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1. LA NOVELA EN TORNO AL 1900
Cuando pisamos el umbral
del siglo XXI parece un momento adecuado para revisar el estatus de la novela
de la presente centuria, el período histórico que en breve pierde la etiqueta
de contemporáneo. Somos conscientes de que las características del género
siguen eludiéndonos; apenas existe un consenso sobre las mismas, si bien los
imprudentes lo lastran con la absurda exigencia de que los escritores exhiban
urbanidad estética. Aunque queden críticos y lectores reticentes a aceptar la
realidad de los hechos, lo cierto es que la novela se ha declarado libre y amenaza
con desatar la anarquía en el terreno literario. Quienes pretenden que la novela
se comporte con propiedad, exhibiendo las regalías del Diccionario de la Real
Academia, se sienten defraudados por la informalidad de los que recogen en sus
textos el lenguaje común de la vida cotidiana -esta gran lucha de la
modernidad, inaugurada por Charles Baudelaire cuando incluyó en sus poemas
palabras como quinqué o ómnibus, sigue sin terminarse (F. Azúa, 37 - 38) -.
Encima, la novela actual
comete faltas de presentación, exhibiendo unas portadas mundanas, atractivas
para muchos, y se vende en sitios corrientes, en los kioscos de periódicos y
hasta por la Malla Universal, e incluso se fotocopia. Insisto, la narrativa se
ha emancipado, los propios autores escasamente controlan el destino de sus
libros; el lector individual se considera a sí mismo el descodificador ideal,
al tiempo que los editores cooperan en la creación del sentido último de la
obra, pues ellos la encaminan, incluyéndola en una determinada colección o
consiguiendo reseñas.
A comienzos del 900
ocurría algo semejante en el terreno literario y en el de las artes afines: la
preceptiva cedía terreno a las formas renovadoras de entender la obra de arte y
el comercialismo (lo popular) asomaba su faz; las razones resultan evidentes
para quienes sopesen el asunto sin dejarse cegar por dogmatismos. La
creatividad de los escritores diría que se desbordó a fines del ochocientos; el
tradicional encuentro entre el artista y la realidad, donde nacen los productos
artísticos, comenzó a realizarse en una situación marcada por la pluridad de
las posibles interrelaciones entre el sujeto y el mundo. Volvió a suceder un
poco lo ocurrido en Barroco; entonces periclitó la idea de que el hombre era el
centro del universo, mientras que hace un siglo el hombre acosado por la
pluralidad perceptual ofrecida por el mundo moderno abandonó el centro del
escenario social para encerrarse en sí mismo. El artista se convirtió en una
especie de receptor de sensaciones en vez de ser generador de las mismas. El
escritor realista acogía la vida en esquemas conocidos, mientras las fuerzas
extrañas, y uso el título de Leopoldo Lugones, vitales, atraviesan al
modernista.
Las representaciones del
mundo, argüía, aumentaron, entre otras cosas, con el nacimiento de la
fotografía, cuando fue posible ver y rever la realidad impresa en papel.
Además, las imágenes culturales, las creadas con la palabra, las rememoradoras de
una ciudad, el Madrid de la Restauración o la Barcelona de las Exposiciones Universales,
conocidas a través de infinitud de descripciones, se multiplicaron. El escritor
a la hora de encontrar la novedad, su creación, distinta a la realizada por sus
antecesores, tenía que cortar la realidad, su visión de la misma, junto a las
numerosas ofrecidas por otros. Esto dinamizó el proceso artístico; no sólo
había que navegar en un espacio lleno de imágenes (verbales y visuales), sino
que la creatividad tuvo que echar mano, en el caso de la pintura, de nuevos
colores y configurar espacios donde las figuras se relacionaban de distinta
manera a la tradicional. El arte literario, la lírica por ejemplo, no le fue a la
zaga, y los poemas modernistas atestiguan esa novedad en la riqueza con que se
representaron las sensaciones humanas echando mano de colores, de sonidos, de
la sinestesia, etc.
Lo mismo sucedió en la
novela. Las percepciones se diversificaron, porque los lazos sociales ofrecían
configuraciones inestables, las clases sociales empezaban a tener que abrirse,
a dejar de ser compartimentos estancos. Las creencias religiosas perdieron a lo
largo del XIX parte de su sustancialidad, entonces el hombre comenzaba a
sentirse sólo con su conciencia, que era personal, y que apenas le unía con el
más allá. El cielo se distanció, pasando a ocupar un lugar muy inferior en la
vida del hombre al de siglos anteriores. Hay una enorme inestabilidad en el
imaginario humano, con lo que el del creador se encuentra a sí mismo con
dificultad para hallar el camino, escribir con originalidad.
