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No creo que Antonio Porchia haya sido un escritor secreto, ni siquiera
creo que haya sido un escritor; sin duda vivió al margen de la vida intelectual
y literaria argentina, y también al margen de lo que entendemos por literatura,
sin embargo es evidente que dejó, al menos, 1,182 “voces”. Algunas cosas se
saben de su vida: Porchia nació en el pequeño pueblo de Conflenti, en Calabria,
en 1885. Es curioso que el padre de Porchia haya sido –hasta que se casó con su
madre– sacerdote. Muerto su padre hacia 1900, el joven Porchia, con su madre y
seis hermanos, todos menores que él, viajan a la Argentina de cuya capital no
saldrá nunca. Hizo todos los oficios y participó en sindicatos obreros, estando
cercano en su juventud al anarquismo. Vivió con su familia en los populares
barrios de La Boca, Barracas y San Telmo, al sur de Buenos Aires, y luego, ya
solo, en el norte de la ciudad, en Olivos, donde murió en 1968. ¿Quién fue? Un
santo laico, un boddisatva, un sabio con pocos libros, un asceta en medio de la
urbe. Taoísta, budista, anarquista, cristiano sin Dios, filósofo sin sistema,
solitario y colectivo, cálido y distante, Porchia: una voz que piensa.
Porchia denominó “voces” a sus escritos señalando la radicalidad del
habla: lo que se dice y se oye, no lo que se escribe. Nada de escritura ni,
menos aún, de texto, aunque la etimología de esta palabra (“tejido”) tenga una
nobleza oculta, a pesar de los abusos innobles de cierta crítica y de los mil y
un profesores de teoría literaria. Sin embargo Porchia no tejió sino que lanzó
sus voces al aire, consciente de su instantaneidad, de su respuesta al misterio
del ahora. La cualidad de lo instantáneo no significa aquí negación de la complejidad
y diversidad de lo temporal sino afirmación a través de ese punto del tiempo
que, al decir ahora, dice siempre y nunca. La rueda del tiempo, cuya circular
imagen es tan antigua como los orígenes del hinduismo, se apoya en un punto,
siendo el resto intuición y deducción. Todos los siglos y milenios se apoyan
siempre en el instante, en este “ahora” mío (el tuyo “ahora”) en que escribo.
Porchia rumiaba sus voces, hasta que las llevaba al papel, penetrando en ese
ahora que, curiosamente, salta el tiempo porque no está anclado en la historia.
La reflexión, rozando a veces lo poético o el enigma, es radical, desciende o
sube a la raíz (hay raíces aéreas), de ahí que en realidad se pueda situar a
Porchia en cualquier lugar y, me atrevería a decir: en cualquier época. Hay
escasa historia en este hombre que vivió en barrios populares y siempre rodeado
de amigos pintores. Desde Roger Caillois –que lo descubrió no sólo para los
franceses sino para muchos poetas cultos argentinos– la pregunta sobre el enigma
Porchia se ha reiterado: fue ajeno a las letras en buena medida y sin embargo
es autor de una obra memorable que fascinó, por citar sólo a algunos, a André
Breton, Henry Miller, y de manera especial, a Alejandra Pizarnik y Roberto
Juarroz. De hecho, si hay que pensar en un antecedente de la poesía de Juarroz, el primer nombre es el de Porchia.
Él mismo –no muy dado a aceptar influencias de sus coetáneos– señaló su
admiración y deuda.
La publicación de Voces reunidas conteniendo todos los fragmentos (habría
que decir que casi todos están enteros), además de algunas entrevistas y
testimonios, permite al lector acceder a la producción completa de Porchia. Es
curioso, y elogiable, que se haya editado en España, y que los autores de la
edición sean mexicanos. Gracias al disco que acompaña la edición, en la que el
autor recita algunos de sus escritos, el lector puede conocer la voz del poeta,
–oída sin duda por muchos de sus coetáneos en los programas radiofónicos de
Buenos Aires en los que participó– y que no había sido recuperada hasta ahora.
