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Los explotadores, aunque para guardar las apariencias se ataquen y denigren en público, embaucan con hermosas (¡y divinas, no se olvide!) palabras al pueblo simple, incapaz de entender tal gerigonza, pero que en su ignorancia respeta temeroso.
De
todo el teatro valleinclaniano, tan injustamente postergado, creo que
es Divinas palabras la obra más representada, mejor conocida del público
culto y más aplaudida por los críticos, desde su publicación en 1920.
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Aun
cuando no contemos todavía con el detallado estudio que a mi juicio
se merece, son muchos los ensayos, o capítulos en estudios de conjuntos, que
le han sido consagrados. Casi todos ellos coinciden en subrayar el
marcado realismo de esta obra, detalle que debió sorprender no poco a
los críticos del autor que no se habia preocupado hasta entonces por acatar
las enseñanzas del tenido por más característico rasgo de nuestras letras;
tonos realistas innegables, si se piensa que Valle-Inclán se había burlado
de palabra y de obra de tal característica. (Nada hay más opuesto al
llamado «realismo tradicional español» que las Sonatas, su obra mejor conocida
por entonces, y tal vez ahora, entre el público lector.) Tengo la
impresión de que se ha aplaudido gozosamente ese visible realismo de Divinas
palabras porque se vio en él una especie de «vuelta al redil» de la
oveja descarriada, sin que nadie se haya preguntado hasta ahora el por
qué de ese aparentemente súbito cambio de actitud en el proceso artístico
de escritor tan conscientemente estudioso de su oficio.
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Para
gran parte de la círitica -1- Divinas palabras es la más bella de las piezas
dramáticas de Valle-Inclán, opinión, me apresuro a declarar, que
comparto, aunque tal vez por otras razones menos aparentes, si bien no
menos importantes a mi juicio, que las meras bellezas de la lengua en
que está escrita o el tan ponderado realismo costumbrista que todos subrayan.
Para ellos, la lección aparente de «tragicomedia de aldea» estriba
en que pone al descubierto, sin embellecimientos idílicos, el alma de
una Galicia miserable, pecadora y milagrera, cuyos individuos no hacen caso
a lo que su religión oficial les enseña más que cuando se les habla en
una lengua misteriosa e incomprensible, pero que por ello mismo temen.
Superficialidad en su fe, crueldad maliciosa con la pecadora, egoísmos
bajos, avaricia, lujuria reprimida y cuantos vicios pueden imaginarse
dominan a esa sociedad popular que Valle-Inclán nos muestra en
sus dos variantes: la sedentaria, o establecida en la aldea permanente, representada
por los Gailo y demás lugareños, y la de los transeúntes, itinerantes
y corremundos sin ley moral ni freno alguno, representada por
los mendigos y feriantes, truhanes y sacadineros de toda laya, que roban
con todo descaro y se mueven por ferias y mercados. La libertad moral
—la amoralidad, mejor dicho— de estas gentes contrasta violentamente con
la rigidez puritana del código moral que tiene que acatar, mal de
su grado, por lo que vemos, la otra parte de la sociedad. Es, pues, concluyen
casi todos los críticos, otra denuncia más del malestar social español,
ya que de la pequeña aldea gallega podemos pasar, por extensión, al
resto de la Península.
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No
seré yo quien mantenga que tal interpretación sea errada. Lo que me
parece, es que esta no es la única posible «lección» de la obra, sino que se
me descubre en ella otra intención más sutilmente sarcástica, mucho más
valleinclaniana. El aparente realismo de Divinas palabras disimula con
mucha habilidad la verdadera intención del autor: denunciar abiertamente la
corrupción política de los gobernantes españoles de una reciente época
histórica y la descomposición moral a que había llegado todo el país,
tanto los opresores como los oprimidos. Su penetrante mirada de moralista
había descubierto que la mayoría de aquellos males del no tan lejano
pasado, estaban aún vigentes en la sociedad española de la segunda década
del siglo xx, y nada mejor para dejarlos al descubierto que mostrar las
flaquezas y vicios de gobernantes y gobernados de la última parte del siglo
anterior, disfrazándolo todo de «tragicomedia aldeana» de tono costumbrista.