Llegó, pues, la hora de
sacar a la novela de las garras de la historia literaria, de las celdas donde
la explicación racional de su diseño ha sido utilizada para sacarle la sangre.
Comentaremos en unas páginas cómo la novelística de Baroja, considerada hoy uno
de los pilares de la tradición novelística española moderna, su cualidad y
calidad fueron afirmadas (B. Pérez Galdós) y también negadas (J. Pla). Parece
que la polémica sobre el carácter, germanófilo, de Baroja (G. Rey), que dejo de
lado, corre pareja con la evaluación de sus novelas y confirma con su carácter
contradictorio. Constataremos que Baroja interiorizó la novela, como Unamuno o
Azorín, contribuyendo a dotar un mapa de las galerías del alma humana (D.
Ordóñez) y, en el aspecto que centro mi contribución de hoy, también la llevara
al mundo, a la vida de donde saca su más profunda inspiración. O dicho de otra
manera: Baroja no es sólo un escritor modernista porque interiorizó la novela
siguiendo los caminos oscuros que van del naturalismo al modernismo tópico; su
modernismo exhibe otra cara, la olvidada, la del noventayocho alternativo, la
que asomará con distinto acento en escritores como Alberto Insúa, donde hay
mucha vida, mucha realidad en ebullición (S. Fortuno). Baroja, no se olvide,
fue entrenado para ser médico.
Pocos estudiosos prestan
atención a esa cara alternativa del modernismo, a contemplar las creaciones
artísticas desde el ángulo de la cultura en que figura lo científico junto a lo
artístico. O sin ir demasiado allá, Baroja valoraba, como notaremos, lo vital
observado junto a lo psicológico, lo interior. Tampoco niego el carácter
intelectual de la obra barojiana, el hecho de que para "Baroja el mundo
consiste en la visión del observador y la realidad se considera como un apéndice
del que dirige su intencionalidad hacia ella" (G. Navajas, 1990), aunque sí
intento ofrecer un contexto que permitía incluir el bullir mundano de sus obras
en la ecuación interpretativa de las mismas.
2. CARACTERÍSTICAS DE LA NARRATIVA FINISECULAR
a. El subjetivismo y la nueva sensibilidad
Hace años que propuse la
idea hoy aceptada de que una de las características fundacionales de la novela
moderna es la inserción del yo en el universo novelesco [G. Gullón, 1992]. El
cambio con respecto a la novela realista resulta impresionante, pues la
narración deja de pretender ser objetiva o meramente una copia, si bien
personalizada, de la realidad. Basta recordar a Unamuno para saber de que hablo.
Sus novelas son autobiografías, como las denominó él mismo, y Ricardo Gullón
dedicó un libro a justificar la afirmación autorial [1966]. Lo mismo ocurre con
Baroja, aunque su subjetivismo se revela de muy otra manera.
El vasco afincado en
Salamanca gustaba de ser el centro de su universo, pero siempre de una forma
que lo unía directamente con un modo de pensar. En su obra hay poco que sea,
digamos, fragmentado; todo emana de fuente común. Muy distinto del subjetivismo
barojiano, que tiene un no sé sabe qué de dispersión impresionista o de trazos
inconstantes del expresionismo.
Ambos, sin embargo,
coinciden más que divergen entre sí. Lo esencial en Unamuno y Baroja, y las
semejanzas se pueden extender a Ramón del Valle-Inclán y otros, es que
circunstancian el carácter esencial del ser de ficción en la vivencia personal
dependiente de las emociones provinientes de la religión o de ideologías
tradicionales. Cuando Unamuno piensa en la inmortalidad lo hace dentro de la
singularidad de que se trata de una afirmación personal, eso sí, situada dentro
del ámbito de la inmortalidad católica (San Manuel Bueno, mártir). Lo mismo
que, cuando Baroja quiere mostrar el poder de la tradición sobre el ser humano
y la imposibilidad de educar a un niño desde la tabula rasa, echa mano del
escapulario que la abuela pone al recién nacido (Camino de perfección). Algo
parecido sucede en la obra de Valle (Sonata de otoño), donde la culpa de hacer
el amor a la amada enferma se piensa como un sacrilegio. Incluso el más laico
de los personajes del fin siglo, el Pío Cid de Ganivet recurre a una retórica
que sin ser religiosa se proyecta desde un fondo de sentido común casi burgués
(Las aventuras del infatigable Pío Cid).
