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EL ESTIGMA (José Echegaray)




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ACTO SEGUNDO
ESCENA III


DON JENARO, sentado en una butaca con señales de gran abatimiento. ROBERTO, que viene de la calle por el fondo izquierda.




JEN. ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Pobre Roberto! ¡El mundo se le viene encima! ¡Pobre Roberto! Pues más miedo le tengo á él que á todos sus enemigos, envidiosos, husmeadores de infamias y trompeteros de escándalos. ¡Qué desgracia, Dios santo, qué desgracia!


ROB. ¿Qué ocurre, don Jenaro? ¿Qué cara tiene usted? ¿Está usted de duelo?


JEN. ¿y me lo preguntas con esa calma? No: si es calma verdadera me alegro. Que me alegro. Hijo mío, para las grandes desdichas, los grandes corazones. (Levantándose y abrazándose á él.)

ROB. Pero, ¿por qué es todo eso? ¿Por lo que pregona el periódico? ¿Por el escándalo que se prepara? ¿Y qué?


JEN. Te lo he dicho muchas veces; debiste cambiar de apellido; tomar el de tu madre.


ROB. ¡Valiente cobardía y valiente indignidad! Mi nombre es mi nombre. Soy el que he sido Yo no pienso en la sociedad, de contrabando.  ¿Llevo en la frente un vergonzoso estigma? Pues no es cosa de que yo lo pregone; pero escamotearlo, tampoco.


JEN. ¡Exageraciones, romanticismos! Nunca serás un hombre práctico.


ROB. ¡Qué remedio! Cada uno es como es. ¿Se supo? Bueno; veremos lo que resulta.


JEN. Tienes razón; ¿á ti qué te importa la opinión de nadie?


ROB. No debía importarme, y me importa. ¡Miserias del ser humano! ¿Qué me importa á mí, dice usted bien, Ja opinión buena ó mala de Pedro, de Juan, de gente que no conozco, de este tunante, de aquel necio?... Nada. Una multitud anónima á quien ni quiero ni aborrezco, ni conozco, ni conoceré nunca. Pues se me impone, se me impone por su masa, por su fatalidad, por su vocerío. Y al pensar lo que pensará de mí esa multitud, que al fin y al cabo me es indiferente, algo me corre por el cuerpo con frialdad de hielo y de muerte. Es como si se me helase toda la atmósfera en que respiro y quedase yo empotrado y prisionero en un bloque infinito de hielo.


JEN. ¿No decías que estabas tranquilo?


ROB. Relativamente lo estoy. ¿Vino la catástrofe? Pues me pasó el miedo. Y lo confieso; estos últimos años han sido de un miedo horrible. Cobardía de criminal: como si lo fuera. Me pasaba noches enteras entre un sueño, que era fiebre, y una fiebre que era sueño, repitiendo á compás de la péndola del reloj: «¡Si se sabrá! ¡Si no se sabrá!» «No... sí... no... sí.» Me figuraba un péndulo enorme, que oscilaba entre mucha sombra y mucha luz: «ya sube á la luz: ya baja á la sombra: á la luz: á la sombra. No se sabrá: sí se sabrá; no... sí... no... sí. .» ¡Jesús, qué noches! ¡Dios mío, qué noches! Y ahora tranquilo: enteramente tranquilo. «Sí... sí... sí... pues sí... se sabe... Y bien, ¿qué? Aquí estoy... A ver... á ver... vamos á ver... ¿Qué? (cruzando los brazos con desesperada arrogancia.) ¡Soy Roberto Pedrosa!... Aquel... ¡El de la condena!... el del estigma... ¡Aquí está!... ¡toda la frente me coge!... ¡El estigma, el estigma!... ¡Pero imbéciles, sepan ustedes que Dios ha besado aquí!»


JEN. Sí, hijo mío, sí; es verdad. Si lo supieran...


ROB. ¡Silencio! ¡Silencio! En cuanto yo io dijese, el beso inefable se borraba y el primer payaso me ponía su mascarilla de farsante.


JEN. ¡Válgame Dios, hijo mío! ¿Pero tú no piensas en Eugenia?


ROB. ¡Que no pienso en ella!... todas mis angustias se han reconcentrado en ún solo punto: Eugenia: ¿Qué pensará de mí Eugenia? Tan buena, tan hermosa, tan pura... Y yo... yo... ¿qué voy á ser ante ella? Don Jenaro, ¿me despreciará Eugenia? (Con suprema angustia).


JEN. ¿Por qué ha de despreciarte?


