En “El árbol de la ciencia” dice Baroja del protagonista, Andrés
Hurtado, estas palabras: "La vida en general y, sobre todo, la suya, le
parecía una cosa fea, turbia, dolorosa e indominable". Esta impresión
última y decisiva ante el conjunto del universo y de la existencia late, gime,
trema so la primera página que Baroja escribió lo mismo que so la más reciente.
De esa emoción, como de una amarga simiente, ha crecido la abundante literatura
de este hombre, selva bronca y agria, áspera y convulsa, llena de angustia y
desamparo, donde habita una especie de Robinsón peludo, frenético y humorista,
que azota sin piedad a las transeúntes.
¿Quién no se ha sorprendido alguna vez tomando el pulso a la vida y no
hallándolo? ¿Quién no ha sentido, en ocasiones, vacío el orbe de justificación?
En esas horas de balance vital, a que antes me refería, sopesamos las grandes
cosas que pretenden llenar la vida y darle solidez racional, sentido, precio o
sugestión –el arte, la ciencia, la religión, la moral, el placer- y a lo mejor
nos parece como si estuvieran huecas, como si sólo poseyeran la máscara de sí
mismas y se alzaran fraudulentas ante nosotros al modo de falaces promesas. Si
queremos plantar en ellas el vértice de nuestro corazón, que se estremece sobre
un abismo de nada, notamos que ceden, que se resquebrajan como cáscaras, que se
esfuman como ficciones, que vacilan tanto como nuestra pobre víscera cordial,
menesterosa de sostén, de una tierra firme donde asentarse, de un fondo sólido
donde hincar su ancla. Como Arquímedes, nos contentaríamos con un punto de
apoyo, pero que sea suficiente, que se baste a sí mismo y no necesite, a su
vez, de otro donde afianzarse, y así hasta el infinito.
En tales momentos nos sentimos profundamente infelices.
Si nos preguntamos en qué consiste ese estado ideal de espíritu
denominado felicidad, hallamos fácilmente una primera respuesta: la felicidad
consiste en encontrar algo que nos satisfaga completamente. Mas, en rigor, esta
respuesta no hace sino plantearnos en qué consiste ese estado subjetivo de
plena satisfacción. Por otra, qué condiciones objetivas habrá de tener algo
para conseguir satisfacernos.
La felicidad –decía Mérimée- es como una gana de dormir. He aquí un
pensamiento donde se obtiene un lado de la verdad a costa de todos los demás.
El sueño se opone a la vigilia como la inacción a la actividad. ¿Tiene
sentido que hagamos consistir la felicidad de la vida en un no vivir? Claro que
no.
No podremos ver nada claro en este sublime asunto de la felicidad
–decidme: ¿hay otro, por ventura, más importante?- si no comenzamos por
advertir que frente a las cosas es el sujeto una pura actividad. Llámesele alma,
conciencia, espíritu o como se quiera, eso que somos consiste en un haz de
actividades, de las cuales unas se ejecutan y otras aspiran a ejercerse.
Consistimos, pues, en un potencial de actos: vivir, es ir dando salida a ese
potencial, es ir convirtiéndolo en actuación. Dicho de otra manera: somos un
poder ver, un poder gustar y oír, un poder recordar, un poder entristecernos y
alegrarnos, llorar o reír, un poder amar y odiar, imaginar, saber, dudar,
creer, desear y temer.
¿Cómo es posible que imaginemos la felicidad con el semblante del sueño,
que es la negación de todo eso? El propio Mérimée no dice que sea como el
sueño, sino como la gana de dormir, y esta gana es ya una voluntad, un deseo,
bien que de apagarse y sumirse en la nada. Alude, pues, a ese estado intermedio
en que de la vigilia pasamos al sueño. En tales momentos parecen haberse
borrado de nuestro espíritu todos los impulsos que lo constituyen: sólo queda
uno en pie, y es precisamente el deseo de ese dulce aniquilamiento. Y como en
cada estadio de la situación va cumpliéndose mejor ese deseo, única actividad
que nos queda, crece éste de una manera progresiva, va siendo un deseo cada vez
mayor, de más completo apagamiento, de total desaparición. Y en el instante
preciso de dormirnos llega a su extremo esa actividad de anhelar nuestro propio
desvanecimiento.
De esta suerte se hace comprensible aquel primer pronto de evidencia que
no podemos negar a la metáfora de Merimée. En la <<gana de dormir>>
somos una sola actividad, pero ésta logra ejecutarse y expansionarse
ilimitadamente. Lo que tiene de feliz semejante situación no es, por tanto, lo
que tiene de sueño y de inacción, sino, la contrario, lo que tiene de vida
infinita. En ella, todo el potencial se vierte en actuación: todo lo que somos
en potencia, lo somos en acto.
