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UN HOMBRE QUE SE PARECÍA A ORESTES (Álvaro Cunqueiro)

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—¿Quién vio el cadáver? —insistía Eumón.

—Nadie. No lo vio nadie. Terminaron de envolverlo en el cortinón rojo y lo metieron en el ataúd. Por cierto que no servía ninguno de los ataúdes que había en la funeraria, que eran pequeños para aquel envoltorio, y hubo que hacer un ataúd como para un gigante antiguo. Ya me dijo Clitemnestra, al saberlo, que no fuese en el entierro de duelo, que haría el ridículo, yo de mediana talla y en la caja mi antecesor, enorme como un buey.

—¿Nadie le vio la cara?

—¡Nadie! ¡Solamente yo, que no lo había visto nunca!

—¿Había dicho alguna vez Agamenón que se afeitaría?

—¡Nunca! Solía jurar por su barba rubia, y en las iras se arrancaba pelos de la parte izquierda, en el mentón, con lo cual siempre tenía allí un campo ralo. ¡Hay ficha de la policía!

—Querido Egisto, dame la mano derecha, que te voy a hacer partícipe de mis secretos pensamientos. Yo me imagino ser Orestes, el príncipe. Mi padre está ausente, en la guerra. Mi madre, la blanda Clitemnestra, está en brazos de un hombre de sociedad, venido a menos, famoso cazador, llamado Egisto. Los augures, arrodillados delante de las tripas, ven, como yo veo ahora el farol de la puerta de la posada columpiarse en el espejo de tus ojos, el futuro de la polis: regresará el rey, y tú, el amante real, matarás. Queda un hijo, que es una espada vagabunda, esperando el momento de la venganza. Egisto debe morir, y morirá. La espada de Orestes es infalible. Se asegura que la hermana fugitiva, Electra, se le ha metido en la cama al hermano para impedirle dormir, y por tener un hijo en cuya sangre vaya doblada la intención de la venganza. En palacio, la otra hermana vela con una luz junto a las almenas. Fíjate en que todo está escrito. Todo lo que está escrito en un libro, eso va pasando, vive al mismo tiempo. Estás leyendo que Eumón sale de Tracia una mañana de lluvia, y lo ves cabalgar por aquel camino que va entre tojales, y pasas de repente veinte hojas, y ya está Eumón en una nave, y otras veinte, y Eumón pasea por Constantinopla con un quitasol, y otras cincuenta, y Eumón, anciano, en su lecho de muerte, se despide de sus perros favoritos, al tiempo que vuelve a la página primera, recordando la dulce lluvia de su primer viaje. Pues bien, Orestes se sale de página. Orestes está impaciente. No quiere estar en la página ciento cincuenta esperando a que llegue la hora de la venganza. Se va a adelantar. No quiere perder sus años de mocedad en la espera de la hora propicia. Está cansado de escuchar a Electra. No quiere estar atado de por vida al vaticinio fatal. Quiere vivir la libertad de la tierra y de los mares, está enamorado de una princesa de una isla, tiene naves y caballos, recibe cartas de emperadores que quieren alquilarlo por general en jefe, le gusta escuchar música o jugar al polo, o a las cartas. Y decide ir a buscarte y darte muerte.

—Pero no tenía todavía motivos. Yo no había rematado a Agamenón.

—¡Ni le importa! Tú tienes que matar a Agamenón el día en que el rey regrese. Orestes tiene que ir a matarte a ti, porque tú has dado muerte a Agamenón. Pero, para Orestes, su intervención se reduce a matar a Egisto. Muerto Egisto, se acabó su papel. Hace mutis y se va a sus vagancias. Si se adelanta y te mata, evita la muerte de su padre, lo que no le importa, y finiquita su obligación. Además, que le da asco que te acuestes con su madre.

—¡No hay otro más higiénico que yo! —se asombró Egisto.

—¡El asco no es por lo físico! Orestes quiere salir de la rueda, vivir libre. Y finge ser Agamenón que regresa. Se disfraza, disfraza a sus criados, imita el rugido paterno.

—¿Yo maté a Orestes? —pregunta Egisto poniéndose de pie, cruzando los brazos sobre el pecho.
—¡Casi seguro!



Álvaro Cunqueiro
Un hombre que se parecía a Orestes
Premio Nadal, 1968





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Desmitificación paródica en
"Un hombre que se parecía a Orestes",
de Gonzalo Sobejano, en Google books,
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ÁLVARO CUNQUEIRO

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TEXTOS ESCOGIDOS:

Las crónicas del sochantre (1956)
Las mocedades de Ulises (1960)
Un hombre que se parecía a Orestes (1968)
Vida y fugas de Fanto Fantini della Gherardesca (1972)
La otra gente (1991) Antología de relatos cortos seleccionados por Anxo Tarrío 1991



ESTUDIOS Y ENLACES:

Cunqueiro y Pla: el mismo humanismo  (José Julio Perlado)
Magia y humor en un relato de Álvaro Cunqueiro (Marina Mayoral)
La narrativa completa de Álvaro Cunqueiro (José María Merino)
Desmitificación paródica en "Un hombre que se parecía a Orestes" de Gonzalo Sobejano en Google books
Centro Virtual Cervantes
Wikipedia




