Sospecho que no hay otro
libro argentino que haya sabido provocar de la crítica un dispendio igual de
inutilidad. Tres profusiones ha tenido el error con nuestro Martín Fierro:
una las admiraciones que condescienden, otra los elogios groseros, ilimitados,
otra la digresión histórica o filológica. La primera es la tradicional: su
prototipo está en la incompetencia benévola de los sueltos de periódico y de
las cartas que usurpan el primer cuaderno, el de cubierta celeste, de la
edición vulgar, y sus continuadores son insignes y de los otros. Disminuidores
profesionales de lo que alaban, nunca dejan de celebrar en el Martín Fierro
la falta de retórica: palabra que les sirve para nombrar la retórica deficiente
-lo mismo que si emplearan arquitectura para significar la intemperie,
los derrumbes y las demoliciones. Imaginan que un libro puede no pertenecer a
las letras: el Martín Fierro les agrada contra la inteligencia, en pro
de una herejía demagógica del pauperismo como estado de gracia y de la
imprevisión infalible. El entero resultado de su labor cabe en estas líneas de
Rojas: «Tanto valiera repudiar el arrullo de la paloma porque no es un
madrigal, o la canción del viento porque no es una oda. Así esta pintoresca
payada se ha de considerar en la rusticidad de su forma y en la ingenuidad de
su fondo como una voz elemental de la naturaleza» (Obras, tomo noveno,
página 828).
La segunda -la del
elogio botarate a malsalva- no ha realizado hasta hoy sino el sacrificio inútil
de sus «precursores» y una forzada igualación con el Cantar del Cid
y con la Comedia dantesca. En estudio anterior sobre el coronel
Ascasubi, he discutido la primera de esas actividades; de la segunda básteme
referir que su perseverante método es el de pesquisar versos contrahechos o
ingratos en las epopeyas antiguas -como si las afinidades en el error fueran
probatorias. Por lo demás, todo ese operoso manejo deriva de una superstición:
la de presuponer que determinados géneros literarios (en este caso particular,
la epopeya) valen formalmente más que otros. La cándida y estrafalaria necesidad
de que el Martín Fierro sea épico ha pretendido comprimir, en ese
cuchillero individual de mil ochocientos setenta, el proceso misceláneo de
nuestra historia. Oyuela (Antología poética hispano-americana, tomo
tercero, notas) ha desbaratado ya ese complot.
La tercera distrae con
mejores tentaciones. Afirma con delicado error, por ejemplo, que el MartínFierro es una presentación de la pampa. El hecho es que, a los hombres de la
ciudad, la campaña sólo nos puede ser presentada como un descubrimiento
gradual, como una serie de experiencias posibles. Es el procedimiento de las
novelas de aprendizaje pampeano, de adecuación, The purple land (1885)
de Hudson y Don Segundo Sombra (1926) de Güiraldes, cuyos protagonistas
van identificándose con el campo. No es el procedimiento de Hernández, que
presupone deliberadamente la pampa y los hábitos diarios de la pampa, sin
detallarlos nunca -reserva natural en un gaucho que habla para otros gauchos.
Alguien me querrá oponer estos versos, y los precedidos por ellos:
Yo he conocido esta tierra
En que el paisano vivía
I su ranchito tenía
I sus hijos y mujer.
Era una delicia el ver
I sus hijos y mujer.
Era una delicia el ver
Cómo pasaba sus días.
El tema, entiendo, no es
la miserable edad de oro que nosotros percibiríamos; es la destitución del
narrador, su presente nostalgia.
Rojas (Obras,
tomo noveno, página 784) no le deja lugar en el porvenir sino al estudio
filológico del poema -vale decir a la ya incontenible disensión sobre la
palabra cantra o contramilla, más adecuada a la infinita duración
del Infierno que al plazo relativamente efímero de nuestras vidas. En ese
particular, como en todos, una deliberada subordinación del color local es
típica de Martín Fierro. Comparado con el de los «precursores», su
léxico parece rehuir los rasgos diferenciales del lenguaje del campo, y
solicitar el sermo plebeius común. Recuerdo que de chico me sorprendió su
entendibilidad general, y que me pareció de compadre criollo, no de paisano. El
Fausto era mi norma de habla rural. Ahora -con algún conocimiento de la
campaña- el predominio del soberbio cuchillero de pulpería sobre el paisano
reservado y solícito me parece evidente, no tanto por el léxico manejado,
cuanto por las repetidas balacas y la intención.
Otro recurso para
descuidar el poema lo ofrecen los proverbios. Esas lástimas -según las califica
definitivamente Lugones (El payador, página 227, véase también 181)- han
sido consideradas más de una vez parte sustantiva del libro. Inferir la ética
del Martín Fierro no de los destinos que presenta, sino de los mecánicos
dicharachos hereditarios que estorban su decurso, o de las moralidades foráneas
que lo epilogan, es una distracción que sólo la reverencia de lo tradicional
pudo recomendar. Prefiero ver en esas prédicas meras verosimilitudes o marcas
del estilo directo. Creer en su valor nominal es obligarse infinitamente a
contradicción. Así, en el canto séptimo de La ida, ocurre esta copla que
lo significa entero al paisano:
Limpié el facón en los pastos,
Desaté mi redomón,
Monté despacio, y salí
Al tranco pa el cañadón.
No necesito restaurar la
perdurable escena: el hombre sale de matar, resignado. El mismo hombre que
después nos quiere servir esta moralidad:
La sangre que se redama
No se olvida hasta la muerte.
