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Es cosa de todos sabida que, en el año de 1882, naturalismo y realismo son a la literatura lo que a la política el partido formado por el Duque de la Torre: se ofrecen como última novedad, y, por añadidura, novedad escandalosa. Hasta los oídos del más profano en letras comienzan a familiarizarse con los dos ismos.
Dada la olímpica indiferencia con que suele el público mirar las cuestiones literarias, algo desusado y anormal habrá en ésta cuando así logra irritar la curiosidad de unos, vencer la apatía de otros, y que todo el mundo se imagine llamado a opinar de ella y resolverla.
Este movimiento no sería malo, al contrario, si naciese de aquel ardiente amor al arte que dicen inflamaba a los ciudadanos de las repúblicas griegas; pero aquí reconoce distinto origen, y desatiende la cuestión literaria para atender a otras diferentes aunque afines. Muy análogo es lo que ocurre ahora con el naturalismo y el realismo a lo que sucedió con los dramas del Sr. Echegaray. Si teníamos o no un grande y verdadero poeta dramático; si sus ficciones eran bellas; si procedía de nuestra escuela romántica o había que considerar en él un atrevido novador, de todo esto se le importó algo a media docena de literatos y críticos; lo que es al público le tuvo sin cuidado; discutió, principalmente, si Echegaray era moral o inmoral, si las señoritas podían o no asistir a la representación de Mar sin orillas, y si el autor figuraba en las filas democráticas y había hablado in illo tempore de cierta trenza... El resultado fue el que tenía que ser: extraviarse lastimosamente la opinión, por tal manera, que harán falta bastantes años y la lenta acción de juiciosa crítica para que se descubra el verdadero rostro literario de Echegaray, y en vez del dramaturgo subversivo y demoledor, se vea al reaccionario que retrocede, no sólo al romanticismo, sino al teatro antiguo de Calderón y Lope.
Otro tanto acaecerá con el naturalismo y el realismo: a fuerza de encarecer su grosería, de asustarse de su licencia, de juzgarlo por dos o tres páginas, o si se quiere por dos o tres libros, el público se quedará en ayunas, sin conocer el carácter de estas manifestaciones literarias, después de tanto como se habla de ellas a troche y moche.
Fácil es probar la verdad de cuanto indico. ¿Qué lector de periódicos habrá que no tropiece con artículos rebosando indignación, donde se pone a naturalistas y realistas como hoja de perejil, anatematizándolos en nombre de las potestades del cielo y de la tierra? Y esto no sólo en los diarios conservadores y graves, sino en el papel más radical y ensalzao, que diría un personaje de Pereda. Publicaciones hay que después de burlarse, tal vez, de los dogmas de la Iglesia, y de atacar sañudamente a clases e instituciones, se revuelven muy enojadas contra el naturalismo, que en su entender tiene la culpa de todos los males que afligen a la sociedad. Aquí que no peco, dicen para su sayo. Hubo un tiempo en que la acusación de desmoralizarnos pesó sobre la lotería y los toros: el naturalismo va a heredar los crímenes de estas dos diversiones genuinamente nacionales.
En confirmación de mi aserto aduciré un hecho. El Sr. Moret y Prendergast asistió este verano a los Juegos florales de Pontevedra, haciendo gran propaganda democrático-monárquica: pero también lució su elocuencia en la velada literaria, donde, dejando a un lado las lides del Parlamento y las tempestades de la política, lanzó un indignado apóstrofe a Zola y felicitó a los poetas y literatos gallegos que concurrieron al certamen, por no haber seguido las huellas del autor de los Rougon Macquart.
Francamente, confieso que si me hubiese pasado toda la mañana en querer adivinar lo que diría por la noche el Sr. Moret, así se me pudo ocurrir que la tomase con Zola, como con Juliano el Apóstata o el moro Muza. Cualquiera de estos dos personajes hace en nuestra poesía tantos estragos como el pontífice del naturalismo francés: a poeta alguno, que yo sepa, se le pasa por las mientes imitarlo, ni en Pontevedra, ni en otra ciudad de España. Si el Sr. Moret recomendase a los poetas originalidad e independencia respecto de Bécquer, de Espronceda, de Campoamor o Núñez de Arce..., entonces no digo... Lo que es Zola bien inocente está de los delitos poéticos que se cometen en nuestra patria. Y en la prosa misma nos dañan bastante más, hoy por hoy, otros modelos.