Estos son los límites en
que hay que colocar al subjetivismo, los que provienen de una sentimentalidad
controlada por la tradición. En parte porque el presente tiene todavía poca
fuerza en la cultura finisecular y menos aún el futuro. Bien diferente de lo que
ocurre en las letras del presente fin de siglo.
Se trata de un
subjetivismo en que percibimos al ser, sea de ficción, narrador o al propio
autor, alejándose de la visión positivista de la realidad y del mundo. Se ha
producido una fractura en la visión, y todos los agentes de la obra literaria
piden vida propia, una perspectiva acorde con sus fuerzas sentimentales, con su
yo. El centro de la ficción pierde así el sólido equilibrio que le prestaba la
simetría de representación realista, y la narrativa deviene más flexible, ofrece
espacio para la experimentación. Ya no hace falta cuadrarlo todo con la realidad,
desde la presentación del tema hasta su propio desarrollo. Cabe bastante más
latitud.
b. La mundanalidad
Baroja diría que en la
novela cabe todo, frase que hizo fortuna. Fue uno de los primeros escritores
que exigieron esa libertad, y creo que se debe a algo fundamental en su novela,
que dejó apuntado en su teoría. Don Pío rompió con el molde tradicional de la
novela, pocos cuestionarán el aserto, quitando todos los portillos que impedían
el acceso a la ficción de materiales de dudoso origen. Todo lo contenido entre
las tapas del libro tradicional debía de ser centrado, condensado, como en un
poema; Baroja lo que hará es incluir lo que se hallaba al borde, las
anotaciones marginales al texto, con lo que entró en el texto la actualidad y
la vida, el mundo. Hizo mundana su narrativa.
Los intérpretes del fin
de siglo en clave noventayochista malinterpretan el carácter de la racionalidad
barojiana. Por ejemplo, el conocido suicidio de Andrés Hurtado en El árbol de
la vida, que ocurre y no ocurre como consecuencia de la triste situación
patria. Hay que tener en cuenta el cómo Baroja divide la actuación del ser
humano en dos grandes segmentos: el de la racionalidad y el de los valores
personales, morales y éticos, de donde se derivan los conceptos de bondad y
verdad. Hurtado observa a cada paso las incongruencias de la vida nacional, la
falta de medios científicos, los malos profesores, etcétera, y esto es tomado
como la correcta radiografía del país efectuada por un doble de Baroja, el
noventayochista. Que lo es y es también mucho más.
Lo es si sólo aludimos a
lo que denominaré la segunda naturaleza humana, la sustituía, nacida por los
siglos XVI y XVII, cuando el racionalismo se fue apoderando de la primera por
medio de las definiciones y entendimiento científico de la misma, que
constituyó el mundo tal y como hoy lo estudiamos en los libros (las ficciones
de Jorge Luis Borges). El hombre dejó de respirar para inhalar y que por medio
de los pulmones y del corazón nuestra sangre corriera por el cuerpo limpia de
impurezas. Poco a poco, y en los siglos siguientes el hombre se empeñó en crear
una nueva naturaleza, y lo consiguió, mientras la otra, la que sentimos sin
esas barreras ni limitaciones científicas, se refugiaba en la literatura, en
las artes, en los espacios privados donde la naturaleza se puede manifestar sin
las cortapisas de la primera, donde el sol todavía calienta. En la literatura
se refugió la conciencia inconcreta, la que siente en conflicto entre ambas
naturalezas, la que se manifiesta tanto en el deseo como en la razón.
Pocos novelistas han
escrito con el vigor barojiano sobre el conflicto entre ambas naturalezas,
menos aún tuvieron el talento para enlazarlas, acercando los bordes de lo
público y de lo privado. Don Pío cruzaba sin mayor reparo las fronteras consideradas
cerradas por otros escritores; Azorín, por ejemplo, se encerraba en un círculo
de tiza, mientras Baroja iba y venía, cruzaba lindes sin importarle el lugar
donde se encontraba. El vasco entendía el género novela como algo poroso, nada
le podía ser ajeno, mientras Azorín, más literario, prefería separar los ámbitos.
Era más modernista en el sentido tópico de la palabra. Sin embargo, Baroja
metía en sus páginas asuntos que parecían propios de publicaciones científicas,
filosóficas, o periódicas, con lo que ese ámbito privado que es la novela y su
lectura se desnivelaba. Aquí Baroja lo que estaba haciendo es, y repito,
mezclar las dos naturalezas del hombre, la científica, la creada por la razón,
y la emotiva, la pasional, la de los deseos.
