Gonzalo Sobejano |
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-Observando la estimación lograda entre los entendidos por novelas recientes como Saúl ante Samuel (novela poemática), Estela del fuego que se aleja (metanovela), Extramuros (novela histórica), Papel mojado (novela policíaca), El cuarto de atrás (novela entre memorial y fantástica) o El río de la luna (novela entre fantástica y testimonial), pienso que si para tan diversos ejemplares hubiese que proponer un ángulo de convergencia, éste podría ser su marcada orientación hacia el logro de un texto creativo plenario y autosuficiente.
Juan Benet parece haber querido hacer de cada una de sus novelas un poema textual, y a mi juicio lo ha conseguido al máximo en Saúl ante Samuel; y algo semejante puede decirse de Luis Goytisolo en Antagonía y en Estela del fuego que se aleja, óptimas muestras del arte metafictivo. Más extraño resulta que la novela histórica, la policíaca (o de espionaje, de misterio, de ciencia-ficción), la memorial y la testimonial persigan no tanto la revivicción de un pasado personal o colectivo, ni el entretenimiento, ni el dejar constancia de la verdad sucedida cuanto la alta tensión simbólica del poema; pero así ocurre en las citadas novelas de Fernández Santos, Juan José Millás, Carmen Martín Gaite y Guelbenzu, a las que cabe agregar otras de estos mismos autores y de otros como Cela, Delibes, Torrente Ballester, Juan Goytisolo, García Hortelano, Marsé, Julián Ríos, Miguel Espinosa, Álvaro Pombo, José María Merino, Lourdes Ortiz y algunos más.
De menor a mayor distancia respecto al centro señalado por la novela poema, las especies indicadas -novela metafictiva, histórica, lúdica, memorial y testimonial- giran dentro de su órbita, impulsadas hacia ese modelo más prestigioso que es la novela poemática: la que aspira a ser por entero y por excelencia texto creativo autónomo.
Por eso estimo que todas las especies nombradas podrían abarcarse (incluido el centro en tomo al cual se mueven) bajo la designación general de novela escriptiva. Son novelas que quieren ser, por encima de todo, escritura placenteramente concebida y percibida como prueba duradera de la voluntad de ser. Y si al hombre y su obra los define mejor la voluntad que el logro (aunque a la hora de asignar valores haya que mirar a éste más que a aquella), recuérdese: Cela deseaba en La colmena ofrecer «un trozo de vida narrado paso a paso»; Sánchez Ferlosio precisaba su empeño en El Jarama con estas palabras: «Un tiempo y un espacio acotados. Ver simplemente lo que sucede allí»; y Martín-Santos hacía consistir el realismo dialéctico de sus dos novelas (la acabada y la inacabada) en «pasar de la simple descripción estática de las enajenaciones, para plantear la real dinámica de las contradicciones in actu». En cambio, el narrador de Recuento pretendía componer un libro que fuera «no referencia a la realidad, sino, como la realidad, objeto de posibles referencias, mundo autónomo sobre el cual, teóricamente, un lector con impulsos creadores, pudiera escribir a su vez una novela o un poema, liberador de temas y de formas, creación de creaciones» (Recuento, p. 623); el narrador de Makbara conjura el espacio del zoco africano para darnos «la plaza entera abreviada en un libro, cuya lectura suplanta la realidad» (p. 222); el narrador de Saúl ante Samuel se niega a nombrar el lugar de los sucesos advirtiendo que «no se llamó nunca de ninguna manera acaso porque sólo existió un instante, sin tiempo para el bautizo»; y Julián Ríos presenta a la pareja protagonista de Larva como «dos atolondrados que se toman por personajes de novela e intentan meterse en la piel de sus dobles, 'Babelle' y 'Milalias', que inventaron para prolongar la vida en ficción -y viceversa» (solapa de Larva); «escribir escribirme: tú yo mi texto el libro», «yo: el escritor», «yo: lo escrito», dice el narrador de Paisajes después de la batalla; «Vivir lo escrito y escribir lo revivido...», «Escrivivir...», leemos en Larva (p. 30); «Escribo, luego existo», afirma un personaje de La orilla oscura, de José María Merino (p. 182).
-Observando la estimación lograda entre los entendidos por novelas recientes como Saúl ante Samuel (novela poemática), Estela del fuego que se aleja (metanovela), Extramuros (novela histórica), Papel mojado (novela policíaca), El cuarto de atrás (novela entre memorial y fantástica) o El río de la luna (novela entre fantástica y testimonial), pienso que si para tan diversos ejemplares hubiese que proponer un ángulo de convergencia, éste podría ser su marcada orientación hacia el logro de un texto creativo plenario y autosuficiente.
Juan Benet parece haber querido hacer de cada una de sus novelas un poema textual, y a mi juicio lo ha conseguido al máximo en Saúl ante Samuel; y algo semejante puede decirse de Luis Goytisolo en Antagonía y en Estela del fuego que se aleja, óptimas muestras del arte metafictivo. Más extraño resulta que la novela histórica, la policíaca (o de espionaje, de misterio, de ciencia-ficción), la memorial y la testimonial persigan no tanto la revivicción de un pasado personal o colectivo, ni el entretenimiento, ni el dejar constancia de la verdad sucedida cuanto la alta tensión simbólica del poema; pero así ocurre en las citadas novelas de Fernández Santos, Juan José Millás, Carmen Martín Gaite y Guelbenzu, a las que cabe agregar otras de estos mismos autores y de otros como Cela, Delibes, Torrente Ballester, Juan Goytisolo, García Hortelano, Marsé, Julián Ríos, Miguel Espinosa, Álvaro Pombo, José María Merino, Lourdes Ortiz y algunos más.
De menor a mayor distancia respecto al centro señalado por la novela poema, las especies indicadas -novela metafictiva, histórica, lúdica, memorial y testimonial- giran dentro de su órbita, impulsadas hacia ese modelo más prestigioso que es la novela poemática: la que aspira a ser por entero y por excelencia texto creativo autónomo.
