Don Pío Baroja cae muy bien a los españoles
porque se mete con todo el mundo, porque habla mal de cualquiera
Casi todas las tardes, Baroja, que vivía cerca del Retiro, bajaba al parque a darse un paseo. Un día le visitaron Luis Ponce de León y otros falangistas de uniforme:
-¿No sale usted nunca, don Pío?
-Antes bajaba a darme una vuelta por el Retiro, pero desde que andan por ahí esos cabrones de falangistas ya no me atrevo.
Cuando Baroja volvía de sus paseos, su madre le decía: “Aquí sola, hijo, toda la tarde”. Desde que murió su madre, Baroja decía: “Ahora soy yo el que está solo toda la tarde, esperando”.
Don Pío paseaba con una boina que no llegaba a chapela, una bufandilla, un abrigo viejo y unas botas, por cierto que la derecha se le torcía hacia dentro, pues era uno de esos hombres de pisar un poco simiesco que esconden levemente la punta de un pie. El paseo por el Retiro era pensativo y pesimista, solitario. Pero don Pío era asiduo de otro paseo más elegante, mundano y como de gran escritor: el paseo por San Jerónimo, entre Sol y las Cuatro Calles, donde ya estaba Lhardy como un vagón de ferrocarril inglés en la vía muerta de la calle/estación con mucha gente y tiendas perfumadas. Pasaba y paseaba por allí el mejor Madrid, al atardecer, cuando al otro lado de Sol se deslindaban las calladas batallas del crepúsculo, como alegoría de las guerras civiles de nuestra Historia.
Hubiera podido parecer un paseo provinciano, sólo que allí se cruzaban las caras más famosas de España, Valera, Castelar, Azorín, Maragall (venido en visita desde Barcelona), el propio Baroja, Maeztu, que todavía era nietzscheano y les hablaba mucho del alemán. Un día, Baroja subió a buscar a su amigo Maeztu al piso, le hicieron esperar y anduvo hojeando libros. Allí estaba Nietzsche. Baroja comprobó que Maeztu sólo había cortado las primeras páginas. Y con aquellas cuatro páginas estaba fanatizando España en favor de Zaratustra, el Superhombre y todo eso. Esta anécdota revela lo que Maeztu tuvo siempre de farsante genial de la cultura y la política.
Con el tiempo, aquel paseo cambió de San Jerónimo a Alcalá, por donde subía y bajaba Valle Inclán solitario, por donde subían y bajaban Baroja y Azorín, que siempre fueron muy amigos. Como no tienen nada que ver entre sí, uno siempre ha sospechado que Azorín -pusilánime- prefería tener a Baroja de amigo mejor que de enemigo, pues sólo había algo más temible que la palabra escrita de Baroja: la palabra hablada. Don Pío Baroja cae muy bien a los españoles porque se mete con todo el mundo, porque habla mal de cualquiera. Esta crítica universal del tiempo y el espacio, en las novelas o en las tertulias, sólo puede nacer de un radical descontento consigo mismo. La humanidad puede ser tan mala como la pintan algunos, pero el decirlo a todas horas y en todas partes manifiesta un resentimiento inmotivado y un odio monográfico que quizá le incluye a uno mismo.
Baroja no se gusta a sí mismo ni le gusta cómo escribe, y esto se aprecia en el descuido y la desgana de sus procedimientos literarios, desde la falta de sintaxis a la falta de organización. Lo que no acaba de decirse nunca es que Baroja no creía en lo que estaba haciendo. Pero don Pío era ese antipático gracioso que tanto gusta a nuestro pueblo. Un complicado cruce de italiano, vasco, anarquista, burgués, artista, cientifista, pensador y mal gramático.
Siempre había dicho que Valle Inclán tenía ridículos sueños de grandeza. Un día encontró a Valle en Alcalá -a esta gente todo le pasaba en la calle de Alcalá- y le detuvo:
-Mire usted, Valle, vengo de recoger el dibujo de mi árbol genealógico.
Y Valle, que conocía el desprecio de Baroja por las genealogías:
-Vaya usted a la mierda, hombre, váyase usted a la mierda.
La obsesión de Baroja contra Valle (el hombre que sí sabía escribir) llega a veces a la avilantez. “Todo el estilo de Valle consiste en llamar a los dedos dátiles”, escribe. En Valle Inclán, en cambio, jamás encontramos nada contra Baroja ni a favor. Se ve que el vasco torpón no existía para el estilista galaico. Pérez de Ayala, un dandy de la generación siguiente, lo dijo un día:
-Las novelas de Baroja son como un tranvía. Los personajes entran y salen, se suben y se bajan sin que sepamos adónde van ni quiénes son.