Este cruce entre razón y
deseo, entre el ámbito de lo privado y de lo público en un texto, supone una de
las contribuciones barojianas a la literatura española moderna. Podría decirse
que crea un género; y que si a la novela de acción interior unamuniana la
denominamos nivola a la de Baroja habría que llamarla nuvola, porque lo público
pasa a formar parte de la esencia de la novela (y lo privado se contamina de lo
público).
Los lectores que nos
hemos relamido por años con la famosa escena de la (auto)visita de Augusto
Pérez al autor en Salamanca, ejemplo del egotismo unamuniano, y tan definidora
del modernismo en su aspecto subjetivo, debemos complementarla con las famosas
conversaciones entre el Dr. Iturrioz y su sobrino Andrés Hurtado. De nuevo
tenemos dos encarnaciones del autor, como las de Unamuno (Augusto-Autor) o los
desdoblamientos Marqués de Bradomín (donjuán viejo-donjuán joven). La
diferencia entre el de Baroja y el de Unamuno o Valle es que Andrés puede
existir autónomamente en el espacio privado de la novela, mientras los
personajes de Unamuno o del primer Valle, no: forman parte del mismo tronco. Y
así el personaje barojiano se siente sólo. Y ésa es la genialidad barojiana,
concebir a un personaje en soledad y, a la vez, en un espacio público.
3. LA NOVELA DE PÍO BAROJA
a. Su incompleto contenidismo noventayochista
Los narradores españoles
que escribieron en la raya entre el XIX y XX sufren de una enorme remora que ha
impedido por décadas hablar claro de sus creaciones: el que estos escritores
ofrecen un contenido especial de rica sustancia ideológica. La tal sustancia
proviene del espíritu del 98, de la seriedad conferida a sus publicaciones por
tratar nada menos que de España, su realidad y esencia. El peso de semejante
responsabilidad produce, en mi opinión, enormes distorsiones en la exégesis de
las mismas. Tomemos el caso de don Pío; no hace falta documentar en exceso
nuestros comentarios para que nos topemos con el lugar común de que, por
ejemplo, en la trilogía de La lucha por la vida aparece el Baroja
regeneracionista. Tal etiqueta sirve para que sin dilación se le relacione con
la Institución Libre de Enseñanza, don Francisco Giner de los Ríos y demás, y
de ahí casi de carrerilla podamos enhebrar la retahíla habitual de palabras fuertes:
el Desastre, la preocupación con España, etcétera. En verdad que el regeneracionismo
es una doctrina surgida durante y para la situación de la Restauración, que
cuando llega el fin de siglo ese panorama ya ha cambiado y que no aplica la
cuestión. Pero vale. Aplicar lo del Desastre a Baroja o a cualquiera de los
denominados noventayochistas, con excepción de Ramón del Valle-Inclán y quizás
a Ramiro de Maeztu, este último por lo mucho que sintió la perdida de sus
propiedades en las Antillas, parece fuera de lugar.
Ese regeneracionismo da
seriedad y presta peso específico a las interpretaciones críticas de ciertas
novelas de Baroja, lo que de paso le convierte a él en un intelectual que
piensa sobre el declinar de la patria. Sin embargo, si el regeneracionismo es
como aducimos algo relacionado con la Restauración, la fuerza moderna de su
novela no dependerá de este contenido que nos obligaría a considerar su novela como
un producto derivado del realismo decimonónico. Quizás conviene, por lo tanto,
buscar caminos alternativos. Pienso que a Baroja le gustaba incluir en sus escritos
(de ficción y teóricos) circunstancias personales, lo que por supuesto rompe
con las interpretaciones esteticistas de la novela. Sus obras, y eso también parece
innegable, tienen más de autobiográficas que de relamidas construcciones artísticas.
Verdad es que Baroja se siente muy auténtico, y está en su derecho, sin embargo
esto resiste mal la evidencia al respecto. Su percepción de la realidad político-social
de la época es normal, pienso que peca de colonialista y de un nacionalismo
español a ultranza, como sucede con el resto de los noventayochistas. Algo que él
y los demás hubieran negado con vehemencia. Se les ha asignado el papel de
hombres que vivieron conscientemente el desastre español. Los noventayochistas
vivieron al margen y casi no les interesó el 98. Se suele aducir el testimonio
de Rubén Darío, que vino justo a comienzos de 1899 a visitar Barcelona y
Madrid, y se sorprendió del escaso efecto causado por la guerra colonial en la vida
española. Sin embargo, existe toda una industria editorial montada en torno al
98 que nos indoctrina sobre el dolor sentido por estos escritores denominados noventayochistas,
tan masculinos cuando se comparan con los modernistas, los que se dedicaban a
oler las flores y a contemplar cisnes y a mirar el azul del cielo de los
cuadros. Quiero decir con todo esto, que no sólo Baroja y el 98 tienen una relación
extraña, o sea que colocar sus novelas dentro del noventayochismo entendido a
la manera tradicional es, en mi opinión, una equivocación.
