La lucha por la vida,
título procedente de las palabras de Darwin en El origen de las especies, es
una de las más famosas y significativas trilogías de Pío Baroja. Su primera
versión, titulada La busca, apareció por entregas en el diario El Globo, entre
el 4 de marzo y el 29 de mayo de 1903, con un total de 59 capítulos. Pero
Baroja debió de ir reescribiendo y ampliando la obra casi al mismo tiempo, o
muy poco después de concluir la publicación de los folletines en El Globo,
puesto que a lo largo de 1904 se editaron, en volúmenes independientes, las
tres novelas en que se había convertido aquella primera versión: La busca, Mala
hierba y Aurora roja. Entre La busca de 1903 y la trilogía del año siguiente
hay abundantes diferencias: cambios de estilo, alteración en el orden de algunos
episodios y, sobre todo, una considerable ampliación: de Aurora roja apenas
había unas páginas en la versión publicada en El Globo. Sin embargo, una vez
que se conoce la versión completa de la trilogía parece evidente que todo lo
que Aurora roja aporta al plan primitivo de la obra era necesario para
completar la evolución del personaje central.
Porque ésta es la
cuestión. Numerosos comentaristas se han referido a La lucha por la vida como
si se tratara de un gran fresco colectivo, de una radiografía del Madrid
suburbial en el tránsito del siglo XIX al XX Los múltiples personajes que pueblan
estas páginas y que a veces aparecen sólo fugazmente ayudan, en efecto, a
producir la sensación de un mundo hormiguearte y bullicioso era el que la
muchedumbre predomina sobre el individuo. Pero, en realidad, la diversidad de
sucesos y personajes constituye el fondo -minuciosamente detallado, eso sí- en
el que se inscriben los años de adolescencia y juventud de Manuel Alcázar,
desde su llegada a Madrid, hacia 1888, hasta 1902, cuando es dueño de una imprenta
y acaba de casarse con la Salvadora. Puede considerarse La lucha por la vida
como un relato deformación en el que lo esencial, la línea conductora que
proporciona cohesión y unidad al conjunto, es el proceso evolutivo de Manuel
desde los doce o trece años, esto es, la narración de sus actos, con los
errores y las experiencias que van jalonando su progresiva instalación en la
sociedad. Manuel se une a esa oleada inmigratoria que, abandonando la periferia
o el medio rural comenzó a invadir las ciudades en busca de mejor fortuna
durante los últimos años del siglo XIX. Las tres novelas marcan nítidamente los
sucesivos estadios por los que transita el personaje. En La busca, cuya
historia dura algo más de tres años, Manuel tras intentar con poco éxito varios
trabajos ínfimos, se acerca a una pandilla de jóvenes hampones y descuideros de
los suburbios con los que participa en pequeños robos, duerme a la intemperie y
se relaciona con randas, pícaros y maleantes del inframundo madrileño. No acaba
de acostumbrarse a esta forma de vida, y la novela concluye en un amanecer
gris, cuando Manuel, considerando el contraste entre los noctámbulos que
vuelven a sus refugios y quienes salen a la calle dispuestos a comenzar una
nueva jornada de trabajo, se afirma en su propósito de «ser de éstos, de los
que trabajan al sol no de los que buscan el placer en la sombra».
En Mala hierba, Manuel
intenta cambiar de vida. Trabaja para un escultor y un fotógrafo, y acaba por
entrar de aprendiz en una imprenta, con lo que se apunta ya su camino futuro.
Pero aún gravita sobre él su pasado más turbio, y un encuentro fortuito con
suprimo Vidal y con el Bizco, antiguos cómplices de fechorías, lo devuelve
temporalmente al mundo de la delincuencia. El asesinato de Vidal lo impulsa una
vez más a escapar de los barrios bajos. Una «sorda irritación contra todo el
mundo» le hace prestar atención a las teorías del cajista Jesús, partidario de
un anarquismo que conduzca a una sociedad idílica de hombres libres, sin autoridades,
sin luchas, sin injusticias. Este cuadro soñado de un ideal utópico cierra Mala
hierba y prepara el terreno a la historia de Aurora roja, donde el sector del
hampa y el de los artesanos dejan paso, en una gradación paralela al ascenso
social de Manuel, al ámbito de los obreros asalariados y de las núcleos
anarquistas. Es aquí donde cobra relieve un nuevo personaje: Juan, el hermano
de Manuel, que ha abandonado el seminario y predica una especie de fraternidad
universal casi mística en la que parecen encarnarse las aspiraciones del
anarquismo más idealista.
