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LA CELESTINA. Prólogo a la edición del V Centenario (Juan Goytisolo)

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La conmemoración por el Ayuntamiento de La Puebla de Montalbán del V Centenario de la publicación anónima por un editor de Burgos de los dieciséis primeros actos de la que pronto sería conocida, primero como Comedia y luego Tragicomedia de Calisto y Melibea, festeja el nacimiento de una obra crucial en el desenvolvimiento y plenitud de nuestra literatura y de nuestra lengua: la irrupción en ellas de una voz no sólo singular sino única en su expresión lúcida, pesimista, auténticamente corrosiva y demoledora de los valores consagrados y cuya lealtad a la ética personal del autor y al lenguaje carecen de precedentes de talla en el canon literario medieval e influyen de modo decisivo en la elaboración del género hispano-escéptico de la picaresca y en la genial invención de Cervantes.
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Las sucesivas ediciones del libro, con la reproducción en acróstico del nombre del autor, el bachiller Fernando de Rojas, natural de La Puebla de Montalbán, no son sino comienzo de un enmarañado ovillo que, con mayor o menor fortuna, los estudiosos de la obra se han esforzado en desenredar. La segunda impresión de Toledo, con la carta de "El autor a un su amigo", nos revela la existencia de un nuevo escritor el embozado en el acróstico, a cuyas manos habría llegado el primer acto, y su "primor, sotil artificio", su "fuerte y claro metal [...] jamás en nuestra castellana lengua vista ni oýdo" le habrían incitado a continuarlo. El manuscrito hallado, atribuido, nos dice, según unos a Juan de Mena y según otros a Rodrigo Cota, sería así el núcleo seminal, a partir del cual el joven bachiller de veintitrés años habría compuesto la Comedia en quince días de vacaciones. Declaración sorprendente y que debemos acoger con cautela, con la misma cautela con la que el semienmascarado autor se resguarda de la hidra de la "opinión común" de la época conforme a una estrategia de defensa precozmente aprendida a costa del indecible drama de su familia:


y pues él [el primer autor], con temor de detractores y nocibles lenguas [tanto Mena como Cota eran judeo-conversos], más aparejadas a reprehender que a saber inventar, quiso celar y encubrir su nombre, no me culpéys si en el fin baxo que lo pongo no expressare mío.




Después de una nueva impresión en Sevilla, la de Toledo en 1504 -hoy perdida- y la de Roma de 1506 -basada en ella- nos presenta la obra que actualmente conocemos: la Tragicomedia de Calisto y Melibea en veintiún actos y a cuyo recinto fortificado se agregan nuevas y laboriosas trincheras: las estrofas en las que el autor "excusándose de su yerro en esta obra que escrivió, contra sí arguye y compara", y el prólogo filosófico de inspiración petrarquesca. Por si tantos ardides, bastiones y parapetos no bastaran, la edición de Zaragoza de 1507 añade unas estrofas moralizadoras del corrector de la impresión de Toledo, Alonso de Proaza, así como una conclusión a redropelo del autor en la que, para oscurecer aún más el agnosticismo que se rezuma de la Tragicomedia, hace una profesión de fe cristiana y enarbola como colofón su condena de los "falsos judíos".

Si el primer acto procede de Mena, Cota o su hallazgo es un mero artificio del propio Rojas, será siempre objeto de duda y debate. Una abundante bibliografía sobre el tema ventila opiniones contrapuestas sin llegar, no obstante, a zanjarlas. Pero, aunque algunas diferencias de lengua y estilo entre el primer acto y los restantes inclinen a muchos a creer en la existencia de un primer autor, habría que explicar cómo el manuscrito anónimo, redactado decenios antes sin que ningún documento dejara constancia de su existencia, fue a parar precisamente a manos del bachiller de La Puebla y éste pudo desenvolver con tanta ventura, maestría y rapidez sus potencialidades hasta componer en quince días de vacaciones un monumento literario del magnetismo perdurable de La Celestina. La prudencia escalonada de Rojas es quizás el tramo que conduce a la absoluta anonimia del Lazarillo.

Sea cual fuere la paternidad del embrión literario del primer acto, nos encontramos en cualquier caso ante un proceso de desautorización del autor o de diseminación de la autoría que un siglo después culminará en la ingeniería literaria de Cervantes ("los autores que de este caso escriben" a los que se refiere en el capítulo primero de la Primera Parte, "el primer autor", el manuscrito arábigo de Cide Hamete, el traductor-correctorcensor de éste...). Pero lo que en el Quijote es una manera de introducir al lector en el fecundo territorio de la duda y de crear un ámbito novelesco en el que aquél descubra, invente y construya a la par del autor a medida que penetre en el mismo, las precauciones y estratagemas de Rojas obedecen a un designio apremiante: rodear la obra de fosos y cercos protectores a fin de velar su carta subversiva. Este propósito -muy similar, dicho sea de paso, al de Mateo Alemán en sus prólogos al Guzmán de Alfarache- le lleva a disculparse con los nuevos y previsibles detractores de la impresión de 1504 de meter su pluma "en tan estraña lavor y tan agena de mi facultad, hurtando algunos ratos a mi principal estudio[de jurista], con otras horas destinadas para recreación", en un intento de disminuir y aligerar su responsabilidad con una excusatio propter infirmitatem que, en razón de su insistencia, podría sonar más bien a oídos de la "vulgar opinión" cristiano vieja como una excusatio non petita, accusatio manifesta. La "tensión existencial" de los judeo-conversos y cristianos nuevos, analizada por Américo Castro, les forzaba, en efecto, a cubrirse a medias después de desenmascararse, en un juego continuo de asomos y ocultaciones. En mi ensayo "La España de Fernando de Rojas", escrito hace un cuarto de siglo, exponía el cuento de horror, desvelado por Stephen Gilman, de la familia del bachiller de La Puebla: los procesos inquisitoriales de 1485 y 1488 a parientes más o menos próximos en grado del autor de La Celestina, en el segundo de los cuales su propio padre fue condenado por judaizante, como millares de sus congéneres,en aquellos tiempos de "santo furor" y regocijo público. Por dicha razón no voy a extenderme en ello y remito al lector a un recorrido poco ameno de la obra de Gilman. Los "falsos testigos y recios tormentos" que evoca la vieja alcahueta en su diálogo con Pármeno formaban parte de la experiencia del joven bachiller de un mundo en perpetua "lid y offensión", sumido en un "litigioso caos" y para quien era indudablemente mejor ser juzgado "por mano de justicia que de otra manera" (VII, 1), esto es, a las claras, por la Inquisición establecida en Castilla en 1478. Cuando el desolado Pleberio, en el acto final de la obra, increpa al mundo que en sí le creió -una forma indirecta de increpar al autor de la Creación- y le dice amargamente "la leña que gasta tu llama son almas y vidas de humanas criaturas, las quales son tantas que de quien començar pueda apenas me ocurre", la alusión al Santo Oficio es transparente. Delaciones, mazmorras, piras ardientes de los relajados al brazo secular eran elementos integrantes del entorno y del paisaje moral de Rojas. El joven de veintitrés años sabía por desdicha de lo que hablaba. Este vivir desviviéndose de los converso, apresados en las mallas de la vigilancia inquisitorial, la posible ruina económica y el desdén social, fue la alquitara en la que destilaron unas obras literarias cuyo pesimismo a veces nihilista y angustia existencial las arriman inesperadamente a situaciones mucho más recientes. Parafraseando a Günter Grass -para quien, durante casi un siglo, los judíos crearon la gran cultura alemana y los alemanes arios se aguerrieron en su antisemitismo-, podría decirse con igual ironía, más no sin fundamento, que primero los judeo-conversos y luego los cristianos nuevos compusieron una mayoría de las obras más significativas de la lengua española de los siglos XV y XVI mientras que la masa de los cristianos viejos agitaba el espectro del contagio judaico y se consagraba a la animalización del morisco.