Por eso estimo que todas las especies nombradas podrían abarcarse (incluido el centro en tomo al cual se mueven) bajo la designación general de novela escriptiva. Son novelas que quieren ser, por encima de todo, escritura placenteramente concebida y percibida como prueba duradera de la voluntad de ser. Y si al hombre y su obra los define mejor la voluntad que el logro (aunque a la hora de asignar valores haya que mirar a éste más que a aquella), recuérdese: Cela deseaba en La colmena ofrecer «un trozo de vida narrado paso a paso»; Sánchez Ferlosio precisaba su empeño en El Jarama con estas palabras: «Un tiempo y un espacio acotados. Ver simplemente lo que sucede allí»; y Martín-Santos hacía consistir el realismo dialéctico de sus dos novelas (la acabada y la inacabada) en «pasar de la simple descripción estática de las enajenaciones, para plantear la real dinámica de las contradicciones in actu». En cambio, el narrador de Recuento pretendía componer un libro que fuera «no referencia a la realidad, sino, como la realidad, objeto de posibles referencias, mundo autónomo sobre el cual, teóricamente, un lector con impulsos creadores, pudiera escribir a su vez una novela o un poema, liberador de temas y de formas, creación de creaciones» (Recuento, p. 623); el narrador de Makbara conjura el espacio del zoco africano para darnos «la plaza entera abreviada en un libro, cuya lectura suplanta la realidad» (p. 222); el narrador de Saúl ante Samuel se niega a nombrar el lugar de los sucesos advirtiendo que «no se llamó nunca de ninguna manera acaso porque sólo existió un instante, sin tiempo para el bautizo»; y Julián Ríos presenta a la pareja protagonista de Larva como «dos atolondrados que se toman por personajes de novela e intentan meterse en la piel de sus dobles, 'Babelle' y 'Milalias', que inventaron para prolongar la vida en ficción -y viceversa» (solapa de Larva); «escribir escribirme: tú yo mi texto el libro», «yo: el escritor», «yo: lo escrito», dice el narrador de Paisajes después de la batalla; «Vivir lo escrito y escribir lo revivido...», «Escrivivir...», leemos en Larva (p. 30); «Escribo, luego existo», afirma un personaje de La orilla oscura, de José María Merino (p. 182).
Así, a la novela «existencial» de los años 40-50 (La colmena), a la «social» de los 50-60 (El Jarama), a la «estructural» o «dialéctica» de los 60-70 (Tiempo de silencio), habría sucedido de 1973 a nuestros días como paradigma la novela «escriptiva», de la cual el resultado más denso sería la novela-poema (Saúl ante Samuel) y el más sintomático la metanovela (Antagonía), o sea, «aquella novela que de modo autoconsciente y sistemático llama la atención hacia su condición de artefacto a fin de inquirir en la relación existente entre la ficción y la realidad», definición de Patricia Waugh (Metafiction, 1984) que, en sentido menos amplio, pudiera reducirse a la novela que adjunta a la escritura de la aventura la aventura de la escritura (para usar la paradoja y el quiasmo de Jean Ricardou).
No me corresponde, sin embargo, hablar de la novela última, sino de la penúltima, la de los años 62 a 73 aproximadamente, y ello bajo el título «la renovación formal».
Me ocupé (sinópticamente, desde luego) de la renovación formal operante en la novela «estructural» o «dialéctica» de esos años, en Novela española de nuestro tiempo, cuya segunda edición «corregida y ampliada», de 1975, abarcaba la novelística desde 1939 hasta 1974, y para no repetir lo allí escrito he optado en esta ocasión por dedicar unas breves consideraciones a los comienzos de la metanovela en España, o sea, el modo como la novela estructural prepara y adelanta la autorreflexión (la reflexión sobre sí misma) que distingue a no pocos y sobresalientes ejemplares de la novela escriptiva. De ahí que haya empezado aludiendo a esta última, no para invadir el terreno del ponente que me sigue, sino para justificar la selección del aspecto que he creído podía ofrecer un interés más actual. Pues la novela estructural de los años 60-70 puede considerarse -como cualquier proceso histórico- entre un ayer y un mañana: su ayer era la novela social y su mañana estaría siendo ahora la novela escriptiva; y lo que ella supuso como renovación formal acaso se perfile mejor a la luz de lo que se iniciaría que a la penumbra de lo que abandonaba.
Las novelas a que se refiere este apunte son poco más de veinte, publicadas entre 1962 (Tiempo de silencio) y 1973 (Recuento), más algunas posteriores pero de los mismos autores, que son Martín-Santos, Carmen Martín Gaite, Delibes, Juan Goytisolo, Marsé, Benet, Cela, García Hortelano, Gonzalo Torrente Ballester, Caballero Bonald, Miguel Espinosa y alguno más joven.
En el clima de nueva fluidez social y cultural bajo la envejecida costra política del franquismo que distingue esos años 62 a 73, surge el afán de revisar la identidad de la persona en colusión dialéctica con la totalidad. El individuo lucha con su identidad insuficiente, residual o cambiante, en un vaivén de dentro afuera. Protagonista complejo y perplejo, toma ocasión en otros personajes (semiplanos) para su proceso comprobatorio. Los indicios de aquel sujeto protagónico apenas descubren su nombre, rostro o carácter, al menos un carácter consecuente; sólo se afirma la radicalidad de su pesquisa, condensada en momentos monumentales: puntos del tiempo en que la perplejidad exige lucidez analítica extrema o se resuelve de pronto en epifanías de efecto catártico. Hacia la revelación identificadora se encauza la trama, de pensamiento más que de fortuna o de personaje, y el desenlace parece oponer a las circunstancias difícilmente modificables la huida o la ruptura.
En los títulos de las novelas de este período se entrevé el momento revelador (Tiempo de silencio, Cinco horas con Mario, San Camilo, 1936, El gran momento de Mary Tribune) o el proceso de indagación que conduzca a una verdad (Señas de identidad, Parábola del náufrago, Una meditación, La saga/fuga de J. B., Recuento). Son novelas por lo común caudalosas, sinfónicas, que en su presentación ostentan un designio renovador, y su lenguaje persigue ante todo riqueza, potencia y complejidad, como lo muestra la sintaxis circunvolutiva de Martín-Santos y de Benet, la entrecortada de Juan Goytisolo y la enumeradora y congregante de Luis Goytisolo. La pasión por el lenguaje trae una crítica rigurosa del castellano convencional y del cliché literario, y una crítica irónica de la capacidad de engaño del lenguaje y de su posible mutilación (en Delibes y Torrente, por ejemplo).
