La pampa con su mutismo imponente y su monotonía, tan característicos que
no hay estepas ni saharas comparables, predisponía poco a la locuacidad.
Durante las marchas en compañía, el viento incensante, la fatiga de jornadas
muy largas por lo regular, la necesidad de observar sin descanso el rumbo
incierto y los riesgos frecuentes, eran otras causas de silencio. Cualquiera
que haya viajado por nuestras llanuras, conoce esa particularidad, a la cual
agrega la impresión del desierto una especie de bienestar filosófico. "El
campo es tan lindo, rae decía cierta vez un gaucho, que no da ganas de
hablar". A esta suerte de misticismo poético, mezclábanse el mutismo
peculiar del indio y el no menos característico del árabe cuyas sangres llevaba
el gaucho en sus venas. Con ello, volvióse sentencioso, definiendo su economía
de palabras con frases generales y sintéticas que solían ser refranes. Sólo
cuando contaba cuentos en torno del fogón expedíase con mayor abundancia. El
auditorio permanecía mudo, saboreando lentamente el mate o el cigarrillo, y
sólo de tardé en tarde comentaba con alguna interjección, refrán o carcajada,
los periodos más interesantes.
El adagio fomentaba aquella sobriedad verbal con su brevedad categórica, siendo
a la vez el sabio comento de situaciones siempre repetidas y habituales al
gaucho, aventurero fatalista, por otra parte; es decir, inclinado a las
sentencias que formulan la irrevocabilidad del destino.
La poesía de sus cantos era breve: tal cual copla suelta en ritmo de seguidilla
o de romance. Hasta en los juegos de carreras, tabas y naipes, que constituían
las reuniones principales de la campaña; en las comilonas que sucedían a las
hierras; en los bailes con que se festejaban algún casorio o la incorporación
de algún angelito al cielo, por muerte de niño, mostrábase el gaucho taciturno.
Su predilección por la guitarra, manifestábase en prolongados pasacalles y
recitados monótonos, que eran más bien un comentario al reposo meditabundo del
desierto; pero ello definía en su alma un rasgo de amable superioridad. El
gaucho no fue alcoholista.
El grato clima, la alimentación abundante, el trabajo libre y alegre,
contribuyeron a su sobriedad. Con las piernas cruzadas sobre el recio mostrador
de la pulpería, digitaba durante horas enteras la tonada habitual, frente a la
copa de anís o de aguapié ordinario, consumida con lenta moderación. Sólo
después de algún triunfo notable en pelea, carreras o riñas de gallo,
embriagábase por festejo.
Para el domingo, la pulpería aislada en la pampa como una barcaza en el mar, izaba en la punta de un largo palo, que era igualmente vigía para
observar a los indios merodeadores, un guión, blanco si no había más que
bebida, rojo, si también vendía carne. Los gauchos llegaban con sus parejeros
de carrera y sus gallos. Pronto disponían en el suelo aplanado, canchas para la
taba. Otros concertaban sobre el mostrador, partidas de truco y de monte. Allá
buscábanse los valientes de fama "para tantearse el pulso" en duelos
provocados por una trampa de juego, una pulla o un poético lance de
contrapunto. Este último incidente provenía de una institución y un tipo que
han sido la honra de nuestra campaña, al comportar su ejercicio el culto
apasionado de la poesía.
Tratábase de certámenes improvisados por los trovadores errantes, o sea las payadas en que se lucían los payadores. El tema,
como en las églogas de Teócrito y de Virgilio, era por lo común filosófico, y su
desarrollo consistía en preguntas de concepto difícil que era menester
contestar al punto, so pena de no menos inmediata derrota. El buen payador inventaba,
además, el acompañamiento recital de sus canciones, y aquellos lances duraban a
veces días enteros. Había asimismo concursos de danza, los famosos malambos,
en los cuales dos hombres improvisaban figuras coreográficas que no debían
repetir jamás, pues, con esto perdían la partida.
Leopoldo Lugones
El payador, 1916
(Estudio sobre Martín Fierro)
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