ÁLVARO CUNQUEIRO MORA (Mondoñedo, Galicia, 22 de diciembre de 1911- Vigo, 28 de febrero de 1981). Escritor y cronista, gran conocedor de la gastronomía española.
Estudia Filosofía y Letras en la Universidad de Santiago de Compostela entre 1927 y 1934. En 1929 colabora en varias revistas, como Vallibria y Galiza. Publica su primer libro de poemas, Mar ao Norde, en 1932, seguido por Poemas do sí e non en 1933. Compagina esta actividad con sus colaboraciones (poemas y artículos) en otras revistas y diarios como Céltiga, Descobrimento, y El Compostelano.
Durante la Guerra Civil, y vinculado al nacionalismo conservador del Partido Galeguista, se refugia en Ortigueira, donde trabaja como profesor en el colegio Santa Marta y colabora asiduamente en el semanario de la institución. En 1938 se da de alta en el Registro General de Periodistas y comienza a ser conocido por su trabajo en castellano en las publicaciones Pueblo gallego de Vigo, La voz de España de San Sebastián, y el ABC de Madrid.
Esta actividad como periodista no supone un abandono de la poesía, ya que publica Elegías y canciones en 1940 y también sus conocidas obras de teatro Rogelia en Finisterre (1941), El caballero, la muerte y el diablo y otras dos o tres historias (1945), La balada de las damas del tiempo pasado (1945), y San Gonzalo (1945).
Desde Madrid colabora esporádicamente en revistas literarias como Finisterre y Posío y finalmente decide volver en 1946 a Galicia, donde continúa su labor intelectual y su colaboración con los principales periódicos gallegos.
En 1964 ingresa en la Real Academia Gallega con su discurso Tesouros novos e vellos, una pieza clásica de la literatura gallega contemporánea.

Como escritor gana numerosos premios, entre los que destacan el Premio Nacional de la Crítica y el Premio Nadal, y como periodista, el afamado Premio Conde de Godó.
El día 17 de mayo de 1991 tiene lugar la celebración en su honor de las Letras Galegas. En la actualidad varios premios llevan su nombre, como el Premio Nacional de Periodismo Gastronómico y el Premio Álvaro Cunqueiro para Textos Teatrais.

VIDA Y FUGAS DE FANTO FANTINI (Álvaro Cunqueiro)

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Son muchas, pero dispersas, las noticias que nos han quedado de la vida y aventuras del capitán Fanto Fantini della Gherardesca, nacido en Borgo San Sepolcro en abril del año de gracia de 1480.  Borgo San Sepolcro, en la Umbría septientrional, es también la ciudad natal de fra Luca Pacioli y de maestro Piero della Francesca, "el monarca ali tempo nostri della pictura", como lo calificó fra Luca, que fue su amito y lo tuvo como discípulo en matemáticas y geometría.  Pero muchas de esas noticias que decimos, de la vida y aventuras del condottiero se contradicen con frecuencia, y solamente un paciente trabajo de investigación y de crítica, realizado durante varios años por el autor de este libro, le ha permitido establecer el tiempo y lugar de las varias etapas de la biografía fantiniana.  Fanto Fantini della Gherardesca fue, sobre todo, famoso por sus fugas de las más cerradas y vigiladas prisiones de su tiempo.  La narración de sus fugas constituye la parte más amplia de este biografía, por otra parte con muchos cabos sueltos, del valeroso capitán*.  Las vidas de su criado Nito, su braco Remo y su caballo Lionfante, aparecen en la última parte.  En los apéndices damos al curioso lector el texto, quizá solamente un resumen, y sin duda en varios pasajes mal transcritos, del discurso que ante el Senado de Venecia pronunció el caballo Lionfante, con motivo del falso rumor de la muerte de su amo en la isla de Chipre.  Podrían los lectores comprobar la influencia de este discurso en el de Otelo, ante los mismos senadores (W. Shakespeare, Otelo o El moro de Venecia, acto I, escena III)* *.  Un feliz hallazgo en una biblioteca florentina, nos permitiría publicar el texto, hasta ahora inédito, del segundo acto de una pieza teatral, que tenía por protagonista a Fanto Fantini della Gherardesca.  La pieza constaba de tres actos, el primero de los cuales no ha sido hallado, y el tercero tenemos un resumen en un manuscrito de Benedetto Varchi, autor de una Storia Fiorentina muy conocida.  Es muy probable que la pieza haya sido representada en Florencia, y que para las escenas de batalla hiciese obras de pólvora el famoso Biringucho, por otra parte amicissimo del Varchi, quien iba a visitar al gran pirotécnico "mentre egli lavorava quell'Artigleria grande che si chiamó poi volgarmente l'Archibuso del signor Malatesta, la cual se disfece nella torre de Livorno non ha molto".  La representación de la pieza pudo haber tenido lugar en el verano de 1509, o en la prmavera, en el célebre "maggio fiorentino", de 1510.



Álvaro Cunqueiro
Vida y fugas de Fanto Fantini
de la Gherardesca, 1972



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* No ha podido ser establecida con seguridad la fecha de la muerte de Fanto el Mozo, y de su estancia en Provenza, en los últimos años de su vida, es poco lo que se sabe con certeza; parece ser que hacia 1504 vivía aún su caballo Lionfante, que ya habría cumplido los treinta y tres años.  que Fanto había muerto antes de 1509 se prueba con lo que se dice en el resumen del tercer acto del drama bélico-amatorio representado en Florencia, en el que se le llama "el finado valeroso capitán, quien ojalá goce de eterna prisión en el Paraíso".  Además, en el mes de febrero de 1509, el perro Remo solicita de la Cofradía de San Ramón Nonnato de Huérfanos Pobres, de la ciudad de Pisa, "un cajón con escudilla en el patio alto del Santo Hospicio, en lugar soleado", por carecer de domicilio fijo, y haber quedado sin empleo tras la muerte del "signore Fanto".  En el invierno del mismo año, le es concedida a Remo una manta para que se proteja del frío, y el perro suplica que, si es posible, la manta sea negra, por el luto que guarda por Fanto el Mozo.