La impresión es de tal suerte
Que a mi pesar, no lo niego,
Caí como gotas de juego
En la alma del que la vierte.
La sangre que se redama
No se olvida hasta la muerte.
La impresión es de tal suerte
Que a mi pesar, no lo niego,
Caí como gotas de juego
En la alma del que la vierte.
La verdadera ética del
criollo está en el relato: la que presume que la sangre vertida no es demasiado
memorable, y que a los hombres les ocurre matar (El inglés conoce la locución kill
his man, cuya directa versión es matar su hombre, descífrese matar
el hombre cuya muerte era mía o matar el hombre que tiene que matar todo
hombre). «Quién no debía una muerte en mi tiempo», le oí quejarse con
dulzura una tarde a un señor de edad.
Arribo así, por
eliminación de los percances tradicionales, a una directa consideración del
poema. Desde el verso decidido que lo inaugura, casi todo él está en primera
persona, hecho que juzgo capital. Fierro cuenta su historia a partir de la
plena edad viril, tiempo en que el hombre es, no dócil tiempo en que lo está
buscando la vida. Eso algo nos defrauda: no hemos salido de la tutela de
Dickens, inventor de la infancia, y preferimos la morfología de los caracteres
a su perfección y adultez. Queremos experimentar cómo se llega a ser Martín
Fierro...
¿Qué intención la de
Hernández? Esta limitadísima: la relación del destino de Martín Fierro, en su
propia boca. En esa relación, su carácter. Sirven de prueba todos los episodios
del libro. El cualquiera tiempo pasado, normalmente mejor, del
canto segundo, es la verdad del sentimiento del héroe, no de la desolada vida
de las estancias en el tiempo de Rosas. La fornida pelea con el negro, en el
canto séptimo, no corresponde ni a la sensación de pelear ni a las inquietas
lucideces y fallas que rinde la memoria de un hecho, sino a la narración
estoica del peleador. No intuimos la pelea, sino al paisano Martín Fierro
contándola (En la guitarra, como la he escuchado más de una vez, el chacaneo
del acompañamiento recalca bien su intención de triste coraje. Esa individuada
pelea es seguida en el texto por otra tan impersonal y esquemática que la
sospecho una generalización de muchas peleas, su declaración y su elipsis).
Todo corrobora; prefiero destacar unas estrofas sueltas para que las remire el
lector. Copio esta notificación total de un destino:
-
Había un gringuito cautivo-
Que siempre hablaba del barco
I lo ahugaron en un charco
Por causante de la peste.
Tenía los ojos celestes
Como potrillito zarco.
Entre las muchas circunstancias
de lástima -atrocidad e inutilidad de esa muerte, recuerdo verosímil del vapor,
rareza de que venga a ahogarse a la pampa quien atravesó indemne el mar- creo
debe su eficacia la estrofa a esa posdata o adición patética del recuerdo:
«tenía los ojos celestes como potrillito zarco», tan significativa de quien
supone ya contada una cosa, y le restituye la memoria una imagen más.
De rodillas a su lao
Yo lo encomendé a Jesús.
Faltó a mis ojos la luz,
Tuve un terrible desmayo.
Caí como herido del rayo
Cuando lo vi muerto a Cruz.
Cuando lo vio muerto a
Cruz. Fierro, por un pudor de la pena, da por sentado el fallecimiento del
compañero, finge haberlo mostrado.
Esa postulación de una
realidad me parece significativa de todo el libro. Su tema -lo repito- no es la
imposible presentación de todos los hechos que atravesaron la conciencia de un
hombre, ni tampoco la desfigurada, mínima parte que de ellos puede salvar el
recuerdo, sino la narración del paisano, el hombre que se muestra al contar. El
proyecto comporta así una doble invención: la de los episodios y la de los
sentimientos del héroe, retrospectivos estos últimos o inmediatos. Ese vaivén
impide la declaración de algunos detalles: por ejemplo, no se nos informa si la
tentación de darle unos rebencazos a la mujer del negro asesinado es una
brutalidad de borracho, o -eso preferiríamos- una desesperación del
aturdimiento, y esa perplejidad de los motivos lo hace más real. En esta
discusión de episodios me interesa menos la imposición de una determinada tesis
que este convencimiento central: la esencia novelística del Martín Fierro,
hasta en los pormenores. Novela, novela de organización cuidada o genial, es
nuestro Martín Fierro: única definición que puede trasmitir puntualmente
el orden de placer que nos da, y que condice sin escándalo con su fecha. Ésta,
quién no lo sabe, es la del siglo novelístico por antonomasia: el de
Dostoievski, el de Meredith, el de Butler, el de Tolstoi, el de Flaubert. Cito
esos nombres evidentes, pero prefiero unir al de nuestro criollo el de otro
americano, también de vida de recuerdo y de riesgo, el principal, insospechado
Mark Twain de Huckleberry Finn.
Dije que una novela. Se
me recordará que las epopeyas antiguas representan una preforma de la novela.
De acuerdo, pero asimilar el libro de Hernández a esa categoría primitiva es
agotarse inútilmente en un juego de fingir coincidencias, y es renunciar a toda
posibilidad de un examen. La legislación de la épica -metros heroicos, manejo
servicial de los dioses, destacada situación política de los héroes- no es
aplicable aquí. Las condiciones novelísticas, sí lo son. De su ordenada
aplicación eventual, estas envidadoras páginas no pretenden ser sino un
prólogo.
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