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Hay varios aspectos fuera de lo común en la obra de Álvaro Cunqueiro: por un lado, la invención de un estilo muy original, mediante un lenguaje extraordinariamente rico en matices de todo tipo; por otro, una capacidad que no tiene parangón entre nosotros –y habría que repasar la historia de la literatura universal intentando encontrar algo semejante– para inventar y desgranar ficciones de corte fantástico en una sucesión vertiginosa e inagotable; además, su firme voluntad de introducir tales ficciones no en el marco de la realidad convencional –la realidad de la vida–, sino en el universo exclusivo de la literatura.
El estilo de Cunqueiro está hecho de muy variados elementos: la cazurrería de los narradores orales, desde Sheherezade a los de las aldeas de la propia infancia del autor, las maneras solemnes de la literatura medieval, la pompa artificiosa de los libros de caballerías, la voz narrativa insegura, dubitativa, que inventó Cervantes en el Quijote, la osadía experimental, la irracionalidad surrealista. En él se mezclan la distancia escéptica de la ironía y la cercanía confusa de lo onírico, lo culto y lo popular, la erudición verdadera y la inventada, con una recurrente proclividad lírica a cierta nostalgia de algún paraíso perdido. También hay que decir que su lenguaje se transmite en un español delicioso, tanto al menos como la expresión gallega de estas mismas ficciones, pues, sin duda, se trata de un autor capaz de manejar ambas lenguas con la misma destreza.
Tales ficciones tienen siempre como referencia el universo mítico, tanto a través de mitos reales de la literatura o de la historia como desde el gusto inveterado por convertir en algo sorprendente, desde la mirada mítica, al más modesto personaje o suceso del entorno del autor. Tal referencia y tal disposición impregnan la invención de ficciones que se suceden en un interminable encadenamiento, pues en Cunqueiro incluso las descripciones de parajes, que son siempre de enorme calidad y tensión literaria, están cargadas de elementos narrativos. Al mismo tiempo, este encadenamiento discursivo de ficciones, el rosario de narraciones que se van sucediendo e interpolando de modo insoslayable, establece una estética de la continua digresión que hace prácticamente imposible encerrar los relatos dentro de un relato mayor que les dé significación y sentido. Por eso se puede decir que los libros de Cunqueiro tienen siempre una estructura fragmentaria, forzada por lo sincopado del discurso y un evidente horror vacui a la falta de historias, y que aunque él quiera a menudo llamarlos novelas son, en realidad «ciclos de relatos», bien que unitarios, enlazados solamente por algún personaje central y por el riguroso trazado de un escenario concreto.
A la hora de analizar la obra de Cunqueiro, otra perspectiva también relevante es la del tipo de condición fabulosa que caracteriza sus ficciones. Desde lo que pudiéramos llamar la ortodoxia crítica –Caillois, Castex, Vax, Todorov...–, a Cunqueiro no puede encuadrársele en «lo fantástico», porque le falta esa «irrupción de lo imposible en lo real» que debería identificarlo. Por otro lado, para adscribirlo a «lo maravilloso» –lo imposible invadiendo un mundo cuyas reglas lo aceptan con naturalidad, sin escándalo–, a Cunqueiro le sobra retranca irónica. Me parece que la caracterización más justa de la obra de Cunqueiro sería adscribirla a «lo metaliterario»: la voluntad indeclinable de introducir sus ficciones en el universo exclusivo de la literatura, pues la realidad que las envuelve o que les sirve de reclamo es únicamente literaria, y tan apartada de las convenciones de este lado de la realidad, que en sus libros no aparece ni un solo conflicto moral.
Todas estas características –lenguaje riquísimo y peculiar, gusto por el encadenamiento vertiginoso de ficciones, voluntad «metaliteraria», ausencia de dilemas morales– están presentes ya en sus primeras obras. En esta edición se recogen, al final del primer volumen, bajo el título general de Flores del año mil y pico de ave, obras que, según declaración del propio autor, fueron «escritas allá por los años cuarenta». En la primera, El caballero, la muerte y el diablo, puede que la conocida estampa de Durero haya suscitado el título, pero en la trama los tres elementos son independientes, y acotan respectivamente cada uno de los tres asuntos centrales, que aparte del escenario –un río, un puente en ruinas, una posada– y el original autor de las narraciones –un barquero– contadas por otros, no tienen nada en común. En el primero intervienen, en narraciones que van entrelazándose, el caballero don Leonís; su señor, casado con una mujer de cristal que acaba rompiéndose; Lanzarote, que engendró gemelos, Sibila y Silván, que suscitaron la profecía del destino de Tamar y Amon, por lo que fueron separados; el torneo que dieciséis años más tarde se convoca para conceder la mano de Sibilia y que gana un Doncel Desconocido que resulta ser Silván; la noche previa a sus esponsales, en que engendran un niño; el conocimiento de su relación familiar, que les hace alejarse el uno del otro; cómo don Leonís, a quien desde entonces persiguen misteriosos perros, descubre por encargo de su señor que Silván tiene amores con una estatua en figura de doña Sibila que cobra vida por las noches. «La muerte» es «un hombre gordo y colorado, con aspecto de maragato», que lleva consigo la cabeza de una sirena capaz de cantar y de morder. «El diablo», una dama que llega a la posada contando cuentos de fantasmas... Como apéndice, breves textos hablan del barquero –Felipe de Amancia, cuyas mocedades conoceremos en Merlín y familia– de una muchacha de la posada que concede sus favores a don Leonís, y del río. El caballero, la muerte y el diablo prefigura el estilo y la estructura de una parte importante de lo que va a ser la obra narrativa de Cunqueiro, la mezcla de referencias míticas con elementos de una realidad campesina reconocible, una voz en la que se mixturan el tono culto y el desparpajo popular, el júbilo de la narración junto al destino tenebroso de los héroes, del mismo modo que otros textos de este conjunto marcan lo que luego el autor desarrollará ampliamente en otros libros: Los siete cuentos de otoño son casi microrrelatos de fantasmas, encantamientos, animales mágicos...; Balada de las damas del tiempo pasado narra las biografías imaginarias, atestadas de historias, de las doce «dames du temps jadis» del poema de François Villon; por último, San Gonzalo relata, con gracia piadosa y arcaica, la vida del que fue obispo de Mondoñedo, ciudad natal del escritor.