** Como se sabe, el argumento de Otelo de Shakespeare procede de los Hecatomihi del ferrarense Giraldi Cinthio, pero en la novela VII, década III, no viene el discurso del Moro ante el Senado véneto, aunque es seguro que Giraldi Cintio conocía el discurso de Otelo, así como el del caballo Lionfante, que corrían ambos por la Italia del Norte en pliegos góticos.  Shakespeare, por lo tanto, no ha podido imitar un discurso que en el texto cinthiano no figura.  Pero, ¿no habrá tenido el dramaturgo inglés noticia del discurso del caballo ventrílocuo y políglota ante el Senado de la Serenísima?  Los marineros venecianos, con los que es seguro que Shakespeare conversó en las tabernas londinenses que frecuentaba --y de los que aprendió "dogo" y "góndola" por ejemplo--, pudieron haberle narrado el sorprendente suceso.  Si se lee en Shakespeare el discurso del Moro, sorprenden ciertas pausas, que pueden corresponder a los relinchos con que subrayó algunas de sus afirmaciones en el suyo al caballo Lionfante.  Hágase la prueba por el curioso lector, desde "Most potent, fave and reverend signiors" hasta "I won his daugther", intercalando un relincho entre frase y frase, y transformando la frase final, "I won his dauther", en el relincho propio de caballo sículo en celo --especialmente al aproximársele yegua longobarda rubia--, cosa que el idioma inglés, por sus especiales características permite, sin necesidad de forzar la pronunciación, tanto la en boga en el Teatro del Globo en los días elizabethianos, como oxfordiana de hoy, o la de los americanos del Norte.  Por otra parte, el final chipriota de la tragedia de Otelo, ¿no puede haber sido sugerido a Shakespeare por la supuesta muerte en Famagusta, peleando contra el turco circunciso, de Fanto Fantini della Gherardesca?




LA NARRATIVA COMPLETA DE ÁLVARO CUNQUEIRO (José María Merino)






