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Cuando nos reuníamos en el café los nacidos en una
misma tierra (por entonces no había centros regionales ni cosa que lo valiese),
acostumbraba sentarse a nuestro lado un viejo curtido como cordobán,
albardillado, recocido al sol, muy mal hablado, y que en sus ojos, todavía
claros y de mirada fija, conservaba la vivacidad de la juventud. Sabíamos de él
que se llamaba don Jacobo Vieira, y que había sido marino y corrido mucho.
Sobre esta base podíamos fantasear a gusto; pero no nos ocupábamos en tal cosa.
Allí se discutía asaz, sobre todo de política, pero nadie preguntaba a nadie su
vida pasada.
Cierto día noté que don Jacobo lucía una presea que me
llamó la atención. Sobre su chaleco de blanco piqué, tieso y mal planchado,
ostentaba pesado medallón de oro, en cuyo centro fulguraba gruesa piedra
amarilla.
-¡Vaya un topacio que se trae don Jacobo hoy! -dijeron
varios.
Sólo yo, más inteligente en pedrería, comprendí que no
se trataba de topacio, sino de un espléndido brillante.
La piedra, rara por su color y tamaño, hizo que mi
curiosidad se fijase más aguda en don Jacobo. Le esperé a la salida, emparejé
con él, y bajamos la calle de Alcalá platicando. Él vivía en el barrio de
Salamanca.
-Ese brillante -le dije-, ¿es brasileño? ¡Sabe usted
que vale algo el directo!
-¡Ya lo creo! -respondió-. ¡Cómo que me lo ha dado una
reina que se enamoró de mí!
-¿Una reina?
-Vamos al decir... reina... de salvajes.
Me eché a reír, mostrando gran alborozo e interés,
para arrancar al viejo el relato de la aventura de la lejana mocedad.
-No crea usted -añadió-. Más de cuatro veces he estado
apique de tirar por la ventana el demontre del dije, ¡rayo!, porque tiene una
virtud, o como se le quiera llamar, que...; en fin, serán aprensiones...,
¡retoño!, pero yo creo que está hechizado... Al mismo tiempo, me daría
vergüenza hacer tal disparate.
-¿Por qué no lo ha vendido usted?
-¡Bah! No me falta lo necesario para mí, para darme
todos mis gustos..., ya que, por desgracia, me toca morir en tierra y no en el
mar. El maldito brillante me ha costado desazones, pero, al mismo tiempo (es
una cosa rara; todo es raro en esta piedra), le tengo así una especie de
cariño...
-¿Y cómo logró usted el amor de la reina? -pregunté,
mientras consideraba la bravía y atezada fealdad del anciano, y miraba, a la
luz muriente del sol de primavera, los pelos cerdosos que emergían rígidos de
las fosas de su nariz y de la oquedad de sus oídos.
-Le diré a usted... A mí me han sucedido muchísimas
cosas en mis navegaciones, y todo eso de mujeres, ¡retoño!, es de lo más
particular... El caso es que no me faltaban hembras, no, señor... Yo he sido
siempre de buen acomodo, y entraba con todas, ¡je, je!, como la romana del
diablo. A ellas les gusta que nosotros tengamos buen estómago..., y a veces,
falta hace.
-¿Usted navegaba... por comerciar? -pregunté,
vacilando.
Se detuvo, se volvió hacia mí, y, frunciendo el doble
peludo arco de las cejas, rezongó:
-Ya, ya, entiendo la sorna... ¡Malaje! ¡Usted ha oído
decir que fui negrero!...
-No, don Jacobo, no he oído tal cosa...
-¡Sí, sí! ¿A qué andar con historias? Si lo saben
hasta los gatos... No crea usted que lo voy a negar, ni que voy a
avergonzarme... Yo he traficado en carne negra. ¡Cuántos señorones andan por
ahí, que se han ganado el señorío traficando en carne blanca! ¡Cuántos trafican
hasta con la de su propia mujer, mal rayo! No se figuren que he de tenerme por
peor que ellos. Los negros son una mercancía, y los blancos otra. Todo el mundo
explota a alguien..., ¡retoño! La diferencia es que yo explotaba corriendo
peligros y jugándome a cada momento la vida, y los que aquí arriendan carne de
esclavos blancos, lo hacen sentados en sillones y sin arriesgar la pelleja.
-Tiene usted razón mil veces, don Jacobo... ¿Y fue en
esos... viajes donde la reina le dio el brillantito?
-En uno de esos viajes fue. Solíamos internarnos algo,
en busca de género, porque ya el ébano escaseaba en la ribera, y nuestra
industria andaba muy perseguida. Realizábamos otro negocio: trocábamos
aguardiente por caucho, tabaco y maíz. ¡Lo que se terciaba! Entre mi clientela
se contaban unos salvajes llamados Tapuyas (que quiere decir enemigos), que se
extienden allá desde los cinco a veinte grados de latitud Sur, por las tierras
de Para y Matto Groso. No son muy feos los indios de esta casta; pero algunas
tribus tienen la maldita costumbre de estirarse el labio de abajo metiéndose un
bodoque de madera, que no parecen sino el mismísimo demonio... Además se tatúan
el cuerpo.
-Pues estaría guapa la reina con su bodoque.
-¡No, camarada, la reina no llevaba bodoque ninguno!