Los relatos encabalgados unos en otros hasta el delirio y las biografías apócrifas van a ser, desde ese momento inicial, su principal manera creativa, incidiendo cada vez más en tres aspectos: la introducción de ligeros anacronismos que sugieren un borroso tiempo actual del escritor, la profundización en el territorio gallego familiar –aunque el supuesto escenario del relato esté geográficamente muy lejano– y la consideración melancólica, e incluso degradada, del mito que sirve de núcleo a la historia. En Merlín y familia (1957-1969) «relato de aprendizaje» del barquero Felipe de Amancia, sus recuerdos del tiempo en que fue paje del mago Merlín, retirado en Galicia, Cunqueiro ya domina todos sus recursos. El libro es fragmentario, su condición de novela sólo podría sostenerse en la unidad de personajes centrales y de escenario, lleva varios «Apéndices» donde se incorporan caprichosamente elementos narrativos que podían haberse recogido, acaso con mayor coherencia, en otro lugar del libro, y un «índice onomástico» que ya Cunqueiro no dejará de incluir en casi ninguna de sus «novelas», y que sin duda era una parte que redactaba con especial delectación. En Merlín y familia, pese a su tono de lo que pudiéramos llamar «nostalgia del mito perdido», hay, sin embargo, una alegría en el narrador, acaso porque se trata del joven e ilusionado Felipe de Amancia, que irá perdiéndose en los libros sucesivos, sustituida cada vez más por la ironía melancólica. Las crónicas del Sochantre (1959) transcurre en una Bretaña amada a través de los libros y conocida por los mapas, como declara Cunqueiro, y su modelo sería la leyenda sobre las ánimas vagantes de la Santa Compaña y el vivo que se ve obligado a seguirla cuando se tropieza con ella. En este caso, la Compaña es un carruaje lleno de fantasmas, de noche esqueletos y de día cuerpos carnales, que recoge al sochantre, famoso intérprete de bombardino, para que amenice un entierro, a finales de un siglo xviii gentilmente evocado, y la novela se desarrolla a través de las historias independientes que, sobre su propia peripecia, van contando los fantasmas. Aunque la indomeñable deriva de Cunqueiro hacia la interpolación hará que aparezcan en el libro textos advenedizos, al final el sochantre regresará a su casa, tres años después.
En Las mocedades de Ulises (1960), la voz narrativa se matiza con aires helénicos. Por lo menos en el caso de este libro, el autor señala en el preámbulo que «no es una novela», aunque añade: «Es la posible parte de sueños y de asombros de un largo aprendizaje –el aprendizaje del oficio de hombre– sin duda difícil». Parece que Cunqueiro se ha puesto grave y que, a pesar de sus palabras iniciales, nos va a contar la historia de Ulises mozo desde una perspectiva más ajustada a los cánones del género novelesco. Sin embargo, tras presentarnos al padre de Ulises, a sus amigos, en una estimulante reconstrucción ambiental donde la Grecia clásica se mezcla con los aviones, el chocolate, Ricardo Corazón de León, Amadís, Tristán e Isolda y otros componentes del imaginario mítico, el libro entra de lleno en la digresión y abandona el propósito novelesco, desaprovechando el encuentro del joven Ulises con la joven Penélope como si, más allá de la voluntad y de la capacidad del autor para construir una novela, hubiese en él, junto con la fascinación por los mitos, la íntima seguridad de que ya están muertos, de que son por lo tanto irrecuperables, y que sólo merecen la pena para divagar en vagas ensoñaciones. Tal vez esa aproximación haga que Las mocedades de Ulises peque de inmovilidad, porque las estampas que acaban construyendo el relato carecen de la vivacidad y de la animación habituales en el autor.