Durante el cuarentañismo se mimó mucho a Baroja porque era el único 98 que teníamos, con Azorín. Pero Azorín era un estilista sin peligro y Baroja posaba de león jamás domesticado. Extraño león en zapatillas cuya única jungla fue el parque del Retiro. “Hombre humilde y errante”, escribió de sí mismo. Se opinaba de tal, pero está en una familia de ricos, amateurs -Ricardo-, panaderos y editores. ¿Por qué humilde?
En cuanto a lo de errante, es quizá el más sedentario del 98. Baroja es escritor contra sí mismo. No hace nada para serlo, pero la literatura es él, va con él, y es más literario hablando que escribiendo. Odiaba a Villaespesa porque le pidió cinco pesetas y se murió sin devolvérselas:
-No he leído sus versos, pero siempre digo que es muy mal poeta.
A Baroja, misógino, le invitaban mucho las marquesas, porque tenía el atractivo personal de los leopardos. Lo mejor que escribió son sus memorias (siete tomos, a mí me han robado uno), porque las memorias apenas exigen construcción, y lo que no sabía Baroja era construir una novela. Como todo buen vasco, es muy callado en temas femeninos, muy discreto, y en sus novelas falta la mujer, aunque no en sus memorias. Un día, yendo en coche con unas marquesas, le explicaban que la mujer ha progresado mucho y ya hasta conduce automóviles:
-No veo yo que el taxista sea el modelo de la inteligencia occidental.
El último fascinado por Baroja fue Hemingway, que apenas leía español. Lo que sugestionaba en don Pío era la imagen de un anarquista literario, libérrimo, violento, un cruce de revolucionario ruso y maestro de obras de Vallecas.
Se le da mejor el paisaje que la figura humana. Abusa de la fea palabra “juanetudo” para definir a un hombre feo. Para él la humanidad se divide en nietzscheanos y juanetudos. Los nietzscheanos no han llegado todavía o han pasado ya. ¿Fascismo y 98? Los juanetudos empiezan a darse de La Rioja para abajo. Nunca son vascos. El día de su entierro, la calle donde vivía se llenó de gente. Eran de un rally deportivo que se celebraba esa mañana. Al entierro de Baroja fueron cuatro. Por lo menos tuvo un entierro barojiano.
-¿No sale usted nunca, don Pío?
-Antes bajaba a darme una vuelta por el Retiro, pero desde que andan por ahí esos cabrones de falangistas ya no me atrevo.
Cuando Baroja volvía de sus paseos, su madre le decía: “Aquí sola, hijo, toda la tarde”. Desde que murió su madre, Baroja decía: “Ahora soy yo el que está solo toda la tarde, esperando”.
Don Pío paseaba con una boina que no llegaba a chapela, una bufandilla, un abrigo viejo y unas botas, por cierto que la derecha se le torcía hacia dentro, pues era uno de esos hombres de pisar un poco simiesco que esconden levemente la punta de un pie. El paseo por el Retiro era pensativo y pesimista, solitario. Pero don Pío era asiduo de otro paseo más elegante, mundano y como de gran escritor: el paseo por San Jerónimo, entre Sol y las Cuatro Calles, donde ya estaba Lhardy como un vagón de ferrocarril inglés en la vía muerta de la calle/estación con mucha gente y tiendas perfumadas. Pasaba y paseaba por allí el mejor Madrid, al atardecer, cuando al otro lado de Sol se deslindaban las calladas batallas del crepúsculo, como alegoría de las guerras civiles de nuestra Historia.
Hubiera podido parecer un paseo provinciano, sólo que allí se cruzaban las caras más famosas de España, Valera, Castelar, Azorín, Maragall (venido en visita desde Barcelona), el propio Baroja, Maeztu, que todavía era nietzscheano y les hablaba mucho del alemán. Un día, Baroja subió a buscar a su amigo Maeztu al piso, le hicieron esperar y anduvo hojeando libros. Allí estaba Nietzsche. Baroja comprobó que Maeztu sólo había cortado las primeras páginas. Y con aquellas cuatro páginas estaba fanatizando España en favor de Zaratustra, el Superhombre y todo eso. Esta anécdota revela lo que Maeztu tuvo siempre de farsante genial de la cultura y la política.
