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LA TIERRA DE NADIE (Ignacio Aldecoa)


 




Un viento cabestrero empujaba la mies, derrotaba en la polvada del camino, levantando tolvaneras, y conducía al hedor dul­cecillo de la tenería hasta el portal de la ciudad. Por el camino del aeródromo viejo nadie paseaba antes del atardecer y ya era noche cerrada cuando, como huyendo, regresaban a la ciudad pa­rejas que habían encontrado en los ribazos, junto a las matas de aranes y a las zarzamoras, cobijo a su destierro veraniego del parque y de los paseos urbanos.

El camino terminaba en el aeródromo, ramificándose en sen­das que sorteaban los juncales y que, más allá, en las lomas, gara­bateaban las laderas, arrugándolas. En el aeródromo permanecía, sobre los años y las inundaciones del río cercano, un pequeño hangar de techo de uralita y paredes de ladrillo, con la puerta desgoznada y batiente, que era el punto de referencia, la aventura y la sombra en los paseos dominicales de los niños del Hos­picio. Los pastores de la merindad y los gitanos transhumantes lo tomaban de refugio; los regimientos de la guarnición, en sus ejercicios o maniobras por los alrededores, lo usufructuaban como letrina para oficiales.

La única tierra calveriza del gran valle era el aeródromo vie­jo. El nuevo se había hecho sacrificando tierras de labor. La única zona parda, malyerbada, sin cerco de chopos, aparamada y hostil era la del aeródromo viejo y sus lomas. Los rebaños cruzaban el campo buscando las lomas y dejaban sus huellas por los senderos: sirle y vedijuelas, y la tierra pezuñada en corto. Los pastores, los gitanos, los soldados dejaban también sus huellas.

El cielo azul alejaba las montañas. El viento traía, posaba, llevaba el aroma de la tierra caliente. Y el soldado estaba allí, echado de pecho, contemplando la sombra que hacía su cabeza y el ir y venir de las hormigas, hasta que la voz del sargento le hizo incorporarse y correr, levantando el vuelo de buscapiés de los saltamontes. La mirada en tierra iba asumiendo cardos amarillentos, piedras melladas, y avanzó un poco más que sus compañeros hasta el sendero pálido, donde las manos acariciaban el polvo y eran acariciadas, y se sentía a través del mono, en todo el cuerpo, un suave, carnal y relajador contacto. Entornó los párpados e inspiró con fuerza, y la aromosa paz de su tierra acudió mansamente, invadiéndole. El corazón le llevó quilómetros al sur.

Corrió hasta remontar la loma y, jadeante, formó en el pe­lotón, esperando en posición de firme la novedad del sargento al alférez. La mano que sostenía el fusil exploraba inútilmente en el barrillo de polvo y sudor, pero no encontró la caricia y perdió de repente el eco de la nostalgia encarnada en el sendero. Su cuerpo ya no recordaba la lasitud final en el regazo de la senda. No era su tierra. Le abochornaba el viento y el sudor le picaba en los párpados. El cielo tenía su límite en el verde hermético de las montañas; el valle era una clausura, una tristeza, un cuartel, una estación de ferrocarril. El soldado  miró indiferentemente el paisaje, con la ciudad al fondo: lucían las cristaleras de las gran­des galerías y las pizarras de las torres brillaban corvinas.

—Vamos, chacho —dijo un compañero empujándole suave­mente.

La sección bajó en buen orden al aeródromo y evolucionó has­ta unirse a la compañía. Las voces de mando le mantuvieron aten­to y vacío. Al romper filas, se dejó caer sobre las piernas y quedó sentado, con el fusil cruzándole el vientre. Los soldados se alejaron hacia las zarzamoras y las matas de aranes de los términos del aeródromo. En torno al comandante del batallón formaban grupo los capitanes. A los pasos de respeto, los tenientes y los alféreces se ofrecían cigarrillos, hablaban de mujeres, contaban chistes. Los suboficiales, lentos, recelosos, cazurreando la charla, se explicaban a medias problemas familiares, sumaban trienios y a veces se regocijaban con el punto pícaro de la escala de complemento, camarada de galón. El soldado, sentado sobre las piernas, rastrillaba con un junco las cagarrutas ovejunas de sus cercanías; estaba profundamente ensimismado, sordo, lejano y solemne. Volvió del éxtasis al trote de los caballos.

Los grupos se abrieron y el coronel del regimiento, con su capitán ayudante y un soldado de rostro vivaz, desmontaron. Tras de los saludos reglamentarios retornaron las Conversaciones. Había en todos cierto envaramiento y tenían la atención repartida entre las palabras y los ademanes del coronel y lo que escuchaban y veían en sus grupos. El coronel y el comandante se apartaron de los capi­tanes en un breve mutis. El coronel, al darse la vuelta, se enfrentó con un silencio expectante, dudó un momento y prolongó la pizca de arenga que había en su invitación encendiendo un cigarrillo emboquillado sostenido entre los incisivos.