El sujeto proteico no se identifica, el espacio laberíntico no conduce, el tiempo fragmentado no se sucede, la búsqueda prosigue pero no progresa, o progresa tan lentamente que se requieren otras variaciones, nuevas novelas, repetidos ensayos de una sola y vasta novela multivalente, hasta dar con la salida. La discontinuidad adopta las más variadas modulaciones.
Aranguren parece ver en Tiempo de silencio, a través de Joyce, la renovación del mito «genuino» o «arquetipo» uliseo, y en novelas posteriores el recurso a mitos modernos que quieren trascender la historia («prototipos»). Hay sin duda una apelación numerosa a mitos diversos: Nemi, Deméter, mitos wagnerianos en Benet; Proteo en Torrente Ballester; Medusa en Caballero Bonald; Neptuno en Luis Goytisolo; los mitos del traidor y del desterrado en Juan Goytisolo. Pero acaso más eficaz que esta exhumación de mitos resulte la demolición de ídolos en Tiempo de destrucción o en Reivindicación del Conde Don Julián.
La última esencia simbólica de la novela estructural podría definirse como una radical clarividencia crítica. Radicalidades se titula un libro de Pere Gimferrer, de 1978, que trata entre otros autores de Benet y de Juan y Luis Goytisolo, y el concepto que lo guía es la transgresión estética y moral de los textos: la ruptura del orden ético represivo y del lenguaje convencionalizado y, por tanto, igualmente represivo.
La liberalización cultural y el desarrollo económico favorecieron en esos años el reconocimiento de la complejidad y las novelas aludidas reflejan y codeterminan ese clima de apertura y pluralismo en un rígido marco de dictadura sobreviviente. Atestiguan la totalidad desde una confesión no lírico-biográfica, sino satírica o elegiaca. No son novelas de ilusión ni desilusión: son novelas de aprendizaje, pero de un aprendizaje que no conduce a una conciliación del yo y el mundo, sino a una tensión entre ambos no resoluble, o sólo resoluble en fracaso, locura, desesperanza, huida, corte, silencio. La novela-poema va abriéndose camino en las primeras obras de Juan Benet, y aunque hasta mediada la década del 60 persisten ejemplos de novela social en su vertiente antiburguesa, el experimento como tentativa de revolucionar la realidad o, al menos, como esfuerzo por transformar el realismo precedente, se afianza.
La fecundación cultural se hace, en fin, más copiosa y varia: las principales relaciones se entablan con Joyce y Beckett, con Faulkner y Proust, con los hispanoamericanos, la nueva novela francesa de entonces, con la crítica arquetípica y el estructuralismo, Freud, Marcuse, Reich, Lacan, y con la lingüística (Jakobson, Benveniste, Chomsky). Se gira hacia una narrativa que, como la poesía de los «novísimos», puede calificarse de «culturalista» porque no sólo contiene tácitamente una adecuada asimilación de cultura, sino que tiende a exhibirla en niveles de saturación tras los cuales se advierte un claro menosprecio de los ingenios legos y las plumas espontáneas. De este giro culturalista serían muestra suficiente las citas y los lemas, índices de intertextualidad, signos de literatura incorporada. Crípticas o manifiestas, situadas al frente, al pie, en el interior, al margen, las citas literarias ajenas convierten al modesto relator-testigo en lector-escritor inmodesto, capaz también de interrumpir el idioma común con palabras y frases de otras lenguas, y deseoso de atraer al leyente, más acá de lo narrado, al discurso narrativo: léxico culto, sintaxis dificultadora, metafórica imprevisible, ideación exigente.
No cometeré la ingenuidad de atribuir a Luis Martín-Santos la aportación de los elementos indicados como si antes de él, en los años 40 y 50, no hubieran aparecido algunos en novelas de otros autores; pero sí es cierto que la conjunción de todos ellos se encuentra en Tiempo de silencio y en Tiempo de destrucción en grado de intensidad bastante alto como para promover un cambio de hábitos.
Me fijaré, sin embargo, solamente en lo que la novela estructural significa, desde el punto de vista de la forma, como anticipación de la metanovela.
Tiempo de silencio importa más como práctica que como teoría de un nuevo modo de novelar. La teoría puede inducirse, pero no está expresada. Distinto es el caso de Tiempo de destrucción, que en principio iba precedida de un prólogo fingidamente escrito por quien iba ser el narrador de la historia entera: un sujeto (amigo de Agustín, el protagonista) que actuaba de testigo y relator. Se esbozaba en tal prólogo una teoría de la biografía y se compendiaba la intención de la tarea: narrar la vida de Agustín en forma reflexiva y autocrítica. Aunque Carlos Mainer no publicó dicho prólogo, adjuntó en su edición de 1975 a la parte del texto revisado por Martín-Santos versiones anteriores de capítulos y fragmentos de incorporación indeterminada, y un fragmento bastante largo («Reflexión del narrador», pp. 219-31) prueba que la primitiva idea del escritor era implicar al lector en el proceso de elaboración de su novela:
«Llegado a este punto, debo reflexionar sobre la marcha de mi narración y no encuentro nada reprensible en el hecho -por lo demás no tan inusitado- de que el lector asista a mis reflexiones y comprenda mejor la dinámica interna de este libro conociéndola en statu nascendi, en el mismo momento en que en mí -humilde narrador- tal dinámica se hace asequible y eficaz».
Ni ese fragmento ni otros párrafos autocríticos del capítulo 4 que manifiestan distanciamiento respecto a la técnica objetivista, subsistieron en la versión revisada, pero en principio el autor había pensado incluirlos, aunque al fin los excluyera. De este fenómeno de inclusión-exclusión parece inferirse que el novelista no tenía confianza en la madurez de sus lectores para aceptar junto a la escritura de la aventura la aventura de la escritura, o bien que no se sentía él mismo capacitado para salir airoso de una empresa acometida ya por Cervantes, Sterne, Diderot, Gide, etc., pero insólita en la España de aquellas fechas.