La voz del autor de las “voces” tiene un marcado acento italiano y es poco
porteña. Una voz controlada y monocorde, muy atenta a los matices semánticos de
sus poemas, todos ellos oscilantes entre una línea y tres. Son poemas (no
siempre lo son ni lo pretende su autor, y a veces son aforismos, ocurrencias,
pensamientos) sin desarrollo, aunque tienden a desplegarse en un rápido
movimiento que en ocasiones concluye en un repliegue sorprendente. La palabra,
aunque sea la misma, al volver ya es otra. Porchia, como los filósofos presocráticos, como Lao Tse o los textos canónicos de Buda, no teme ser pobre
en vocabulario ni repetir las palabras, quizás porque intuye que no hay
sinónimos sino otras palabras, y una vez que ha encontrado la que cree exacta
es fiel a ella. Sin embargo, Porchia sabe que la palabra no es la misma según
la posición que ocupa en la frase y por lo tanto se complace en la aparente
repetición y en la austeridad de vocabulario.
La primera edición de Voces es de 1943, cuando Porchia tiene 58 años.
Desde entonces, más que reeditado y ampliado fue un libro copiado a mano, y,
más tarde, fotocopiado. Vuelve a imprimirse en 1948 y un ejemplar cae en manos
de Caillois, en la revista Sur. Sorprendido ante la calidad de las “voces”, lo
invitó a colaborar en la revista pero Caillois se marchó a París; en Sur (¿quizás José Bianco, a la sazón jefe de redacción, algo alejado de la
poesía?) objetaron defectos de redacción a las voces y Porchia retiró los
originales. Tuvo que ser reconocido en París antes de que la gran revista
acusara su importancia. El resto no carece de interés, pero no suma mucho: sus
voces fueron de mano en mano. Un secreto a voces.
Esta obra participa de lo que se ha denominado sabiduría. Su tono
paradójico la hace refractaria a la lógica, aunque no carece de ella; es
renuente a toda conceptuación abstracta, pero se mueve entre abstracciones. De
lo irreductible y de su capacidad de sugerencia le viene su fuerza. Porchia fue
un hombre reflexivo, tanto que afirmó: “Si me dijeran que he muerto o que no he
nacido, no dejaría de pensarlo”. Su pensamiento alcanza momentos de gran
sutileza, pero nunca trata de agotar nada, sólo enuncia, sugiere, al fin y al
cabo, “Quien dice una verdad, casi no dice nada”. Aunque se ha dicho que no hay
psicología en sus “voces”, creo que no es del todo exacto. Pondré dos ejemplos:
“Quien se queda mucho consigo mismo, se envilece” (cierto, el término conclusivo
es moral pero deviene de una actitud psíquica); “El niño muestra su juguete, el
hombre lo esconde”. Propio de Chuang Tzu es afirmar: “A veces, de noche,
enciendo una luz, para no ver”. O del Nietzsche aforista: “Mis ojos, por haber
sido puentes, son abismos”. Escéptico, sabe que la vida humana no se sostiene
de manera natural: “Quien no llena su mundo de fantasmas, se queda solo”.
Poeta, puede recordar, de pronto, a Carlos Pellicer: “Un ala, no es cielo ni
tierra”. Porchia no se deja engañar por las apariencias, por eso es pensador:
“Cerca de mí no hay más que lejanías”. Puede recordar a Tanizaki cuando
escribe: “Las sombras: unas ocultan, otras descubren”. Porchia/Porchia: “Cuando
yo me muera, no me veré morir, por primera vez”. Románticamente joven: “Cuando
no se quiere lo imposible, no se quiere”. Cristiano y generoso: “Un corazón
grande se llena con muy poco”, afirma, y ese debió ser su corazón, el de un
hombre que supo, al mismo tiempo, desconfiar del deseo al tiempo que le
reconocía sus dones. “Quien hace un paraíso de su pan, de su hambre hace un
infierno”, afirmó en una frase que muchos budistas aceptarían de buen grado.
¿Quién fue Antonio Porchia? Afirmó que sus “voces” eran su biografía, y que
ésta era la de todos.
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