La muerte de Juan al
final de la novela simboliza también el final de un sueño. Baroja recalca
en las últimas líneas de la obra el sonido de las paletadas de tierra en la
tumba donde queda enterrado Juan y la vuelta de los obreros a sus casas –a la
realidad- para concluir con una nota simbólica: «Había oscurecido». Porque,
como en otras obras de Baroja, los elementos del paisaje adquieren un sentido
que trasciende la mera función descriptiva. En La busca, por ejemplo (tercera
parte, capítulo II), Manuel ha pasado la noche guarecido con otros golfos en el
pórtico del Observatorio. Al amanecer anota el narrador- «el cielo, aún oscuro,
se llenaba de nubes negruzcas». Se mencionan a continuación los edificios y
«los ejércitos de chimeneas, todo envuelto en la atmósfera húmeda, fría y
triste de la mañana, bajo un cielo bajo de color de cinc». La mirada se
extiende hacia las afueras de la ciudad y la descripción concluye así: «Por
encima de Madrid, el Guadarrama aparecía como una alta muralla azul, con las crestas
blanqueadas por la nieve». La visión de la sierra nevada como una cima distante
de pureza, contemplada por un observador que se ha hundido entre golfos,
prostitutas y delincuentes, desencadena en la frase siguiente una nota de
júbilo: «En pleno silencio, el esquilón de una iglesia comenzó a sonar alegre,
olvidado en la ciudad dormida». Ésta es tina de las innovaciones radicales de
la novelística barojiana: la asimilación de los rasgos del paisaje al estado de
ánimo del personaje o del contemplador, frente a su antigua función, propia de
la narrativa decimonónica, de elementos decorativos y estáticos.
La complejidad de
personajes y escenarios de las tres novelas no es gratuita ni se halla
dispuesta mediante la simple acumulación de episodios. Todo lo que Baroja
introduce en la historia tiene una repercusión directa o indirecta en la
formación de Manuel, en su difícil adolescencia, en la resolución de sus dudas
y en el rumbo de sus acciones. Manuel se debate desde el principio entre
influencias contrarias, entre personajes que lo incitan a construirse una vida
honrada, laboriosa y digna, como Roberto y la Salvadora -cuyo nombre no es una
casualidad-, y otros que, por el contrario, constituyen una fuerza negativa y
procuran su hundimiento moral, como Vidal y el Bizco. El influjo bienhechor
acaba por triunfar, pero Manuel conoce otros casos de personajes que finalmente
escogen la senda equivocada, como la Justa, que pasa de ser una muchachita
atractiva a convertirse en «una mujerona de burdel». Existen otros fracasos,
como el de Leandro, que se deja arrastrar por la pasión de unos celos
enfermizos, o el de Vidal, víctima de su ambición desmedida. De otro signo es
el ejemplo de Juan, espíritu puro y generoso, defensor de unos ideales de
imposible realización en una sociedad mediocre, insolidaria y egoísta. Juan es,
en este sentido, el personaje quijotesco por antonomasia de la literatura
barojiana. En el polo opuesto se sitúa don Alonso, representación del español
que vive en el pasado, absorto en las grandezas pretéritas, como la caricatura
degradada de un viejo hidalgo empobrecido, fuera del tiempo y de la realidad.
Junto a ellos, una
multitud de personajes diestramente retratados, cada uno con sus
características y su peculiar historia, forman un conjunto sin parangón alguno
en la literatura narrativa de la época. Mujeres como la Petra, madre de Manuel
o la Salomé, tienen perfiles inconfundibles. Y lo mismo podría decirse del
señor Custodio, el trapero, del cínico Mingote, del periodista Langairiños, de
los anarquistas Prats y el Libertario. Variadísimo es el friso de chulos y
valentones de arrabal -el Valencia, el Pastiri, el Carnicerín, el Cojo, el
Tabuenca-, al igual que el de prostitutas -la Rubia, la Chata, la Mellrí, la
Rabanitos, etc.-, cuya caracterización lingüística, repleta degiros
coloquiales, tics propios, vulgarismos y voces jergales, es de extraordinaria
precisión. Comparada con el dibujo del mundo suburbial madrileño que Galdós
trazó en su novela Misericordia, o con el Madrid de mendigos y maleantes en que
Blasco Ibáñez situó poco después La horda, la trilogía barojiana ofrece una variedad
mayor de tipos y ambientes. Su vigencia permanece intacta casi cien años
después, cuando la ciudad y la sociedad han cambiado mucho, precisamente porque
el propósito de La lucha por la vida no era componer una crónica histórica,
sino relatar la formación de un ser humano en un medio hosco y adverso. Y la
existencia de holgazanes, pícaros, estafadores, personas laboriosas, seres
desvalidos y gentes de espíritu generoso no es algo exclusivo de una época.
Esta atención a lo inmutable y esencial, esa intuición narrativa para
seleccionar lo perdurable, dejando a un lado los rasgos más externamente
costumbristas y perecederos de la historia, es lo que proporciona a La lucha
por la vida, como a todas las grandes novelas, su carácter inmarcesible.
Ricardo Senabre
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