Juan Benet representa un caso especial que cabe situar entre el escriptivismo germinal de Martín-Santos y el terminal y desencadenado de Juan Goytisolo (admisión de la teoría dentro de la práctica o al par de ésta) y de Luis Goytisolo (integración de la primera en la segunda). Lo característico de Benet es que introduzca en sus novelas algunos (sólo algunos) elementos de teoría novelística por vía de alusión. Así ocurre en Volverás a Región cuando la voz narrativa define circunstancial e incidentalmente la traza monologal del aparente coloquio entre el doctor Sebastián y la hija del militar Gamallo, cuando invoca la imaginaria anulación del orden crónico por un «tiempo caótico», o cuando se refiere al propio modo compositivo de su novela mientras describe la forma de hablar de sus yuxtalocutores:
«En varias ocasiones había intercalado, como los errores y supresiones que se disimulan en un dibujo para dar lugar a un juego de adivinanzas, ciertas insinuaciones y veladuras con las que esperó despertar su interés y estimular su curiosidad».
En Una meditación la voz única del meditador anónimo parafrasea en ciertos momentos la constitución musical, la dimensión enigmática, y el efecto recuperador de la memoria involuntaria; reflexiones parecidas afloran según este método alusivo en novelas posteriores del mismo escritor; un escritor que, no obstante su hondura meditativa y la cultura artística y científica que no oculta, se ha resistido siempre a romper con intrusiones autoriales «el hechizo novelístico, ese supremo don de conseguir con la escritura que se olvide la lectura para convertir al lector en testigo directo de una acción tan vivida que casi anula el carácter de la página como agente mediador» (La moviola de Eurípides, p. 91).
Sería erróneo, sin embargo, considerar a Juan Benet ajeno al progreso hacia la metanovela, pues si es cierto que renuncia a la autocrítica y a las extensas disquisiciones sobre teoría novelística dentro de sus novelas, acentúa la índole escriptiva y fictiva de sus textos mediante otros recursos: la presentación misma de sus libros publicados en «La Gaya Ciencia» (alargados, con cubiertas de pensados colores, ilustraciones chocantes, escolios marginales en Un viaje de invierno, ausencia o escasez de párrafos, forma dialogada en La otra casa de Mazón), el uso de idiomas extraños y de citas crípticas, la ruptura de la organización espacial y temporal de la narración, el exceso de argumentaciones o sentencias, la ampliación o profundización del supuesto plano real en otros planos recónditos de visión, alucinación, sueño o fantasía que dejan en fascinante incertidumbre aquella presunta realidad problematizando el objeto del conocimiento y realzando la índole constructiva de toda forma de conocimiento.
Juan Goytisolo, que había militado en el realismo testimonial, modifica hondamente su interpretación de lo que la novela es o debe ser a partir de Señas de identidad y por influjo evidente de novelas como Tiempo de silencio, La muerte de Artemio Cruz o Rajuela. Es Señas de identidad la primera novela de Juan Goytisolo que se ve en su hacerse y que carga el acento sobre el discurso más que sobre la historia. El protagonista, Álvaro Mendiola, se aparece al lector elaborando su discurso, reconstruyendo sus señas identificativas mediante unos materiales recogidos y escogidos, los cuales integran la recomposición del pasado personal, familiar y nacional desde una perspectiva depuradora que le decidirá a despojarse de su identidad para comenzar a cero. La reflexividad es general en esta novela, pero en lo literario más crítica que teórica. En las reflexiones de sesgo teórico lo más destacable sería la consciencia con que el narrador plantea su pesquisa como un trabajo de ruptura y desposesión (p. 55), el cuidado con que yuxtapone recuerdos lejanos y próximos para contemplarse como actor, testigo, espectador, cómplice y protagonista del drama (110), sus frecuentes miradas a la composición de la obra en que está empeñado: «búsqueda interior» y «testimonio objetivo» (159-60), y la revelación de su tránsito desde la acción política a la labor dedicadamente artística: «Desertaste de la acción para ser un artista», se dice a sí mismo Álvaro Mendiola en ese «autodiálogo» (un «yo» que se habla a sí propio como un «tú») tan característico del signo introspectivo y exploratorio de la novela estructural.
He comentado la reflexividad novelística de Reivindicación del Conde Don Julián, Juan sin Tierra y Makbara en algunos trabajos que no voy a resumir. Baste subrayar ciertos términos que en la teoría novelística de Juan Goytisolo delatan la extracción y el rumbo: «orden verbal autónomo, engañoso delirio: poema», léese en Don Julián (125), a ejemplo de Góngora, cuya gesta desea emular el exiliado solitario. En Juan sin Tierra, la unidad más escriptiva de la llamada «trilogía de la traición», se habla de sacrificar «el referente a la verdad del discurso» (77), del «espacio textual» y las «constelaciones de signos» (152), de que «el tiempo se aniquila en el texto» (168), del «onanismo de la escritura» (225), y aparte estas y otras declaraciones de formalismo, estructuralismo, semiótica y gramatología, se hace un proceso paródico al realismo (263-308) y se esboza una teoría de la novela (311-313): «discurso sin peripecia alguna», «conjunto de agrupaciones textuales movidas por fuerza centrípeta única», «combinatoria de elementos (oposiciones, alternancias, juegos simétricos) sobre el blanco rectangular de la página», rechazo del «contenidismo» y de los «criterios mezquinos de utilidad», definición de la función poética como función «erógena». Y a estos principios, admitidos en Juan sin Tierra a modo de recapitulación teórica de lo prácticamente realizado hasta ahí, parecen ajustarse Makbara y Paisajes después de la batalla.
En Makbara la teoría ocupa casi sólo los últimos fragmentos, referentes a la oralidad del discurso infinito que la novela misma ha querido transparentar («ingrávido edificio sonoro en de(con)strucción perpetua», 219; «lengua que nace, brinca, se extiende, trepa, se ahíla», «lectura en palimpsesto», juego sin fin a partir del vacío). En Paisajes después de la batalla la teoría aparece de manera más diseminada que recapituladora y se hallan clarividentes definiciones del género del texto y de su pauta compositiva: «crónica burlona y sarcástica», «autobiografía deliberadamente grotesca», «minuciosa exposición de las ideas cliché de la época que configura poco a poco el mapa universal de la idiotez» (183-84); relato «desmembrado y hecho trizas», «esparcir la materia narrada al azar de sorpresas e imponderables por toda la rosa de los vientos: textos-vilano a merced del aire» (192).
