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Entonces presencié un hecho que me hizo derramar lágrimas. No encontrando a mi amo por ninguna parte, y temiendo que corriera algún peligro, bajé a la primera batería y le hallé ocupado en apuntar un cañón. Su mano trémula había recogido el botafuego de las de un marinero herido, y con la debilitada vista de su ojo derecho, buscaba el infeliz el punto a donde quería mandar la bala. Cuando la pieza se disparó, se volvió hacia mí, trémulo de gozo, y con voz que apenas pude entender, me dijo:
«¡Ah!, ahora Paca no se reirá de mí. Entraremos triunfantes en Cádiz».
En resumen, la lucha terminó felizmente, porque los ingleses comprendieron la imposibilidad de represar al Santa Ana, a quien favorecían, a más de los tres navíos indicados, otros dos franceses y una fragata, que llegaron en lo más recio de la pelea.
Estábamos libres de la manera más gloriosa; pero en el punto en que concluyó aquella hazaña, comenzó a verse claro el peligro en que nos encontrábamos, pues el Santa Ana debía ser remolcado hasta Cádiz, a causa del mal estado de su casco. La fragata francesa Themis echó un cable y puso la proa al Norte; pero ¿qué fuerza podía tener aquel barco para remolcar otro tan pesado como el Santa Ana, y que sólo podía ayudarse con las velas desgarradas que quedaban en el palo del trinquete? Los navíos que nos habían rescatado, esto es, el Rayo, el Montañés y el San Francisco de Asís, quisieron llevar más adelante su proeza, y forzaron de vela para rescatar también al San Juan y al Bahama, que iban marinados por los ingleses. Nos quedamos, pues, solos, sin más amparo que el de la fragata que nos arrastraba, niño que conducía un gigante. ¿Qué sería de nosotros si los ingleses, como era de suponer, se reponían de su descalabro y volvían con nuevos refuerzos a perseguirnos? En tanto, parece que la Providencia nos favorecía, pues el viento, propicio a la marcha que llevábamos, impulsaba a nuestra fragata, y tras ella, conducido amorosamente, el navío se acercaba a Cádiz.
Cinco leguas nos separaban del puerto.
¡Qué indecible satisfacción! Pronto concluirían nuestras penas; pronto pondríamos el pie en suelo seguro, y si llevábamos la noticia de grandes desastres, también llevábamos la felicidad a muchos corazones que padecían mortal angustia creyendo perdidos para siempre a los que volvían con vida y con salud.
La intrepidez de los navíos españoles no tuvo más éxito que el rescate del Santa Ana, pues les cargó el tiempo y tuvieron que retroceder sin poder dar caza a los navíos ingleses que custodiaban al San Juan, al Bahama y al San Ildefonso. Aún distábamos cuatro leguas del término de nuestro viaje cuando los vimos retroceder. El vendaval había arreciado, y fue opinión general a bordo del Santa Ana que, si tardábamos en llegar, pasaríamos muy mal rato. Nuevos y más terribles apuros. Otra vez la esperanza perdida a la vista del puerto, y cuando unos cuantos pasos más sobre el terrible elemento nos habrían puesto en completa seguridad dentro de la bahía.
A todas éstas se venía la noche encima con malísimo aspecto: el cielo, cargado de nubes negras, parecía haberse aplanado sobre el mar, y las exhalaciones eléctricas, que lo inflamaban con breves intervalos, daban al crepúsculo un tinte pavoroso. La mar, cada vez más turbulenta, furia aún no aplacada con tanta víctima, bramaba con ira, y su insaciable voracidad pedía mayor número de presas. Los despojos de la más numerosa escuadra que por aquel tiempo había desafiado su furor juntamente con el de los enemigos, no se escapaban a la cólera del elemento, irritado como un dios antiguo, sin compasión hasta el último instante, tan cruel ante la fortuna como ante la desdicha.