—En la fiesta del día once deseo que estén todos ustedes —dijo —. Es una reunión de carácter familiar, de la gran familia militar que todos nosotros formamos. No quiero que esto salga de los marcos que le son propios y, por tanto, la fiesta se hará en el pabellón residencia de oficiales. Los suboficiales tendrán su za­farrancho —sonrió y dio una larga chupada al cigarrillo— en su imperio. El día, hasta las siete, será rigurosamente fiel a la orden; a partir de las siete vendrá lo bueno. Comuníquelo a sus compa­ñías respectivas.

—Mi coronel, ¿y los soldados? — preguntó el comandante.

—Los soldados tendrán rancho de noche extraordinario una hora antes, y se tocará silencio una hora después. Algo hay que saltarse a la torera.

En los rostros de los capitanes las sonrisas ponían el punto final de la disertación del coronel.

El coronel se esparrancó y, golpeándose con la fusta el rugoso becerro de la bota de montar, interrogó al comandante:

—¿Qué han hecho ustedes hoy?

—Ejercicios por compañías. Nos ha sorprendido, mi coronel, en el alto.

—¿Se han traído vino?

—No, mi coronel; pero en dos minutos está aquí.

—Que esté fresco.

El comandante se separó del coronel. Las miradas de los capi­tanes le siguieron; las miradas de los oficiales y suboficiales con­vergieron sobre él. El comandante iba a dar una orden cuando reparó en el soldado que de pie, casi apoyado en el fusil, movía una mano meciendo algo que de vez en vez acercaba a la nariz.

—Tú, muchacho — dijo el comandante.

El soldado guardó con apresuramiento lo que mecía en la mano en uno de los bolsillos de su mono e inició una carreri­lla hasta el comandante.

—A sus órdenes, mi comandante — se cuadró y saludó.

—Vas a dejar el fusil a un compañero y te vas a dar una carrera en pelo hasta la tasca de Isusi. Tres minutos, ¿lo com­prendes? Bueno, te traes —se llevó la mano hasta el bolsillo de la camisa y sacó la cartera— dos botellas de tinto como el hielo.

—Sí, mi comandante.

—A la tasca de Isusi, en el pueblo. Tres minutos. Si no, te vuela el tupé.

El soldado extendió la mano para recibir el dinero.

—Vivo — dijo el comandante.

—A sus órdenes, mi comandante. Es un gran honor para mí.

—¿Qué?

—A sus órdenes, mi comandante. Es un gran honor para mí —repitió el soldado.



El soldado echó a correr y se le cayó el gorrillo cuartelero, volvió a recogerlo y se lo guardó en un bolsillo. El pelo negro, graso y rizo rebrilló un instante. El comandante volvió sobre el coronel.

—En seguida, mi coronel.

—Un muchacho que parece educado —dijo el coronel.

—Alguno hay.

—Quizá. Los de aquí todos son coroneles. Donde no anda el palo, malo.

El coronel desperezaba su magro físico. Galgo corredor. Por el descote de la camisa asomaban las canas sortijas del vello. Re­cordó trotes:

—Yo tuve un asistente en Rusia —dijo lentamente— que me llevaba todo lo que pescaba: el coñac del coronel —yo aca­baba de ascender a comandante—, la mantequilla de los oficia­les, ¡qué sé yo!, y de vez en vez una pañenka vieja o joven, a él no le importaba, siempre con olor a patatas cocidas. Se lo car­garon —terminó— en Podowereja. Era un buen muchacho...

El coronel y el comandante hicieron un silencio rememora­tivo.

—Parece que fue ayer —dijo con melancolía el coronel—. ¿No le asombra a usted lo pronto que pasa el tiempo? De mi promoción quedamos pocos... —y añadió, pensando en las escalillas y sonriendo con malicia—, aunque debiéramos quedar menos.

El coronel y el comandante se unieron al grupo de capitanes.

—En cuanto nos tomemos un trago, para casa —dijo el co­ronel—. Hay que pensar bien la fiesta y formar un comité, aun­que esto suene a rojo, con los capitanes más antiguos. Nada de puñeterías —dijo como para sí.

—Ahí viene —señaló uno de los capitanes.

El soldado corría con las botellas apretadas contra el pecho. No evitaba los juncales: los saltaba o los atravesaba, y a escasa distancia del grupo aumentó la velocidad de su carrera en un triun­fante sprint. Sus jóvenes músculos le obedecieron en el parón y quedó firme, sudoroso y a medio resuello delante del coman­dante.

—A sus órdenes, mi comandante. Aquí están las botellas.

—¿Qué te han costado?

—Catorce pesetas. Usted me dio quince, y si devuelvo los cas­cos, dan dos reales por cada uno.

—¿No has traído vasos?

—Había que dejar fianza —dijo como midiendo las palabras.

—Bueno, bueno —dijo el coronel al comandante—, traiga usted para acá ese vino.

El comandante pasó una de las botellas al coronel, que bebió al pulso sin que tocara sus labios. El comandante le imitó.

—Está muy fresco —afirmó el coronel—. ¿Quiere alguno de ustedes un trago? —extendió la botella a los capitanes—. En cualquier parte dan mejor vino que en el bar del pabellón; hay que arreglar eso.