Estas consideraciones llevan, creo yo, a una idea más adecuada del
mecanismo de la felicidad. Se suele cometer el error de creer que ésta radica
en la satisfacción de nuestros deseos, como si los deseos constituyeran toda
nuestra personalidad. Conducía esta opinión a hacer depender nuestra ventura de
la obtención de cosas externas a nosotros mismos, con lo cual resultaba
inexplicable el caso tan frecuente de hombres afortunados, como Salomón, cuyos
deseos se colman, y que, sin embargo, se consumen de infelicidad.
En modo alguno puede ser ése el papel que las cosas representan en
nuestra dicha. No como poseídas u obtenidas contribuyen a hacernos felices,
sino como motivos de nuestra actividad, como materia sobre la cual ésta se dispare
y de mera potencia pase a ejercicio.
Cuando pedimos a la existencia cuentas claras de su sentido, no hacemos
sino exigirle que nos presente alguna cosa capaz de absorber nuestra actividad.
Si notásemos que algo en el mundo bastaba a henchir el volumen de nuestra
energía vital, nos sentiríamos felices y el universo nos parecería justificado.
¿Puede hacer esto la ciencia o el arte o el placer? Todo depende de que esas
cosas dejen o no en nosotros porciones de vitalidad vacantes, inejercidas y
como en bostezo.
Aquí está, aquí está el origen de la infelicidad. ¿Quién se halle
totalmente absorbido por una ocupación se siente infeliz? Este sentimiento no
aparece sino cuando una parte de nuestro espíritu está desocupada, inactiva,
cesante. La melancolía, la tristeza, el descontento son inconcebibles cuando
nuestro ser íntegro está operando. Basta, en cambio, que en nuestra actividad
se haga un calderón para que asciendan del espíritu quieto –como los vahos
maléficos en un agua muerta- esas emociones de desazón, de desamparo y vacío
infinito. Entonces advertimos el desequilibrio entre nuestro ser potencial y
nuestro ser actual. Y eso, eso es la gran infelicidad.
La más sencilla observación de nuestra naturaleza psíquica nos descubre
que los actos espirituales, cuyo conjunto somos, mientras se están verificando
no son percibidos por nosotros. Cuando pensamos en algo con atención
concentrada, cuando experimentamos la cólera o el amor apasionado, no nos queda
un resto de conciencia libre que pueda ponerse a mirar esos estados
intensísimos. Sólo después que han pasado advertimos el eco de su turbulencia,
la estela o rastro que su actuación deja en nosotros. Pues, hablando
rigorosamente, esto acontece con todas nuestras actividades en el momento de
ejercitarse. En cierto modo, vivir y sentirse vivir son dos cosas
incompatibles. No sentimos más que aquello de nuestra personalidad que está o
pasa a estar en situación potencial. Cuanto menor sea la expansión de nuestras
actividades, en mayor grado seremos espectadores de nosotros mismos. Y el
espectáculo que se nos ofrece es nuestro yo atado como un Prometeo que pugna
por moverse y no lo logra; nuestro yo convertido en puro anhelo, en propósitos
irrealizados, en tendencias paralíticas y conatos reprimidos.
Si en los momentos de infelicidad, cuando el mundo nos parece vacío y
todo sin sugestiones, nos preguntan qué es lo que más ambicionamos, creo yo que
contestaríamos: salir de nosotros mismos, huir de este espectáculo del yo
agarrotado y paralítico. Y envidiamos los seres ingenuos, cuya conciencia nos
parece verterse íntegra en lo que están haciendo, en el trabajo de su oficio,
en el goce de su juego o de su pasión. La felicidad es estar fuera de sí
–pensamos.
De lo que llevo dicho se desprende que en ese estar fuera de sí consiste
precisamente el vivir espontáneo, el ser, y que, al entrar dentro de sí, el
hombre deja de vivir y de ser y se encuentra frente a frente, con el lívido
espectro de sí mismo.
Los lamentos de acedía que salen de todas las literaturas románticas son
los ladridos de la sensibilidad, irritada como un can, ante ese espectro que es
el propio espíritu inactivo.
Andrés Hurtado, el protagonista de “El árbol de la ciencia”, no
encuentra faceta alguna en el orbe donde su actividad pueda insertarse. Vive
como un hongo, atenido a sí mismo, sin adherencia al medio, sin cambio de
sustancias con el dintorno. En nada encuentra solicitación bastante. Creemos un
momento que la investigación científica
va a absorber, por fin, su íntimo potencial. Mas al punto notamos que si Andrés
Hurtado busca el árbol de la ciencia es, no más, para tumbarse un rato a la
sombra. Nihil, nihil; el mundo en derredor es un ámbito absolutamente vacío. Y
en vista de ello, Andrés Hurtado se suicida mediante aconitina cristalizada de
Duquesnel.
En lugar de resolver su propio problema con esa muerte farmacéutica,
Baroja ha escrito veintiséis o veintiocho volúmenes, que se abren como otros
tantos bostezos de aburrimiento trascendental ante un mundo donde todo es
insuficiente.
José Ortega y Gasset
Ideas sobre Pío Baroja
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