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LA EXPRESIÓN BECQUERIANA (Luis Caparrós Esperante)

Valeriano D. Bécquer, «Gustavo Adolfo Bécquer»,
desaparecido en la guerra civil en Madrid, 1936.
Perteneció a D. Francisco de Laiglesia. Archivo Ruiz-Vernacci.
(Biblioteca Virtual Miguel Cervantes)

En la fortuna de Bécquer entre los poetas contemporáneos tiene mucho que ver esta apuesta por un lenguaje desnudo y esencial, que contrasta tanto con la inmediata tradición romántica como con la línea posterior de modernismo sonoro: ni Zorrilla ni Villaespesa, pero tampoco el Espronceda o el Rubén de verso más trotón. En su momento, y aun después, era fácil confundir esa difícil sencillez con la pobreza. El propio Rodríguez Correa, con todos sus aciertos, parece indeciso a veces, sobre todo cuando subraya cuanto ve él de esbozo o apunte inacabado en las Rimas. Aun así, ya en su primer prólogo, de 1871, demuestra haber entendido la intención del poeta mejor que tantísimos críticos posteriores:

Las rimas de Gustavo, en que a propósito parece huir de la ilusión del consonante y del metro, para no herir el ánimo del lector más que con la importancia de la idea, son a mi ver de un valor inapreciable en nuestra literatura.

Generalmente las poesías son cortas, no por método o por imitación, sino porque para expresar cualquier pasión o una de sus fases, no se necesitan muchas palabras. Una reflexión, un dolor, una alegría, pueden concebirse y sentirse lentamente; pero se han de expresar con rapidez, si se quiere herir en los demás la fibra que responde al mismo afecto. De aquí la explicación de esas composiciones cortas, que han nacido modernamente en Alemania, donde todos los grandes poetas las han cultivado. Goethe, Schiller, Heine y otros han escrito multitud de lieder (lied-canción), que constituyen la actual poesía lírica alemana. [Rodríguez Correa, 1871: XXXI-XXXII]

No basta con señalar que esas ideas están ya expresadas en la reseña de La soledad. Los modelos traídos por Eulogio Florentino Sanz o por Ferrán, compartidos por tantos otros poetas, no bastarían a crear estos poemas, que son en mayor grado deudores de su propia poética, nacida al calor de la escritura, tal como la hemos analizado: el poema como unidad de impresión, rápido como chispa eléctrica, la intensión lograda a fuerza de desnudez, la forma que no ensordece la música interior... Siete años más tarde de ese prólogo, la novedad podía entenderse mejor.

        
Correa acertaba de nuevo cuando contraponía el auténtico valor del ejemplo becqueriano, sorprendentemente refrendado por los lectores, al persistente gusto hispano por las redicheces y el estilo recargado o castizo:

Defenderse con el diccionario, arrebatar el oído con el fraseo de ricas variaciones sobre un mismo concepto, disolver una idea en un mar de palabras castizas y brillantes, cosa es digna de admiración y de elogio; pero confiarse en la admirable desnudez de la forma intrínseca, servir a la inteligencia de los demás la esencia del pensamiento y herir el corazón de todos con el laconismo del sentir, sacrificando sin piedad palabras sonoras, lujoso atavío de amontonadas galas y maravillas de multiplicados reflejos, a la sinceridad de lo exacto y a la condensación de la idea, y obtener, únicamente con esto, aplauso y popularidad entre las multitudes, es verdaderamente maravilloso, sobre todo en España, cuya lengua ha sido y será venero inagotable de palabras, frases, giros, conceptos y cadencias[Rodríguez Correa, 1877: VII].

Queda dicho que no hay en Bécquer precisiones sobre la forma concreta que debe revestir la poesía, o sobre qué artificios permiten construir esa difícil sencillez. Pero los poemas mismos revelan unas constantes formales que, de modo telegráfico, pudieran resumirse en ciertos procedimientos básicos: el gusto —casi aritmético— por la simetría y los paralelismos; la elección de modelos estróficos originales y flexibles, siempre en función de las necesidades del fraseo o del sentido; la brevedad, que en muchas ocasiones sigue modelos de copla o canción popular; un verso de sonoridad amortiguada mediante la asonancia y las rimas alternas; la ruptura métrica del pie quebrado, que sirve como estribillo o como modo de subrayar ideas; la inversión de la frase para resaltar, al final, la palabra o la idea centrales; la economía de adjetivos; los símiles directos; la insinuación o la alusión sin desarrollo; el léxico parco en cultismos...

Claro que estos procedimientos encuentran también su desmentido concreto en tal o cual rima, lo cual no impide que la coherencia y unidad del conjunto esté por encima de cualquier matiz. El aire ligero y popular de la breve rima 4 (XXXVIII) —«¡Los suspiros son aire y van al aire!»— contrasta con la longitud y verbosidad de la 71 (LXXIII), la que nos habla de la soledad de los muertos. La 27 (IX) es una rigurosa octava real, que rima como tal en consonante, pero también la agilísima y libre 29 (XIII) —«Cendal flotante de leve bruma»— descansa sobre la consonancia, y además, en pareados. Y ¿quién duda del carácter unitario de todos estos poemas?

Luis Caparrós Esperante




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