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Una fórmula de la vida
El año siguiente, el cuarto de carrera,
había para los alumnos, y sobre todo para Andrés Hurtado, un motivo de
curiosidad: la clase de don José de Letamendi.
Letamendi era de estos hombres
universales que se tenían en la España de hace unos años; hombres universales a
quienes no se les conocía ni de nombre pasados los Pirineos. Un desconocimiento
tal en Europa de genios tan trascendentales, se explicaba por esa hipótesis
absurda, que aunque no la defendía nadie claramente, era aceptada por todos, la
hipótesis del odio y la mala fe internacionales que hacía que las cosas grandes
de España fueran pequeñas en el extranjero y viceversa.
Letamendi era un señor flaco, bajito,
escuálido, con melenas grises y barba blanca. Tenía cierto tipo de aguilucho,
la nariz corva, los ojos hundidos y brillantes. Se veía en él un hombre que se
había hecho una cabeza, como dicen los franceses. Vestía siempre levita algo
entallada, y llevaba un sombrero de copa de alas planas, de esos sombreros clásicos
de los melenudos profesores de la Sorbona.
En San Carlos corría como una verdad
indiscutible que Letamendi era un genio; uno de esos hombres águilas que se
adelantan a su tiempo; todo el mundo le encontraba abstruso porque hablaba y
escribía con gran empaque un lenguaje medio filosófico, medio literario.
Andrés Hurtado, que se hallaba ansioso
de encontrar algo que llegase al fondo de los problemas de la vida, comenzó a
leer el libro de Letamendi con entusiasmo. La aplicación de las Matemáticas a
la Biología le pareció admirable.
Andrés fue pronto un convencido. Como
todo el que cree hallarse en posesión de una verdad tiene cierta tendencia de proselitismo,
una noche Andrés fue al café donde se reunían Sañudo y sus amigos a hablar de
las doctrinas de Letamendi, a explicarlas y a comentarlas. Estaba como siempre
Sañudo con varios estudiantes de ingenieros. Hurtado se reunió con ellos y
aprovechó la primera ocasión para llevar la conversación al terreno que deseaba
y expuso la fórmula de la vida de Letamendi e intentó explicar los corolarios
que de ella deducía el autor.
Al decir Andrés que la vida, según
Letamendi, es una función indeterminada entre la energía individual y el
cosmos, y que esta función no puede ser más que suma, resta, multiplicación y
división, y que no pudiendo ser suma, ni resta, ni división, tiene que ser multiplicación,
uno de los amigos de Sañudo se echó a reír.
—¿Por qué se ríe usted? —le preguntó
Andrés, sorprendido.
—Porque en todo eso que dice usted hay
una porción de sofismas y de falsedades. Primeramente hay muchas más funciones
matemáticas que sumar, restar, multiplicar y dividir.
—¿Cuáles?
—Elevar
a potencia, extraer raíces... Después, aunque no hubiera más que cuatro
funciones matemáticas primitivas, es absurdo pensar que en el conflicto de estos
dos elementos la energía de la vida y el cosmos, uno de ellos, por lo menos, heterogéneo
y complicado, porque no haya suma, ni resta, ni división, ha de haber
multiplicación. Además, sería necesario
demostrar por qué no puede haber suma, por qué no puede haber resta y por qué
no puede haber división. Después habría que demostrar por qué no puede haber
dos o tres funciones simultáneas. No basta decirlo.
—Pero eso lo da el razonamiento.
—No, no; perdone usted —replicó el
estudiante—. Por ejemplo, entre esa mujer y yo puede haber varias funciones
matemáticas: suma, si hacemos los dos una misma cosa ayudándonos; resta, si
ella quiere una cosa y yo la contraria y vence uno de los dos contra el otro;
multiplicación, si tenemos un hijo, y división si yo la corto en pedazos a ella
o ella a mí.
—Eso es una broma —dijo Andrés.
—Claro que es una broma —replicó el
estudiante—, una broma por el estilo de las de su profesor; pero que tiende a
una verdad, y es que entre la fuerza de la vida y el cosmos hay un infinito de
funciones distintas: sumas, restas, multiplicaciones, de todo, y que además es
muy posible que existan otras funciones que no tengan expresión matemática.
Andrés Hurtado, que había ido al café
creyendo que sus preposiciones convencerían a los alumnos de ingenieros, se
quedó un poco perplejo y cariacontecido al comprobar su derrota.