Los estudiosos de La Celestina han discutido estérilmente el género al que adscribirla: ¿comedia, tragedia, novela dramática, novela dialogada...? Si va a decir verdad la cuestión es ociosa: La Celestina es una obra irrepetible y única, ajena a toda idea de modelo o género. No es medieval ni renacentista, estoica ni moralizadora. Como observó Castro, no pretende prolongar ni desenvolver temas y formas anteriores sino arremeter contra ellas, destruir las jerarquías sociales y literarias vigentes y trastocar su sentido. Es así la obra más virulenta y audaz de nuestra literatura, pero cuyo afán devastador de no dejar obispo con mitra ni títere con cabeza se compensa con un lenguaje inédito, desinhibido y suelto y de un yo individualizado y moderno, liberado de la camisa de fuerza de las convenciones, arquetipos y moldes que anteriormente lo ataban y reducían. Si su influjo, a causa del conformismo castizo del público, no pudo manifestarse en el corral de las comedias en el que triunfó Lope, contaminó en cambio obras del fuste del Lazarillo y La lozana andaluza y favoreció la emergencia del género picaresco de los demoledores de la "negra honra", casi todos ellos cristianos nuevos y aun marranos como Antonio Enríque Gómez, el autor de La vida de don Gregorio Guadaña, cuyo trágico final suele escamotearse de ordinario en nuestros manuales literarios.

Las referencias a Petrarca -de quien procede en gran parte el prólogo filosófico de la Tragicomedia-, el uso frecuente de aforismos clásicos y citas mitológicas griegas, han inducido a historiadores como José Antonio Maravall al error de pretender ahormar una obra a todas luces inclasificable, de acuerdo con el canon cristiano-occidental y didáctico-cristiano, sin advertir que el acopio de máximas y sentencias grandilocuentes de origen latino que empiedran la retórica libresca de Calisto, Melibea, Pleberio y aun de los sirvientes y prostitutas sirven meramente de cureña o soporte a la descarga de voces vindicativas y ásperas, radicalmente nuevas, cuya posible filiación habrá que buscar, como barruntó Blanco White, fuera de dicho ámbito. La burla de Sempronio a las trovas de su amo y la mención a Ovidio y los que "de improviso se les venían las razones metrificadas a la boca" nos iluminan en parte la funcionalidad precisa de dichos cultimos, ya que "no es fabla conveniente", dice, "la que a todos no es común, la que todos no participan, la que pocos entienden" (VIII, 5).

Una obra de la índole de La Celestina sólo puede ser juzgada conforme a sus propias hechuras y éstas no son precisamente latinas ni cristianas, aunque el joven bachiller luciera como "orfebrería dérmica" (expresión acuñada por Severo Sarduy) una paremiología envidiable. En cualquier caso, el problema de las fuentes no debe ser el ojo de manantial que nos impida ver el flujo fecundador del arroyo o río. Junto a Ovidio, Petrarca, el refranero y Pamphilus, Rojas demuestra conocer, el menos de oídas, a Avicena y Averroes, así como los versos satíricos de Rodrigo Cota y otros judeo-conversos y, como veremos luego, su admirable creación de la figura de Celestina no habría sido posible sin la tradición árabe, bien arraigada en España, de la alcahueta trotaconventos. Los esfuerzos de occidentalización a ultranza de obras de la enjudia del Libro de Buen Amor y La Celestina cifran, como indica Francisco Márquez Villanueva, "una larga historia de indeseables polémicas y farisaicos aspavientos, bajo los cuales late el centralismo cultural europeizante y dentro de éste el privilegio de los nórdicos sobre lo mediterraneo y el inveterado prejuicio anti-islamico".

La prehistoria de La Celestina no es comprensible sin la del propio Fernando de Rojas: el desplome de la cúpula familiar, el celo purificador del Santo Oficio y la atmósfera de descontento, agravio y nihilismo de las aljamas peninsulares. Alain de Libéra y Márquez Villanueva han expuesto de forma esclarecedora la difusión del racionalismo averroísta en el Occidente cristiano a lo largo de los siglos XIV y XV y su influjo impregnador en la filosofía hispano-hebrea. Enfrentados a la precariedad y lobreguez de un presente que entenebrecía el futuro y lo ponía en picota, judíos, marranos y judeo-conversos abrazaban a menudo un amoralismo individualista que traducía su escepticismo con respecto a los valores comúnmente acatados por sus paisanos. En una representación dirigida a Enrique IV de Castilla por algunos prelados y nobles del reino, sus autores denunciaban la presencia en la corte de enemigos de la fe católica que, "aunque cristianos por nombre, [...] creen e dicen e afirman que otro mundo non haya, si non nascer e morir como bestias". Un simple recorrido por las páginas de la Tragicomedia nos permite espigar numerosos ejemplos de este materialismo y consiguiente incredulidad en los castigos y recompensas eternos.

más querría que mi spíritu fuesse con el de los brutos  animales que por medio de aquél [el purgatorio] yr a la gloria de los sanctos (I,2).
No llores tú la fazienda que tu amo heredó, que esto te llevarás deste mundo, pues no le tenemos más de por nuestra vida (VII,1).
Así que todo esto pasó tu buena madre acá; devenmos creer que le dará Dios buen pago allá, si es verdad lo que nuestro cura nos dixo (VII, 1).
No havemos de vivir para siemore. Gozemos y holguemos, que la vejez pocos la veen, y de los que la veen, ninguno murió de hambre (VII, 4).

Dicho agnosticismo, más o menos solapado durante el reinado de Enrique IV, iba a convertirse a partir de 1480, tras el levantamiento oficial de la veda, en uno de los blancos más señalados de la jauría inquisitorial. A Los jóvenes judeo-conversos de la generación de Fernando de Rojas les cupo vivir la experiencia cruel de una sociedad despiadada e inicua, en la que los presuntos valores oficiales de la defensa de la fe mostraban, como la otra cara de la moneda, cárceles, torturas, confiscaciones, autos de fe, sambenitos y padrones de ignominia trocados, como diría un siglo más tarde fray Luis de León, en "generaciones de afrenta que núnca se acaba". La parte inmersa de la asombrosa madurez artística de Rojas fue su experiencia previa de hijo de una familia holgada, precipitada de pronto a los abismos de la infamia y desolación. En un universo abocado a un "amargo y desastrado fin", los seres humanos vivían a descubierto, sin protección ni providencia algunas, sujetos tan sólo al determinismo de unas pasiones extrañas a toda regla moral o aquerenciadas, como diría Marx, a las "aguas heladas del cálculo egoísta". Esta filosofía desesperada y negativa que vertebró la vida y muerte de otros pensadores judíos, como el portugués Uriel de Costa (1585-1646), nos suena hoy moderna y a veces kierkegaardiana, y si Unamuno hubiese consagrado su talento al páramo existencial de La Celestina, habría podido añadir sin duda un capítulo convincente a su peculiar percepción del sentimiento trágico de la vida. Del desquite interior y afán de subversión tanto social como artístico de Fernando de Rojas brota en efecto, con intensidad, la perenne modernidad de la obra. Cinco siglos después de su primera impresión, la Tragicomedia retrata con una lucidez y precisión inquietantes el universo de caos y litigio del milenio que se nos viene encima. Privada del "delicioso yerro de amor" del que gozara casi un mes, Melibea concibe su suicidio como un "alivio" y "descanso", como un "agradable fin", sin parar mientes en que la condena eclesiástica del mismo la apartaría para siempre de la beatitud de los bienaventurados. En cuanto a su desconsolado padre, Pleberio, la muerte de su única hija le enfrenta a una irremediable soledad. "Del mundo me quexo, porque en sí me crió", exclama, y, ajeno a toda resignación religiosa, lo apostrofa con acerba dureza en uno de los párrafos más bellos y conmovedores de la obra:
Yo pensava en mi más tierna edad que eras y eran tus hechos regidos por alguna orden: agora, visto el pro y la contra de tus bienandanças, me pareces un laberinto de errores, un desierto espantable, una morada de fieras, juego de hombres que andan en corro, laguna llena de cieno, región llena de espinas, monte alto, campo pedregoso, prado lleno de serpientes, huerto florido y sin fruto, fuente de cuydados, río de lágrimas, mar de miserias, trabajo sin provecho, dulce ponçoña, vana esperança, falsa alegría, verdadero dolor (XXI).