Hay varios aspectos fuera de lo común en la obra de Álvaro Cunqueiro: por un lado, la invención de un estilo muy original, mediante un lenguaje extraordinariamente rico en matices de todo tipo; por otro, una capacidad que no tiene parangón entre nosotros –y habría que repasar la historia de la literatura universal intentando encontrar algo semejante– para inventar y desgranar ficciones de corte fantástico en una sucesión vertiginosa e inagotable; además, su firme voluntad de introducir tales ficciones no en el marco de la realidad convencional –la realidad de la vida–, sino en el universo exclusivo de la literatura.
El estilo de Cunqueiro está hecho de muy variados elementos: la cazurrería de los narradores orales, desde Sheherezade a los de las aldeas de la propia infancia del autor, las maneras solemnes de la literatura medieval, la pompa artificiosa de los libros de caballerías, la voz narrativa insegura, dubitativa, que inventó Cervantes en el Quijote, la osadía experimental, la irracionalidad surrealista. En él se mezclan la distancia escéptica de la ironía y la cercanía confusa de lo onírico, lo culto y lo popular, la erudición verdadera y la inventada, con una recurrente proclividad lírica a cierta nostalgia de algún paraíso perdido. También hay que decir que su lenguaje se transmite en un español delicioso, tanto al menos como la expresión gallega de estas mismas ficciones, pues, sin duda, se trata de un autor capaz de manejar ambas lenguas con la misma destreza.
Tales ficciones tienen siempre como referencia el universo mítico, tanto a través de mitos reales de la literatura o de la historia como desde el gusto inveterado por convertir en algo sorprendente, desde la mirada mítica, al más modesto personaje o suceso del entorno del autor. Tal referencia y tal disposición impregnan la invención de ficciones que se suceden en un interminable encadenamiento, pues en Cunqueiro incluso las descripciones de parajes, que son siempre de enorme calidad y tensión literaria, están cargadas de elementos narrativos. Al mismo tiempo, este encadenamiento discursivo de ficciones, el rosario de narraciones que se van sucediendo e interpolando de modo insoslayable, establece una estética de la continua digresión que hace prácticamente imposible encerrar los relatos dentro de un relato mayor que les dé significación y sentido. Por eso se puede decir que los libros de Cunqueiro tienen siempre una estructura fragmentaria, forzada por lo sincopado del discurso y un evidente horror vacui a la falta de historias, y que aunque él quiera a menudo llamarlos novelas son, en realidad «ciclos de relatos», bien que unitarios, enlazados solamente por algún personaje central y por el riguroso trazado de un escenario concreto.
A la hora de analizar la obra de Cunqueiro, otra perspectiva también relevante es la del tipo de condición fabulosa que caracteriza sus ficciones. Desde lo que pudiéramos llamar la ortodoxia crítica –Caillois, Castex, Vax, Todorov...–, a Cunqueiro no puede encuadrársele en «lo fantástico», porque le falta esa «irrupción de lo imposible en lo real» que debería identificarlo. Por otro lado, para adscribirlo a «lo maravilloso» –lo imposible invadiendo un mundo cuyas reglas lo aceptan con naturalidad, sin escándalo–, a Cunqueiro le sobra retranca irónica. Me parece que la caracterización más justa de la obra de Cunqueiro sería adscribirla a «lo metaliterario»: la voluntad indeclinable de introducir sus ficciones en el universo exclusivo de la literatura, pues la realidad que las envuelve o que les sirve de reclamo es únicamente literaria, y tan apartada de las convenciones de este lado de la rea­li­dad, que en sus libros no aparece ni un solo conflicto moral.
Todas estas características –lenguaje riquísimo y peculiar, gusto por el encadenamiento vertiginoso de ficciones, voluntad «metaliteraria», ausencia de dilemas morales– están presentes ya en sus primeras obras. En esta edición se recogen, al final del primer volumen, bajo el título general de Flores del año mil y pico de ave, obras que, según declaración del propio autor, fueron «escritas allá por los años cuarenta». En la primera, El caballero, la muerte y el diablo, puede que la conocida estampa de Durero haya suscitado el título, pero en la trama los tres elementos son independientes, y acotan respectivamente cada uno de los tres asuntos centrales, que aparte del escenario –un río, un puente en ruinas, una posada– y el original autor de las narraciones –un barquero– contadas por otros, no tienen nada en común. En el primero intervienen, en narraciones que van entrelazándose, el caballero don Leonís; su señor, casado con una mujer de cristal que acaba rompiéndose; Lanzarote, que engendró gemelos, Sibila y Silván, que suscitaron la profecía del destino de Tamar y Amon, por lo que fueron separados; el torneo que dieciséis años más tarde se convoca para conceder la mano de Sibilia y que gana un Doncel Desconocido que resulta ser Silván; la noche previa a sus esponsales, en que engendran un niño; el conocimiento de su relación familiar, que les hace alejarse el uno del otro; cómo don Leonís, a quien desde entonces persiguen misteriosos perros, descubre por encargo de su señor que Silván tiene amores con una estatua en figura de doña Sibila que cobra vida por las noches. «La muerte» es «un hombre gordo y colorado, con aspecto de maragato», que lleva consigo la cabeza de una sirena capaz de cantar y de morder. «El diablo», una dama que llega a la posada contando cuentos de fantasmas... Como apéndice, breves textos hablan del barquero –Felipe de Amancia, cuyas mocedades conoceremos en Merlín y familia– de una muchacha de la posada que concede sus favores a don Leonís, y del río. El caballero, la muerte y el diablo prefigura el estilo y la estructura de una parte importante de lo que va a ser la obra narrativa de Cunqueiro, la mezcla de referencias míticas con elementos de una realidad campesina reconocible, una voz en la que se mixturan el tono culto y el desparpajo popular, el júbilo de la narración junto al destino tenebroso de los héroes, del mismo modo que otros textos de este conjunto marcan lo que luego el autor desarrollará ampliamente en otros libros: Los siete cuentos de otoño son casi microrrelatos de fantasmas, encantamientos, animales mágicos...; Balada de las damas del tiempo pasado narra las biografías imaginarias, atestadas de historias, de las doce «dames du temps jadis» del poema de François Villon; por último, San Gonzalo relata, con gracia piadosa y arcaica, la vida del que fue obispo de Mondoñedo, ciudad natal del escritor.