Leyó de nuevo el libro de Letamendi,
siguió oyendo sus explicaciones y se convenció de que todo aquello de la
fórmula de la vida y sus corolarios, que al principio le pareció serio y
profundo, no eran más que juegos de prestidigitación, unas veces ingeniosos,
otras veces vulgares, pero siempre sin realidad alguna, ni metafísica, ni empírica.
Todas estas fórmulas matemáticas y su
desarrollo no eran más que vulgaridades disfrazadas con un aparato científico,
adornadas por conceptos retóricos que la papanatería de profesores y alumnos
tomaba como visiones de profeta.
Por dentro, aquel buen señor de las
melenas, con su mirada de águila y su diletantismo artístico, científico y
literario; pintor en sus ratos de ocio, violinista y compositor y genio por los
cuatro costados, era un mixtificador audaz con ese fondo aparatoso y botarate
de los mediterráneos. Su único mérito real era tener condiciones de literato,
de hombre de talento verbal.
La palabrería de Letamendi produjo en
Andrés un deseo de asomarse al mundo filosófico y con este objeto compró en
unas ediciones económicas los libros de Kant, de Fichte y de Schopenhauer.
Leyó primero “La Ciencia del
Conocimiento”, de Fichte, y no pudo enterarse de nada. Sacó la impresión de que
el mismo traductor no había comprendido lo que traducía; después comenzó la
lectura de “Parerga y Paralipomena”, y le pareció un libro casi ameno, en parte
cándido, y le divirtió más de lo que suponía. Por último, intentó descibrar “La
crítica de la razón pura”. Veía que con un esfuerzo de atención podía seguir el
razonamiento del autor como quien sigue el desarrollo de un teorema matemático;
pero le pareció demasiado esfuerzo para su cerebro y dejó Kant para más adelante,
y siguió leyendo a Schopenhauer, que tenía para él el atractivo de ser un consejero
chusco y divertido.
Algunos pedantes le decían que
Schopenhauer había pasado de moda, como si la labor de un hombre de
inteligencia extraordinaria fuera como la forma de un sombrero de copa.
Los condiscípulos, a quien asombraban
estos buceamientos de Andrés Hurtado, le decían:
—¿Pero no te basta con la filosofía de
Letamendi?
—Si eso no es filosofía ni nada —replicaba
Andrés—. Letamendi es un hombre sin una idea profunda; no tiene en la cabeza
más que palabras y frases. Ahora, como vosotros no las comprendéis, os parecen
extraordinarias.
El verano, durante las vacaciones,
Andrés leyó en la Biblioteca Nacional algunos libros filosóficos nuevos de los
profesores franceses e italianos y le sorprendieron. La mayoría de estos libros
no tenían más que el título sugestivo; lo demás era una eterna divagación
acerca de métodos y clasificaciones.
A Hurtado no le importaba nada la
cuestión de los métodos y de las clasificaciones, ni saber si la Sociología era
una ciencia o un ciempiés inventado por los sabios; lo que quería encontrar era
una orientación, una verdad espiritual y práctica al mismo tiempo.
Los bazares de la ciencia de los
Lombroso y los Ferri, de los Fouillée y de los Janet, le produjeron una mala
impresión.
Este espíritu latino y su claridad tan
celebrada le pareció una de las cosas más insulsas, más banales y anodinas.
Debajo de los títulos pomposos no había más que vulgaridad a todo pasto.
Aquello era, con relación a la filosofía, lo que son los específicos de la
cuarta plana de los periódicos respecto a la medicina verdadera.
En cada autor francés se le figuraba a
Hurtado ver un señor cyranesco, tomando actitudes gallardas y hablando con voz
nasal; en cambio, todos los italianos le parecían barítonos de zarzuela.
Viendo que no le gustaban los libros
modernos volvió a emprender con la obra de Kant, y leyó entera con grandes
trabajos la “Crítica de la razón pura”. Ya aprovechaba algo más lo que leía y
le quedaban las líneas generales de los sistemas que iba desentrañando.
(…)
La vida nueva
A Hurtado no le preocupaban gran cosa
las cuestiones de forma, y no tuvo ningún inconveniente en casarse en la
iglesia, como quería doña Leonarda. Antes de casarse llevó a Lulú a ver a su
tío Iturrioz y simpatizaron.
Ella le dijo a Iturrioz.
—A ver si encuentra usted para Andrés
algún trabajo en que tenga que salir poco de casa, porque haciendo visitas está
siempre de un humor malísimo.
