Un
viento cabestrero empujaba la mies, derrotaba en la polvada del camino,
levantando tolvaneras, y conducía al hedor dulcecillo de la tenería hasta el
portal de la ciudad. Por el camino del aeródromo viejo nadie paseaba antes del
atardecer y ya era noche cerrada cuando, como huyendo, regresaban a la ciudad
parejas que habían encontrado en los ribazos, junto a las matas de aranes y a
las zarzamoras, cobijo a su destierro veraniego del parque y de los paseos
urbanos.
El
camino terminaba en el aeródromo, ramificándose en sendas que sorteaban los
juncales y que, más allá, en las lomas, garabateaban las laderas,
arrugándolas. En el aeródromo permanecía, sobre los años y las inundaciones del
río cercano, un pequeño hangar de techo de uralita y paredes de ladrillo, con
la puerta desgoznada y batiente, que era el punto de referencia, la aventura y
la sombra en los paseos dominicales de los niños del Hospicio. Los pastores de
la merindad y los gitanos transhumantes lo tomaban de refugio; los regimientos
de la guarnición, en sus ejercicios o maniobras por los alrededores, lo
usufructuaban como letrina para oficiales.
La
única tierra calveriza del gran valle era el aeródromo viejo. El nuevo se
había hecho sacrificando tierras de labor. La única zona parda, malyerbada, sin
cerco de chopos, aparamada y hostil era la del aeródromo viejo y sus lomas. Los
rebaños cruzaban el campo buscando las lomas y dejaban sus huellas por los
senderos: sirle y vedijuelas, y la tierra pezuñada en corto. Los pastores, los
gitanos, los soldados dejaban también sus huellas.
El
cielo azul alejaba las montañas. El viento traía, posaba, llevaba el aroma de
la tierra caliente. Y el soldado estaba allí, echado de pecho, contemplando la
sombra que hacía su cabeza y el ir y venir de las hormigas, hasta que la voz
del sargento le hizo incorporarse y correr, levantando el vuelo de buscapiés de
los saltamontes. La mirada en tierra iba asumiendo cardos amarillentos, piedras
melladas, y avanzó un poco más que sus compañeros hasta el sendero pálido,
donde las manos acariciaban el polvo y eran acariciadas, y se sentía a través
del mono, en todo el cuerpo, un suave, carnal y relajador contacto. Entornó los
párpados e inspiró con fuerza, y la aromosa paz de su tierra acudió mansamente,
invadiéndole. El corazón le llevó quilómetros al sur.
Corrió
hasta remontar la loma y, jadeante, formó en el pelotón, esperando en posición
de firme la novedad del sargento al alférez. La mano que sostenía el fusil
exploraba inútilmente en el barrillo de polvo y sudor, pero no encontró la
caricia y perdió de repente el eco de la nostalgia encarnada en el sendero. Su
cuerpo ya no recordaba la lasitud final en el regazo de la senda. No era su
tierra. Le abochornaba el viento y el sudor le picaba en los párpados. El cielo
tenía su límite en el verde hermético de las montañas; el valle era una
clausura, una tristeza, un cuartel, una estación de ferrocarril. El
soldado miró indiferentemente el
paisaje, con la ciudad al fondo: lucían las cristaleras de las grandes galerías
y las pizarras de las torres brillaban corvinas.
—Vamos,
chacho —dijo un compañero empujándole suavemente.
La
sección bajó en buen orden al aeródromo y evolucionó hasta unirse a la
compañía. Las voces de mando le mantuvieron atento y vacío. Al romper filas,
se dejó caer sobre las piernas y quedó sentado, con el fusil cruzándole el
vientre. Los soldados se alejaron hacia las zarzamoras y las matas de aranes de
los términos del aeródromo. En torno al comandante del batallón formaban grupo
los capitanes. A los pasos de respeto, los tenientes y los alféreces se
ofrecían cigarrillos, hablaban de mujeres, contaban chistes. Los suboficiales,
lentos, recelosos, cazurreando la charla, se explicaban a medias problemas
familiares, sumaban trienios y a veces se regocijaban con el punto pícaro de la
escala de complemento, camarada de galón. El soldado, sentado sobre las piernas,
rastrillaba con un junco las cagarrutas ovejunas de sus cercanías; estaba
profundamente ensimismado, sordo, lejano y solemne. Volvió del éxtasis al trote
de los caballos.