En 1973 se publica, en fin, Recuento, de Luis Goytisolo, primera pieza de la tetralogía terminada en 1981: «Antagonía». En este ambicioso y trabajado ciclo la teoría de la novela no sólo tiene cabal admisión dentro de la novela misma (como en Juan Goytisolo), sino que invade la novela hasta el punto de que se cumple una verdadera integración: es la teoría lo que integra -lo que hace entera- la tetralogía. Pero nada diré de Recuento porque es precisamente esta obra la que consagra la novela «escriptiva», y sólo me corresponde aquí aquello que la anuncia. Recordaré al menos que, a través de las cuatro, novelas del ciclo, Luis Goytisolo procede desde la enumeración caótica, pasando por el incremento y desenvolvimiento del símil (ensayo de orden o coordinación), hacia la metáfora (cosmos). Logra un cosmos estético (analogía), pues la sustancia ética de la realidad del vivir es sentida de principio a fin como caos (antagonía). La mayor antagonía, la originaria, sería, tanto en Luis como en Juan Goytisolo, aquella que vivieron entre la acción política alentada por una fe en los destinos futuros de la colectividad y la creación estética inspirada por la soledad. De esta antagonía resulta forma extrema la novela autotélica, autorreferencial, autorreflexiva, autónoma, autista: la metanovela.
No son sólo Martín-Santos, Benet, Juan Goytisolo y Luis Goytisolo quienes ejercitan el pensamiento teórico sobre la novela dentro de sus novelas. En el período de predominio de la novela «estructural» acotado convencionalmente entre la fecha de Tiempo de silencio (1962) y la de Recuento (1973), salen a luz novelas que, bien por ejercitar en alguna proporción aquel pensamiento teórico, bien por poner de relieve con ostentación intencionada no sólo la estructura de la conciencia personal y de la totalidad social y la arquitectura nueva de la novela ofrecida, sino también -cada vez más- la escritura y la lectura del texto (la presencia del escritor y de lo escrito, y la presencia de lo legible e intelegible para un lector exterior al texto o inmanente a él) representan a la vez que el alejamiento del testimonio la aproximación al poema (y a otras especies que giran en la órbita del poema).
Entre esas novelas que anticipan formalmente la novela escriptiva, quisiera recordar: Ritmo lento, compuesta en forma de fragmentos de diario íntimo cuyo redactor observa su actividad narrativa y la enjuicia a menudo; Cinco horas con Mario, donde las citas bíblicas que inician los capítulos monodialogales en que se reparte el velatorio de la viuda marcan irónicamente una potencial intertextualidad obstruida a cada paso; Últimas tardes con Teresa, parodia de la novela social y, como tal parodia, burlesca crítica del modelo adoptado para destruirlo o reconstruirlo; La saga/fuga de J. B., parodia de la novela estructural y texto autocrítico por tal causa y por sus frecuentes reflexiones acerca de su propia hechura y su condición fictiva, legendaria, inverosímil o fantástica; El gran momento de Mary Tribune y Ágata ojo de gato, con sus constelaciones de citas literarias; y Oficio de tinieblas, 5, cuyas «mónadas» se producen en una esfera autónoma, al margen de la realidad, en un infierno de conciencia trasmutado en caprichoso ejercicio textual.
Después de 1973, la metanovela (impura siempre, ya que la «antinovela» que ella óptimamente encarna ha de admitir un núcleo de «neonovela», para usar términos muy clarificadores de Carlos Peregrín Otero) continúa y medra en obras como Fragmentos de apocalipsis (1977), precoz parodia de la metanovela misma; en Retahílas (74) y El cuarto de atrás (78), en La isla de los jacintos cortados (80) y Gramática parda (82), y en tantos otros productos rigurosamente actuales, Larva (83) el más llamativo de todos.
La novela «estructural» -podríamos concluir- prepara, trabajando por la determinación de un mundo novelesco representable, el modelo «escriptivo» hoy privilegiado. El novelista de ayer y el de hoy no sólo se aplican a crear un mundo individual-social (meta de cualquier novela): pretenden además revelar a sus destinatarios el esfuerzo puesto en penetrar y dominar la realidad hasta configurarla en un cosmos imaginario que sea, no independiente de ella (esto es imposible), sino digno de absoluta permanencia y émulo de la realidad. Así, conforme a una generalización que la crítica viene repitiendo desde hace muchos años, la realidad aparece como otra ficción y, para el que «escribe, luego vive», para el que «escrivive», la ficción asciende a tal arrogancia que aspira a arrogarse el título de única o suprema realidad.
No me corresponde, sin embargo, hablar de la novela última, sino de la penúltima, la de los años 62 a 73 aproximadamente, y ello bajo el título «la renovación formal».
Me ocupé (sinópticamente, desde luego) de la renovación formal operante en la novela «estructural» o «dialéctica» de esos años, en Novela española de nuestro tiempo, cuya segunda edición «corregida y ampliada», de 1975, abarcaba la novelística desde 1939 hasta 1974, y para no repetir lo allí escrito he optado en esta ocasión por dedicar unas breves consideraciones a los comienzos de la metanovela en España, o sea, el modo como la novela estructural prepara y adelanta la autorreflexión (la reflexión sobre sí misma) que distingue a no pocos y sobresalientes ejemplares de la novela escriptiva. De ahí que haya empezado aludiendo a esta última, no para invadir el terreno del ponente que me sigue, sino para justificar la selección del aspecto que he creído podía ofrecer un interés más actual. Pues la novela estructural de los años 60-70 puede considerarse -como cualquier proceso histórico- entre un ayer y un mañana: su ayer era la novela social y su mañana estaría siendo ahora la novela escriptiva; y lo que ella supuso como renovación formal acaso se perfile mejor a la luz de lo que se iniciaría que a la penumbra de lo que abandonaba.
Las novelas a que se refiere este apunte son poco más de veinte, publicadas entre 1962 (Tiempo de silencio) y 1973 (Recuento), más algunas posteriores pero de los mismos autores, que son Martín-Santos, Carmen Martín Gaite, Delibes, Juan Goytisolo, Marsé, Benet, Cela, García Hortelano, Gonzalo Torrente Ballester, Caballero Bonald, Miguel Espinosa y alguno más joven.