Un testimonio poco
divulgado que echa por tierra esa falacia a base de un fuerte ataque personal
contra el noventayochismo de Baroja, membrete que, dicho en honor a la verdad,
él mismo don Pío rechazó, es el de Santiago Ramón y Cajal. El ilustre premio
Nobel le dice:
Usted no es español, con un cinismo repugnante
trató usted de eludir el servicio militar, mientras los demás nos batimos en
Cataluña, fuimos a Cuba, enfermamos en la manigua, caímos en la
caquexia palúdica y fuimos repatriados por inutilizados en campaña, y luego
enfermamos, tratamos de estudiar y trabajar para enaltecer a la Patria, no con
noveluchas burdas, locales, encomiadoras de condotieros y conspiradores vascos,
sino luchando con la ciencia extranjera a brazo partido.
Si yo fuera el gobierno, a los malos españoles
como usted, que cifran su orgullo y tienen a fruición despreciar los prestigios
de la raza española, los condenaría a pena de azotes y después a una desecación
lenta pero continua, en Costa de Oro. (Luis de Llera, 287)
Fuera de que el texto
rebosa de rabia, la realidad no desdice el fondo de la cuestión: los
intelectuales españoles entendieron mal el sentido del 98, pues no comprendieron lo
esencial de aquel momento.
El 98 que se dice
también el año del Desastre parece por lo tanto relacionarse más con USA y
menos con Cuba. Mi punto de partida asume el siguiente hecho, que los españoles
durante el XIX lucharon en Cuba con dos fines, primero, el obstaculizar el
nacimiento de la nación caribeña, y, segundo, enriquecerse a toda costa. Para
lograr sus metas cometieron delitos de lesa humanidad, desde el mantenimiento del
esclavismo a la organización de crueles campos de concentración. Curiosamente,
el 98 figura en los anales culturales por ser el año del Desastre español,
porque en él la metrópoli pierde las colonias, y sobre todo perdemos la guerra
con USA. Lo cual, como recién dije, demuestra una absoluta falta de ganas de
enfrentarse al pasado colonial, de ahí la inercia y la incompleta perspectiva con
que se han historiado aquellos sucesos. Lo que es debido a que ambos imperios
se mueven a fin de cuentas dentro de la misma área cultural, y por eso se
olvidan de incluir en la ecuación a la víctima. Lo terrible de aquel momento, además
de lo que sabemos, la puesta en evidencia de la incuria administrativa española
y la arrogancia nacional, fue que no supimos romper el cerco cultural del 98
español para incluir al otro, al que siempre llamamos hermano (la madre responde
al nombre y apellido de Madre Patria), pero al que clasificamos de enemigo. El
98 español es el año del Desastre no sólo a causa de la derrota, sino también porque
manifestó que nuestros años de coexistencia en América no nos habían enseñado
nada. Fue una oportunidad para la cultura española de expandir el sentido de lo
hispánico allende la lengua, que aún hoy sigue desperdiciada.
Cabría decir que el 98
debe indicar varios desastres, el administrativo, el bélico y, muy en especial,
el cultural, pues no sabemos salir de las rodadas marcadas por los protocolos
de la rutina e insistimos en evocar los dolores propios y no aceptar que
tuvimos un enemigo, los cubanos (y los filipinos), a quienes ni siquiera les
reconocemos su estatus, porque eso sería entender que la derrota no había
venido únicamente de fuera sino de que la identidad cultural y nacional española
se refleja mal en el espejo colonial.
El uso espurio de la
cultura finisecular, de los escritos de los noventayochistas-modernistas,
dirigido a exculpar la realidad imperial española, llega incluso a ensalzarla
una nueva edad gloriosa de nuestra cultura, la Edad de Plata, que lo será desde
el punto de vista estético, si bien se conjura para ocultar uno de los capítulos
más penosos de la historia española, el del fin de nuestro imperio. Parece como
inmoral y falto de ética hablar mucho de los dolores de los escritores de la
metrópoli y no pensar en el desinterés en lo que sucedía allende la península.
