Vino pronto la anochecida. El fallecido de Quelven se adormeció y
madame De Saint-Vaast le echó por encima una manta. El sochantre sentía hambre
y sed; pasaron a trote largo por de lante de la taberna de Clouzemel, que tenía
el ramo puesto, anunciando la sidra nueva; también tenía el ramo del mesón de
Les Pieux, tan celebrado en las canciones de los cazadores. Te sentabas a la
mesa de piedra y venía una de las hijas más jóvenes del hospedero, y de una
jarra colorada te echaba en el vaso el oro hirviente de la sidra; en verano e
invierno andaban con los blancos brazos al aire, recogidas las mangas de las
blusas de lino. La boca se le hacía agua
al sochantre. Dejaron el camino real poco más allá de Les Pieux, y la carroza
debía de correr ahora por campo abierto. Gente de poca conversación, aquella
compañía de muertos callaba hora tras hora.
-- ¿Y a qué hora podré acostarme? –se atrevió a preguntar el sochantre
al señor de Coulaincourt.
--Quizás –dijo aquel esqueleto de casaca militar—no hemos sido con vos
tan corteses como merecíais, tanto que, habiéndonos gustado la marcha de reverencia
que tan bien tocasteis hace una hora, no os brindamos un aplauso; y considero
que cada muerto de los de que aquí van está pensando que, para cuando llegue la
hora del descanso, y pasados tres años, más o menos, esta tropa reposará en
tierra definitivamente, le alegraría oírla entrando en la tumba. ¡Y no serán
mal tambor de acompañamiento los terrones cayendo en mi caja de nogal, que me
espera en el cementerio de Bayeux! Y tampoco os hemos dicho que nosotros,
estando muertos, no podemos encender lumbre en hogar ni entrar en casa donde
esté encendido, ni comer pan de trigo, ni cosa alguna que lleve sal o aceite,
ni beber vino. Pero ahora vamos hacia
las ruinas del monasterio de Saint-Efflam-la-Terre, y Mamers tiene allí, en la
que fue cocina de los frailes, una pipa de cerveza doble de marzo y un jamón
adobado con pimienta que enviamos a asar en Dinan antes de salir para este
viaje. También convenía que os
advirtiéramos que, cuando cierra la noche, volvemos por espacio de seis horas a
nuestra condición de esqueletos. ¡Hasta la pechuga de madame De Saint-Vaast,
esa seda que tomándola por una blanca camelia rozan todos los ojos del mundo,
se va, ceniza perfumada sólo de amor! Todos esqueletos –dije…
Alvaro Cunqueiro
Crónicas del Sochantre, 1956
En Biblioteca Básica Salvat,
Libros RTV, 1970
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