Los relatos encabalgados unos en otros hasta el delirio y las biografías apócrifas van a ser, desde ese momento inicial, su principal manera creativa, incidiendo cada vez más en tres aspectos: la introducción de ligeros anacronismos que sugieren un borroso tiempo actual del escritor, la profundización en el territorio gallego familiar –aunque el supuesto escenario del relato esté geográficamente muy lejano– y la consideración melancólica, e incluso degradada, del mito que sirve de núcleo a la historia. En Merlín y familia (1957-1969) «relato de aprendizaje» del barquero Felipe de Amancia, sus recuerdos del tiempo en que fue paje del mago Merlín, retirado en Galicia, Cunqueiro ya domina todos sus recursos. El libro es fragmentario, su condición de novela sólo podría sostenerse en la unidad de personajes centrales y de escenario, lleva varios «Apéndices» donde se incorporan caprichosamente elementos narrativos que podían haberse recogido, acaso con mayor coherencia, en otro lugar del libro, y un «índice onomástico» que ya Cunqueiro no dejará de incluir en casi ninguna de sus «novelas», y que sin duda era una parte que redactaba con especial delectación. En Merlín y familia, pese a su tono de lo que pudiéramos llamar «nostalgia del mito perdido», hay, sin embargo, una alegría en el narrador, acaso porque se trata del joven e ilusionado Felipe de Amancia, que irá perdiéndose en los libros sucesivos, sustituida cada vez más por la ironía melancólica. Las crónicas del Sochantre (1959) transcurre en una Bretaña amada a través de los libros y conocida por los mapas, como declara Cunqueiro, y su modelo sería la leyenda sobre las ánimas vagantes de la Santa Compaña y el vivo que se ve obligado a seguirla cuando se tropieza con ella. En este caso, la Compaña es un carruaje lleno de fantasmas, de noche esqueletos y de día cuerpos carnales, que recoge al sochantre, famoso intérprete de bombardino, para que amenice un entierro, a finales de un siglo xviii gentilmente evocado, y la novela se desarrolla a través de las historias independientes que, sobre su propia peripecia, van contando los fantasmas. Aunque la indomeñable deriva de Cunqueiro hacia la interpolación hará que aparezcan en el libro textos advenedizos, al final el sochantre regresará a su casa, tres años después.
En Las mocedades de Ulises (1960), la voz narrativa se matiza con aires helénicos. Por lo menos en el caso de este libro, el autor señala en el preámbulo que «no es una novela», aunque añade: «Es la posible parte de sueños y de asombros de un largo aprendizaje –el aprendizaje del oficio de hombre– sin duda difícil». Parece que Cunqueiro se ha puesto grave y que, a pesar de sus palabras iniciales, nos va a contar la historia de Ulises mozo desde una perspectiva más ajustada a los cánones del género novelesco. Sin embargo, tras presentarnos al padre de Ulises, a sus amigos, en una estimulante reconstrucción ambiental donde la Grecia clásica se mezcla con los aviones, el chocolate, Ricardo Corazón de León, Amadís, Tristán e Isolda y otros componentes del imaginario mítico, el libro entra de lleno en la digresión y abandona el propósito nove­lesco, de­sa­pro­ve­chan­do el encuentro del joven Ulises con la joven Penélope como si, más allá de la voluntad y de la capacidad del autor para construir una novela, hubiese en él, junto con la fascinación por los mitos, la íntima seguridad de que ya están muertos, de que son por lo tanto irrecuperables, y que sólo merecen la pena para divagar en vagas ensoñaciones. Tal vez esa aproximación haga que Las mocedades de Ulises peque de inmovilidad, porque las estampas que acaban construyendo el relato carecen de la vivacidad y de la animación habituales en el autor.
En Cuando el viejo Simbad vuelva a las islas (1962), que narra Al Faris Ibn Iaquin Galizí, el tema central sería la preparación de un viaje de Simbad que por fin no puede llevarse a cabo, y las historias divertidas y disparatadas se enhebran de modo paroxístico, a veces interpoladas por fragmentos de piezas teatrales. Parecida tendencia a la disgregación del supuesto corpus novelesco presenta Un hombre que se parecía a Orestes (1969); sin embargo, tanto en la primera como en la segunda parte del libro parece que Cunqueiro se esforzó en esta ocasión por construir una trama canónica, sin abandonar la exuberancia de relatos enhebrados, pero al cabo la tensión novelesca se pierde en esa sucesión de historias y culmina en una cuarta parte, donde cobra protagonismo una pieza teatral, que apenas tiene relación nuclear con lo anterior, como si de nuevo hubiese sobrevenido la pérdida de fe del escritor en la vigencia del mito que lo animó a iniciar su obra, como si se hubiese producido un desfallecimiento que no logra revitalizar ninguno de los apéndices estrambóticos.
Vida y fugas de Fanto Fantini de la Gherardesca (1972) recupera algo del primer Cunqueiro y se limita a relatar, tras la infancia y años de formación del intrépido protagonista –esta etapa de sus personajes atrae especialmente al autor, como si con ello conjurase una obsesión personal–, las asombrosas fugas que el capitán renacentista realiza a lo largo de su azarosa vida, en la compañía de un criado (Nito), un perro que habla (Remo) y un caballo asombroso (Lionfante). De nuevo se produce un final brusco y desfallecido, y otra vez hay estrambote, aquí una reflexión sobre cierto discurso del caballo Lionfante ante el senado de Venecia, e índice onomástico. El escenario, esta vez renacentista, ha sido revivido, como de costumbre, con verosimilitud literaria.
La última obra «novelesca» de Cunqueiro es El año del cometa con la batalla de los cuatro reyes (1974). Aquí Cunqueiro hace claramente ostentación de su modo de ordenar una estructura disgregada, dispersa, antinovelesca, comenzando por dos prólogos –él señala que había escrito los dos y que no sabía cuál elegir–, uno que tiene que ver con el posterior decurso del relato y otro que es una caprichosa incrustación. Este libro acaso sea el más «metaliterario» de todos, pues presenta a Paulos, un soñador del que parecen desprenderse todas las imágenes, personajes y sucesos de la historia que se nos relata, del mismo modo que las ficciones se desprenden de la imaginación del autor para crear su específica e impalpable realidad. «Estos asuntos hay que contarlos así de una manera vaga y fantástica», señala Cunqueiro en un momento del libro, cuya trama presentaría una ciudad con un puente que quiere ser conquistado por Asad de Tiro, acaparador de puentes, y cómo Paulos Expectante, devenido en astrólogo, que está soñando todo lo que se nos narra, recaba la ayuda del rey bíblico David, soñado como un pobre anciano a quien su nieto ayuda a llevar el pan, del rey de Camelot Arturo, soñado con un ataque de almorranas, y de Julio César, soñado en estatua ecuestre, para rechazar la agresión: «Paulos, fatigado, hambriento, ya no encontraba en sí fáciles las jugosas invenciones, y apenas si sabía comenzar las historias, de cuya maraña no salía», se dice en la última parte, «Audiencia con Julio César», antes de que el soñador Paulos muera, en un libro del que está ausente el habitual índice onomástico y que parece transmitir, con el inevitable gusto por las historias que se suceden y enredan interminablemente, un cansancio o un desánimo postrimero.
Al final del volumen segundo se incluyen las Semblanzas y narraciones breves que fueron escritas a lo largo de la vida de Cunqueiro. El conjunto de las semblanzas, breves biografías estrafalarias de personajes populares –cincuenta en La otra gente (1975) y sesenta y siete en Las historias gallegas–, es magnífico, chispeante, divertido, y muestra el talento inmenso de Cunqueiro para conjugar, desde lo mágico, lo humorístico y lo costumbrista, en muy breve extensión, una intensa biografía fabulosa. En esta parte se incluye también Tertulia de boticas prodigiosas y escuela de curanderos (1976), abundante en historias barrocas y digamos pseudoeruditas, dentro del estilo del autor.
El indudable genio de Álvaro Cunqueiro está en su capacidad inventiva para imaginar innumerables historias breves de todo tipo, llenas de elementos sorprendentes, originales, fantásticos y maravillosos, donde no suele haber repeticiones y es raro el manierismo; su servidumbre, en la falta de rigor o de esfuerzo para cerrar consistentemente los supuestos mundos novelescos que abre, y en la ausencia de personajes sólidos y convincentes, aunque desde el esbozo, la caricatura y el homenaje metaliterario haya sido un más que notable creador de invenciones narrativas.