¿Puede hablarse tras ello de didascalia cristiana y de estóicismo a lo Séneca? Como su suegro Álvaro de Montalbán, procesado dos veces por la Inquisición a lo largo de su vida, Fernando de Rojas pertenecía a ese grupo de conversos que había perdido la fe de sus antepasados sin recibir no obstante la gracia de la ley nueva que con tanta crudeza se les imponía. En tal brete existencial, un joven dotado de su genio literario no podía sino abalanzarse a los muros de la sociedad y el lenguaje hasta derribarlos y edificar con las ruinas su Tragicomedia.

Las únicas leyes que rigen el universo de ruido y de furia de La Celestina son las de la soberanía del goce sexual y el poder del dinero. Desde su encuentro casual con Melibea en la huerta, Calisto proclama la prioridad del placer de los sentidos respecto a cualquier recompensa ultraterrena ("los gloriosos sanctos que se deleytan en la visión divina no gozan más que yo ahora en el acatamiento tuyo", I,1) y a la pregunta de su criado Sempronio de si es cristiano responde de modo tajante: "¿Yo? Melibeo soy y a Melibea adoro y en Melibea creo y a Melibea amo" ( I,2). Ningún precepto divino ni norma humana le impedirán "estragar" con sus "desvergonzadas manos" el "gentil cuerpo y delicadas carnes" de su arrebatada presa. Ni siquiera la mala nueva de la ejecución de sus sirvientes tras asesinar a Celestina alcanzará a distraerle de la idea del disfrute inminente del objeto de sus deseos, pulsión descrita en unos términos que, como apunté en otra ocasión, evocan el amoralismo nihilista de Sade: "Y pues tu vida no tiene en nada por su servicio, no has de tener las muertes de otros, pues ningún dolor [ajeno] igualará en el recibido placer [propio]", XIV, 8.

Las cínicas observaciones de Celestina sobre el hecho de que "ninguna diferencia havría entre las públicas, que aman, a las escondidas donzellas, si todas dijesen "sí" a la entrada de su primer requerimiento" (VI), dado que "coxquillocicas son todas, mas después que una vez consienten la silla en el envés del lomo nunca querrían folgar" (III, 1), se ajustan a la fatalidad de unas pasiones que enhebran el hilo argumental de la Tragicomedia. Tras lamentarse del "riguroso trato" de Calisto ("no me destroces ni maltrates como sueles" (XIX, 3) en una escena de triple coyunda que da una "dentera" a su criada Lucrecia similar a la de la "puta vieja" ante los retozos y juegos de cama de Pármeno con Areúsa, Melibea no duda en confesar: "Señor, yo soy la que gozo, yo la que gano; tú, señor, el que me haces con tu visita incomparable merced".

Celestina iguala así, con sus artes de corredora del "primer hilado", a prostitutas y nobles, borra la desemejanza entre unas y otras, derriba las murallas existentes entre la mansión familiar de Pleberio y la casa llana, atropella las jerarquías establecidas. Muy significativamente, Fernando de Rojas pone en boca de Areúsa y de Melibea una misma y reveladora frase: "Desde que me sé conocer" (IX, 2) y "después que a mi me se conoscer" (XVI, 2). Conocimiento ligado, como es obvio, al de las leyes ineluctables del cuerpo, a la igualdad radical de toda la especie humana y a la furia ciega de las pasiones que, en virtud de una estricta concatenación de causa a efecto, convertirá en verdad maciza la sombría predicción de Pármeno a su amo:
Señor, porque perderse el otro día el neblí fue causa de tu entrada en la huerta de Melibea a le buscar; la entrada causa de la ver y hablar; la habla engendró amor; el amor parió tu pena; la pena causará perder tu cuerpo y alma y hacienda. Y lo que más dello siento es venir a manos de aquella trotaconventos, después de tres vezes emplumada (II,2).


Américo Castro, María Rosa Lida, Stephen Gilman y otros estudiosos de La Celestina han contribuido a deshilvanar las costuras con las que el bachiller de la Puebla arma prudentemente el paño de la obra. Las referencias un tanto crípticas a la "limpieza de sangre" de Melibea y al "alto nacimiento" de Calisto se nos aclaran en cuanto calamos en la prehistoria de la Tragicomedia, que es la del propio Rojas. En el momento mismo de la conquista de Granada y el descubrimiento del Nuevo Mundo —cuando la realidad parece someterse al imperativo religioso y guerrero de los españoles—, la soledad, el silencio y oscuridad en los que se refugia Calisto resultan a primera vista incomprensibles. Como escribe Julio Rodriguez Puértolas, "ante esta historia y este presente, percibimos que algo ha ocurrido, que ha habido una dislocación entre el modo de vida anterior de la familia y el modo de vida actual de Calisto. Algo poco feliz, sin duda. Pues, ¿es objetivamente normal que un joven de ventitrés años, de la gallardía física y cualidades de Calisto, se comporte como él hace?".

El ánimo apartadizo de Calisto, su retraimiento de la sociedad urbana que le rodea y a la que sólo se asoma de hurtadillas y a cubierto de la noche transparentan en filigrana el de numerosos judeo-conversos sobre quienes se ha abatido, como un ave de presa, la persecución y acoso inquisitorial a sus vidas y haciendas. Las alusiones del joven (XIV,8) al juez "de baxo suelo", que ajusticia a Sempronio y Pármeno " en mal pago", que dice, del "pan que de mi padre comiste", nos permiten entrever un prestigio y poder social misteriosamente mermados o desvanecidos al par que su familia cuya ausencia no se nos esclarece -¿barrida de muerte natural o por otras y más recias causas?- sino en la velada referencia al mencionado juez al que califica de "público delincuente ". Relacionar dicha caída en desgracia y la carencia inexplicable de todo entorno familiar en un mozo como Calisto con la experiencia traumática de Rojas no es desde luego aventurado. La existencia casi enclaustrada y el descrédio social del héroe de la Tragicomedia - véase la enigmática y descortés frase de Sempronio tocante a su abuela y el simio- permanencen envueltos en la misma bruma, adensada con esmero, que oscurece y desdibuja al autor.

Las frecuentes menciones a la limpia sangre, el linaje y la honra que salpican la obra satírica de judeo-conversos del siglo XV de tan vario registro como Antón de Montoro y Juan Álvarez Gato y, con posterioridad a Fernando de Rojas, la de una amplia gama de escritores que abarca del autor anónimo del Lazarillo y Francisco Delicado a fray Luis de León, Alemán y Cervantes, brotan asimismo con mordacidad y sarcasmo de labios de los personajes socialmente inferiores de la Tragicomedia. Si, por un lado, Celestina, Areúsa y un rufián del jaez de Centurio se jactan de su honra profesional ("algo han de sufrir los hombres en este triste mundo para sustentar sus vidas y honras", dice la alcahueta), por otro, sirvientes y prostitutas acometen con energía a las entelequias que, por espacio de siglos, cifraron el modelo social y religioso de la casta cristiano vieja:
E dizen algunos que la nobleza es una abalança que proviene de los merecimientos y antigüedad de los padres; yo digo que la agena luz nunca te hará claro si la propia no tienes ( Sempronio, II,1).
Ninguna cosa es más lexos de la verdad que la vulgar opinión. Nunca alegre vivirás si por voluntad de muchos te riges [...] Las obras hacen linaje, que al fin, todos somos hijos de Adán y de Eva. Procure ser cada uno bueno por sí y no vaya a buscar en la nobleza de sus pasados la virtud. (Areúsa, IX,2).