El soldado les contemplaba. Los capitanes hicieron la ronda, y cuando el último terminó, el coronel se dirigió a todos y, salu­dando cansadamente, dijo:

—Hasta luego, señores.

—A sus órdenes, mi coronel —respondió el comandante, y todos los capitanes se cuadraron.

El coronel, ya en su caballo, saludó a los tenientes y a los suboficiales.

—Vamos, Olcoz —dijo a su capitán ayudante.

Volvieron grupas y partieron al trote. El coronel inició el ga­lope y su caballo embocó el camino del aeródromo, levantando una polvareda, que se fue dispersando con la lentitud modorrosa de un rebaño.

—Vayan formando —ordenó el comandante.

—Mi comandante —dijo el soldado—, si han terminado puedo ir a devolver las botellas. Sobra una peseta —y extendió la mano.

El comandante recogió la peseta.

—Quédate con lo que te devuelvan por los cascos.

—Sí, mi comandante.

—En el cuartel te presentas a mí.

—A sus órdenes, mi comandante.

—En cuanto lleguemos, no quiero que se me pase, ¿lo com­prendes?

—Sí, mi comandante.

—Pues andando.

La polvareda de los caballos era un borroncillo en la claridad del camino del aeródromo. La mano del comandante arrancó un junco, que se quebró en el azote rápido del aire y caminó hacia el hangar, arrimándose a una de las paredes.

El batallón volvía por el camino del aeródromo. Los oficia­les de las últimas compañías iban por los ribazos para evitarse la polvareda. Eran inútiles las órdenes.

—No arrastren los pies.

El soldado caminaba entre los suyos.

—Me ha dicho que me presente nada más llegar.

—Estás listo. Algo te cae...

El tiempo de las zarzamoras se acercaba, pero no había zarza­moras. Todavía rojeando las habían vendimiado los soldados.

—El arán quita la sed por el amargor.

Los aranes verdinegros, frotados contra los monos para qui­tarles el polvo, brillaban recién lustrados. Se los llevaban a la boca y los mascaban y luego los escupían.

—No se salgan de las filas —cantaban los sargentos aburrida-mente.

El portafusiles mugreaba los monos de polvo y sudor por los hombros.

—¿Para qué será? —preguntó el soldado a uno de sus com­pañeros.

—Te hace cabo.

—No.

—Te llevas la plaza, chacho.

La columna entró por el portal de la ciudad cantando y mar­cando el paso. Los oficiales formaron a la cabeza de sus compañías y secciones.

En la barra del pabellón residencia de oficiales el comandante merendaba de cocina por lo barato: el huevo frito, la pimentada del tiempo y la chopera de tinto riojano, denso, garrero y sarroso. El aceite le dibujaba un sutás brillador de las comisuras de los labios a la barbilla. El ordenanza le interrumpió la untada.

—Mi comandante, uno de la tercera compañía que dice que usted le ha dicho que se presente.

—Que pase.

—A sus órdenes, mi comandante.

Pasó el soldado estrujando el gorrillo en la mano derecha y mo­viéndose tímida y mecánicamente.

—A sus órdenes, mi comandante. Se presenta el soldado...

El comandante volvió la cabeza. Se enjugó con una servilleta de papel los churretes de merendolín. Bucheó la chopera.

—¿Tienes buena letra?

—No, señor.

—¿Ni pasable?

—No, señor.

—Vaya...

La pausa del comandante inquietó al soldado, que se apresuró a disculparse:

—He aprendido aquí.

—¿Y en tu pueblo?

—Era pastor o bracero, según...

—¿De dónde eres?

—De Aldeavieja de la Jara, provincia de Toledo, para el linde de Cáceres; los de allí somos muy castellanos.

—Bien, bien... Pastor o bracero... Bien...

Al soldado se le alegraron los ojos.

—Aquella tierra es como el campo y los visos, donde hacemos instrucción, pero sin las junqueras y con más matas y con más olor.

—Bien... Puedes retirarte.

—¿Manda alguna cosa más mi comandante?

—Puedes retirarte.

El comandante le vio sortear las mesas y esquivar a un grupo de oficiales que entraban en el bar. Se volvió al mostrador.

—Dame otra chopera.

Cuando el comandante cruzó el patio de armas las sombras de la tardecida eran cruda lividez en los pabellones de poniente. Un soldado, las espaldas apoyadas en el tronco de un arbolillo injuria­do, miraba al cielo. A veces se llevaba el cuenco de la mano hasta el rostro y entornaba los párpados.





Ignacio Aldecoa
La tierra de nadie, 1961
(De La tierra de nadie y otros relatos

-BBS RTV-)


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Relación de cuentos contenidos
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La tierra de nadie
Aldecoa se burla
"Chico de Madrid"
Seguir de pobres
Hasta que llegan las doce
Un cuento de Reyes
"Young Sánchez"
La despedida
Patio de armas
Los pozos
Los pájaros de Baden-Baden
Un corazón humilde y fatigado
La noche de los grandes peces
El silbo de la lechuza
Fuera de juego.

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