José María Merino

mayo, 2007



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Obras literarias I y II ha sido publicada por Biblioteca Castro/Fundación José Antonio Castro.
 

LAS MOCEDADES DE ULISES (Álvaro Cunqueiro)

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HISTORIA DE LA CASA REAL DE ÍTACA
 
--Que no os parezca, amigos, vanidad, el que yo me presente en esta solemne ocasión a decir las sangres que concurren en el recién nacido que la noble viuda Elices, hábil partera, acerca hoy a la pila bautismal. De mi rama no queda en Ítaca ningún varón a quien este honor pudiera ser concedido. Propio de las leártidas estirpes ha sido navegar, y no hay isla en la Hélade en la que no hayamos encendido fuego y cavado una tumba. Hace varios siglos que a Ítaca llegó uno de los míos, apodado Hipobotes, criador de caballos, huyendo de la peste negra que diezmaba en Argos. Traía en su nave una hermosa yegua alazana. Los ítacos nunca habíais visto un equino. Dejasteis en la arena las huellas de vuestros veloces pies al huir cuando la yegua saltó de la nave, relinchando, sujeta del ronzal por el esbelto Hiporbotes. Mi antepasado se estableció en el monte, en las habas mismas en que yo carboneo. Vivía de la caza, y cambiaba a vuestros abuelos perdices heridas de flecha, todavía palpitantes, por hogazas de pan y bollos de manteca. Pidió mujer entre vosotros y se la negasteis, pues decíais que era de raza centáurica y saldría cuadrúpeda la descendencia, y en vez de humano lenguaje poseería el don del relincho estrepitoso. Pero hay dioses más compasivos que los hombres, e Hipobotes comenzó a sentir carnal amor por su yegua, que con las primeras tinieblas nocturnas se mudaba en hermosa mujer, somnolienta como roja amapola. La mano de Hipobotes sobre la grupa de la yegua, acariciaba monótonos gruñidos agradecidos. Y de la misteriosa coyunda nacieron a la vez Hipobotes II y el alazán de claro lucero. A Hipobotes II le llamasteis Okómoros, el que muere mozo, porque recibiendo a los quince años vuestras naves, murió defendiendo la bahía patria contra normandos. Arrepentidos de vuestra antropomórfica soberbia, disteis a Hipobotes vuestras propias mujeres, pero solamente una aceptó, a Circea, dueña de hermosas barbas rubias. De ella nació Alejos el Converso, padre de Apolonio el Cojo. Okímoros, antes de morir, dejó su precoz simiente en Eumea, madre de Apolonio el Cantor. Cuando el anciano Hipobotes se tumbó en el colchón de crin para morir, al lado de su lecho estaban cinco hijos y veintitrés nietos, entre varones, hembras, corceles, yeguas y potros de su estirpe. Pidió a Circea que se acercase, y acarició por última vez su suave barba, ya canosa. Pidió un peine de plata y se la partió y peinó. Pidió esencia de zarzaparrilla y se la perfumó.



--Envejeciste a mi lado, pero más lentamente –dijo.



Dio gracias a Poseidón por tan larga vida como le había concedido, y con las libres y veraces manos recogió de su misma boca la propia alma inmortal, para entregarla a Bóreas, perpetuamente puro. Su humana familia inclinó en silencio la agobiada cabeza, mientras la hípica descendencia huía a los montes, galopando…





Álvaro Cunqueiro
Las mocedades de Ulises, 1960


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Descargar obra completa

LA CABEZA DE BOUSO (Álvaro Cunqueiro)

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En el Times de Nueva York leí que a un hombre de Chicago, por más señas hijo de italianos, lo operaron en la cabeza, y le encontraron un hueso raro y suplementario. Esto ya le pasara en mi provincia de Mondoñedo a un tal Bouso de Prado. El hueso del de Chicago era una especie de haba, fijada entre el frontal y un parietal. El de Bouso no se sabía de dónde procedía, porque lo expulsó por la nariz. Pero hay que contar la historia desde el principio. Voici des détails exacis. Bouso estaba en Villalba, en la feria, comiendo pulpo, y no tuvo más remedio que entrar en discusión con un vecino de mesa, que no era del país, alto, flaco, moreno. Después se supo que era un valenciano que había viajado a Galicia para comprar unas mulas, que ya tuviera otras del país y le salieran muy pacificas. Discutieron Bouso y el forastero la calidad del pulpo, y el valenciano, irritándose, dijo que los gallegos comían mierda, dispensando, y tiró su plato al suelo, y escupió en el de Bouso. Éste se levantó y requirió su cachaba, pero el valenciano, rápido, le echó las manos al pescuezo y le sacudió violentamente la cabeza. Bouso sintió que dentro se le soltaban todos los huesos, que al desprenderse cantaron como cucharillas que hicieran fiesta dentro de un vaso de cristal. A Bouso se le nubló la vista y cayó en tierra. Tardó un cuarto de hora en volver en sí, y logró llegar hasta su casa. Pero tenía los huesos sueltos dentro de la cabeza. Los oía. Sacudía la cabeza, y también los oían los vecinos. La mujer lo llevó a que lo viese un curandero llamado Primo de Baltar. Tuvo que ir la mujer con él, porque a veces alguno de los huesos sueltos se le bajaba hasta un ojo y le estorbaba la visión. Bastaba, eso sí, con que le sacudieran la cabeza para que el hueso cambiase de lugar, pero se corría el riesgo de que otros huesos se echasen hacia delante, y lo dejaban ciego, hasta que la mujer lograba una sacudida propicia.