ROB. Porque debe despreciarme; porque así es el ser humano; porque así somos todos. Si yo me presentase ante ella convertido en un monstruo; si hubiese hecho algo horrible, pero muy grande, destruir muchas vidas, verter mucha sangre, posible es que todavía me quisiese. El miedo no excluye al amor. ¡Ohl La piel del tigre, ¡qué hermosa! La melena del león, ¡qué soberbia! Sus anchas zarpas, aunque traigan enganchados girones de carne humana, ¡qué poderosas!  Pero yo no me presento así ante ella; me presento empequeñecido, ruin, ridículo. ¡Unas manos que apenas tienen fuerza para abrir una caja y coger temblorosas unas cuantas monedas! ¡Una ganzúa, en vez de una zarpa! ¡Qué grandeza! ¡Y luego la cárcely la sentencia y la condena, y hasta el perdón al cabo de dos años por mi buena conducta! ¿Cuándo han tenido buena conducta el tigre real ó el león africano? ¡Oh! ¡Lo mezquino, lo ruin, lo despreciable!... ¡Sí; me desprecia, me desprecia!


JEN. No digas desatinos.


ROB. ¡Desatinos! Verá usted, verá usted cuando lo sepa todo Eugenia. ¡Qué desencanto, qué tristeza, qué frialdad, qué lástima tan humillante! ¡Eso sí que no!... ¡Como hay un Dios que si me tiene lástima hago pedazos aquel cuerpo tan hermoso!


JEN. ¡No te puedo oir; eso es ya el delirio! ¡Un cariño verdadero resiste á todo, á la desgracia, á la muerte!


ROB ¡A la muerte, sí; al ridículo, no! ¡Si Eugenia siguiera queriéndome, sería despreciable, tan despreciable como yo. Nuestros cariños nos elevan ó nos envilecen. Por un Dios clavado en una cruz, hay mártires en el circo. Se comprende. Por un mono que gesticula en lo alto de un árbol, ¿quién da su sangre sin ser de la grotesca familia? Yo le digo áusted que si Eugenia no me desprecia, la desprecio yo. Y si me desprecia... ¡Oh! Entonces... ¡entonces se acabó todo! Ojos que me miraban y no me miran; mano que me buscaba, y no me busca; cuerpo que á mí venía y me vuelve la espalda... ¡Ah! Están pidiendo todas estas cosas otros ojos que se cierren, otra mano que se hiele y otro cuerpo que se desplome de espaldas en la fosa, volviendo para siempre la espalda á la tierra ingrata y maldita.


JEN. Pero, hijo mío, si no te dominas un poco, vas á perder el juicio.


ROB . No. si estoy tranquilo otra vez. Se llega al límite; pues ya no se pasa: hay que volver á empezar.


JEN . ¿Y qué has decidido?


ROB. Esperar.


JEN. ¿Esperar qué?


ROB, El efecto de mi contestación al periódico.


JEN. ¿Has contestado?


ROB. Esta mañana, y mi carta saldrá esta noche; ya andará por ahí.


JEN. A ver... á ver... ¿Y qué dices?


ROB. Una carta curiosísima, (procurando recordarla.) «Señor director: Ese don Julián Pedrosa que usted cita era mi honradísimo padre. Ese Roberto Pedrosa de que usted habla, soy yo. En efecto, se probó mi delito. En efecto, sufrí condena.»


JEN. ¡Jesús!


ROB. Oiga, oiga: «Si la pena compensa el delito y lo purga, pues la sufrí, liquidé. Si la pena procura la corrección, ya estoy corregido: doce años de vida honrada lo prueban. Si la pena es un seguro social, surtió sus efectos. Luego soy en este momento un ciudadano tan digno, tan honrado y tan respetable como cualquiera de ustedes, suponiendo que lo sean. Así lo entiendo yo: veamos si de este modo lo entiende la sociedad. Roberto Pedrosa.»


JEN . ¡Oh, Dios mío. Dios mío! ¿Qué has hecho?... ¡Tu deshonra!... ¡Tu ruina!...


ROB. ¡Qué remedio! Hay que decir la verdad.

JEN . ¡Pero si has mentido, insensato, loco, suicida!


ROB. ¡Suicida! ¡Imito á mi padre!


JEN . (Abrumado y cubriéndose el rostro.) ¡Dios mío! ¡Dios mío, qué desgracia!


ROB. Mejor.


JEN. jQué vergüenza!


ROB. Mejor.


JEN . ¡Qué catástrofe!


ROB. ¡Mejor todavía! Venga entera... Lo que faltaba... (observando que viene.) ¡Eugenia!


JEN. ¡Dios mío! ¿Qué va á suceder?



José Echegaray
El estigma, 1895

 

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Ver obra completa


El estigma. Una reposición
de José Echegaray
(de La cara oculta del 98,
José Luis Calvo Carilla)

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