Las difíciles condiciones de vida de los judíos y conversos, progresivamente agravadas a lo largo del siglo XV con los progromos en distintas ciudades de la Península y el triunfo de Isabel contra los partidarios de Juana la Beltraneja (obsérvese la propagación de términos insultantes y despectivos acuñados en pocas décadas: marranos, moriscos, judiadas, ...) son objeto también de condena. "Inigua es la ley que a todos ygual no es", dice el desolado Pleberio al mundo, para añadir a continuación, con ese pesimismo cósmico con el que se arropa el escepticismo religioso de Rojas: "Dios te llamaron otros, no sé con qué error de su sentido traídos. Cata que Dios mata los que crió; tu matas los que te siguen".

Los ataques al clero y, a través de éste a la Iglesia, menudean también en las páginas de la Tragicomedia: desde la moza encomendada a Celestina por un fraile ventripotente al encargo de restaurar a toda prisa la virginidad de la novia entregada por ella el día de Pascua a un canónigo racionero, las andanzas de la "puta vieja" por "misas y vísperas" de monasterios de ambos sexos en donde laborea sus "aleluyas y conciertos" se encuadran en una tradición de tercería bien conocida cuyos orígenes árabes ha sentado en bases muy firmes Francisco Márquez Villanueva. La figura literaria de la trotaconventos, diseñada con fineza y cariño por el Arcipreste de Hita, respondía, como sabemos, a una realidad social bien afincada en la Castilla de los Trastámaras: los Reyes Católicos premiaban la fidelidad y servicios prestados a su causa por algunos clérigos con el sustancioso privilegio de regentar mancebías. Uno de éstos, Alonso Yáñez Fajardo, obtuvo de Sus Majestades el monopolio de seis de ellas y su "muy antiguo carajo" se convirtió en el héroe involuntario de esa preciosa joya del Cancionero titulada Carajicomedia. Los autores de tales sátiras, muchas veces frailes anónimos, lucían con desenfado su erudición eclesiástica en letrillas y metáforas licenciosas, aptas para ser recitadas ante un público bullicioso y alegre pese a la creciente "discordia" entre los "naturales" de aquellos "cuitados reinos": el terror a inquisidores y malsines no había cuajado aún.

Celestina es una profesional que lleva la cuenta exacta de los "virgos que tiene a cargo", los "mejores encomendados" y los canónigos "más mozos y francos". Pero a su alta conciencia del oficio, compartida con otras predecesoras literarias, Rojas agrega unos trazos y rasgos sombríos —prácticas brujeriles y una apariencia repulsiva casi fantasmagórica— que, ajenos a la tipología anterior y al campo de una moral binaria, se extienden, como en Goya, a zonas más hondas y oscuras. Del mismo modo que los monstruos y pesadillas del subconsciente goyesco abandonan sus hoscas guaridas y cobran de pronto ante nuestros ojos una precisión a la vez siniestra y tangible, la aparición de Celestina en el templo, en plenos oficios, parece arrancada de uno de los grabados o aguafuertes del autor de los Caprichos y Disparates. Agasajada, cuenta, por abades de todas las dignidades, desde obispos a sacristanes:
en entrado por la yglesia, vía derrocar bonetes en mi honor, como si yo fuera una duquesa. El que menos había de negociar comigo por más ruyn se tenía. De media legua que me viessen dexaban las Horas: uno a uno y dos a dos venían a donde yo estaba, a ver si mandaba algo, a preguntarme cada uno por la suya. Que hombre había que estando diziendo missa, en viéndome entrar, se turbaban, que no fazian ni decían cosa a derechas. Unos me llamaban señora, otros tía, otros enamorada, otros vieja honrada. Allí se concertavan sus venidas a mi casa, allí las ydas a la suya, allí se me ofrecían dineros, allí promesas, allí otras dádivas, besando el cabo de mi manto y aun algunos en la cara, por me tener más contenta (IX, 3).


La usurpación del papel de la Virgen y de los honores con los que es recibida en andas de procesión en el templo no pueden ser más palmarios. La irreverencia de Rojas y su burla del fariseísmo eclesiástico no son comparables a los de sus predecesores ni se reaparecerán luego, sino en el campo pictórico, en el Sueño de la razón de Goya.

La arremetida iconoclasta a la Iglesia y al geanologismo militante de los paladines de la limpieza de sangre se acompañan en La Celestina de una crítica demoledora por las prostitutas y sirvientes al egoísmo, rapacidad e ingratitud de los señores de aquel tiempo (aplicables, añadiría yo, a los del nuestro). La lengua afilada de Areúsa en el diálogo iniciado con las alabanzas a Melibea, en aguijador contrapunto a la retórica cultista de otros pasajes de la obra, es uno de los logros más incisivos del bachiller de La Puebla. La fuerza y expresividad que se gestaban en los monólogos femeniles de El corbacho alcanzan una madurez y perfección que asombran al lector al cabo de cinco siglos. Las señoras nunca buscan el trato con iguales a quienes "pueden hablar tú por tú", y sus criadas, dice Areúsa
nunca oyen su nombre propio de la boca dellas,  sino "puta"  aca "puta" acullá. "¿A do vas, tiñosa? ¿Qué hiciste, vellaca? ¿Por qué comiste esto, golosa? ¿Cómo fregaste la sartén,
puerca? ¿Por qué no limpiaste el manto, sucia? ¿Cómo dijiste esto, necia? ¿Quién perdió el plato, desaliñada? ¿Cómo faltó el paño de manos, ladrona?: a tu rufián le habrás dado" [...] Y tras esto, mil chapinazos, pellizcos,
palos y açotes (IX, 2).


Hablar a propósito de la Tragicomedia de descubrimientos y conquistas artísticas comparables a los de Cervantes, Velázquez o Goya no peca en modo alguno de exagerado. La cultura española no sería lo que es sin el Quijote, el Libro del Buen Amor y La Celestina. El embate de Rojas a los códigos y convenciones sociales de su época se lleva a cabo en un lenguaje alacre en el que la virulencia del ataque se expone en unos términos que sentimos y vivimos como nuestros, en este presente intemporal del que nos habla Bajtín. El bachiller de La Puebla juega con maestría con los distintos registros del habla, roza la obscenidad sublime, decanta la crudeza, acelera vertiginosamente el ritmo,  engarza argumentos y frases como cuentas o perlas, las atropella, parece jadear y convierte la materia verbal en un organismo prodigiosamente vivo:

Esto hize, esto otro me dixo, tal donayre  assamos, de tal mano la tomé, assí la besé, assí me mordió, assí la abrace, assí se allegó. ¡O qué fabla! ¡O qué gracia! ¡O qué juegos! ¡O qué besos! Vamos allá, bolvamos acá, ande la música, pintemos los montes, cantemos canciones, invenciones justemos: ¿qué cimera sacaremos a qué letra?Ya va a la missa, mañana saldrá, rondemos su calle, mira su carta, tenme la escala, aguarda a la puerta, ¿cómo te fue? Carta el cornudo, sola la dexa. Dale otra buelta, tornemos allá (Celestina, I, 10).