Los
grupos se abrieron y el coronel del regimiento, con su capitán ayudante y un
soldado de rostro vivaz, desmontaron. Tras de los saludos reglamentarios
retornaron las Conversaciones. Había en todos cierto envaramiento y tenían la
atención repartida entre las palabras y los ademanes del coronel y lo que
escuchaban y veían en sus grupos. El coronel y el comandante se apartaron de
los capitanes en un breve mutis. El coronel, al darse la vuelta, se enfrentó
con un silencio expectante, dudó un momento y prolongó la pizca de arenga que
había en su invitación encendiendo un cigarrillo emboquillado sostenido entre
los incisivos.
—En
la fiesta del día once deseo que estén todos ustedes —dijo —. Es una reunión de
carácter familiar, de la gran familia militar que todos nosotros formamos. No
quiero que esto salga de los marcos que le son propios y, por tanto, la fiesta
se hará en el pabellón residencia de oficiales. Los suboficiales tendrán su zafarrancho
—sonrió y dio una larga chupada al cigarrillo— en su imperio. El día, hasta las
siete, será rigurosamente fiel a la orden; a partir de las siete vendrá lo
bueno. Comuníquelo a sus compañías respectivas.
—Mi
coronel, ¿y los soldados? — preguntó el comandante.
—Los
soldados tendrán rancho de noche extraordinario una hora antes, y se tocará
silencio una hora después. Algo hay que saltarse a la torera.
En
los rostros de los capitanes las sonrisas ponían el punto final de la
disertación del coronel.
El
coronel se esparrancó y, golpeándose con la fusta el rugoso becerro de la bota
de montar, interrogó al comandante:
—¿Qué
han hecho ustedes hoy?
—Ejercicios
por compañías. Nos ha sorprendido, mi coronel, en el alto.
—¿Se
han traído vino?
—No,
mi coronel; pero en dos minutos está aquí.
—Que
esté fresco.
El
comandante se separó del coronel. Las miradas de los capitanes le siguieron;
las miradas de los oficiales y suboficiales convergieron sobre él. El
comandante iba a dar una orden cuando reparó en el soldado que de pie, casi
apoyado en el fusil, movía una mano meciendo algo que de vez en vez acercaba a
la nariz.
—Tú,
muchacho — dijo el comandante.
El
soldado guardó con apresuramiento lo que mecía en la mano en uno de los
bolsillos de su mono e inició una carrerilla hasta el comandante.
—A
sus órdenes, mi comandante — se cuadró y saludó.
—Vas
a dejar el fusil a un compañero y te vas a dar una carrera en pelo hasta la
tasca de Isusi. Tres minutos, ¿lo comprendes? Bueno, te traes —se llevó la
mano hasta el bolsillo de la camisa y sacó la cartera— dos botellas de tinto
como el hielo.
—Sí,
mi comandante.
—A
la tasca de Isusi, en el pueblo. Tres minutos. Si no, te vuela el tupé.
El
soldado extendió la mano para recibir el dinero.
—Vivo
— dijo el comandante.
—A
sus órdenes, mi comandante. Es un gran honor para mí.
—¿Qué?
—A
sus órdenes, mi comandante. Es un gran honor para mí —repitió el soldado.
El
soldado echó a correr y se le cayó el gorrillo cuartelero, volvió a recogerlo y
se lo guardó en un bolsillo. El pelo negro, graso y rizo rebrilló un instante.
El comandante volvió sobre el coronel.
