--VOLVER
Ella
dormía profundamente.
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Gabriel,
apoyado en un codo, miró por un rato y sin resentimiento su pelo revuelto y su
boca entreabierta, oyendo su respiración profunda. De manera que ella tuvo un
amor así en la vida: un hombre había muerto por su causa. Apenas le dolía ahora
pensar en la pobre parte que él, su marido, había jugado en su vida. La miró
mientras dormía como si ella y él nunca hubieran sido marido y mujer. Sus ojos
curiosos se posaron un gran rato en su cara y su pelo: y, mientras pensaba cómo
habría sido ella entonces, por el tiempo de su primera belleza lozana, una
extraña y amistosa lástima por ella penetró en su alma. No quería decirse a sí
mismo que ya no era bella, pero sabía que su cara no era la cara por la que
Michael Furey desafió la muerte.
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Quizás
ella no le hizo a él todo el cuento. Sus ojos se movieron a la silla sobre la
que ella había tirado algunas de sus ropas. Un cordón del corpiño colgaba hasta
el piso. Uña bota se mantenía en pie, su caña fláccida caída; su compañera
yacía recostada a su lado. Se extrañó ante sus emociones en tropel de una hora
atrás. ¿De dónde provenían? De la cena de su tía, de su misma arenga idiota,
del vino y del baile, de aquella alegría fabricada al dar las buenas noches en
el pasillo, del placer de caminar junto al río bajo la nieve. ¡Pobre tía Julia!
Ella, también, sería muy pronto una sombra junto a la sombra de Patrick Morkan
y su caballo. Había atrapado al vuelo aquel aspecto abotargado de su rostro
mientras cantaba "Ataviada para el casorio". Pronto, quizá, se
sentaría en aquella misma sala, vestido de luto, el negro sombrero de seda
sobre las rodillas, las cortinas bajas y la tía Kate sentada a su lado ,
llorando y soplándose la nariz mientras le contaba de qué manera había muerto
Julia. Buscaría él en su cabeza algunas palabras de consuelo, pero no
encontraría más que las usuales, inútiles y torpes. Sí, sí: ocurrirá muy pronto.
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El
aire del cuarto le helaba la espalda. Se estiró con cuidado bajo las sábanas y
se echó al lado de su esposa. Uno a uno se iban convirtiendo ambos en sombras.
Mejor pasar audaz al otro mundo en el apogeo de una pasión que marchitarse
consumido funestamente por la vida. Pensó cómo la mujer que descansaba a su
lado había evocado en su corazón, durante años, la imagen de los ojos de su
amante el día que él le dijo que no quería seguir viviendo.
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Lágrimas
generosas colmaron los ojos de Gabriel. Nunca había sentido aquello por ninguna
mujer, pero supo que ese sentimiento tenía que ser amor. A sus ojos las lágrimas crecieron en la
oscuridad parcial del cuarto y se imaginó que veía una figura de hombre, joven,
de pie bajo un árbol anegado. Había otras formas próximas. Su alma se había
acercado a esa región donde moran las huestes de los muertos. Estaba consciente,
pero no podía aprehender sus aviesas y tenues presencias. Su propia identidad
se esfumaba a un mundo impalpable y gris: el sólido mundo en que estos muertos
se criaron y vivieron se disolvía consumiéndose.
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Leves
toques en el vidrio lo hicieron volverse hacia la ventana. De nuevo nevaba*.
Soñoliento vio cómo los copos, de plata y de sombras, caían oblicuos hacia las
luces. Había llegado la hora de variar su rumbo al poniente. Sí, los diarios
estaban en lo cierto: nevaba en toda Irlanda. Caía nieve en cada zona de la
oscura planicie central y en las colinas calvas, caía suave sobre el mégano de
Allen y, más al oeste, suave caía sobre las sombrías, sediciosas aguas de
Shannon. Caía, así, en todo el desolado cementerio de la loma donde yacía
Michael Furey, muerto. Reposaba, espesa, al azar, sobre una cruz corva y sobre
una losa, sobre las lanzas de la cancela y sobre las espinas yermas. Su alma
caía lenta en la duermevela al oír caer la nieve leve sobre el universo y caer
leve la nieve, como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y
sobre los muertos.
James Joyce
Los muertos
(de Dublineses)
Versión de Guillermo Cabrera Infante
* * *
(*) Versión final de
Francisco García Tortosa
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Comenzó a nevar otra vez. Miró soñoliento los copos, plateados y obscuros, caer de lado contra la farola. Le había llegado el tiempo de emprender el viaje hacia el oeste. Sí, tenían razón los periódicos: habría nieve en todo Irlanda. Caía por toda la obscura llanura central, por las colinas sin árboles, caía suave sobre el pantanal de Allen y, más hacia el oeste, caía suave en las obscuras rompientes turbulentas del Shannon. Caía también en el camposanto solitario de la colina donde yacía Michael Furey. La nieve yacía espesa amontonada en las cruces retorcidazas y en las lápidas, en las lanzas de la pequeña cancela, en los yermos espinos. Su alma se consumía lentamente mientras oía caer la nieve plácida a través del universo y plácida caía, como el descenso de su último fin, sobre todos los vivos y los muertos.
James Joyce
Los muertos
(de Dublineses)
Versión de Francisco García Tortosa
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