Era de otra tribu; había sido robada, y la había reservado para su botín el
rey. Los Tapuyas son muy guerreros y feroces. Les gusta la carne humana, como a
los niños los caramelos. En dos o tres semanas que estuvimos en la aldea
tapuya, vimos sacrificar a varios prisioneros, y con tortura previa; no le
quiero a usted decir -porque a los terrestres todo les asusta- lo que fue
aquella orgía desde que el aguardiente intervino...
-¿Y la reina también comía?...
-No. Aparentaba. Así que la gente empezaba a
emborracharse, se retiraba a su cabaña con sus sirvientes, y yo iba a hacerle
compañía, mientras su esposo seguía bebiendo. No era maleja, compadre, y, sobre
todo, un cuerpo como un mástil; daba gloria verla andar. No le oculto a usted
que olía bastante a hormigas, a pesar de que todos los días se bañaba dos veces
en el río.
-Y el rey, ¿era celoso? -pregunté, divertido con tan
original aventura de amores.
-El rey..., o mejor dicho, el cacique, no se acordaba
de sus ocho o diez esposas sino cuando le daba la gana de visitarlas. Se me
figura que eso de los celos varía mucho con las latitudes.
-Y cuando le regaló a usted ese diamante de la corona
la reina, ¿no se enojó el rey?
-¡Bah! Ni sabía ni supo de eso palabra. ¡Si tampoco lo
supe yo hasta algún tiempo después! La reina, que se llamaba Baraní, me tomó
una querencia desatinada. A ella debo el no haber dejado allí la piel, porque
me dio un aviso, y escapamos de la emboscada que nos tendían, para quedarse con
nuestro aguardiente y su caucho, y además, supongo que con nuestros cuerpos,
destinados al asador. Baraní me pidió de rodillas que la llevase conmigo para
cojín de mis pies, para esclava. Claro que me negué. Al despedirse, como una
europea me pondría un escapulario, me colgó una bolsa de fibras. Era un
talismán, y sabiendo que estos indios practican infinitos ritos mágicos y mil
supersticiones, no lo extrañé. Baraní, al colgármelo, exclamó:
-¡El Tupa (ellos llaman así al Espíritu que adoran)
hará que ninguna blanca sea tu compañera, ni viva a tu lado bajo tu techo!
-¿Qué hubiese usted hecho? Lo que hice yo: soltar la
risa. Unos cuantos meses llevé colgada la bolsa, sin ocuparme de ella, hasta
que un día, al lavarme, se me ocurrió mirar su contenido. Había dentro
fragmentos de huesos humanos, dientes de pez, semillas de árbol, y el
brillante. Estaba en bruto, y abultaba más que ahora. Por la costumbre del
tráfico, comprendí que era piedra de gran valor, y la guardé. Las otras
porquerías las tiré al mar.
Mandé tallar el brillante, y quedó como usted ve
-añadió, haciendo resaltar sobre su pecho el medallón, que resplandeció,
encendiendo en un rayo solar irisadas luces-. Mientras viajé, no me acordé del
conjuro de Baraní, porque mis amores eran de días, de horas, de minutos. Pero
cuando me retiré, con un caudal regular, a mi tierra, y me entró deseo de
casarme y de tener chiquillos -la vejez en soledad no siempre es alegre, ¡se
acuerda uno de tantas cosas cuando está solo!-, se me vino a la memoria, no sé
por qué, lo que me había dicho la salvaje... Claro es que lo consideraba una
tontería; pero frecuentemente pensaba en ello. Y será casual, o serán artes del
diablo, pero no se explican sólo con hablar de coincidencias. Mi primera novia,
que era sobrina carnal mía, hija de mi hermano Rafael, enfermó y murió tísica
apenas se concertó la unión. ¡Muchacha más angelical! Mi segunda novia, nieta
de un arrendador, ¡una chiquilla formalísima!, se escapó de su casa, tres o
cuatro días antes de la boda, con un hijo de un fondista, que se la llevó a
América. Mi tercera novia fue una viuda guapa, que tenía fincas en Santander, y
la mejor reputación, y próximo también nuestro enlace, hasta que se averigua
que vivía el primer marido... Mi cuarta novia era mi criada, una muchacha como
un pino, montañesa; estaba entusiasmada con lo de ascender a señora... Y, sin
causa conocida, la entra un histérico, y se vuelve loca, pero de atar; en
Ciempozuelos la tiene usted aún... Ya desesperando de noviazgos, busqué otros
consuelos, otros arrimos..., aventurillas, ¡qué sé yo! Y lo propio: no hubo
cosa que me durase quince días; parecía que una mano invisible rompía los
hilos... Mire usted que se lo digo en serio: llegó a hacerme cavilar,
¡recontratoño! Claro es que todo podía atribuirse a lo más natural!, ¡pero
tantas veces! ¡No conseguir lo que cualquiera consigue: un hijo, una mujer!
El marino se detuvo, me ofreció un puro exquisito (él
no lo fumaba sino así), y, clavándome los ojos escrutadores de lejanías,
murmuró:
-¡Ahora ya, quién piensa en eso!... ¡Los huesos están
muy duros! ¡Ahora..., a ver qué tiempo puede navegar aún un barco viejo, bien
carenado!...
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