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EL PERRO DEL HORTELANO (Lope de Vega)

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TEODORO:
Llamábasme?


DIANA:
Bien ha hecho

ese necio en irse agora.


TEODORO:
Un hora he estado leyendo
tu papel, y bien mirado,
señora, tu pensamiento,
hallo que mi cobardía
procede de tu respeto;
pero que ya soy culpado
en tenerle, como necio,
a tus muchas diligencias;
y así, a decir me resuelvo
que te quiero, y que es disculpa
que con respeto te quiero.
Temblando estoy, no te espantes.

DIANA:
Teodoro, yo te lo creo.
¿Por qué no me has de querer
si soy tu señora y tengo
tu voluntad obligada,
pues te estimo y favorezco
más que a los otros crïados?

TEODORO:
Ese lenguaje no entiendo.

DIANA:
No hay más que entender, Teodoro,
ni pasar el pensamiento
un átomo desta raya.
Enfrena cualquier deseo;
que de una mujer, Teodoro,
tan principal, y más siendo
tus méritos tan humildes,
basta un favor muy pequeño
para que toda la vida

vivas honrado y contento.

 

TEODORO:
Cierto que vuseñoría
—perdóneme si me atrevo—
tiene en el jüicio a veces,
que no en el entendimiento,
mil lúcidos intervalos.
¿Para qué puede ser bueno
haberme dado esperanzas
que en tal estado me han puesto,
pues del peso de mis dichas
caí, como sabe, enfermo
casi un mes en una cama.
Luego, ¿qué tratamos desto
si cuando ve que me enfrío
se abrasa de vivo fuego,
y cuando ve que me abraso
se hiela de puro hielo?
Dejárame con Marcela.
Mas viénele bien el cuento
del perro del hortelano.
No quiere, abrasada en celos,
que me case con Marcela;
y en viendo que no la quiero,
vuelve a quitarme el jüicio,
y a despertarme si duermo.
Pues coma o deje comer;
porque yo no me sustento
de esperanzas tan cansadas;
que si no, desde aquí vuelvo
a querer donde me quieren.


 

DIANA:
Eso no, Teodoro: advierto
que Marcela no ha de ser.
En otro cualquier sujeto
pon los ojos; que en Marcela
no hay remedio.


 

TEODORO:
¿No hay remedio?
Pues, ¿quiere vuseñoría
que, si me quiere y la quiero,
ande a probar voluntades?
¿Tengo yo de tener puesto,
adonde no tengo gusto,
mi gusto por el ajeno?
Yo adoro a Marcela, y ella
me adora, y es muy honesto
este amor.


 

DIANA:
¡Pícaro, infame!
Haré yo que os maten luego.


 

TEODORO:
¿Qué hace vuseñoría?


 

DIANA:
Daros, por sucio y grosero,
estos bofetones.

Salen FEDERICO y FABIO. [Hablan aparte]



(...)





TRISTÁN:
Señor, que Juana o Lucía
cierren conmigo por celos,
y me rompan con las uñas
el cuello que ellas me dieron;
que me repelen y arañen
sobre averiguar por cierto
que les hice un peso falso,
¡vaya! Es gente de pandero,
de media de cordellate
y de zapato frailesco;
pero que tan gran señora
se pierda tanto el respeto
a sí misma, es vil acción.


 

TEODORO:
No sé, Tristán; pierdo el seso
de ver que me está adorando,
y que me aborrece luego.
No quiere que sea suyo
ni de Marcela; y si dejo
de mirarla, luego busca
por hablarme algún enredo.
No dudes: naturalmente
es del hortelano el perro.
Ni come ni comer deja,
ni está fuera ni está dentro.






Félix Lope de Vega y Carpio
El perro del hortelano
(Acto II)



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El perro del hortelano
en Centro Virtual Cervantes




Los actores Carmelo Gómez y Emma Suárez
en una escena de la película El perro del hortelano Pilar Miró, 1995)

Lope debió de escribir El perro del hortelano poco después que La dama boba (acabada el 25 de abril de 1613, fecha del autógrafo). S. Griswold Morley y Courtney Bruerton señalan como fechas extremas para su composición 1613-1615, y como probable la de 1613. La supuesta parodia de los versos de la Soledad primera de Góngora (vv. 721 y ss. en boca del engolado marqués Ricardo) nos lleva a la segunda mitad de 1613, porque entre mayo y junio empezó a circular por Madrid el manuscrito de la obra. Aparece impresa la Comedia famosa el perro del hortelano en los folios 1-27 de la Onzena parte de las comedias de Lope de Vega Carpio, Madrid, Viuda de Alonso Martín de Balboa, 1618. A partir del análisis de la versificación, dicen Morley y Bruerton: «Es muy dudoso que tantos versos sueltos puedan ser posteriores a 1615. Los porcentajes de versos sueltos y romances coinciden en 1613, y ésa es la fecha probable».