En el clima de nueva fluidez social y cultural bajo la envejecida costra política del franquismo que distingue esos años 62 a 73, surge el afán de revisar la identidad de la persona en colusión dialéctica con la totalidad. El individuo lucha con su identidad insuficiente, residual o cambiante, en un vaivén de dentro afuera. Protagonista complejo y perplejo, toma ocasión en otros personajes (semiplanos) para su proceso comprobatorio. Los indicios de aquel sujeto protagónico apenas descubren su nombre, rostro o carácter, al menos un carácter consecuente; sólo se afirma la radicalidad de su pesquisa, condensada en momentos monumentales: puntos del tiempo en que la perplejidad exige lucidez analítica extrema o se resuelve de pronto en epifanías de efecto catártico. Hacia la revelación identificadora se encauza la trama, de pensamiento más que de fortuna o de personaje, y el desenlace parece oponer a las circunstancias difícilmente modificables la huida o la ruptura.
En los títulos de las novelas de este período se entrevé el momento revelador (Tiempo de silencio, Cinco horas con Mario, San Camilo, 1936, El gran momento de Mary Tribune) o el proceso de indagación que conduzca a una verdad (Señas de identidad, Parábola del náufrago, Una meditación, La saga/fuga de J. B., Recuento). Son novelas por lo común caudalosas, sinfónicas, que en su presentación ostentan un designio renovador, y su lenguaje persigue ante todo riqueza, potencia y complejidad, como lo muestra la sintaxis circunvolutiva de Martín-Santos y de Benet, la entrecortada de Juan Goytisolo y la enumeradora y congregante de Luis Goytisolo. La pasión por el lenguaje trae una crítica rigurosa del castellano convencional y del cliché literario, y una crítica irónica de la capacidad de engaño del lenguaje y de su posible mutilación (en Delibes y Torrente, por ejemplo).
El sujeto proteico no se identifica, el espacio laberíntico no conduce, el tiempo fragmentado no se sucede, la búsqueda prosigue pero no progresa, o progresa tan lentamente que se requieren otras variaciones, nuevas novelas, repetidos ensayos de una sola y vasta novela multivalente, hasta dar con la salida. La discontinuidad adopta las más variadas modulaciones.
Aranguren parece ver en Tiempo de silencio, a través de Joyce, la renovación del mito «genuino» o «arquetipo» uliseo, y en novelas posteriores el recurso a mitos modernos que quieren trascender la historia («prototipos»). Hay sin duda una apelación numerosa a mitos diversos: Nemi, Deméter, mitos wagnerianos en Benet; Proteo en Torrente Ballester; Medusa en Caballero Bonald; Neptuno en Luis Goytisolo; los mitos del traidor y del desterrado en Juan Goytisolo. Pero acaso más eficaz que esta exhumación de mitos resulte la demolición de ídolos en Tiempo de destrucción o en Reivindicación del Conde Don Julián.
La última esencia simbólica de la novela estructural podría definirse como una radical clarividencia crítica. Radicalidades se titula un libro de Pere Gimferrer, de 1978, que trata entre otros autores de Benet y de Juan y Luis Goytisolo, y el concepto que lo guía es la transgresión estética y moral de los textos: la ruptura del orden ético represivo y del lenguaje convencionalizado y, por tanto, igualmente represivo.
La liberalización cultural y el desarrollo económico favorecieron en esos años el reconocimiento de la complejidad y las novelas aludidas reflejan y codeterminan ese clima de apertura y pluralismo en un rígido marco de dictadura sobreviviente. Atestiguan la totalidad desde una confesión no lírico-biográfica, sino satírica o elegiaca. No son novelas de ilusión ni desilusión: son novelas de aprendizaje, pero de un aprendizaje que no conduce a una conciliación del yo y el mundo, sino a una tensión entre ambos no resoluble, o sólo resoluble en fracaso, locura, desesperanza, huida, corte, silencio. La novela-poema va abriéndose camino en las primeras obras de Juan Benet, y aunque hasta mediada la década del 60 persisten ejemplos de novela social en su vertiente antiburguesa, el experimento como tentativa de revolucionar la realidad o, al menos, como esfuerzo por transformar el realismo precedente, se afianza.
La fecundación cultural se hace, en fin, más copiosa y varia: las principales relaciones se entablan con Joyce y Beckett, con Faulkner y Proust, con los hispanoamericanos, la nueva novela francesa de entonces, con la crítica arquetípica y el estructuralismo, Freud, Marcuse, Reich, Lacan, y con la lingüística (Jakobson, Benveniste, Chomsky). Se gira hacia una narrativa que, como la poesía de los «novísimos», puede calificarse de «culturalista» porque no sólo contiene tácitamente una adecuada asimilación de cultura, sino que tiende a exhibirla en niveles de saturación tras los cuales se advierte un claro menosprecio de los ingenios legos y las plumas espontáneas. De este giro culturalista serían muestra suficiente las citas y los lemas, índices de intertextualidad, signos de literatura incorporada. Crípticas o manifiestas, situadas al frente, al pie, en el interior, al margen, las citas literarias ajenas convierten al modesto relator-testigo en lector-escritor inmodesto, capaz también de interrumpir el idioma común con palabras y frases de otras lenguas, y deseoso de atraer al leyente, más acá de lo narrado, al discurso narrativo: léxico culto, sintaxis dificultadora, metafórica imprevisible, ideación exigente.
No cometeré la ingenuidad de atribuir a Luis Martín-Santos la aportación de los elementos indicados como si antes de él, en los años 40 y 50, no hubieran aparecido algunos en novelas de otros autores; pero sí es cierto que la conjunción de todos ellos se encuentra en Tiempo de silencio y en Tiempo de destrucción en grado de intensidad bastante alto como para promover un cambio de hábitos.
Me fijaré, sin embargo, solamente en lo que la novela estructural significa, desde el punto de vista de la forma, como anticipación de la metanovela.