Primo de Baltar, que como componedor de huesos era muy estimado, le dijo a Bouso que lo primero era sacudirle la cabeza de manera que los huesos se fueran hacia atrás, donde estarían más cómodos. Seguidamente, y durante dos días seguidos, estando ambos sin comer, el científico y el enfermo, y sin beber, y descalzos, Primo le puso en la parte trasera de la cabeza parches de cera caliente, con lo cual, pasando el espíritu de la cera al interior, pegaba los huesos unos contra otros, y todos a lo que Primo llamaba “la bóveda de la campana”, que la hay en algunas cabezas, y Bouso era de estos singulares. Los que soñando dormidos escuchan correr el viento, la tienen. Terminado el pegamento, Bouso y Primo comieron un cabrito y bebieron media cántara de vino. Primo cobró ciento veintisiete pesetas por la operación: las veintisiete pesetas eran de la cera virgen gastada. Bouso puso el cabrito, el vino, un queso, el pan, los cafés y el coñac. También le regaló a Primo una corbata con el retrato de Machado, que se la mandara un sobrino que vivía en La Habana.

Bouso quedó bien. La mujer, todos los sábados de Dios, le ponía un parche de cera en la cabeza, para asegurarle más los huesos. Pero, con todo, uno se soltó. No hacía falta verlo, que no se veía en las profundidades de la cabeza, para saber que era como un cigarrillo alargado y redondo. Bastaba con escuchar cómo se desplazaba. Bouso estaba podando distraído, y sentía venir el hueso desde atrás a golpearle en la frente. ¡Tac! Tuvo que volver a Baltar a que lo estudiase de nuevo Primo.

—¡Ese hueso te sobra! —afirmó el componedor.

—¿Cómo va a sobrarme un hueso? —se admiraba Bouso.

—Será el hueso del azogue, Bousiño. ¡Ese hueso les sobra a todos los que lo tienen!

Y Primo, en un cedazo pequeño, cernió tabaco de picadura mezclado con el de los pitillos que llamaban mataquintos, y le hizo sorber el rapé a Bouso. Le vinieron a éste unos estornudos fuertes, muy de arriba, y al tercero salió el hueso; parecía de ala de pollo, muy limpio, blanquito.

—¡Parece que no es un hueso de hombre! —comentó Bouso.

—¡Por eso te sobra!

Primo dijo que lo mejor era enterrar el hueso, no fuese a haber epidemia, que los huesos del azogue, en ciertas épocas, son contagiosos. Bouso quedó curado. Le pesa la cabeza, atrás. Pero es natural, que tiene allí pegados los huesos todos.


Álvaro Cunqueiro
de La otra gente
Antología de relatos cortos
seleccionados por Anxo Tarrío
1991



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Sobre este relato puede
consultarse el trabajo de
Marina Mayoral
Magia y humor en un relato de
Álvaro Cunqueiro
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CUNQUIERO Y PLA: EL MISMO HUMANISMO (José Julio Perlado)

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He aquí dos ejemplos de dos excelentes periodistas españoles. Los dos pertenecen a regiones muy representativas y los dos son menos leídos de lo que se debiera y permanecen injustamente valorados. Me refiero al catalán Josep Pla (1897-1981) y al gallego Álvaro Cunqueiro (1912-1981). Ambos proporcionan y proponen una vuelta a los orígenes de las cosas, a la sabiduría del hombre, a ese inspirar y aspirar de la persona cuyo aliento es el humanismo.