Sujetos a los impulsos de un egoísmo sin trabas, sumidos en áspera e inevitable contienda, los personajes de La Celestina no onocen otra ley que la inmediatez del provecho. El homo homini lupus de Plauto, razonando y expuesto por Gracián y Hobbes, configura la realidad que les empuja a enfrentarse entre sí hasta el límite del aniquilamiento. Sempronio y Pármeno olvidarán la fidelidad debida a su amo por la codicia de la recompensa prometida por Celestina ("Destruya, rompa, quiebre, dañe, dé a alcahuetas lo suyo, que mi parte me cabrá, pues dizen: a río  buelto, ganancia de pescadores", Pármeno, II, 5) y acabarán por asesinar a la vieja ("sobre dinero no hay amistad") cuando ésta se niega a repartir el fruto de su tercería. La violencia así desatada no tardará en recaer sobre ellos: la justicia les degüella en la plaza y, pasado el primer momento de congoja, su amo Calisto les paga de forma póstuma, en la misma moneda: "Que más me
va en conseguir la ganancia de la gloria que espero [el goce con Melibea] que en la pérdida de morir los que murieron" (XIII, ). La concatenación perversa de causa a efecto a la que nos referimos antes acarreará a continuación la muerte de Calisto y el suicidio de Melibea.

Hace veinticinco años connoté el escepticismo radical del bachiller de La Puebla en las virtudes morales y sociales del ser humano con el universo nihilista de Sade. No andaba errado en ello, pero la lectura de la Tragicomedia en las presentes circunstancias me mueve a considerarla en correlación a otras doctrinas y hechos más próximos y acuciantes. Cierto que, como señalaba Rodríguez Puértolas, existen algunos puntos de fulgor en la obra: la autoestima de los criados y prostitutas, su rebelión contra el poder abusivo de los señores, la conmovedora solidaridad de Areúsa con Elicia, una vindicación explícita de la sexualidad femenina y, en palabras de Américo Castro, los rumores esperanzados de quienes sobreviven a la hecatombe, sin Celestina y sin amos, como "Sosia que baja al río cantando a la luz de la luna mientras sus piernas jóvenes oprimen el lomo de su caballo en pelo". Pero estos pequeños claros en un universo regido por el poder del goce y el goce del poder no contribuyen sino a potenciar el tenebrario del cuadro: la verificación melancólica de que el vertiginoso progreso tecnocientífico de las últimas décadas -la modernidad incontrolada que, como leviatán, emerge del horizonte que nos acecha en este fin de milenio- no va a la par de ninguna cultura, ningún progreso moral. Las pasiones e impulsos destructivos descritos por Fernando de Rojas son los mismos de hoy. ¿Estamos genéticamente programados para el habla y el desenvolvimiento ilimitado de la inteligencia tenocientífica, como descubrió Chomsky, pero tenemos irremediablemente atrofiados, salvo en casos y personas excepcionales, las facultades que nos permitirían vivir en un mundo de mayor equidad y justicia?

Leer La Celestina en el desconcierto internacional subsiguiente al desplome de la ratonada utopía comunista y al triunfo avasallador del credo ultraliberal más extremo no incita, desde luego al optimismo. Las frecuentes referencias de los personajes al mundo como "mercado" o "feria" en los que personas y mercancías "tenidas cuanto caras son compradas; tanto valen cuanto cuestan", y la desgarradora invectiva de Pleberio al mismo ("ventas y compras de tu engañosa feria") cobran un significado turbador si las confrontamos con el continuo e imparable declive de los valores humanistas, solidarios y democráticos en una Aldea, Tienda o Casino Global regidos por poderes incontrolables y cuya única ley es también la inmediatez del provecho.

¿Es la vida humana un elemento exterior a las leyes del mercado o únicamente un producto más, comerciable y vendible, del frío e inmisericorde entramado económico? A la pregunta angustiada que nos planteamos ante las crecientes desigualdades, tropelías y saqueos de un orbe de recursos limitados en el que sólo los poderosos y sus peones sin escrúpulos parecen tener futuro, una cala profunda en el universo de La Celestina nos golpea con un duro e inexorable negativismo: la naturaleza y sus leyes ciegas nos reducen a mera mercancía desechable en un mundo inicio y sin Dios.


Juan Goytisolo
y web del
Abril, 1999


La Celestina (Fernando de Rojas)












ARGUMENTO DEL DECIMOSESTO AUCTO: Pensando Pleberio e Alisa tener su hija Melibea el don de la virginidad conseruado, lo qual, según ha parescido, está en contrario, y están razonando sobre el casamiento de Melibea; e en tan gran quantidad le dan pena las palabras, que de sus padres oye, que embía a Lucrecia para que sea causa de su silencio en aquel propósito.