Es ese punto ciego en la trayectoria cultural española al que sobrevaloro aquí,
cuando lo literario se escinde en dos, uno que a través de historias
literarias, cursos universitarios y academias, alcanza altas cotas de valor
intrínseco, estético, mientras rompe toda conexión con el mundo, con la
realidad. Y como dije en otras ocasiones, nos aísla, nos define como nación
nacionalista, si se me permite la redundancia. No son los autores quienes
efectuarán esa rotura, sino los agentes literarios que utilizan la cultura para
reducir su campo de acción al contexto nacional y le adscriben una
interpretación.
b. Pío Baroja y la técnica literaria
Aporto a continuación
unos datos poco conocidos para la mayoría de los lectores: un artículo de don
Pío donde habla de técnica novelística y una opinión Josep Pla sobre el asunto.
El primero es un interesante comentario, titulado "Conversación con
Galdós", donde explica la importancia que don Benito le daba al tema.
Hace mucho tiempo, al comenzar a escribir
novelas, pensaba yo que había de dejarse a un lado toda preocupación de
técnica. La técnica me parecía exclusivamente amaneramiento y rutina, y,
efectivamente, hay una técnica amanerada y rutinaria: la del libro moderno
corriente que vale poco o que no vale nada. Luego, más tarde, he ido cambiando
algo de criterio.
Esta apreciación la
compartirían una mayoría de los lectores del escritor vasco. Sigamos leyendo:
Hace más de treinta años, una tarde de invierno,
fui a pasear por Rosales, y me encontré allí con Pérez Galdós. Iba yo de boina;
él estaba con un gabán raído, bufanda y sombrero blando.
— ¿Va usted a jugar al fútbol ? —me preguntó, en
broma, Galdós, que suponía, no sé por qué, que yo era más joven de lo que era.
— No —le contesté—; voy a dar una vuelta, y
después pienso marcharme a casa a corregir unas pruebas.
— Yo también tengo que corregir pruebas -dijo
él—; pero hace un tiempo tan hermoso, que debíamos dejar las pruebas sobre la
mesa e irnos a dar un paseo.
— Muy bien; vamos donde usted quiera, don
Benito.
Galdós, que se franqueaba poco con cierta gente,
charlaba por los codos cuando se trataba de literatura y paisajes y de pueblos
españoles.
Don Benito me contó su visita a Emilio Zola, en
París, y cómo el novelista francés le había mostrado carpetas explicando su
sistema, casi automático de hacer novelas.
Me habló también de la manera de crear sus
personajes Shakespeare y Dickens. Los había estudiado en sus
procedimientos muy detalladamente.
Al hablar de Dickens repetía con frecuencia una
frase que me chocaba. —- Es muy salado -decía.
También discurrió acerca de la manera de
construir sus novelas Tolstoi i Dostoiewski.
Vi que Galdós tenía una idea un tanto mecánica
de las invenciones literarias y una gran preocupación por la técnica novelesca.
En el curso de nuestra charla me permití afirmar
que yo escribía los libros sin técnica alguna, y Galdós me dijo:
— Yo le probaría a usted con alguno de sus
últimos libros en la mano (estos libros a los que se refería uno de ellos era
mi novela El árbol de la ciencia) que hay en ellos no sólo técnica sino mucha
técnica.
Como Galdós largamente de la creación de los tipos,
de la invención de los argumentos y de la manera de colocar el asunto en el
ambiente, yo le dije:
— ¿Por qué no escribe usted algo sobre, don
Benito ?
— Ca, hombre, —replicó sonriendo—; al público
hay que dejarle en su candida inocencia.
De entonces acá he pensado en la técnica de la
novela, y he visto que, en gran parte, Galdós tenía razón, y que en los mejores
escritos modernos, como en Tolstoi y Dostoiewski, hay, a pesar del aspecto un
poco descosido de la acción, una ciencia de novelista quizá intuitiva muy
perfecta y muy sabia.
En algunas de mis últimas novelas creo yo que se
observa una mayor preocupación por el arte de novelar que en las primeras.
("Conversaciones con Galdós", 6)
Estas palabras revelan
que ni Galdós ni Baroja eran ingenios legos respecto a la teoría de la novela.
Ambos escritores consideran que además de contar una historia, un argumento,
que éste debe ir bien ambientado. Así tenemos un aspecto fundamental de la
modernidad literaria: que en un momento pasado el 1881, fecha de publicación de
La desheredada, de don Benito, los escritores españoles comenzaron a dejar de
trabajar exclusivamente el tema, la trama, y empezaron a preocuparse por la
ordenación de la misma, por su espacialización (ambientacion).