El proceder del Sr. Moret me recuerda el caso de aquel padre predicador que en un pueblo se desataba condenando las peinetas, los descotes bajos y otras modas nuevas y peregrinas de Francia, que nadie conocía ni usaba entre las mujeres que componían su auditorio. Oíanle éstas y se daban al codo murmurando bajito: «¡Hola, se usan descotes! ¡Hola, conque se llevan peinetas!».
El lado cómico que para mí presenta el apóstrofe del Sr. Moret, es dar señal indudable de la confusión de géneros que hoy reina en la oratoria. Poca gente asiste a los sermones en la iglesia; pero, en cambio, casi no hay apertura de Sociedad, discurso de Academia, ni arenga política que no tienda a moralizar a los oyentes. Al Sr. Moret le sirvió Zola para mezclar en su discurso lo grave con lo ameno, lo útil con lo dulce; sólo que erró en el ejemplo.
Si entre los hombres políticos no está en olor de santidad el naturalismo, tampoco entre los literatos de España goza de la mejor reputación. Pueden atestiguarlo las frases pronunciadas por mi inspirado amigo el señor Balaguer al resumir los debates de la sección de literatura del Ateneo. Un insigne novelista, de los que más prefiere y ama el público español, me declaraba últimamente no haber leído a Zola, Daudet ni ninguno de los escritores naturalistas franceses, si bien le llegaba su mal olor. Pues bien: con todo el respeto que se merece el elegante narrador y cuantos piensen como él reuniendo iguales méritos, protesto y digo que no es lícito juzgar y condenar de oídas y de prisa, y sentenciar a la hoguera encendida por el ama de Don Quijote a una época literaria, a una generación entera de escritores dotados de cualidades muy diversas, y que si pueden convenir en dos o tres principios fundamentales, y ser, digámoslo así, frutos de un mismo otoño, se diferencian entre sí como la uva de la manzana y ésta de la granada y del níspero. ¿No fuera mejor, antes de quemar el ya ingente montón de libros naturalistas, proceder a un donoso escrutinio como aquel de marras?
Ni es sólo en España donde la literatura naturalista y realista está fuera de la ley. Citaré para demostrarlo un detalle que me concierne; y perdone el lector si saco a colación mi nombre, di necessitá, como dijo el divino poeta. En la Revue Britannique del 8 de Agosto de 1882 vio la luz un artículo titulado Littérature Espagnole Critique. Un diplomate romancier: Juan Valera. (Largo es el título; pero responda de ello su autor, que firma Desconocid). Ahora pues, este Mr. Desconocid, tras de hablar un buen rato de las novelas del Sr. Valera, va y se enfada y dice: «J'apprends qu'une femme, dans Un voyage de fiancés (Viaje de novios), essaye d'acclimater en Espagne le roman naturaliste. Le naturalisme consiste probablement en ce que [...]». No reproduzco el resto del párrafo, porque el censor idealista añade a renglón seguido cosas nada ideales; paso por alto lo de traducir viaje de novios «Voyage de fiancés», como si fuesen los futuros y no los esposos quienes viajan juntos mano a mano -cosa no vista hasta la fecha- porque también traduce «Pasarse de listo» por «Trop d'imagination»); y voy solamente a la ira y desdén que el crítico traspirenaico manifiesta cuando averigua que existe en España une femme que osa tratar de aclimatar la novela naturalista! Parece al pronto que todo crítico formal, al tener noticia del atentado, desearía procurarse el cuerpo del delito para ver con sus propios ojos hasta dónde llega la iniquidad del autor; y si esto hiciese Mr. Desconocid, lograría dos ventajas: primera, convencerse de que casi estoy tan inocente de la tentativa de aclimatación consabida, como Zola de la perversión de nuestros poetas; segunda, evitar la garrafalada de traducir viaje de novios por «Voyage de fiancés», y todas las ingeniosas frases que le inspiró esta versión libérrima. Pero Mr. Desconocid echó por el atajo, diciendo lo que quiso sin molestarse en leer la obra, sistema cómodo y por muchos empleado.