PLEBERIO, ALISA, LUCRECIA, MELIBEA



PLEBERIO.- Alisa, amiga, el tiempo, según me parece, se nos va, como dizen, entre las manos. Corren los días como agua de río. No hay cosa tan ligera para huyr como la vida. La muerte nos sigue e rodea, de la qual somos vezinos e hazia su vandera nos acostamos, según natura. Esto vemos muy claro, si miramos nuestros yguales, nuestros hermanos e parientes en derredor. Todos los come ya la tierra, todos están en sus perpetuas moradas. E pues somos inciertos quándo auemos de ser llamados, viendo tan ciertas señales, deuemos echar nuestras baruas en remojo e aparejar nuestros fardeles para andar este forçoso camino; no nos tome improuisos ni de salto aquella cruel boz de la muerte. Ordenemos nuestras ánimas con tiempo, que más vale preuenir que ser preuenidos. Demos nuestra hazienda a dulce sucessor, acompañemos nuestra vnica hija con marido, qual nuestro estado requiere, porque vamos descansados e sin dolor deste mundo. Lo qual con mucha diligencia deuemos poner desde agora por obra e lo que otras vezes auemos principiado en este caso, agora aya execución. No quede por nuestra negligencia nuestra hija en manos de tutores, pues parescerá ya mejor en su propia casa que en la nuestra. Quitarla hemos de lenguas de vulgo, porque ninguna virtut ay tan perfecta, que no tenga vituperadores e maldizientes. No ay cosa con que mejor se conserue la limpia fama en las vírgines, que con temprano casamiento. ¿Quién rehuyría nuestro parentesco en toda la ciudad? ¿Quién no se hallará gozoso de tomar tal joya en su compañía? ¿En quien caben las quatro principales cosas que en los casamientos se demandan, conuiene a saber: lo primero discrición, honestidad e virginidad: segundo, hermosura; lo terçero el alto origen e parientes; lo final, riqueza? De todo esto la dotó natura. Qualquiera cosa que nos pidan hallarán bien complida.
ALISA.- Dios la conserue, mi señor Pleberio, porque nuestros desseos veamos complidos en nuestra vida. Que antes pienso que faltará ygual a nuestra hija, según tu virtut e tu noble sangre, que no sobrarán muchos que la merezcan. Pero como esto sea officio de los padres e muy ageno a las mugeres, como tú lo ordenares, seré yo alegre, e nuestra hija obedecerá, según su casto biuir e honesta, vida y humildad.
LUCRECIA.- ¡Avn si bien lo supiesses, rebentarías! ¡Ya!, ¡ya! ¡Perdido es lo mejor! ¡Mal año se os apareja a la vejez! Lo mejor Calisto lo lleua. No ay quien ponga virgos, que ya es muerta Celestina. Tarde acordays y más auíades de madrugar. ¡Escucha!, ¡escucha! señora Melibea.
MELIBEA.- ¿Qué hazes ay escondida, loca?
LUCRECIA.- Llégate aquí, señora, oyrás a tus padres la priessa que traen por te casar.
MELIBEA.- Calla, por Dios, que te oyrán. Déxalos parlar, déxalos deuaneen. Vn mes há que otra cosa no hazen ni en otra cosa entienden. No parece sino que les dize el coraçón el gran amor que a Calisto tengo e todo lo que con él vn mes há he passado. No sé si me han sentido, no sé qué se sea aquexarles más agora este cuydado que nunca. Pues mándoles yo trabajar en vano. Por demás es la cítola en el molino. ¿Quién es el que me ha de quitar mi gloria? ¿Quién apartarme mis plazeres? Calisto es mi ánima, mi vida, mi señor, en quien yo tengo toda mi sperança. Conozco dél que no biuo engañada. Pues él me ama, ¿con qué otra cosa le puedo pagar? Todas las debdas del mundo resciben compensación en diuerso género; el amor no admite sino solo amor por paga. En pensar en él me alegro, en verlo me gozo, en oyrlo me glorifico. Haga e ordene de mí a su voluntad. Si passar quisiere la mar, con él yré; si rodear el mundo, lléueme consigo; si venderme en tierra de enemigos, no rehuyré su querer. Déxenme mis padres gozar d'él, si ellos quieren gozar de mí. No piensen en estas vanidades ni en estos casamientos: que más vale ser buena amiga que mala casada. Déxenme gozar mi mocedad alegre, si quieren gozar su vejez cansada; si no, presto podrán aparejar mi perdición e su sepultura. No tengo otra lástima, sino por el tiempo que perdí de no gozarlo, de no conoscerlo, después que a mí me sé conoscer. No quiero marido, no quiero ensuziar los ñudos del matrimonio ni las maritales pisadas de ageno hombre repisar, como muchas hallo en los antiguos libros que ley o que hizieron más discretas que yo, más subidas en estado e linaje. Las quales algunas eran de la gentilidad tenidas por diosas, assí como Venus, madre de Eneas e de Cupido, el dios del amor, que siendo casada corrompió la prometida fe marital. E avn otras, de mayores fuegos encendidas, cometieron nefarios e incestuosos yerros, como Mirra con su padre, Semíramis con su hijo, Canasce con su hermano e avn aquella forjada Thamar, hija del rey Dauid. Otras avn más cruelmente traspassaron las leyes de natura, como Pasiphe, muger del rey Minos, con el toro. Pues reynas eran e grandes señoras, debaxo de cuyas culpas la razonable mía podrá passar sin denuesto. Mi amor fue con justa causa. Requerida e rogada, catiuada de su merescimiento, aquexada por tan astuta maestra como Celestina, seruida de muy peligrosas visitaciones, antes que concediesse por entero en su amor. Y después vn mes há, como has visto, que jamás noche ha faltado sin ser nuestro huerto escalado como fortaleza e muchas auer venido em balde e por esso no me mostrar más pena ni trabajo. Muertos por mí sus seruidores, perdiéndose su hazienda, fingiendo absencia con todos los de la ciudad, todos los días encerrado en casa con esperança de verme a la noche. ¡Afuera, afuera la ingratitud, afuera las lisonjas e el engaño con tan verdadero amador, que ni quiero marido ni quiero padre ni parientes! Faltándome Calisto, me falte la vida, la qual, porque él de mí goze, me aplaze.
LUCRECIA.- Calla, señora, escucha, que todavía perseueran.
PLEBERIO.- Pues, ¿qué te parece, señora muger? ¿Deuemos hablarlo a nuestra hija, deuemos darle parte de tantos como me la piden, para que de su voluntad venga, para que diga quál le agrada? Pues en esto las leyes dan libertad a los hombres e mugeres, avnque estén so el paterno poder, para elegir.
ALISA.- ¿Qué dizes? ¿En qué gastas tiempo? ¿Quién ha de yrle con tan grande nouedad a nuestra Melibea, que no la espante? ¡Cómo! ¿E piensas que sabe ella qué cosa sean hombres? ¿Si se casan o qué es casar? ¿O que del ayuntamiento de marido e muger se procreen los hijos? ¿Piensas que su virginidad simple le acarrea torpe desseo de lo que no conosce ni ha entendido jamás? ¿Piensas que sabe errar avn con el pensamiento? No lo creas, señor Pleberio, que si alto o baxo de sangre o feo o gentil de gesto le mandaremos tomar, aquello será su plazer, aquello aurá por bueno. Que yo sé bien lo que tengo criado en mi guardada hija.
MELIBEA.- Lucrecia, Lucrecia, corre presto, entra por el postigo en la sala y estóruales su hablar, interrúmpeles sus alabanças con algún fingido mensaje, si no quieres que vaya yo dando bozes como loca, según estoy enojada del concepto engañoso, que tienen de mi ignorancia.
LUCRECIA.- Ya voy, señora.


Fernando de Rojas
Tragicomedia de Calisto y Melibea
La Celestina, 1502




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Wikisource
Google books (edición de León Amarita, Madrid, 1822)
Biblioteca Virtual Cervantes (edición y notas de Julio Cejador y Frauca)

UN "BEST-SELLER" DEL SIGLO DE ORO La Celestina (Patrizia Botta)

.

 
Un caso único en la literatura medieval y renacentista, un verdadero best-seller que se imprimió y vendió por toda Europa y dio lugar a imitaciones, refundiciones y varias traducciones ya en el siglo XVI. Un caso enorme de fortuna editorial, inferior sólo a la de El Quijote, aun tratándose de una obra nada fácil y que presenta además varios problemas e incluso misterios aún sin resolver: temas candentes como magia y prostitución, género incierto entre teatro y narrativa, anonimato y doble redacción autorial, retoques y adiciones editoriales, un texto movedizo que va creciendo a medida que aparecen las ediciones (se pasa de un acto 1.º suelto, según se nos declara, a una Comedia en 16, a una Tragicomedia en 21, y a una obra en 22 actos en 1526). A ello se añade el misterio de la cuestión del autor, ya que la obra aparece sin nombres en la portada, y el autor, Fernando de Rojas, se esconde entre unas versos acrósticos revelados al lector por otra persona, Alonso de Proaza, en un segundo momento, y entre muchas contradicciones (ya que se declara además que el primer acto se halló en Salamanca inacabado y ajeno).

Pero dejadas aparte las muchas cuestiones que plantea, muy complejas y sobre las que aún se discute, vengamos a la gran fortuna editorial que ha tenido La Celestina a lo largo del Siglo de Oro. Se ha hablado de unas 200 ediciones antiguas de la obra, aunque el número de las conservadas no llegue a la mitad: contamos con unas cuantas ediciones del texto castellano impresas tanto en España como en toda Europa, y al mismo tiempo con numerosas traducciones a las principales lenguas europeas. Las ediciones españolas empiezan a imprimirse en el reino de Castilla donde, gracias a la labor de algunos impresores alemanes, que de a poco se radican en tierra ibérica, ve la luz la fase primitiva de la Comedia en 16 actos (Burgos 1499, Toledo 1500 y Sevilla 1501). La fase siguiente, la de la Tragicomedia más amplia en 21 actos, es la que tiene mayor fortuna editorial y pronto suplanta al texto primitivo en 16, que no vuelve a imprimirse por considerarse viejo y démodé. Tras las primeras ediciones aragonesas y levantinas del texto en 21 actos (Zaragoza 1507 y Valencia 1514) y seis ediciones falsamente fechadas en 1502 y todas ellas posteriores a 1510, no hay ciudad en España en que sea activo el arte tipográfico que no rinda tributo al texto que se vislumbra como el gran éxito comercial del momento, de norte a sur y de levante a poniente, y en los reinos de Castilla y de Aragón, y hasta de Portugal: así tenemos las ediciones toledanas (1510-1514, 1526, 1538, 1573), las valencianas (1518, 1529, 1575), las nutridas series sevillanas de los Cromberger (1511, 1513-1515, 1518, 1525, 1528, 1536, 1550) o de otros editores (1562, 1575, 1582, 1596), las barcelonesas (1525, 1531, 1561, 1585), las de Medina (hacia 1530-1540, 1563, 1566, 1582), de Burgos (1531, 1536), de Salamanca (1543, 1569, 1570, 1575, 1577, 1590), nuevamente las zaragozanas (1545, 1555, 1607), las navarras de Estella (1557, 1560), de Pamplona (1633), y también las de Cuenca (1561), de Valladolid (1562-63), de Alcalá (1563, 1569, 1575, 1586, 1591), de Madrid (1569, 1601, 1619, 1632) y de Tarragona (1595).