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Hacerlo
sin rodeos, es decir llamando a los protagonistas de esta fábula político-moral
que se proponía escribir por sus verdaderos nombres, le
exponía a dificultades insuperables, tal vez una serie de procesos por difamación,
pues no pocos de los protagonistas de los sucesos que iba a
satirizar, estaban aún vivos cuando escribía, así como los herederos directos
de los que ya habían muerto, por no pensar en las posibles intervenciones de
la autoridad superior que hiciesen difícil, cuando no imposible, la
representación de la obra y su publicación.
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Fingiendo
que está inventando con técnica realista unos cuantos personajes con
visos de pura creación imaginativa y una fábula de moral sexual
y milagroso perdón, se reservaba toda la libertad creadora, y, lo
que es mejor, su denuncia, al ir más encubierta, podía pasar toda clase de
barreras. Aun cuando el «esperpento» no aparezca con su verdadero nombre
hasta unos meses después, con Luces de bohemia, en donde el autor
nos explica su juego, la técnica esperpéntica no era nada nuevo para
el lector atento de la obra de don Ramón. Desde sus primeros cuentos (como
creo haber demostrado en un largo estudio que está a punto de ser
publicado), el escritor que pasa por ser nuestro más grande «esteta», el
seguidor más fiel de las teorías del arte por el arte, había ido depositando su
«compromiso», su amarga crítica a una realidad político-social, la de los
años que le tocó vivir, con la que no estaba de acuerdo en absoluto.
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En
aquellos pretendidos ensayos escapistas analizaba hechos del pasado —las
guerras carlistas, las comedias bárbaras y hasta la figura del «más admirable
de los donjuanes»— que le permitían acercarse con toda agudeza a
la misma realidad histórica que tenía delante. Pero para Valle el realismo
auténtico no significaba la torpe copia de la realidad, sino que valiéndose
de una «distorsión» premeditada, nos iba poniendo en evidencia la
verdadera contextura moral de los hechos y los mismos seres humanos
por él analizados. El escritor contaba con la perspicacia y sagacidad de
sus lectores más sensibles (y los espectadores de su teatro) para que
fuesen descubriendo las amargas lecciones que tan cuidadosamente ponía
en todas sus obras. Caro pagó el artista esta convicción a la que fue fiel
durante casi cincuenta años, pues ni su teatro gozó de la aclamación popular
que el de otros dramaturgos de menor talla, ni sus novelas, incluso ahora,
cuando un reciente centenario parece haberlo puesto de moda, tienen
el número de lectores que por su innegable calidad merecen. Considerado siempre
como nuestro más grande «estilista», el «fablistán mayor» y
«pontífice» único del modernismo español, y aplicándosele otros piropos y
floripondios similares, muy pocas veces nos hemos preguntado por lo que
de verdad quiso decir con tan brillante y riquísima lengua. Muy pocos críticos,
repito, han buscado lo que ese hermosísimo estilo quería decir.
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Y
no se me argumente que si el lector o espectador medio de las obras de Valle-Inclán
no ha podido calar en esas enseñanzas que él depositara, ha
sido porque el artista fracasó en su empeño. Ha sido simplemente miopía
nuestra, tal vez cómoda pereza, que nos ha impedido romper esa
corteza tras la que envolvía su mensaje, conformándonos con la enseñanza aparente
sin buscarle la verdadera intención acusatoria. Sin descubrir el
significativo «doble fondo» de todo esperpento. El arte de los últimos
diez o quince años —el cine de Pasolini, Antonioni, Bergman, nuestro
Luis Buñuel, por ejemplo, el teatro de Ionesco, de Beckett, etcétera— nos
han obligado a meditar, a rastrear el mensaje que a veces no
estaba tan visible como en filmes o dramas de hace veinte, treinta años.