En Cuando el viejo Simbad vuelva a las islas (1962), que narra Al Faris Ibn Iaquin Galizí, el tema central sería la preparación de un viaje de Simbad que por fin no puede llevarse a cabo, y las historias divertidas y disparatadas se enhebran de modo paroxístico, a veces interpoladas por fragmentos de piezas teatrales. Parecida tendencia a la disgregación del supuesto corpus novelesco presenta Un hombre que se parecía a Orestes (1969); sin embargo, tanto en la primera como en la segunda parte del libro parece que Cunqueiro se esforzó en esta ocasión por construir una trama canónica, sin abandonar la exuberancia de relatos enhebrados, pero al cabo la tensión novelesca se pierde en esa sucesión de historias y culmina en una cuarta parte, donde cobra protagonismo una pieza teatral, que apenas tiene relación nuclear con lo anterior, como si de nuevo hubiese sobrevenido la pérdida de fe del escritor en la vigencia del mito que lo animó a iniciar su obra, como si se hubiese producido un desfallecimiento que no logra revitalizar ninguno de los apéndices estrambóticos.
Vida y fugas de Fanto Fantini de la Gherardesca (1972) recupera algo del primer Cunqueiro y se limita a relatar, tras la infancia y años de formación del intrépido protagonista –esta etapa de sus personajes atrae especialmente al autor, como si con ello conjurase una obsesión personal–, las asombrosas fugas que el capitán renacentista realiza a lo largo de su azarosa vida, en la compañía de un criado (Nito), un perro que habla (Remo) y un caballo asombroso (Lionfante). De nuevo se produce un final brusco y desfallecido, y otra vez hay estrambote, aquí una reflexión sobre cierto discurso del caballo Lionfante ante el senado de Venecia, e índice onomástico. El escenario, esta vez renacentista, ha sido revivido, como de costumbre, con verosimilitud literaria.
La última obra «novelesca» de Cunqueiro es El año del cometa con la batalla de los cuatro reyes (1974). Aquí Cunqueiro hace claramente ostentación de su modo de ordenar una estructura disgregada, dispersa, antinovelesca, comenzando por dos prólogos –él señala que había escrito los dos y que no sabía cuál elegir–, uno que tiene que ver con el posterior decurso del relato y otro que es una caprichosa incrustación. Este libro acaso sea el más «metaliterario» de todos, pues presenta a Paulos, un soñador del que parecen desprenderse todas las imágenes, personajes y sucesos de la historia que se nos relata, del mismo modo que las ficciones se desprenden de la imaginación del autor para crear su específica e impalpable realidad. «Estos asuntos hay que contarlos así de una manera vaga y fantástica», señala Cunqueiro en un momento del libro, cuya trama presentaría una ciudad con un puente que quiere ser conquistado por Asad de Tiro, acaparador de puentes, y cómo Paulos Expectante, devenido en astrólogo, que está soñando todo lo que se nos narra, recaba la ayuda del rey bíblico David, soñado como un pobre anciano a quien su nieto ayuda a llevar el pan, del rey de Camelot Arturo, soñado con un ataque de almorranas, y de Julio César, soñado en estatua ecuestre, para rechazar la agresión: «Paulos, fatigado, hambriento, ya no encontraba en sí fáciles las jugosas invenciones, y apenas si sabía comenzar las historias, de cuya maraña no salía», se dice en la última parte, «Audiencia con Julio César», antes de que el soñador Paulos muera, en un libro del que está ausente el habitual índice onomástico y que parece transmitir, con el inevitable gusto por las historias que se suceden y enredan interminablemente, un cansancio o un desánimo postrimero.
Al final del volumen segundo se incluyen las Semblanzas y narraciones breves que fueron escritas a lo largo de la vida de Cunqueiro. El conjunto de las semblanzas, breves biografías estrafalarias de personajes populares –cincuenta en La otra gente (1975) y sesenta y siete en Las historias gallegas–, es magnífico, chispeante, divertido, y muestra el talento inmenso de Cunqueiro para conjugar, desde lo mágico, lo humorístico y lo costumbrista, en muy breve extensión, una intensa biografía fabulosa. En esta parte se incluye también Tertulia de boticas prodigiosas y escuela de curanderos (1976), abundante en historias barrocas y digamos pseudoeruditas, dentro del estilo del autor.
El indudable genio de Álvaro Cunqueiro está en su capacidad inventiva para imaginar innumerables historias breves de todo tipo, llenas de elementos sorprendentes, originales, fantásticos y maravillosos, donde no suele haber repeticiones y es raro el manierismo; su servidumbre, en la falta de rigor o de esfuerzo para cerrar consistentemente los supuestos mundos novelescos que abre, y en la ausencia de personajes sólidos y convincentes, aunque desde el esbozo, la caricatura y el homenaje metaliterario haya sido un más que notable creador de invenciones narrativas.
José María Merino
mayo, 2007
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Obras literarias I y II ha sido publicada por Biblioteca Castro/Fundación José Antonio Castro.
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