Al mismo tiempo el texto español conoce la luz no sólo en el resto de la península, con ediciones portuguesas como la lisboeta de 1540, sino también en buena parte de Europa, empezando por Italia ya en los albores del XVI con las ediciones de Roma (1515-1516 y 1520), las numerosas de Venecia (1523, 1531, 1534, 1536, 1553, 1556) y las de Milán (1622), siguiendo luego con las flamencas de Amberes (1539, hacia 1544, 1545, 1558, 1568), las plantinianas (1591, 1595, 1599), y rematando con las francesas tardías de Rouen (1633, 1633-1634, 1644).

Por otra parte, son inmediatas las traducciones a las principales lenguas europeas: una temprana al italiano de 1506, dos alemanas de 1520 y 1534, tres francesas de 1527, 1578 y 1633; tres inglesas de hacia 1530, 1598 y 1631; una holandesa de 1550, y una latina de 1624. Frente al éxito de la obra no tardan tampoco las imitaciones (con el abundante género de la celestinesca, esto es, «continuaciones» o «segundas partes» de La Celestina), ni mucho menos las refundiciones poéticas que van desde los resúmenes versificados, breves (un romance anónimo de principios del XVI y una Égloga de Urea de 1513 que refunde el auto I) hasta una versión poética mayor, del texto entero (debida a Sedeño en 1540). Y por último, abundantes también son las noticias de su lectura en público y de citas de la obra a lo largo del Siglo de Oro (como las de Vives y de Cervantes).

Esta nutrida exposición de datos, de fechas y de ciudades, no se ha traído a cuento para aborrecer al lector con notas eruditas sino más bien para demostrar que La Celestina es un texto que, apenas sale, tiene un éxito inmediato y duradero por toda la centuria y por doquier, ya que no sólo se sigue imprimiendo sin interrupción hasta avanzado el siglo XVII, sino que también se edita en todas partes, en todas las tierras del emperador, y es además traducido y puesto al alcance del público de toda Europa, es reescrito en metros, es imitado en varias continuaciones y segundas partes, y que deja (quizás por ello mismo, por su gran difusión que acaba orientando el gusto), una huella profunda en la literatura posterior, máxime la de la veta realista y picaresca. Un gran clásico que fue reconocido como clásico ya en su época, y que dio lugar a una intensa actividad editorial que invirtió en el gran business de su venta, porque seguramente había público que lo requería y adquiría. Una galaxia editorial y un verdadero unicum en cuanto a fortuna posterior que no tiene semejantes en ningún texto de la literatura del siglo XV, y ni siquiera en la literatura áurea (si se exceptúa El Quijote, coma ya se dijo).

Tras 1640, La Celestina cae en el olvido, se la prohíbe en el Índice y desaparece del mercado editorial, para luego recibir nueva atención y nuevo impulso en el siglo pasado, cuando comienza el boom de sus ediciones modernas y nueva ola de traducciones a los idiomas del mundo entero (polaco, ruso, árabe, japonés, etcétera), llegando a ser hoy día el texto medieval que más de edita y el más estudiado por los medievalistas. En 1985, Joseph Snow contaba, amén de casi un millar de estudios, 132 ediciones modernas de la obra y unas 80 traducciones a otras lenguas, aparecidas tan sólo en una cincuentena de años (1930-1985), eco quizás de lo que pudo ser su éxito en el Siglo de Oro (incluyendo lo perdido), cuando editar un libro costaba carísimo y cada volumen se vendía a un precio imposible, lo que da desde luego más realce al inmenso número de ediciones celestinescas áureas.



Patrizia Botta
La voz de Galicia. Suplemento de Cultura, 
27 de abril 1999


FERNANDO DE ROJAS Y EL ANTIGUO "AUCTOR" (Rafael Beltrán, José Luis Canet y Marta Haro)

-VOLVER


 

Fernando de Rojas y el antiguo “auctor”

Rafael Beltrán, José Luis Canet y Marta Haro



A partir de la edición toledana de 1500, siempre aparecerán en las octavas acrósticas iniciales del “Autor, escusándose de su yerro” los datos sobre su identidad: “El bachjller Fernando de Royas acabó la comedja de Caysto y Melybea, y fve nascjdo en la Puevla de Montalván”, perteneciente en la actualidad la Puebla de Montalbán a la provincia de Toledo.

Sobre su vida pocos datos conocemos, a no ser los extraídos del proceso que el licenciado Hernando de Rojas, nieto de Fernando de Rojas, entabló contra la ciudad de Talavera de la Reina para probar su “hidalguía” (Gilman, 1978: 486-493; Salvador Miguel: 2001: 71-103). Sobre la fecha de su nacimiento podemos conjeturar, a partir de los datos dados por el propio autor (quien afirma que acabó la obra siendo estudiante en Salamanca), que podría tratarse de la década de 1470. Según el proceso de la solicitud de probanza de hidalguía de su nieto, parece ser que los padres de Fernando de Rojas fueron Garci González Ponce de Rojas y Catalina de Rojas. En este mismo proceso se indica que ‘Hernando de Roxas’ es un hidalgo notorio y conocido.

Fernando de Rojas estudió en Salamanca a fines del siglo XV, alcanzando el grado de bachiller, con el que él mismo se nombra en el acróstico inicial, mientras que en la carta de “El auctor a un su amigo” se declara “jurista” y estudiante en derechos (civil y canónico).

Se piensa que posteriormente volvió a la Puebla de Montalbán y allí residió hasta 1508 aproximadamente, pues en dicho año tomó posesión de la alcaldía de Talavera de la Reina, según aparece documentado en los libros de Acuerdos del Ayuntamiento (Valverde Azula: 1992). Ocupó el cargo de alcalde (cuya función era dictar sentencia en los pleitos civiles) y también de letrado, oficio que ejerció durante un periodo dilatado de tiempo, al menos hasta 1538. En Talavera de la Reina se casó con Leonor Álvarez, con la que tuvo varios hijos, siendo su primogénito Francisco de Rojas, a quien lega toda su biblioteca, el cual también ejerció como letrado en dicho Ayuntamiento. Murió en Talavera de la Reina en 1541, según se desprende de su testamento (Valle Lersundi: 1929).

Queda por establecer, finalmente, su presunta filiación de judío converso, según el proceso iniciado en 1525 por la Inquisición a Álvaro de Montalbán, su suegro, por judaizante, quien intentó, sin conseguirlo, que fuera su letrado el bachiller Fernando de Rojas. Este proceso ha servido para catalogar a Rojas de converso, e intentar así explicar algunos aspectos de la Celestina bajo esta corriente judaizante dentro de una sociedad que los perseguía. Sin embargo, los estudios más recientes, así como el que la obra de Rojas jamás tuvo problemas con la Inquisición ni con la Iglesia en el siglo XVI, ha hecho reconsiderar dicha postura. Nada en la obra atisba hacia una actitud de defensa de los planteamientos judaicos ni en defensa de los conversos, y finalmente en todos los otros procesos y peticiones de hidalguía, siempre aparece la familia de Rojas como hidalgos viejos y conocidos. Por ello, hemos de coincidir con Salvador Miguel en que: “lo que realmente interesa es la imposibilidad de explanar la Celestina en función de presuntas claves judaicas, pues la explicación de su argumento como reflejo de un problema racial no se apoya en el más mínimo fundamento; tampoco existe base alguna para pensar que la Tragicomedia plantee una protesta social contra la situación de los conversos; la actitud del autor no deja al descubierto ningún flanco de supuesto ataque a la ortodoxia ni a la Inquisición; ningún aspecto de la obra se aclara desde la perspectiva del Rojas converso” (2001: 85).