Comedia palatina, o palaciega, porque la acción transcurre en buena parte —sobre todo los dos primeros actos— en el palacio de Diana, condesa de Belflor, en Nápoles. A este escenario se suman las puertas de una iglesia y de una taberna, la casa del conde Ludovico y la calle, que convierten también en urbana la obra,  especialmente su acto tercero. Comedia de enredo —Dixon la llama de «capa y espada»—,  tiene un inicio típico del género con huida de personajes embozados, pero en seguida adquiere una gran densidad psicológica por la lucha interior de sus personajes. Tiene nada menos que diecisiete monólogos. Tres en el primer acto: Diana dice un soneto; Teodoro, redondillas primero y un soneto después. Siete en el segundo: Teodoro, décimas y romance; Marcela, soneto; Teodoro, romance; Marcela, romance; Diana, soneto; y Teodoro, soneto. Y siete en el tercero: Tristán, endecasílabos sueltos; Teodoro, soneto; Diana, redondillas en dos ocasiones; Marcela, soneto; Tristán, romance; y Diana, dos endecasílabos. Bien es cierto que algunos de los monólogos son muy breves: 5 versos uno de Teodoro, 7 versos y 2 otros dos de Diana, y 4 y 9 versos los de Tristán, que no son tanto reflexión como modo de que el público se entere de su acción. Pero si les sumamos los dos sonetos, ficticias cartas, que leen Teodoro y Diana, y los apartes, veremos cómo los personajes continuamente reflexionan, porque, salvo en el tercer acto, poca cosa sucede en la obra. Como dice César Oliva: «Estamos ante una comedia de alto contenido verbal y escasa acción dramática».  

La obra tiene nueve sonetos —la que más—,  bien es cierto que dos son cartas leídas (una por Teodoro y otra por Diana, y se supone que la autoría es la inversa). Diana dice dos sonetos (actos primero y segundo); Teodoro, tres (uno en cada acto); y Marcela, dos (actos segundo y tercero). Rafael Pérez Sierra habla de «comedia interiorizada en las dos figuras poéticas protagonistas» y menciona el «número insólito de sonetos, nueve en total, aparte de los monólogos de Teodoro, que no van precisamente dirigidos a producir esa acción, sino más bien a que desaparezca casi enteramente después de las primeras escenas para reaparecer al final». El monólogo de Teodoro en cinco décimas al comienzo del acto segundo (*), solo en escena, tras la marcha de la condesa con el séquito de los criados y de sus pretendientes, es esencial. Marc Vitse, que lo ha analizado, subraya su elaboración y originalidad; llega a calificarlo de «joya artística» y lo considera «una de las más destacadas obras maestras del tan rico acervo monologal del teatro del siglo XVII».  

Hay pocas acciones, y la mayoría son fingidas, falsas. Diana manda a Teodoro leer y escribir cartas a una supuesta amiga suya que no existe, se cae fingidamente para que él le ofrezca la mano, hace que Teodoro —y él delega en Fabio— anuncie al marqués Ricardo su elección como marido y luego niega haberlo hecho. Tristán lleva un papel de Marcela a su señor, pero éste lo rompe sin leerlo. Teodoro dice a Marcela que su señora quiere casarla con Fabio, y es una invención suya. De esta forma, las nimias acciones de la condesa, el encierro de Marcela y el bofetón a Teodoro, destacan como lo que son: la prueba esencial de su amor por el secretario. Todo sucede además en el ámbito doméstico.

En el tercer acto, los dos disfraces de Tristán, de rufián y de mercader griego, tendrían que haber desembocado en dos acciones contrarias: la muerte y el nacimiento de Teodoro como noble. Sólo la última tendrá lugar y además es de nuevo una falsedad. La comedia está formada, pues, esencialmente por palabras. Pero a través de ellas, vemos a unos personajes espléndidos luchando con sus sentimientos, arriesgándose, hasta llegar al gozoso «fortuna, tente, tente» final.




(*) TEODORO:

Nuevo pensamiento mío
desvanecido en el viento,
que con ser mi pensamiento
de veros volar me río,
parad, detened el brío,
que os detengo y os provoco,
porque si el intento es loco
de los dos lo mismo escucho,
aunque donde el premio es mucho,
el atrevimiento es poco.
Y si por disculpa dais
que es infinito el que espero,
averigüemos primero,
pensamiento, en qué os fundáis.
¿Vos a quien servís amáis?
Diréis que ocasión tenéis
si a vuestros ojos creéis;
pues, pensamiento, decildes
que sobre pajas humildes
torres de diamante hacéis.
Si no me sucede bien,
quiero culparos a vos,
mas teniéndola los dos,
no es justo que culpa os den;
que podréis decir también
cuando del alma os levanto,
y de la altura me espanto
donde el amor os subió,
que el estar tan bajo yo
os hace a vos subir tanto.
Cuando algún hombre ofendido
al que le ofende defiende,
que dio la ocasión se entiende;
del daño que os ha venido,
sed en buenhora atrevido,
que aunque los dos nos perdamos,
esta disculpa llevamos:
que vos os perdéis por mí,
y que yo tras vos me fui,
sin saber adónde vamos.
Id en buenhora, aunque os den
mil muertes por atrevido;
que no se llama perdido
el que se pierde tan bien.
Como a otros dan parabién
de lo que hallan, estoy tal,
que de perdición igual
os le doy, porque es perderse
también que puede tenerse
envidia del mismo mal

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