Iturrioz encontró el trabajo, que
consistía en traducir artículos y libros para una revista médica que publicaba
al mismo tiempo obras nuevas de especialidades.
—Ahora te darán dos o tres libros en
francés para traducir —le dijo Iturrioz—; pero vete aprendiendo el inglés,
porque dentro de unos meses te encargarán alguna traducción en este idioma y
entonces si necesitas te ayudaré yo.
—Muy bien. Se lo agradezco a usted
mucho.
Andrés dejó su cargo en la sociedad “La
Esperanza”. Estaba deseándolo; tomó una casa en el barrio de Pozas, no muy
lejos de la tienda de Lulú.
Andrés pidió al casero que de los tres
cuartos que daban a la calle le hiciera uno, y que no le empapelara el local
que quedase después, sino que lo pintara de un color cualquiera.
Este cuarto sería la alcoba, el
despacho, el comedor para el matrimonio. La vida en común la harían
constantemente allí.
—La gente hubiera puesto aquí la sala y
el gabinete y después se hubieran ido a dormir al sitio peor de la casa —decía
Andrés.
Lulú miraba estas disposiciones
higiénicas como fantasías, chifladuras; tenía una palabra especial para
designar las extravagancias de su marido.
—¡Qué hombre más ideático! —decía.
Andrés pidió prestado a Iturrioz algún
dinero para comprar muebles.
—¿Cuánto necesitas? —le dijo el tío.
—Poco; quiero muebles que indiquen
pobreza; no pienso recibir a nadie.
Al principio doña Leonarda quiso ir a
vivir con Lulú y con Andrés; pero éste se opuso.
—No, no —dijo Andrés—; que vaya con tu
hermana y con don Prudencio. Estará mejor.
—¡Qué hipócrita! Lo que sucede es que
no la quieres a mamá.
—Ah, claro. Nuestra casa ha de tener
una temperatura distinta a la de la calle. La suegra sería una corriente de
aire frío. Que no entre nadie, ni de tu familia ni de la mía.
—¡Pobre mamá! ¡Qué idea tienes de ella!
—decía riendo Lulú.
—No; es que no tenemos el mismo
concepto de las cosas; ella cree que se debe vivir para fuera y yo no.
Lulú, después de vacilar un poco, se
entendió con su antigua amiga y vecina la Venancia y la llevó a su casa. Era
una vieja muy fiel, que tenía cariño a Andrés y a Lulú.
—Si le preguntan por mí —le decía
Andrés—, diga usted siempre que no estoy.
—Bueno, señorito.
Andrés estaba dispuesto a cumplir bien
en su nueva ocupación de traductor.
Aquel cuarto aireado, claro, donde
entraba el sol, en donde tenía sus libros, sus papeles, le daba ganas de
trabajar.
Ya no sentía la impresión de animal
acosado, que había sido en él habitual. Por la mañana tomaba un baño y luego se
ponía a traducir. Lulú volvía de la tienda y la Venancia les servía la comida.
—Coma usted con nosotros —le decía Andrés.
—No, no.
Hubiera sido imposible convencer a la
vieja de que se podía sentar a la mesa con sus amos. Después de comer, Andrés
acompañaba a Lulú a la tienda y luego volvía a trabajar en su cuarto. Varias
veces le dijo a Lulú que ya tenían bastante para vivir con lo que ganaba él, que
podían dejar la tienda; pero ella no quería.
—¿Quién sabe lo que puede ocurrir? —decía
Lulú—; hay que ahorrar, hay que estar prevenidos por si acaso.
De noche aún quería Lulú trabajar algo
en la máquina; pero Andrés no se lo permitía.
Andrés estaba cada vez más encantado de
su mujer, de su vida y de su casa. Ahora le asombraba cómo no había notado
antes aquellas condiciones de arreglo, de orden y de economía de Lulú.
Cada vez trabajaba con más gusto. Aquel
cuarto grande le daba la impresión de no estar en una casa con vecinos y gente
fastidiosa, sino en el campo, en algún sitio lejano.
Andrés hacía sus trabajos con gran
cuidado y calma. En la redacción de la revista le habían prestado varios
diccionarios científicos modernos e Iturrioz le dejó dos o tres de idiomas que
le servían mucho.
Al cabo de algún tiempo, no sólo tenía
que hacer traducciones, sino estudios originales, casi siempre sobre datos y
experiencias obtenidos por investigadores extranjeros.
