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RIMAS (Gustavo Adolfo Bécquer)

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VII

Del salón en el ángulo oscuro,
de su dueño tal vez olvidada,
silenciosa y cubierta de polvo
veíase el arpa.

¡Cuánta nota dormía en sus cuerdas,
como el pájaro duerme en las ramas,
esperando la mano de nieve
que sabe arrancarlas!

¡Ay! -pensé-. ¡Cuántas veces el genio
así duerme en el fondo del alma,
y una voz, como Lázaro, espera
que le diga: «Levántate y anda!»


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XI

 -Yo soy ardiente, yo soy morena,
 yo soy el símbolo de la pasión;
 de ansia de goces mi alma está llena;
 ¿a mí me buscas? -No es a ti, no.

 -Mi frente es pálida; mis trenzas, de oro;
 puedo brindarte dichas sin fin;
 yo de ternura guardo un tesoro;
 ¿a mí me llamas? -No, no es a ti.

-Yo soy un sueño, un imposible,
vano fantasma de niebla y luz;
soy incorpórea, soy intangible;
no puedo amarte. -¡Oh, ven; ven tú!
 

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XV

    Cendal flotante de leve bruma,
rizada cinta de blanca espuma,
      rumor sonoro
       de arpa de oro,
beso del aura, onda de luz,
       eso eres tú.

    Tú, sombra aérea, que cuantas veces
 voy a tocarte te desvaneces
 como la llama, como el sonido,
 como la niebla, como el gemido
       del lago azul.

   En mar sin playas onda sonante,
 en el vacío cometa errante,
       largo lamento
       del ronco viento,
 ansia perpetua de algo mejor,
        eso soy yo.

   ¡Yo, que a tus ojos en mi agonía
 los ojos vuelvo de noche y día;
 yo, que incansable corro demente
 tras una sombra, tras la hija ardiente
        de una visión!



XXI

 -¿Qué es poesía? -dices mientras clavas
        en mi pupila tu pupila azul-.

¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas?
       Poesía... eres tú.

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XXIII

   Por una mirada, un mundo;
 Por una sonrisa, un cielo;
 por un beso... ¡yo no sé
 qué te diera por un beso!
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XXXI


   Sobre la falda tenía
        el libro abierto;
 en mi mejilla tocaban
       sus rizos negros;
 no veíamos las letras
        ninguno creo;
 mas guardábamos entrambos
        hondo silencio.
 ¿Cuánto duró? Ni aun entonces
        pude saberlo;
 sólo sé que no se oía
        más que el aliento,
 que apresurado escapaba
        del labio seco.
 Sólo sé que nos volvimos
        los dos a un tiempo
 y nuestros ojos se hallaron
        y sonó un beso.
 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
 Creación de Dante era el libro,
        era su Infierno.
 Cuando a él bajamos los ojos
        yo dije trémulo:
 -¿Comprendes ya que un poema
        cabe en un verso?
 Y ella respondió encendida
        -¡Ya lo comprendo!




XLIX



  Alguna vez la encuentro por el mundo
       y pasa junto a mí;
 y pasa sonriéndose, y yo digo:
        -¿Cómo puede reír?

   Luego asoma a mi labio otra sonrisa
       máscara del dolor,
 y entonces pienso: -¡Acaso ella se ríe
       como me río yo!

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LIII

Volverán las oscuras golondrinas 
en tu balcón sus nidos a colgar,    
y otra vez con el ala a sus cristales
jugando llamarán;       
pero aquellas que el vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha al contemplar,
aquellas que aprendieron nuestros nombres,
ésas... ¡no volverán!

Volverán las tupidas madreselvas
de tu jardín las tapias a escalar,
y otra vez a la tarde, aún más hermosas,
sus flores se abrirán;
pero aquellas cuajadas de rocío,
cuyas gotas mirábamos temblar
y caer, como lágrimas del día...
ésas... ¡no volverán!

Volverán del amor en tus oídos
las palabras ardientes a sonar;
tu corazón de su profundo sueño
tal vez despertará;
pero mudo y absorto y de rodillas,
como se adora a Dios ante su altar,
como yo te he querido... desengáñate,
¡así no te querrán!

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LXXIII

    Cerraron sus ojos,
 que aun tenía abiertos;
 taparon su cara
 con un blanco lienzo,
 y unos sollozando,
 otros en silencio,
 de la triste alcoba
 todos se salieron.

   La luz, que en un vaso
 ardía en el suelo,
 al muro arrojaba
 la sombra del lecho,
 y entre aquella sombra
 veíase a intérvalos
 dibujarse rígida
 la forma del cuerpo.

    Despertaba el día
 y a su albor primero,
 con sus mil ruidos
 despertaba el pueblo.
 Ante aquel contraste
 de vida y misterios,
 de luz y tinieblas,
 medité un momento:
 ¡Dios mío, qué solos
 se quedan los muertos!

    De la casa, en hombros,
 lleváronla al templo,
 y en una capilla
 dejaron el féretro.
 Allí rodearon
 sus pálidos restos
 de amarillas velas
y de paños negros.

   Al dar de las ánimas
 el toque postrero,
 acabó una vieja
 sus últimos rezos;
 cruzó la ancha nave,
 las puertas gimieron
 y el santo recinto
 quedose deserto.

   De un reloj se oía
 acompasado el péndulo,
 y de algunos cirios
 el chisporroteo.
Tan medroso y triste,
 tan oscuro y yerto
 todo se encontraba...
 que pensé un momento:
 ¡Dios mío, qué solos
 se quedan los muertos!

   De la alta campana
 la lengua de hierro
 le dio volteando
 su adiós lastimero.
 El luto en las ropas
 amigos y deudos
 cruzaron en fila
 formando el cortejo.
   Del último asilo,
 oscuro y estrecho,
 abrió la piqueta
 el nicho a un extremo.
 Allí la acostaron,
 tapáronle luego,
 y con un saludo
 despidiose el duelo.

   La piqueta al hombro,
 el sepulturero,
 cantando entre dientes,
se perdió a lo lejos.
 La noche se entraba,
 reinaba el silencio;
 perdido en las sombras,
 medité un momento:
 ¡Dios mío, qué solos
 se quedan los muertos!

   En las largas noches
 del helado invierno,
 cuando las maderas
 crujir hace el viento
 y azota los vidrios
 el fuerte aguacero
 de la pobre niña
 a solas me acuerdo.

   Allí cae la lluvia
 con un son eterno;
 allí la combate
 el soplo del cierzo,
 del húmedo muro
 tendida en el hueco,
 ¡acaso de frío
 se hielan sus huesos!...

   ¿Vuelve el polvo al polvo?
 ¿Vuela el alma al cielo?
 ¿Todo es vil materia,
 podredumbre y cieno?
 ¡No sé; pero hay algo
 que explicar no puedo,
 que al par nos infunde
 repugnancia y duelo,
 al dejar tan tristes,
 tan solos los muertos!


Gustavo Adolfo Bécquer




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