He de confesar que, viéndome acusada nada menos que en dos lenguas (la Revue Britannique se publica, si no me engaño, en París y Londres simultáneamente) de los susodichos ensayos de aclimatación, creció mi deseo de escribir algo acerca de la palpitante cuestión literaria: naturalismo y realismo. Cualquiera que sea el fallo que las generaciones presentes y futuras pronuncien acerca de las nuevas formas del arte, su estudio solicita la mente con el poderoso atractivo de lo que vive, de lo que alienta; de lo actual, en suma. Podrá la hora que corre ser o no ser la más bella del día; podrá no brindarnos calor solar ni amorosa luz de luna; pero al fin es la hora en que vivimos.
Aún suponiendo que naturalismo y realismo fuesen un error literario, un síntoma de decadencia, como el culteranismo, v. gr., todavía su conocimiento, su análisis, importaría grandemente a la literatura. ¿No investiga con afán el teólogo la historia de las herejías? ¿No se complace el médico en diagnosticar una enfermedad extraña? Para el botánico hay sin duda algunas plantas lindas y útiles y otras feas y nocivas, pero todas forman parte del plan divino y tienen su belleza peculiar en cuanto dan elocuente testimonio de la fuerza creadora. Al literato no le es lícito escandalizarse nimiamente de un género nuevo, porque los períodos literarios nacen unos de otros, se suceden con orden, y se encadenan con precisión en cierto modo matemática: no basta el capricho de un escritor, ni de muchos, para innovar formas artísticas; han de venir preparadas, han de deducirse de las anteriores. Razón por la cual es pueril imputar al arte la perversión de las costumbres, cuando con mayor motivo pueden achacarse a la sociedad los extravíos del arte.
Todas estas consideraciones, y la convicción de que el asunto es nuevo en España, me inducen a emborronar una serie de artículos donde procure tratarlo y esclarecerlo lo mejor que sepa, en estilo mondo y llano, sin enfadosas citas de autoridades ni filosofías hondas. Quizás esta misma ligereza de mi trabajo lo haga soportable al público: el corcho sobrenada, mientras se sumerge el bronce. Si no salgo airosa de mi empresa, otro lo cantará con mejor plectro.
Obedece al mismo propósito de vulgarización literaria la inserción de estos someros estudios en un periódico diario. Si a tanto honor los hiciese acreedores la aprobación del lector discreto, no faltará un in 8.º donde empapelarlos; entretanto, corran y dilátense llevados por las alas potentes y veloces de la prensa, de la cual todo el mundo murmura, y a la cual todo el mundo se acoge cuando le importa... Y aquí me ocurre una aclaración. El pasado año se discutió en el Ateneo el tema de estos artículos, a saber: el naturalismo. La costumbre -con otra causa más poderosa no atino ahora, tal vez por la premura con que escribo- veda a las damas la asistencia a aquel centro intelectual; de suerte que, aun cuando me hallase en la corte de las Españas, no podría apreciar si se ventiló en él con equidad y profundidad la cuestión. Así es que al asegurar que el asunto es nuevo, aludo en particular a los dominios de la palabra escrita, donde definitivamente se resuelven los problemas literarios.
Sentado todo lo anterior, hablemos del escándalo. Cada profesión tiene su heroísmo propio: el anatómico es valiente cuando diseca un cadáver y se expone a picarse con el bisturí y quedar inficionado del carbunclo, o cosa parecida; el aeronauta, cuando corta las cuerdas del globo; el escritor ha menester resolución para contrarrestar poco o mucho la opinión general; así es que probablemente, al emprender este trabajo, añado algunos renglones honrosos a mi modesta hoja de servicios.
Tal vez alguien vuelva a hablar de aclimataciones y otras niñerías, afirmando que quise abogar por una literatura inmunda, vitanda y reprobable. A bien que la verdad se hace lugar tarde o temprano, y el que desapasionada y pacientemente lea lo que sigue, no verá panegíricos ni alegatos, sino la apreciación imparcial de la fase literaria más reciente y característica. Y, por otra parte, como las ideas se difunden hoy con tal rapidez, es posible que en breve lo que ahora parece novedad sea conocido hasta de los estudiantes de primer año de retórica. Para entonces tendrá el naturalismo en España panegiristas y sectarios verdaderos, y a los meros expositores nos reintegrarán en nuestro puesto neutral.
Emilia Pardo Bazán
de La cuestión palpitante, 1883
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en Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes
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