La narrativa buscaba
caminos de expresión menos lineales, porque los autores se centran en el propio
texto. Esta sería la primera estación de la novela moderna; la siguiente,
cuando aparezca en el horizonte narrativo Azorín, la conducirá a la novela
lírica, a textos donde el interés compositivo se traslada definitivamente del
tiempo, de la secuenciación temporal, a la morosidad espacial (Ricardo Gullón,
La novela lírica; D. Villanueva).
Otra muy distinta manera
de considerar a Baroja novelista la ejemplifica una tajante descalificación
hecha por Josep Pía, quien negará a vasco toda capacidad técnica.
Algún día se tendrá que decir la verdad sobre
Baroja. Cuando yo le conocí en 1921, en Madrid, no había logrado vender ninguno
de sus libros. Los primeros mil ejemplares de los primeros treinta libros de
Baroja tardaron más de treinta años en venderse.
Baroja es un inmenso escritor. Pero se equivocó
de técnica. Escribió novelas. Como novelas, sus novelas son ridículas. No
conoció ni los trucos, ni las triquiñuelas, ni la manera escandalosa de
componer sus novelas que tienen los novelistas. Desde el punto de vista de la
técnica de la novela -como en tantos otros aspectos de su vida—Baroja fue un
niño. Sus novelas, en tanto que novelas, no tienen el menor interés, no tienen
la menor composición, no tienen aquella exposición, nudo y desenlace, que han
de tener las novelas para apasionar a la gente. Baroja fue un tipo que anduvo
por el mundo dotado de una aguda capacidad de observación y escribió lo que se
le fue presentando: paisajes, personas, personas sobre el paisaje, ambientes.
Lo que ha de contener una novela para imantar al
lector, estuvo a mil leguas de su concepción del mundo. ¿Y cómo había
de estar más cerca, si en el mejor de los casos Baroja reaccionó
siempre como un hombre ingenuo? Todas las personas que han reflexionado un poco
sobre la vida y el mundo - y Baroja es una de ellas—saben que las novelas no existen,
que se trata de un género literario de ínfima categoría, un género literario
basado en la cocina editorial más maliciosa y más grosera.
Y, sin embargo, todos los libros de Baroja
llevan el título de novela. ¿Por qué Baroja escribía novelas?
Acto seguido señala Pla
el quid de la cuestión, lo que le lleva a no llamar novelas a las ficciones de
Azorín: el gran escritor catalán rehusa aceptar el cambio de la novela moderna.
No abandonó nunca una concepción tradicional, primera manera la acabamos de
denominar, de la misma. Y sigue:
En 1921, le dije una vez:
— Sin duda, tiene usted alguna razón para
escribir novelas.
— ¡Pero, hombre ! Azorín llama a sus libros
también novelas. En mi tiempo no se podía escribir otra cosa. Estábamos
fascinados por el éxito de Galdós. Nos parecía que el género podía venderse.
Baroja, enorme escritor antibarroco, hubiera
podido ser el mayor memorialista de la literatura castellana de todos los
tiempos. Cuando sus obras se reducen a lo
que son en realidad, a una sucesión de paisajes, de figuras y ambientes, tienen
una calidad sensacional, única, insuperable, magnífica. Cuesta, sin embargo, y
esto produce fatiga, eliminar de estos libros, lo que tienen de tripa inútil,
de intriga ficticia, de truco añadido, de peluquería novelística. Lo que el
escritor pone directamente de su asombro ante el mundo es de primera calidad.
Cuando, sobre todo, quiere montar, con penas y fatigas, una intriga
aparentemente vendible -que no fue jamás vendible—el esfuerzo decae y aparece
la pura inanidad. Y esto perjudica a aquello. Sin estas adiposidades de la
escenografía literaria, Baroja hubiera podido llegar a ser el mayor testigo
presencial de la vida en la Península Ibérica.
Hombre de una retina muy aguda, finísima,
describió, creo yo, los paisajes más preciosos, más poéticos, los retratos más
saturados de vida, los ambientes más entonados y sugeridores que se escribieron
en su tiempo y en esta lengua, (¿no?)
Pla ofrece una pista que
rastrearemos enseguida; antes comento sólo que Pla enjuicia equivocadamente el
carácter de la ficción. En lo que sí acierta de lleno es en que la novela
barojiana está atravesada por la vida.
c. La vida en la novela barojiana
La genialidad de Baroja,
escritor de ficción y teórico sui generis
de la misma, reside en que abrió las puertas de la novela a los cuatro vientos.