Muchas veces se acordaba de lo que
decía Fermín Ibarra; de los descubrimientos fáciles que se desprenden de los
hechos anteriores sin esfuerzo. ¿Por qué no había experimentados en España
cuando la experimentación para dar fruto no exigía más que dedicarse a ella?
Sin duda faltaban laboratorios, talleres para seguir el proceso evolutivo de
una rama de la ciencia; sobraba también un poco de sol, un poco de ignorancia y
bastante de la protección del Santo Padre, que generalmente es muy útil para el
alma, pero muy perjudicial para la ciencia y para la industria.
Estas ideas, que hacía tiempo le
hubieran producido indignación y cólera, ya no le exasperaban.
Andrés se encontraba tan bien, que
sentía temores. ¿Podía durar esta vida tranquila?¿Habría llegado a fuerza de
ensayos a una existencia no sólo soportable, sino agradable y sensata? Su
pesimismo le hacía pensar que la calma no iba a ser duradera.
—Algo va a venir el mejor día —pensaba—
que va a descomponer este bello equilibrio.
Muchas veces se le figuraba que en su
vida había una ventana abierta a un abismo. Asomándose a ella el vértigo y el
horror se apoderaban de su alma. Por cualquier cosa, con cualquier motivo,
temía que este abismo se abriera de nuevo a sus pies.
Para Andrés todos los allegados eran
enemigos; realmente la suegra, Niní, su marido, los vecinos, la portera,
miraban el estado feliz del matrimonio como algo ofensivo para ellos.
—No hagas caso de lo que te digan —recomendaba
Andrés a su mujer—. Un estado de tranquilidad como el nuestro es una injuria
para toda esa gente que vive en una perpetua tragedia de celos, de envidias, de
tonterías. Ten en cuenta que han de querer envenenarnos.
—Lo tendré en cuenta —replicaba Lulú,
que se burlaba de la grave recomendación de su marido.
Niní algunos domingos, por la tarde,
invitaba a su hermana a ir al teatro.
—¿Andrés no quiere venir? —preguntaba
Niní.
—No. Está trabajando.
—Tu marido es un erizo.
—Bueno; dejadle.
Al volver Lulú por la noche contaba a
su marido lo que había visto. Andrés hacía alguna reflexión filosófica que a
Lulú le parecía muy cómica, cenaban y después de cenar paseaban los dos un
momento.
En verano, salían casi todos los días
al anochecer. Al concluir su trabajo, Andrés iba a buscar a Lulú a la tienda,
dejaban en el mostrador a la muchacha y se marchaban a corretear por el
Canalillo o la Dehesa de Amaniel. Otras noches entraban en los cinematógrafos
de Chamberí, y Andrés oía entretenido los comentarios de Lulú, que tenían esa
gracia madrileña ingenua y despierta que no se parece en nada a las groserías
estúpidas y amaneradas de los especialistas en madrileñismo.
Lulú le producía a Andrés grandes
sorpresas; jamás hubiera supuesto que aquella muchacha, tan atrevida al
parecer, fuera íntimamente de una timidez tan completa.
Lulú tenía una idea absurda de su
marido, lo consideraba como un portento. Una noche que se les hizo tarde, al
volver del Canalillo, se encontraron en un callejón sombrío, que hay cerca del
abandonado cementerio de la Patriarcal, con dos hombres de mal aspecto. Estaba
ya oscuro; un farol medio caído, sujeto en la tapia del camposanto, iluminaba
el camino, negro por el polvo del carbón y abierto entre dos tapias. Uno de los
hombres se les acercó a pedirles limosna de una manera un tanto sospechosa. Andrés
contestó que no tenía un cuarto y sacó la llave de casa del bolsillo, que brilló
como si fuera el cañón de un revólver.
Los dos hombres no se atrevieron a
atacarles, y Lulú y Andrés pudieron llegar a la calle de San Bernardo sin el
menor tropiezo.
—¿Has tenido miedo, Lulú? —le preguntó
Andrés.
—Sí; pero no mucho. Como iba contigo...
—Qué espejismo —pensó él—, mi mujer
cree que soy un Hércules.
Todos los conocidos de Lulú y de Andrés
se maravillaban de la armonía del matrimonio.
—Hemos llegado a querernos de verdad —decía
Andrés—, porque no teníamos interés en mentir.
Pío Baroja
El árbol de la ciencia, 1911
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de la ciencia:
la sala de
disección de España
de Yann Tholoniat
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