Tiempo de silencio importa más como práctica que como teoría de un nuevo modo de novelar. La teoría puede inducirse, pero no está expresada. Distinto es el caso de Tiempo de destrucción, que en principio iba precedida de un prólogo fingidamente escrito por quien iba ser el narrador de la historia entera: un sujeto (amigo de Agustín, el protagonista) que actuaba de testigo y relator. Se esbozaba en tal prólogo una teoría de la biografía y se compendiaba la intención de la tarea: narrar la vida de Agustín en forma reflexiva y autocrítica. Aunque Carlos Mainer no publicó dicho prólogo, adjuntó en su edición de 1975 a la parte del texto revisado por Martín-Santos versiones anteriores de capítulos y fragmentos de incorporación indeterminada, y un fragmento bastante largo («Reflexión del narrador», pp. 219-31) prueba que la primitiva idea del escritor era implicar al lector en el proceso de elaboración de su novela:
«Llegado a este punto, debo reflexionar sobre la marcha de mi narración y no encuentro nada reprensible en el hecho -por lo demás no tan inusitado- de que el lector asista a mis reflexiones y comprenda mejor la dinámica interna de este libro conociéndola en statu nascendi, en el mismo momento en que en mí -humilde narrador- tal dinámica se hace asequible y eficaz».
Ni ese fragmento ni otros párrafos autocríticos del capítulo 4 que manifiestan distanciamiento respecto a la técnica objetivista, subsistieron en la versión revisada, pero en principio el autor había pensado incluirlos, aunque al fin los excluyera. De este fenómeno de inclusión-exclusión parece inferirse que el novelista no tenía confianza en la madurez de sus lectores para aceptar junto a la escritura de la aventura la aventura de la escritura, o bien que no se sentía él mismo capacitado para salir airoso de una empresa acometida ya por Cervantes, Sterne, Diderot, Gide, etc., pero insólita en la España de aquellas fechas.
Juan Benet representa un caso especial que cabe situar entre el escriptivismo germinal de Martín-Santos y el terminal y desencadenado de Juan Goytisolo (admisión de la teoría dentro de la práctica o al par de ésta) y de Luis Goytisolo (integración de la primera en la segunda). Lo característico de Benet es que introduzca en sus novelas algunos (sólo algunos) elementos de teoría novelística por vía de alusión. Así ocurre en Volverás a Región cuando la voz narrativa define circunstancial e incidentalmente la traza monologal del aparente coloquio entre el doctor Sebastián y la hija del militar Gamallo, cuando invoca la imaginaria anulación del orden crónico por un «tiempo caótico», o cuando se refiere al propio modo compositivo de su novela mientras describe la forma de hablar de sus yuxtalocutores:
«En varias ocasiones había intercalado, como los errores y supresiones que se disimulan en un dibujo para dar lugar a un juego de adivinanzas, ciertas insinuaciones y veladuras con las que esperó despertar su interés y estimular su curiosidad».
En Una meditación la voz única del meditador anónimo parafrasea en ciertos momentos la constitución musical, la dimensión enigmática, y el efecto recuperador de la memoria involuntaria; reflexiones parecidas afloran según este método alusivo en novelas posteriores del mismo escritor; un escritor que, no obstante su hondura meditativa y la cultura artística y científica que no oculta, se ha resistido siempre a romper con intrusiones autoriales «el hechizo novelístico, ese supremo don de conseguir con la escritura que se olvide la lectura para convertir al lector en testigo directo de una acción tan vivida que casi anula el carácter de la página como agente mediador» (La moviola de Eurípides, p. 91).
Sería erróneo, sin embargo, considerar a Juan Benet ajeno al progreso hacia la metanovela, pues si es cierto que renuncia a la autocrítica y a las extensas disquisiciones sobre teoría novelística dentro de sus novelas, acentúa la índole escriptiva y fictiva de sus textos mediante otros recursos: la presentación misma de sus libros publicados en «La Gaya Ciencia» (alargados, con cubiertas de pensados colores, ilustraciones chocantes, escolios marginales en Un viaje de invierno, ausencia o escasez de párrafos, forma dialogada en La otra casa de Mazón), el uso de idiomas extraños y de citas crípticas, la ruptura de la organización espacial y temporal de la narración, el exceso de argumentaciones o sentencias, la ampliación o profundización del supuesto plano real en otros planos recónditos de visión, alucinación, sueño o fantasía que dejan en fascinante incertidumbre aquella presunta realidad problematizando el objeto del conocimiento y realzando la índole constructiva de toda forma de conocimiento.
Juan Goytisolo, que había militado en el realismo testimonial, modifica hondamente su interpretación de lo que la novela es o debe ser a partir de Señas de identidad y por influjo evidente de novelas como Tiempo de silencio, La muerte de Artemio Cruz o Rajuela. Es Señas de identidad la primera novela de Juan Goytisolo que se ve en su hacerse y que carga el acento sobre el discurso más que sobre la historia. El protagonista, Álvaro Mendiola, se aparece al lector elaborando su discurso, reconstruyendo sus señas identificativas mediante unos materiales recogidos y escogidos, los cuales integran la recomposición del pasado personal, familiar y nacional desde una perspectiva depuradora que le decidirá a despojarse de su identidad para comenzar a cero. La reflexividad es general en esta novela, pero en lo literario más crítica que teórica. En las reflexiones de sesgo teórico lo más destacable sería la consciencia con que el narrador plantea su pesquisa como un trabajo de ruptura y desposesión (p. 55), el cuidado con que yuxtapone recuerdos lejanos y próximos para contemplarse como actor, testigo, espectador, cómplice y protagonista del drama (110), sus frecuentes miradas a la composición de la obra en que está empeñado: «búsqueda interior» y «testimonio objetivo» (159-60), y la revelación de su tránsito desde la acción política a la labor dedicadamente artística: «Desertaste de la acción para ser un artista», se dice a sí mismo Álvaro Mendiola en ese «autodiálogo» (un «yo» que se habla a sí propio como un «tú») tan característico del signo introspectivo y exploratorio de la novela estructural.
