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AVIRANETA O LA VIDA DE UN CONSPIRADOR (Pío Baroja)

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XLV PRESO EN ZARAGOZA


UN día de enero de 1840, un señor pequeño, delgado, de tipo aguileño, con la mirada extraviada, estido de negro, embozado en la clásica capa española y con el sombrero alto y redondo, marchaba sentado en el rincón de la diligencia de Madrid a Zaragoza.
 
Este señor era don Eugenio de Aviraneta.

Por entonces, no repuesto aún de la caída sufrida en Madrid, estaba más flaco y macilento que de ordinario; tenía aire triste y agrio. Dormitaba y fumaba.
Cruzaron varios pueblos aragoneses por en medio de la calle Mayor, pasaron por plazas con soportales, vieron a lo lejos torres mudéjares con adornos, y marcharon después, durante largo tiempo, por despoblados y cerros blancos y rojos sin vegetación, con algunos matorrales pardos.
Entraron en el patio de las diligencias de Zaragoza, ante un público de vagos, curiosos y mozos de posada, cuando una ronda de policía, formada por cuatro individuos de sombrero de copa y dirigida por otro, se acercó a nuestro viajero, y el que parecía el jefe, con aire misterioso y por lo bajo, le invitó a salir del coche.
Don Eugenio aceptó la detención con filosófica calma y sin protesta, y fue con los agentes hasta la plaza de la Seo.
Al llegar al Ayuntamiento pasaron al despacho del alcalde.
—¿Es usted don Eugenio de Aviraneta? —le preguntó la primera autoridad del pueblo.
—Sí.
—Pues no tengo más remedio que detenerle a usted. Así que vaya con este señor.
El jefe de la ronda y Aviraneta salieron del despacho y se dirigieron a la plaza del Mercado. La cárcel estaba en el arco de Toledo, y se componía de dos departamentos: uno en el mismo arco y otro en la antigua casa llamada de los Manifestados, edificio que quedaba de la época de la institución del Justicia.
Don Eugenio, indiferente y fumando un cigarro, pasó a la oficina del alcaide. Este, con muy buenos modos, le decomisó la maleta, los papeles y el dinero y le dio un recibo de todo ello.
Después, muy respetuosamente, le llevó a un cuarto espacioso, donde le encerró con gran ruido de llaves y cerrojos.
Al anochecer se presentaron en la cárcel el jefe político de Zaragoza, don Antonio Oviedo; el capitán general y el juez de primera instancia. Don Eugenio mostró sus credenciales, y las tres autoridades zaragozanas se mostraron un tanto confusas y perplejas al ver estos documentos.
Al día siguiente supo don Eugenio por el alcaide de la cárcel que estos tres señores habían determinado consultar el caso con el general Espartero, que entonces se encontraba en el campamento de Mas de las Matas.

En la cárcel estaba relativamente bien cuidado, y ya fuese la soledad y el silencio o el sistema de vida impuesto, el caso fue que se restableció completamente: 


Cerca de tres semanas pasó así, hasta que una noche del mes de febrero, desde la cama, oyó ruido de cerrojos y llaves, se incorporó y se encontró en presencia del gobernador.
 —¿Qué pasa? —preguntó don Eugenio.
—Pasa que está usted libre —contestó el gobernador, avanzando hacia él—; si quiere, ahora mismo se puede usted ir a la fonda.
Don Eugenio dijo que allí se encontraba bien, pero que hicieran el favor de proporcionarle para el día siguiente dos caballerías y un guía para pasar la frontera por Canfranc.
—El general Espartero —advirtió el gobernador— ha mandado que le den a usted auxilios y escolta para pasar la frontera.
Al amanecer del día siguiente se levantó, y, después de desayunar con el alcaide y de dar unas propinas a todos los que tan bien le habían cuidado, montó en su mulo y tomó el camino de la frontera.
La noticia de la prisión de Aviraneta dio mucho que hablar; unos decían que había ido a Zaragoza a sublevar el ejército liberal; otros, que iba a favorecer a los republicanos, y otros, para dar nueva vida al carlismo.
Al parecer, al día siguiente de la detención de Aviraneta llegó a Zaragoza el coronel don Salvador de la Fuente Pita, con tropas, desde el Cuartel general del Mas de las Matas, comisionado por Espartero para trasladar a Aviraneta al Cuartel general del Mas; pero el jefe político, don Antonio Oviedo, se negó a entregarle a la jurisdicción militar. Alegó que Aviraneta era paisano y comisionado del Gobierno, pues llevaba despachos del ministro de la Gobernación y del de Estado, en los cuales encargaban a las autoridades que le prestasen ayuda para cumplir la misión que se le había encargado.
Espartero insistió en que se tuviera preso a Aviraneta. Sospechaba que los papeles del conspirador pudieran ser falsos, y sólo cuando el Gobierno confirmó que los despachos eran auténticos pudieron soltar al preso.
Muchos años después, don Eugenio supo por el historiador de la guerra civil don Antonio Pirala que aquella prisión suya se debió a un antiguo enemigo llamado don Manuel Salvador, que escribió desde Madrid una carta al general Espartero advirtiéndole que Aviraneta marchaba a Zaragoza con el objeto de provocar la sublevación de sus tropas.
Al correr por Madrid la noticia de la prisión de Aviraneta, seguida de la noticia de que lo iban a fusilar, el médico de cámara don Juan Drumen escribió una carta al duque de la Victoria. Le decía en ella que, en beneficio de la ciencia, tuviese la precaución de conservar intacta la cabeza del conspirador para poder examinar el cerebro y el cráneo por el sistema de Gall y de Spurzheim.
Al doctor Drumen, como a otros muchos, les llamaba la atención la cabeza de don Eugenio; suponían que estaría llena de bultos, de anfractuosidades y de recovecos.
Aviraneta contestó en una nota de una  Memoria suya a este deseo del doctor Drumen con cierta gracia:
Afortunadamente para mí —dijo—, se frustraron los buenos deseos y planes de un célebre doctor de Madrid, que parece que tuvo la ocurrencia de pedir al Cuartel general de Espartero mi cabeza —se entiende después de muerta—, con el plausible objeto para la ciencia de examinarla por el sistema frenológico de Gall y Spurzheim.

Yo le doy con tal motivo las más expresivas gracias a este anatómico por el alto honor que quiso hacer a mi pobre cabeza, deseándole mucha salud y una prolongada existencia para que sobreviva y pueda inspeccionar las estupendas molleras de otros personajes de más fama.


Al día siguiente, Aviraneta montó a caballo y fue a dormir a Jaca; pasando por Canfranc, después de algunos pequeños incidentes, llegó a Tolosa de Francia, donde se estableció y empezó trabajar contra los carlistas catalanes.

Pío Baroja
Aviraneta o La vida de un conspirador, 1931


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