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EL SINGULAR MISTERIO DE ANTONIO PORCHIA*
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LAS MÁXIMAS corren el riesgo de parecer meras ecuaciones verbales: estamos tentados a ver en ellas la obra del azar o de un arte combinatorio. Pero no así en el caso de Novalis, de La Rochefoucauld o de Antonio Porchia. En cada una, la lectura siente la presencia inmediata de un hombre y su destino.
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No nos conocimos personalmente. Oí por primera vez su nombre de labios de Xul Solar, el pintor visionario. Nada me cuesta imaginar que fueron muy amigos: ninguno de los dos podría en el presente desmentirme. Pero lo que puedo asegurar es que a través de sus Voces, Antonio Porchia es hoy mi amigo íntimo, si bien acaso él no lo sabe.
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Nadie ignora que las generaciones han consagrado las sentencias virgilianas y las bíblicas. En un momento de duda, alguien abre el volumen al azar —que en el fondo no es un azar— y recibe el consejo de Virgilio o del espíritu. Así he actuado numerosas veces con el texto de Porchia. Hagámoslo ahora. Encuentro en la página 11:
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Quien no llena su mundo de fantasmas, se queda solo.
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Felizmente —y también para nuestro pesar—, los fantasmas no nos faltan. Creemos ser argentinos, chilenos, franceses, devotos de tal o cual fe, afiliados a tal o cual partido, herederos de una tradición, portadores de un nombre, habitantes de una casa o de un siglo, poseedores de un rostro entre otros. Estos fantasmas son incesantes, pero no es imposible que nos dejen solos, atrozmente solos, en el instante de la muerte.
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Interroguemos otra página, la 46:
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El no saber hacer supo hacer a Dios.
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Encuentro aquí la confirmación de una antigua duda. He tenido siempre la sospecha de que Dios —el todopoderoso Dios de los teólogos— fue la más curiosa invención de la literatura fantástica.
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En la página 110 encontramos:
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Las distancias no hicieron nada. Todo esta aquí.
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Recuerdo una anécdota de Carlyle. Un grupo de emigrantes que parten hacia Australia le hacen una visita. Carlyle les dice: “¿Por qué viajar? Su Australia está aquí y ahora”. Podemos interpretar la sentencia de Porchia de otra manera. Sólo existe el presente: el ayer y el hoy son ilusorios.
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Los aforismos de este volumen van mucho más allá del texto escrito; no son un final sino un comienzo. No buscan producir un efecto. Podemos sospechar que el autor los escribió para sí mismo y no supo que trazaba para los otros la imagen de un hombre solitario, lúcido y consciente del singular misterio de cada instante.
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Septiembre 1978
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