—En
seguida, mi coronel.
—Un
muchacho que parece educado —dijo el coronel.
—Alguno
hay.
—Quizá.
Los de aquí todos son coroneles. Donde no anda el palo, malo.
El
coronel desperezaba su magro físico. Galgo corredor. Por el descote de la
camisa asomaban las canas sortijas del vello. Recordó trotes:
—Yo
tuve un asistente en Rusia —dijo lentamente— que me llevaba todo lo que
pescaba: el coñac del coronel —yo acababa de ascender a comandante—, la
mantequilla de los oficiales, ¡qué sé yo!, y de vez en vez una pañenka vieja o joven, a él no le importaba,
siempre con olor a patatas cocidas. Se lo cargaron —terminó— en Podowereja. Era un buen muchacho...
El
coronel y el comandante hicieron un silencio rememorativo.
—Parece
que fue ayer —dijo con melancolía el coronel—. ¿No le asombra a usted lo pronto
que pasa el tiempo? De mi promoción quedamos pocos... —y añadió, pensando en
las escalillas y sonriendo con malicia—, aunque debiéramos quedar menos.
El coronel y el comandante se
unieron al grupo de capitanes.
—En
cuanto nos tomemos un trago, para casa —dijo el coronel—. Hay que pensar bien
la fiesta y formar un comité, aunque esto suene a rojo, con los capitanes más
antiguos. Nada de puñeterías —dijo como para sí.
—Ahí
viene —señaló uno de los capitanes.
El
soldado corría con las botellas apretadas contra el pecho. No evitaba los
juncales: los saltaba o los atravesaba, y a escasa distancia del grupo aumentó
la velocidad de su carrera en un triunfante sprint. Sus jóvenes músculos
le obedecieron en el parón y quedó firme, sudoroso y a medio resuello delante
del comandante.
—A
sus órdenes, mi comandante. Aquí están las botellas.
—¿Qué
te han costado?
—Catorce
pesetas. Usted me dio quince, y si devuelvo los cascos, dan dos reales por
cada uno.
—¿No
has traído vasos?
—Había
que dejar fianza —dijo como midiendo las palabras.
—Bueno,
bueno —dijo el coronel al comandante—, traiga usted para acá ese vino.
El
comandante pasó una de las botellas al coronel, que bebió al pulso sin que
tocara sus labios. El comandante le imitó.
—Está
muy fresco —afirmó el coronel—. ¿Quiere alguno de ustedes un trago? —extendió
la botella a los capitanes—. En cualquier parte dan mejor vino que en el bar
del pabellón; hay que arreglar eso.
El
soldado les contemplaba. Los capitanes hicieron la ronda, y cuando el último
terminó, el coronel se dirigió a todos y, saludando cansadamente, dijo:
—Hasta
luego, señores.
—A
sus órdenes, mi coronel —respondió el comandante, y todos los capitanes se cuadraron.
El
coronel, ya en su caballo, saludó a los tenientes y a los suboficiales.
—Vamos,
Olcoz —dijo a su capitán ayudante.
Volvieron
grupas y partieron al trote. El coronel inició el galope y su caballo embocó
el camino del aeródromo, levantando una polvareda, que se fue dispersando con
la lentitud modorrosa de un rebaño.
—Vayan
formando —ordenó el comandante.
—Mi
comandante —dijo el soldado—, si han terminado puedo ir a devolver las
botellas. Sobra una peseta —y extendió la mano.
El
comandante recogió la peseta.
—Quédate
con lo que te devuelvan por los cascos.
—Sí,
mi comandante.
—En
el cuartel te presentas a mí.
—A
sus órdenes, mi comandante.
—En
cuanto lleguemos, no quiero que se me pase, ¿lo comprendes?
—Sí,
mi comandante.
—Pues
andando.