A partir de todos estos datos, podemos hacernos una idea de los estudios realizados por el autor, y del ambiente donde se gestó la Celestina. El primer elemento que hay que tener en cuenta es que Rojas, según él mismo comenta en “El Autor a un su amigo” y en “El Autor escusándose de su yerro”, es el continuador de un texto que encontró en Salamanca:


Yo vi en Salamanca la obra presente.
Movíme a acabarla por estas razones:
la primera, que estó en vacaciones;
otra, que oý su inventor ser ciente...

Por tanto, se encontraba en la ciudad de Salamanca realizando sus estudios de derecho, y quién sabe si también en artes, cuando encontró un manuscrito que decidió continuar durante su periodo vacacional. La Universidad de Salamanca destacaba en este momento por sus estudios en los dos derechos (civil y canónico), así como en teología y en artes liberales. Es un periodo capital, pues se asiste al cambio de la enseñanza tradicional mediante la incorporación de las nuevas corrientes del Humanismo italiano y del Nominalismo procedente de la Universidad de París. También influye en los grandes cambios de fines del siglo XV el nacimiento de la imprenta y su capacidad de difusión de los textos, que modificó sustancialmente el modo de educación eminentemente memorística anterior, pues a partir de estos momentos los estudiantes y profesores pueden poseer los ejemplares que se estudian en las universidades y tienen acceso a textos publicados en los lugares más remotos de Europa.

No podemos olvidar, tampoco, la renovación de los estudios de la lengua latina iniciados por Nebrija, cuyas Introductiones latinae seguían siendo el manual escolar principal, y cuyos discípulos (Alonso de la Cámara, Cerezo, etc.) fueron contemporáneos de Rojas. Por Salamanca pasaron ilustres humanistas italianos, como es el caso de Lucio Marineo Sículo, Lucio Flamminio, Pedro Mártir de Anglería o el portugués Arias Barbosa, que afianzaron la renovación intelectual. En este ambiente cultural, en donde los estudios de las obras clásicas terencianas y la comedia humanística latina formaban parte del bachillerato en artes, se educó Fernando de Rojas, y por tanto, es en este ambiente donde se encuadra perfectamente la Comedia de Calisto y Melibea, continuando y modificando dicha tradición escolar y universitaria. Proaza, humanista y corrector de la obra, afirma en los versos finales:


No debuxó la cómica mano
de Nevio ni Plauto, varones prudentes
tan bien los engaños de falsos sirvientes
y malas mugeres, en metro romano.
Cratino y Menandro y Magnes anciano
esta materia supieron apenas
pintar en estilo primero en Athenas,
como este poeta en su castellano. (pp. 612-3)


El antiguo auctor


En la epístola introductoria del “Autor a un su amigo”, Rojas nos confirma que continúa un texto por él hallado:


Y, como mirasse su primor, su sotil artificio, su fuerte y claro metal, su modo y manera de lavor, su estilo elegante, jamás en nuestra castellana lengua visto ni oýdo, líelo tres o quatro vezes, y tantas quantas más lo leýa, tanta más necesidad me ponía de releerlo y tanto más me agradava y en su processo nuevas sentencias sentía. Vi no sólo ser dulce en su principal historia o fición toda junta, pero aun de algunas sus particularidades salían delectables fontezicas de filosophía; de otras, agradables donayres; de otras, avisos y consejos contra lisonjeros y malos sirvientes y falsas mugeres hechizeras. Vi que no tenía su firma del autor, y era la causa que estava por acabar; pero quien quier que fuesse, es digno de recordable memoria por la sotil invención, por la gran copia de sentencias entrexeridas, que so color de donayres tiene. Gran filósofo era. (...) Y porque conozcáis dónde comiençan mis mal doladas razones y acaban las del antiguo actor, en la margen hallaréys una cruz; y es en fin de la primera cena. Vale

Hasta la fecha, muchas han sido las opiniones sobre si realmente Rojas continuó este primer acto, como él mismo afirma (incluso sugiriendo como posibles autores en las adiciones a la Tragicomedia a Juan Mena o Rodrigo de Cota), o por el contrario dicha alusión formaba parte de los tópicos literarios, como ocurre en muchas de las obras de ficción de la época, entre ellas las de caballerías. En tiempos bastante recientes se han multiplicado los estudios sobre las fuentes, refranes, sentencias, formas verbales, etc., utilizadas en el primer Acto y en los 15 añadidos por Rojas en la Comedia, y también frente a los 20 Actos de la Tragicomedia, incluso comparándolos con las interpolaciones posteriores.

Gran parte de los estudiosos, viendo los significativos cambios de estilo, lengua, construcciones verbales, fuentes, e incluso actitudes, se han decantado por aceptar la veracidad de la doble autoría, eso sí, sin poder asignar el primer Acto a un nombre concreto, ni mucho menos a los dos propuestos por el propio Rojas: Mena o Cota. Aunque no falten tampoco quienes afirmen una única autoría con convincentes razones (Miguel Martínez: 1996), incluso tres o cuatro. Pero siguen aún válidas las palabras de D. Marcelino Menéndez y Pelayo, cuando afirma que: “En absoluto rigor crítico la cuestión del primer acto es insoluble, y a quien se atenga estrictamente a las palabras del bachiller ha de ser muy difícil refutarle” (1910: XIX) y “con la excepción acaso de Lorenzo Palmyreno en sus Hypotiposes clarissimorum virorum, todo el siglo XVI creyó en la veracidad de las palabras de Rojas y aceptó la Celestina como obra de dos autores” (1910: XXIII).

Aceptando como probable la doble autoría de la Celestina, Rojas al haber continuado y acabado tan perfectamente el primer Acto, ha dado a la luz una obra maestra literaria universal y por tanto, hablaremos siempre de él como responsable final del texto que dio a la imprenta, quedando relegada la problemática de la autoría a los especialistas.


Rafael Beltrán,
José Luis Canet
y Marta Haro


Bibliografía citada:


GILMAN, Stephen, La España de Fernando de Rojas. Panorama intelectual y social de “La Celestina”, Madrid, Turus, 1978, pp. 486-493.

SALVADOR MIGUEL, Nicasio, “La identidad de Fernando de Rojas”, en Celestina. La comedia de Calisto y Melibea, locos enamorados. Coordinador Gonzalo Santonja, Madrid, Sociedad Estatal España Nuevo Milenio, 2001, pp. 71-103.

VALLE LERSUNDI, F., “Testamento de Fernando de Rojas, autor de La Celestina” Revista de Filología Española, XVI (1929), pp. 366-88.

VALVERDE AZULA, I., “Documentos referentes a Fernando de Rojas en el Archivo Municipal de Talavera de la Reina”, Celestinesca, 16-2 (1992).

MIGUEL MARTÍNEZ, Emilio de, La Celestina de Rojas, Madrid, Gredos, 1996.

MENÉNDEZ Y PELAYO, Marcelino, Orígenes de la Novela, t. III, Madrid, Ed. Bailly/Baillière, 1910.



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