Con el tiempo, aquel paseo cambió de San Jerónimo a Alcalá, por donde subía y bajaba Valle Inclán solitario, por donde subían y bajaban Baroja y Azorín, que siempre fueron muy amigos. Como no tienen nada que ver entre sí, uno siempre ha sospechado que Azorín -pusilánime- prefería tener a Baroja de amigo mejor que de enemigo, pues sólo había algo más temible que la palabra escrita de Baroja: la palabra hablada. Don Pío Baroja cae muy bien a los españoles porque se mete con todo el mundo, porque habla mal de cualquiera. Esta crítica universal del tiempo y el espacio, en las novelas o en las tertulias, sólo puede nacer de un radical descontento consigo mismo. La humanidad puede ser tan mala como la pintan algunos, pero el decirlo a todas horas y en todas partes manifiesta un resentimiento inmotivado y un odio monográfico que quizá le incluye a uno mismo.
Baroja no se gusta a sí mismo ni le gusta cómo escribe, y esto se aprecia en el descuido y la desgana de sus procedimientos literarios, desde la falta de sintaxis a la falta de organización. Lo que no acaba de decirse nunca es que Baroja no creía en lo que estaba haciendo. Pero don Pío era ese antipático gracioso que tanto gusta a nuestro pueblo. Un complicado cruce de italiano, vasco, anarquista, burgués, artista, cientifista, pensador y mal gramático.
Siempre había dicho que Valle Inclán tenía ridículos sueños de grandeza. Un día encontró a Valle en Alcalá -a esta gente todo le pasaba en la calle de Alcalá- y le detuvo:
-Mire usted, Valle, vengo de recoger el dibujo de mi árbol genealógico.
Y Valle, que conocía el desprecio de Baroja por las genealogías:
-Vaya usted a la mierda, hombre, váyase usted a la mierda.
La obsesión de Baroja contra Valle (el hombre que sí sabía escribir) llega a veces a la avilantez. “Todo el estilo de Valle consiste en llamar a los dedos dátiles”, escribe. En Valle Inclán, en cambio, jamás encontramos nada contra Baroja ni a favor. Se ve que el vasco torpón no existía para el estilista galaico. Pérez de Ayala, un dandy de la generación siguiente, lo dijo un día:
-Las novelas de Baroja son como un tranvía. Los personajes entran y salen, se suben y se bajan sin que sepamos adónde van ni quiénes son.
Durante el cuarentañismo se mimó mucho a Baroja porque era el único 98 que teníamos, con Azorín. Pero Azorín era un estilista sin peligro y Baroja posaba de león jamás domesticado. Extraño león en zapatillas cuya única jungla fue el parque del Retiro. “Hombre humilde y errante”, escribió de sí mismo. Se opinaba de tal, pero está en una familia de ricos, amateurs -Ricardo-, panaderos y editores. ¿Por qué humilde?
En cuanto a lo de errante, es quizá el más sedentario del 98. Baroja es escritor contra sí mismo. No hace nada para serlo, pero la literatura es él, va con él, y es más literario hablando que escribiendo. Odiaba a Villaespesa porque le pidió cinco pesetas y se murió sin devolvérselas:
-No he leído sus versos, pero siempre digo que es muy mal poeta.
A Baroja, misógino, le invitaban mucho las marquesas, porque tenía el atractivo personal de los leopardos. Lo mejor que escribió son sus memorias (siete tomos, a mí me han robado uno), porque las memorias apenas exigen construcción, y lo que no sabía Baroja era construir una novela. Como todo buen vasco, es muy callado en temas femeninos, muy discreto, y en sus novelas falta la mujer, aunque no en sus memorias. Un día, yendo en coche con unas marquesas, le explicaban que la mujer ha progresado mucho y ya hasta conduce automóviles:
-No veo yo que el taxista sea el modelo de la inteligencia occidental.
El último fascinado por Baroja fue Hemingway, que apenas leía español. Lo que sugestionaba en don Pío era la imagen de un anarquista literario, libérrimo, violento, un cruce de revolucionario ruso y maestro de obras de Vallecas.
Se le da mejor el paisaje que la figura humana. Abusa de la fea palabra “juanetudo” para definir a un hombre feo. Para él la humanidad se divide en nietzscheanos y juanetudos. Los nietzscheanos no han llegado todavía o han pasado ya. ¿Fascismo y 98? Los juanetudos empiezan a darse de La Rioja para abajo. Nunca son vascos. El día de su entierro, la calle donde vivía se llenó de gente. Eran de un rally deportivo que se celebraba esa mañana. Al entierro de Baroja fueron cuatro. Por lo menos tuvo un entierro barojiano.
Francisco Umbral
(31(10/99)
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