Yo observé señales de profunda tristeza lo mismo en el semblante de mi amo que en el del general Álava, quien, a pesar de sus heridas, estaba en todo, y mandaba hacer señales a la fragata Themis para que acelerase su marcha si era posible. Lejos de corresponder a su justa impaciencia, nuestra remolcadora se preparaba a tomar rizos y a cargar muchas de sus velas, para aguantar mejor el furioso levante. Yo participé de la general tristeza, y en mis adentros consideraba cuán fácilmente se burla el destino de nuestras previsiones mejor fundadas, y con cuánta rapidez se pasa de la mayor suerte a la última desgracia. Pero allí estábamos sobre el mar, emblema majestuoso de la humana vida. Un poco de viento le transforma; la ola mansa que golpea el buque con blando azote, se trueca en montaña líquida que le quebranta y le sacude; el grato sonido que forman durante la bonanza las leves ondulaciones del agua, es luego una voz que se enronquece y grita, injuriando a la frágil embarcación; y ésta, despeñada, se sumerge sintiendo que le falta el sostén de su quilla, para levantarse luego lanzada hacia arriba por la ola que sube. Un día sereno trae espantosa noche, o por el contrario, una luna que hermosea el espacio y serena el espíritu suele preceder a un sol terrible, ante cuya claridad la Naturaleza se descompone con formidable trastorno.
Nosotros experimentábamos la desdicha de estas alternativas, y además la que proviene de las propias obras del hombre. Tras un combate habíamos sufrido un naufragio; salvados de éste, nos vimos nuevamente empeñados en una lucha, que fue afortunada, y luego, cuando nos creímos al fin de tantas penas, cuando saludábamos a Cádiz llenos de alegría, nos vimos de nuevo en poder de la tempestad, que hacia fuera nos atraía, ansiosa de rematarnos. Esta serie de desventuras parecía absurda, ¿no es verdad? Era como la cruel aberración de una divinidad empeñada en causar todo el mal posible a seres extraviados... pero no: era la lógica del mar, unida a la lógica de la guerra. Asociados estos dos elementos terribles, ¿no es un imbécil el que se asombre de verles engendrar las mayores desventuras?
Una nueva circunstancia aumentó para mí y para mi amo las tristezas de aquella tarde. Desde que se rescató el Santa Ana no habíamos visto al joven Malespina. Por último, después de buscarle mucho, le encontré acurrucado en uno de los canapés de la cámara.
Acerqueme a él y le vi muy demudado; le interrogué y no pudo contestarme. Quiso levantarse y volvió a caer sin aliento.
«¡Está usted herido! -dije-: Llamaré para que le curen.
-No es nada -contestó-. ¿Querrás traerme un poco de agua?»
Al punto llamé a mi amo.
«¿Qué es eso, la herida de la mano? -preguntó éste examinando al joven.
-No, es algo más», repuso D. Rafael con tristeza, y señaló a su costado derecho cerca de la cintura.
Luego, como si el esfuerzo empleado en mostrar su herida y en decir aquellas pocas palabras fuera excesivo para su naturaleza debilitada, cerró los ojos y quedó sin habla ni movimiento por algún tiempo.
«¡Oh!, esto parece grave -dijo D. Alonso con desaliento.
-¡Y más que grave!», añadió un cirujano que había acudido a examinarle.
Malespina, poseído de profunda tristeza al verse en tal estado, y creyendo que no había remedio para él, ni siquiera dio cuenta de su herida y se retiró a aquel sitio, donde le detuvieron sus pensamientos y sus recuerdos. Creyéndose próximo a morir, se negaba a que se le hiciera la cura. El cirujano dijo que aunque grave, la herida no parecía mortal; pero añadió que si no llegábamos a Cádiz aquella noche para que fuese convenientemente asistido en tierra, la vida de aquél, así como la de otros heridos, corría gran peligro. El Santa Ana había tenido en el combate del 21 noventa y siete muertos y ciento cuarenta heridos: se habían agotado los recursos de la enfermería, y algunos medicamentos indispensables faltaban por completo. La desgracia de Malespina no fue la única después del rescate, y Dios quiso que otra persona para mí muy querida sufriese igual suerte. Marcial cayó herido, si bien en los primeros instantes apenas sintió dolor y abatimiento, porque su vigoroso espíritu le sostenía. No tardó, sin embargo, en bajar al sollado, diciendo que se sentía muy mal. Mi amo envió al cirujano para que le asistiese, y éste se limitó a decir que la herida no habría tenido importancia alguna en un joven de veinticuatro años: Medio-hombre tenía más de sesenta.
Benito Pérez Galdós
Trafalgar, Capt. XIV, 1873-1875
(Episodios Nacionales)
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