Sus textos acogen materiales de cualquier tipo y admiten un uso plural de los
mismos. Ser novelista no le hacía sentirse obligado a seguir los patrones
conocidos; el escritor podía proceder de acuerdo con su inclinación, y lo de
verdad significativo, facilitar de la vida a la página, por cualquier vía, tal
y como el escritor la sentía.
Repito lo ya escrito por
el maestro Alarcos:
La función del relato novelístico de Baroja no
consiste en la exposicióny el análisis objetivo de determinada realidad,
ni en el estudio de los condicionamientos y procesos psicológicos de los seres
y personajes incluidos en ella, sino en el logro, con unos y otros materiales,
convenientemente filtrados, de una apariencia fuerte y auténtica de vida. (XIII-XIX)
Diría, y concluyo, que
hay una manera infalible de aquilatar la diferente forma que adquiere la vida
en una novela de Galdós y en la de Baroja. En la del escritor canario remansa
en el texto. No sale de él. La novela se cierra sobre sí misma. Con la última
página cae el telón; lo único que queda son las reminiscencias psicológicas
resonando en el lector. Muy al contrario, al finalizar un texto narrativo de
Baroja advertimos que se acabó la trama novelesca, pero que la vida sigue. De
hecho, piénsese en Zalacaín el aventurero; el protagonista cae abatido por un
disparo (Zalacaín el aventurero, 241)
y con la detonación termina la trama novelesca, las aventuras del joven y de su
vida amorosa con Catalina, pero la Historia sigue su curso. La vida de Zalacaín
supone un episodio en el devenir histórico del pueblo vasco. Lo mismo ocurre
con los finales ya aludidos, como el de Camino
de perfección. Muy distinto, por ejemplo, del de Miau de Galdós, donde todo queda clausurado, el tiro en la sien de
Villaamil corta el cordel umbilical que enlaza la novela con la vida, se cierra
la novela y su relación con la vida. En Baroja, no: acaba únicamente la trama
novelesca. Y esto se debe a que los novelistas usan diferentes modos de incluir
la vida en sus creaciones. Cabría decir que los característicos finales
abiertos de la novela moderna (F. Martín, 38) nunca terminan con el desenlace
temático, y que el lector siente la libertad de recrear el libro por encima del
argumento. El auténtico final se encuentra en el margen, en la vida.
Y tal hecho constituirá
una de las características del otro modernismo, de los textos atravesados por
la vida, hechos con trozos del mundo, frente a los que reduplican la realidad
entre sus páginas; son, en verdad, un añadido a la misma. Los barojianos
pertenecen al mundo, se disuelven el él, son un instante más.
En conclusión, el
modernismo tópico fue definido como un arte lleno de azul y cisnes,
perteneciente a la rama estetizante donde se alinean las producciones pertenecientes
al arte por el arte. Este entendimiento del ismo fue superado cuando entendimos
la importancia de la interiorización que se produjo en la literatura del pasado
cambio de siglo, que supera a la caracterización de los modernistas como
escritores noventayochistas, según vimos antes. Propongo en cambio, y en referencia
a Baroja, situarlo en una corriente literaria donde el autor aparece atravesado
por la vida, por el mundo, formando parte de ese otro modernismo, en el que el
autor recoge lo mundano, la vida, lo mudable, reflejado por un narrador, que
siente también que sus sensaciones cambian, porque los sistemas de valores se
han hecho a la medida del día en que triunfa lo efímero. Uno puede morir, como decíamos, porque la
vida resulta incompatible con nuestro esquema de valores (Galdós: Villaamil), o
porque un instante colma nuestro ser (Baroja:
Andrés Hurtado). El 'otro' modernismo se refiere, en fin, a cuanto las
ideologías excluyen, por ser incapaces de clasificar, pero que influye de
manera decisiva en las acciones humanas: lo que pasa sin que podamos fijarlo en
un esquema.
El hombre moderno
descubrió que las galerías del alma tienen varias estancias; en unas rige la
segunda naturaleza, lo que la razón dicta, y en otras, las habitadas por la
primera naturaleza del ser, domina el cambio, la vida, y por eso el hombre que se demora
demasiado en las últimas suele dudar cuál camino seguir ante los múltiples posibles
que atraviesan el laberinto del existir. Baroja y sus personajes buscarán
en cada novela un camino, una salida; a veces, la ideología ofrece una posible
dirección; en la mayoría de las ocasiones, se presenta la personalidad de un
personaje sometida a los vaivenes de la vida, a su absoluta impredecibilidad.
El hombre siempre acaba tentado por el fruto del árbol de la vida.
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