La
polvareda de los caballos era un borroncillo en la claridad del camino del
aeródromo. La mano del comandante arrancó un junco, que se quebró en el azote
rápido del aire y caminó hacia el hangar, arrimándose a una de las paredes.
El
batallón volvía por el camino del aeródromo. Los oficiales de las últimas
compañías iban por los ribazos para evitarse la polvareda. Eran inútiles las
órdenes.
—No
arrastren los pies.
El
soldado caminaba entre los suyos.
—Me
ha dicho que me presente nada más llegar.
—Estás
listo. Algo te cae...
El
tiempo de las zarzamoras se acercaba, pero no había zarzamoras. Todavía
rojeando las habían vendimiado los soldados.
—El
arán quita la sed por el amargor.
Los
aranes verdinegros, frotados contra los monos para quitarles el polvo,
brillaban recién lustrados. Se los llevaban a la boca y los mascaban y luego
los escupían.
—No
se salgan de las filas —cantaban los sargentos aburrida-mente.
El
portafusiles mugreaba los monos de polvo y sudor por los hombros.
—¿Para
qué será? —preguntó el soldado a uno de sus compañeros.
—Te
hace cabo.
—No.
—Te
llevas la plaza, chacho.
La
columna entró por el portal de la ciudad cantando y marcando el paso. Los
oficiales formaron a la cabeza de sus compañías y secciones.
En
la barra del pabellón residencia de oficiales el comandante merendaba de cocina
por lo barato: el huevo frito, la pimentada del tiempo y la chopera de tinto
riojano, denso, garrero y sarroso. El aceite le dibujaba un sutás brillador de
las comisuras de los labios a la barbilla. El ordenanza le interrumpió la untada.
—Mi
comandante, uno de la tercera compañía que dice que usted le ha dicho que se
presente.
—Que
pase.
—A
sus órdenes, mi comandante.
Pasó
el soldado estrujando el gorrillo en la mano derecha y moviéndose tímida y mecánicamente.
—A
sus órdenes, mi comandante. Se presenta el soldado...
El
comandante volvió la cabeza. Se enjugó con una servilleta de papel los
churretes de merendolín. Bucheó la chopera.
—¿Tienes
buena letra?
—No,
señor.
—¿Ni
pasable?
—No,
señor.
—Vaya...
La
pausa del comandante inquietó al soldado, que se apresuró a disculparse:
—He
aprendido aquí.
—¿Y
en tu pueblo?
—Era
pastor o bracero, según...
—¿De
dónde eres?
—De
Aldeavieja de la Jara, provincia de Toledo, para el linde de Cáceres; los de
allí somos muy castellanos.
—Bien,
bien... Pastor o bracero... Bien...
Al
soldado se le alegraron los ojos.
—Aquella
tierra es como el campo y los visos, donde hacemos instrucción, pero sin las
junqueras y con más matas y con más olor.
—Bien...
Puedes retirarte.
—¿Manda
alguna cosa más mi comandante?
—Puedes
retirarte.
El
comandante le vio sortear las mesas y esquivar a un grupo de oficiales que
entraban en el bar. Se volvió al mostrador.
—Dame
otra chopera.
Cuando
el comandante cruzó el patio de armas las sombras de la tardecida eran cruda
lividez en los pabellones de poniente. Un soldado, las espaldas apoyadas en el
tronco de un arbolillo injuriado, miraba al cielo. A veces se llevaba el
cuenco de la mano hasta el rostro y entornaba los párpados.
Ignacio Aldecoa
La tierra de nadie, 1961
(De La tierra de nadie y otros relatos
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Relación de cuentos contenidos
en la edición de RTV:
La tierra de nadie
Aldecoa se burla
"Chico de Madrid"
Seguir de pobres
Hasta que llegan las doce
Un cuento de Reyes
"Young Sánchez"
La despedida
Patio de armas
Los pozos
Los pájaros de Baden-Baden
Un corazón humilde y fatigado
La noche de los grandes peces
El silbo de la lechuza
Fuera de juego.
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