--VOLVER
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—¿Quién vio el cadáver? —insistía Eumón.
—Nadie. No lo vio nadie. Terminaron de
envolverlo en el cortinón rojo y lo metieron en el ataúd. Por cierto que no
servía ninguno de los ataúdes que había en la funeraria, que eran pequeños para
aquel envoltorio, y hubo que hacer un ataúd como para un gigante antiguo. Ya me
dijo Clitemnestra, al saberlo, que no fuese en el entierro de duelo, que haría
el ridículo, yo de mediana talla y en la caja mi antecesor, enorme como un
buey.
—¿Nadie le vio la cara?
—¡Nadie! ¡Solamente yo, que no lo había
visto nunca!
—¿Había dicho alguna vez Agamenón que se
afeitaría?
—¡Nunca! Solía jurar por su barba rubia, y
en las iras se arrancaba pelos de la parte izquierda, en el mentón, con lo cual
siempre tenía allí un campo ralo. ¡Hay ficha de la policía!
—Querido Egisto, dame la mano derecha, que
te voy a hacer partícipe de mis secretos pensamientos. Yo me imagino ser
Orestes, el príncipe. Mi padre está ausente, en la guerra. Mi madre, la blanda
Clitemnestra, está en brazos de un hombre de sociedad, venido a menos, famoso
cazador, llamado Egisto. Los augures, arrodillados delante de las tripas, ven,
como yo veo ahora el farol de la puerta de la posada columpiarse en el espejo
de tus ojos, el futuro de la polis: regresará el rey, y tú, el amante real,
matarás. Queda un hijo, que es una espada vagabunda, esperando el momento de la
venganza. Egisto debe morir, y morirá. La espada de Orestes es infalible. Se
asegura que la hermana fugitiva, Electra, se le ha metido en la cama al hermano
para impedirle dormir, y por tener un hijo en cuya sangre vaya doblada la
intención de la venganza. En palacio, la otra hermana vela con una luz junto a
las almenas. Fíjate en que todo está escrito. Todo lo que está escrito en un
libro, eso va pasando, vive al mismo tiempo. Estás leyendo que Eumón sale de
Tracia una mañana de lluvia, y lo ves cabalgar por aquel camino que va entre
tojales, y pasas de repente veinte hojas, y ya está Eumón en una nave, y otras
veinte, y Eumón pasea por Constantinopla con un quitasol, y otras cincuenta, y
Eumón, anciano, en su lecho de muerte, se despide de sus perros favoritos, al
tiempo que vuelve a la página primera, recordando la dulce lluvia de su primer
viaje. Pues bien, Orestes se sale de página. Orestes está impaciente. No quiere
estar en la página ciento cincuenta esperando a que llegue la hora de la
venganza. Se va a adelantar. No quiere perder sus años de mocedad en la espera
de la hora propicia. Está cansado de escuchar a Electra. No quiere estar atado
de por vida al vaticinio fatal. Quiere vivir la libertad de la tierra y de los
mares, está enamorado de una princesa de una isla, tiene naves y caballos,
recibe cartas de emperadores que quieren alquilarlo por general en jefe, le
gusta escuchar música o jugar al polo, o a las cartas. Y decide ir a buscarte y
darte muerte.
—Pero no tenía todavía motivos. Yo no
había rematado a Agamenón.
—¡Ni le importa! Tú tienes que matar a
Agamenón el día en que el rey regrese. Orestes tiene que ir a matarte a ti,
porque tú has dado muerte a Agamenón. Pero, para Orestes, su intervención se
reduce a matar a Egisto. Muerto Egisto, se acabó su papel. Hace mutis y se va a
sus vagancias. Si se adelanta y te mata, evita la muerte de su padre, lo que no
le importa, y finiquita su obligación. Además, que le da asco que te acuestes
con su madre.
—¡No hay otro más higiénico que yo! —se
asombró Egisto.
—¡El asco no es por lo físico! Orestes
quiere salir de la rueda, vivir libre. Y finge ser Agamenón que regresa. Se
disfraza, disfraza a sus criados, imita el rugido paterno.
—¿Yo maté a Orestes? —pregunta Egisto
poniéndose de pie, cruzando los brazos sobre el pecho.
—¡Casi seguro!
Álvaro Cunqueiro
Un hombre que se parecía a Orestes
Premio Nadal, 1968
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Y en Scribd
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Ir al estudio:
Desmitificación paródica en
"Un hombre que se parecía a Orestes",
de Gonzalo Sobejano, en Google books,
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