de Ulises al castellano pretendiese ignorar que existe ya la primera y tal parece haber sido la actitud del profesor Valverde, quien en las 46 páginas de su prólogo, rinde un elogio (justificado) a la versión del Retrato por Dámaso Alonso, pero no dice una palabra de la traducción de Salas Subirat, aunque cuando se comparan las dos versiones se entiende a menudo que las opciones de Valverde tienen como único justificativo la obsesión de no parecerse a la traducción anterior. Ningún traductor serio de Ulises puede ya ignorar que existen la primera y la segunda traducción (tal es el honesto principio adoptado por los autores de la tercera, Francisco García Tortosa y María Luisa Venegas), y semejante conocimiento implica que esas traducciones funcionarán siempre como referencias inevitables. Cuando apareció la de Valverde, en cambio, un clima de desdén justiciero daba a entender que la segunda traducción llegaba por fin para reparar la inepcia incalificable de la primera.
En Internet, que es la patria natural del dislate, entre varias aberraciones relativas a la primera versión de Ulises, se menciona también el colmo en la materia, producto de una vulgar operación comercial: la masacre que un tal Chamorro cometió en 1996, corrigiendo "hasta un 50%" de la versión de Salas Subirat, a la que acusa de caer, entre otras cosas," 'en localismos propios del habla porteña", como si un inglés de Londres pretendiese traducir los localismos populares de Dublín que figuran a granel en el original de Joyce al habla de Oxford. De ese acto de piratería, 51 años después de la aparición del libro en Buenos Aires, hasta quien lo comenta favorablemente no puede dejar de observar que "es en cierto modo una reedición de la traducción de Salas".
Un trabajo del escritor Eduardo Lago compara las tres verdaderas traducciones (el acto de vandalismo de Chamorro es juiciosamente descartado), sin otorgarle a ninguna de las tres la etiqueta de perfecta y definitiva, título por otra parte que sería temerario atribuirle a alguna traducción, por excelente que parezca. Con imparcialidad y minucia, comparando diferentes pasajes del texto, Lago verifica en los tres trabajos lo que ya podía observarse en los dos primeros, o sea que sus autores resolvieron con menor o mayor acierto las dificultades que se presentaban. El objetivo de una traducción no es exhibir la erudición de su autor, ni su conocimiento del idioma de origen, que son por cierto condiciones necesarias pero no suficientes para emprender el trabajo, sino incorporar un texto viviente a la lengua de llegada. Que cada época, así como cada área lingüística, requiera nuevas traducciones de textos clásicos, es evidente, pero el hecho no exige que sea obligatorio denigrar las anteriores.
José Salas Subirat no era ni catalán ni chileno como la vaguedad usual de cierto periodismo literario pretendió revelar más de una vez; nació en Buenos Aires el 23 de noviembre de 1900 y murió en Florida, una localidad bonaerense, el 29 de mayo de 1975. Está enterrado en el cementerio de Olivos. Fue autodidacta y trabajó, entre otras cosas, como agente de seguros, oficio sobre el que escribió un manual: El seguro de vida, teoría y práctica. Análisis de la venta, que publicó en 1944, es decir, un año antes de que saliera la traducción de Ulises. En los años cincuenta publicó libros de autoayuda, como La lucha por el éxito y El secreto de la concentración, y una Carta abierta sobre el existencialismo, que Santiago Rueda incluyó en su catálogo. Pero había escrito novelas sociales y artículos en la prensa anarquista y socialista de los años treinta, y un libro de poemas, Señalero.
Juan José Saer
“Babelia” de El País (12-jun-04)
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