Está aconsejando Pla —en un mundo de veleidades vertiginosas— a los jóvenes que le preguntan, por ejemplo, «¿Qué hemos de hacer? ¿Podría usted tener la amabilidad de darnos una orientación y decirnos qué podríamos hacer?» Entonces Pla les contesta: «Yo les aconsejaría un viaje a pie [...] Su viaje debería tener un objeto: informarse, enterarse de lo que es el país, de cómo vive en él la gente, empaparse de la manera de ser básica, inalienable, insoluble, del material humano [...]: pasear y hablar con la gente [...] Nada hay, me parece, que ofrezca tanto interés para el ciudadano como saber exactamente en qué consiste su país» (Josep Pla, «Invitación al viaje», en Viaje a pie, Madrid: Confederación Española de Gremios y Asociaciones de Libreros, 1979, pp. 7 y 9).
Estamos, pues, aquí, no sólo en el suelo y en la tierra de los caminos, sino también andando por las veredas del sentido común —un sentido muy del payés y del mundo de Pla—, un camino sembrado de recomendaciones que nos marcan el ritmo del paso del hombre.
Tomemos otro ejemplo, éste de Cunqueiro: «La inmensa cantidad de noticias que al hombre le es suministrada es inadmisible. Tal cantidad termina formando insensiblidad. Puede decirse que la información que se le suministra al hombre en 1977 es infinitamente superior a la que ese hombre necesita, y por ese mismo exceso lo transforma en un hombre desinformado» (Álvaro Cunqueiro, «Sin agua y con noticias», Arriba Dominical, 12 de junio de 1977, p. última).
Y otro texto, también de Cunqueiro: «Recientemente aludía Giovanni Ansaldo a la disminución de la capacidad de asombro en las gentes de la inmensa cantidad de varia noticia que se le suministra diariamente y señalaba la creciente pérdida de credulidad y, finalmente, la indiferencia» (Álvaro Cunqueiro, «Noticias y prodigios», El Progreso, 1 de septiembre de 1960).
Ambos textos —el de Pla y los dos citados de Cunqueiro— nos proyectan hacia la paradoja. ¿Cómo es posible que Pla —en una civilización en la que viajar es global y meteórico, fulminante en velocidades— nos aconseje la sabiduría de un viaje a pie? ¿Cómo es posible que Cunqueiro —en un mundo de saturación informativa y de multiplicidad de medios (y eso que él se refiere aún a la frontera de 1977; ¿qué diría en 2001?—, denuncie que cada vez se es más insensible como lector y como persona y cada vez se pierde más la capacidad de asombro?
La respuesta no es la paradoja sino —como decíamos al principio— el recordatorio y la llamada de atención al sentido común. No se conoce Nueva York sino viajando a pie por la Gran Manzana, no se conoce Estados Unidos sino paseando y hablando con las gentes de esos pueblos escondidos entre cordilleras y llanuras y que únicamente intuimos por el cine o por la televisión; así se conoce Bombay, entre los olores, los colores y los pliegues que cubren las callejuelas, y así se conoce Moscú, deteniéndose en las esquinas desoladas, a veces alcoholizadas, frecuentemente heladas y abiertas a la urbe gigantesca. Es decir, al hombre lo conoce el otro hombre entrecruzando los pasos con él, entrecruzando las palabras: en resumen, yendo a pie por el tiempo que nos circunda y por el espacio que nos envuelve. En un siglo de velocidades aéreas sólo conocemos al hombre en la distancia corta, en la conversación personal, en el interés por el otro que se descubre en la cercanía, en el sosiego y hasta en la lentitud.
Por su parte, Cunqueiro nos pregunta para qué nos inundamos de información si bajo esa cantidad nos ahogamos entre la indiferencia y la falta de asombro. La calidad de nuestras respuestas debe recibir y asimilar las calidades que nos proporcionan los medios, no las cantidades. Por tanto, habría que educar siempre al periodismo en las calidades que nos suministra y no en el copioso vertido de la cantidad. Y habría que mantener en la educación del hombre —del receptor— esa llama, también de calidad, denominada interés, sensibilidad y asombro.
Siempre el hombre, dando vueltas al hombre, el hombre que no acaba nunca de encontrarse a sí mismo. Dos periodistas vuelven al humanismo. El hombre olvida que debe leer el periódico con el corazón para estar informado.



José Julio Perlado

LAS CRÓNICAS DEL SOCHANTRE (Álvaro Cunqueiro)

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Vino pronto la anochecida. El fallecido de Quelven se adormeció y madame De Saint-Vaast le echó por encima una manta. El sochantre sentía hambre y sed; pasaron a trote largo por de lante de la taberna de Clouzemel, que tenía el ramo puesto, anunciando la sidra nueva; también tenía el ramo del mesón de Les Pieux, tan celebrado en las canciones de los cazadores. Te sentabas a la mesa de piedra y venía una de las hijas más jóvenes del hospedero, y de una jarra colorada te echaba en el vaso el oro hirviente de la sidra; en verano e invierno andaban con los blancos brazos al aire, recogidas las mangas de las blusas de lino.  La boca se le hacía agua al sochantre. Dejaron el camino real poco más allá de Les Pieux, y la carroza debía de correr ahora por campo abierto. Gente de poca conversación, aquella compañía de muertos callaba hora tras hora.
-- ¿Y a qué hora podré acostarme? –se atrevió a preguntar el sochantre al señor de Coulaincourt.
--Quizás –dijo aquel esqueleto de casaca militar—no hemos sido con vos tan corteses como merecíais, tanto que, habiéndonos gustado la marcha de reverencia que tan bien tocasteis hace una hora, no os brindamos un aplauso; y considero que cada muerto de los de que aquí van está pensando que, para cuando llegue la hora del descanso, y pasados tres años, más o menos, esta tropa reposará en tierra definitivamente, le alegraría oírla entrando en la tumba. ¡Y no serán mal tambor de acompañamiento los terrones cayendo en mi caja de nogal, que me espera en el cementerio de Bayeux! Y tampoco os hemos dicho que nosotros, estando muertos, no podemos encender lumbre en hogar ni entrar en casa donde esté encendido, ni comer pan de trigo, ni cosa alguna que lleve sal o aceite, ni beber vino.  Pero ahora vamos hacia las ruinas del monasterio de Saint-Efflam-la-Terre, y Mamers tiene allí, en la que fue cocina de los frailes, una pipa de cerveza doble de marzo y un jamón adobado con pimienta que enviamos a asar en Dinan antes de salir para este viaje.  También convenía que os advirtiéramos que, cuando cierra la noche, volvemos por espacio de seis horas a nuestra condición de esqueletos. ¡Hasta la pechuga de madame De Saint-Vaast, esa seda que tomándola por una blanca camelia rozan todos los ojos del mundo, se va, ceniza perfumada sólo de amor! Todos esqueletos –dije…


Alvaro Cunqueiro
Crónicas del Sochantre, 1956
En Biblioteca Básica Salvat,
Libros RTV, 1970


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