He comentado la reflexividad novelística de Reivindicación del Conde Don Julián, Juan sin Tierra y Makbara en algunos trabajos que no voy a resumir. Baste subrayar ciertos términos que en la teoría novelística de Juan Goytisolo delatan la extracción y el rumbo: «orden verbal autónomo, engañoso delirio: poema», léese en Don Julián (125), a ejemplo de Góngora, cuya gesta desea emular el exiliado solitario. En Juan sin Tierra, la unidad más escriptiva de la llamada «trilogía de la traición», se habla de sacrificar «el referente a la verdad del discurso» (77), del «espacio textual» y las «constelaciones de signos» (152), de que «el tiempo se aniquila en el texto» (168), del «onanismo de la escritura» (225), y aparte estas y otras declaraciones de formalismo, estructuralismo, semiótica y gramatología, se hace un proceso paródico al realismo (263-308) y se esboza una teoría de la novela (311-313): «discurso sin peripecia alguna», «conjunto de agrupaciones textuales movidas por fuerza centrípeta única», «combinatoria de elementos (oposiciones, alternancias, juegos simétricos) sobre el blanco rectangular de la página», rechazo del «contenidismo» y de los «criterios mezquinos de utilidad», definición de la función poética como función «erógena». Y a estos principios, admitidos en Juan sin Tierra a modo de recapitulación teórica de lo prácticamente realizado hasta ahí, parecen ajustarse Makbara y Paisajes después de la batalla.
En Makbara la teoría ocupa casi sólo los últimos fragmentos, referentes a la oralidad del discurso infinito que la novela misma ha querido transparentar («ingrávido edificio sonoro en de(con)strucción perpetua», 219; «lengua que nace, brinca, se extiende, trepa, se ahíla», «lectura en palimpsesto», juego sin fin a partir del vacío). En Paisajes después de la batalla la teoría aparece de manera más diseminada que recapituladora y se hallan clarividentes definiciones del género del texto y de su pauta compositiva: «crónica burlona y sarcástica», «autobiografía deliberadamente grotesca», «minuciosa exposición de las ideas cliché de la época que configura poco a poco el mapa universal de la idiotez» (183-84); relato «desmembrado y hecho trizas», «esparcir la materia narrada al azar de sorpresas e imponderables por toda la rosa de los vientos: textos-vilano a merced del aire» (192).
En 1973 se publica, en fin, Recuento, de Luis Goytisolo, primera pieza de la tetralogía terminada en 1981: «Antagonía». En este ambicioso y trabajado ciclo la teoría de la novela no sólo tiene cabal admisión dentro de la novela misma (como en Juan Goytisolo), sino que invade la novela hasta el punto de que se cumple una verdadera integración: es la teoría lo que integra -lo que hace entera- la tetralogía. Pero nada diré de Recuento porque es precisamente esta obra la que consagra la novela «escriptiva», y sólo me corresponde aquí aquello que la anuncia. Recordaré al menos que, a través de las cuatro, novelas del ciclo, Luis Goytisolo procede desde la enumeración caótica, pasando por el incremento y desenvolvimiento del símil (ensayo de orden o coordinación), hacia la metáfora (cosmos). Logra un cosmos estético (analogía), pues la sustancia ética de la realidad del vivir es sentida de principio a fin como caos (antagonía). La mayor antagonía, la originaria, sería, tanto en Luis como en Juan Goytisolo, aquella que vivieron entre la acción política alentada por una fe en los destinos futuros de la colectividad y la creación estética inspirada por la soledad. De esta antagonía resulta forma extrema la novela autotélica, autorreferencial, autorreflexiva, autónoma, autista: la metanovela.
No son sólo Martín-Santos, Benet, Juan Goytisolo y Luis Goytisolo quienes ejercitan el pensamiento teórico sobre la novela dentro de sus novelas. En el período de predominio de la novela «estructural» acotado convencionalmente entre la fecha de Tiempo de silencio (1962) y la de Recuento (1973), salen a luz novelas que, bien por ejercitar en alguna proporción aquel pensamiento teórico, bien por poner de relieve con ostentación intencionada no sólo la estructura de la conciencia personal y de la totalidad social y la arquitectura nueva de la novela ofrecida, sino también -cada vez más- la escritura y la lectura del texto (la presencia del escritor y de lo escrito, y la presencia de lo legible e intelegible para un lector exterior al texto o inmanente a él) representan a la vez que el alejamiento del testimonio la aproximación al poema (y a otras especies que giran en la órbita del poema).
Entre esas novelas que anticipan formalmente la novela escriptiva, quisiera recordar: Ritmo lento, compuesta en forma de fragmentos de diario íntimo cuyo redactor observa su actividad narrativa y la enjuicia a menudo; Cinco horas con Mario, donde las citas bíblicas que inician los capítulos monodialogales en que se reparte el velatorio de la viuda marcan irónicamente una potencial intertextualidad obstruida a cada paso; Últimas tardes con Teresa, parodia de la novela social y, como tal parodia, burlesca crítica del modelo adoptado para destruirlo o reconstruirlo; La saga/fuga de J. B., parodia de la novela estructural y texto autocrítico por tal causa y por sus frecuentes reflexiones acerca de su propia hechura y su condición fictiva, legendaria, inverosímil o fantástica; El gran momento de Mary Tribune y Ágata ojo de gato, con sus constelaciones de citas literarias; y Oficio de tinieblas, 5, cuyas «mónadas» se producen en una esfera autónoma, al margen de la realidad, en un infierno de conciencia trasmutado en caprichoso ejercicio textual.
Después de 1973, la metanovela (impura siempre, ya que la «antinovela» que ella óptimamente encarna ha de admitir un núcleo de «neonovela», para usar términos muy clarificadores de Carlos Peregrín Otero) continúa y medra en obras como Fragmentos de apocalipsis (1977), precoz parodia de la metanovela misma; en Retahílas (74) y El cuarto de atrás (78), en La isla de los jacintos cortados (80) y Gramática parda (82), y en tantos otros productos rigurosamente actuales, Larva (83) el más llamativo de todos.
La novela «estructural» -podríamos concluir- prepara, trabajando por la determinación de un mundo novelesco representable, el modelo «escriptivo» hoy privilegiado. El novelista de ayer y el de hoy no sólo se aplican a crear un mundo individual-social (meta de cualquier novela): pretenden además revelar a sus destinatarios el esfuerzo puesto en penetrar y dominar la realidad hasta configurarla en un cosmos imaginario que sea, no independiente de ella (esto es imposible), sino digno de absoluta permanencia y émulo de la realidad. Así, conforme a una generalización que la crítica viene repitiendo desde hace muchos años, la realidad aparece como otra ficción y, para el que «escribe, luego vive», para el que «escrivive», la ficción asciende a tal arrogancia que aspira a arrogarse el título de única o suprema realidad.
Gonzalo Sobejano
Novela española contemporánea:
la renovación formal, 1962-1973 (1986)
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