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Pues
bien, los esperpentos valleinclanianos se adelantaron, en esto como en
todo, a su tiempo en casi medio siglo. Y obras tan tempranas como Flor
de santidad o las Comedias bárbaras tienen ya ese doble filo acerado que
tendrán las obras de esos autores que nos parecen tan modernos... sólo
que las de Valle fueron escritas más de medio siglo antes que alguna. Veamos
en qué consiste esa lección política que a mí me parece ver en
su admirable «tragicomedia de aldea»: cuando el año 1963 en uno de los
seminarios de mi curso sobre el esperpento valleinclaniano, en la Universidad
de Leeds, un alumno me planteó la posible interpretación política
de Divinas palabras aplicando mi teoría del doble fondo, o «transparencia esperpéntica»,
debo confesar que comencé por tener no pocos recelos
al respecto. Temeroso siempre de las interpretaciones esotéricas, pero
empujado por el deseo de una mejor comprensión de la obra, comencé por
admitir que tras los monigotes disfrazados de Sacristán Pedro Gailo (un
viejo lúgubre, bizco descuidado en el vestir, con un tic nervioso en losgestos,
redicho y que presumía de «estudiarlo todo en los libros») y de su
antagonista el Compadre Miau (su nombre era un misterio, tenía o pretendía
tener «pacto con el diablo», explotaba con sus triquiñuelas al
ignorante público en ferias y romerías, ayudándose para sus fechorías de
un perrito sabio al que llamaba Coimbra), no era difícil adivinar, cuando se
reparaba debidamente en los detalles, que Valle-Inclán está poniendo en
solfa a los dos protagonistas de los hechos políticos más importantes de
la Regencia de María Cristina, Cánovas y Sagasta. Y que cuanto ocurre en
la obra tiene una curiosa equivalencia con los nada gloriosos acontecimientos históricos
del último tercio del siglo XIX. (La identificación definitiva
me la proporcionaron textos posteriores del mismo Valle: en El
ruedo ibérico figuran dichos personajes con sus verdaderos nombres y
apellidos. Y los retratos que de Cánovas y Sagasta nos hace el autor son,
como se verá, idénticos a los del Sacristán y Séptimo Miau en Divinas palabras.
No se trata, pues, de meras hipótesis de lector que ve más cosas de
las que el autor puso en su obra. Sería demasiado simplista pensar en
meras coincidencias; son demasiados los detalles que apuntan al doble significado
de la obra, imposible la casualidad.)
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Analizada
a esta nueva luz, a medida que estudié todos y cada uno de los
personajes y acontecimientos del enredo se me hacía más visible la parábola
política. Como en un gigantesco rompecabezas, las mil y una piezas
sueltas están recortadas cuidadosamente para que las podamos encajar
en la trama aparente, pero formando al final un extraño y esclarecedor «puzzle»
de contenido mucho más amargo del que la tragicomedia tiene
contemplada desde el ángulo normal. Incluso me parece todavía increíble
el que nadie haya denunciado el significativo paralelismo entre cuanto
ocurre en Divinas palabras y lo que sucedió en España desde 1885 hasta
principios del siglo actual. Tal vez sea ese inusitado y aparente realismo el
que ha hecho que espectadores y críticos se hayan conformado hasta
ahora con la significación explícita de la obra, sin detenerse a pensar que
hay infinidad de detalles que están apuntando no a una mera crítica de
la superficial religiosidad en España (los aldeanos aceptan el perdón de
la pecadora precisamente cuando no entienden las palabras del mensaje), sino
a dejar al descubierto, a esperpentizar vergonzantes sucesos históricos,
mal conocidos en opinión del autor por habérselos revestido de
cierta dignidad, ocultando piadosamente sus lacras. Para el escritor «comprometido»
que fue Valle-lnclán esa falta de escrúpulos morales de
quienes gobiernan, y la subsecuente corrupción de la sociedad española alta,
era un mal mucho más arraigado y amenazador que la superficialidad de
su fe religiosa. Amenazaba con la misma muerte política del pueblo español.
Y entre líneas, que es como acostumbra a decir las cosas Valle lnclán, nos
explica en qué consiste dicho mal: en el absurdo empeño de
los españoles por seguir consolándonos con una especie de limbo de
pasadas grandezas, mientras estaban siendo vilmente engañados por unos
cuantos picaros sin conciencia (políticos y terratenientes, oligarcas, clero
reaccionario y burguesía de nuevo cuño). Los explotadores, aunque para
guardar las apariencias se ataquen y denigren en público, embaucan con
hermosas (¡y divinas, no se olvide!) palabras al pueblo simple, incapaz de
entender tal gerigonza, pero que en su ignorancia respeta temeroso.
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Son
las divinas palabras del Congreso y los discursos de ceremonias oficiales
con que los «explotadores» encubren o disimulan sus acciones, sus
acuerdos secretos, para seguir aprovechándose del pobre inocente, para
seguir robándole.
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Lo
que acontece en Divinas palabras tiene caracteres trágicos, pero el autor
prefiere darle un tono general de comedia farsesca, de donde la clasificación
de «tragicomedia», y como sitúa la acción en un lugarcillo rural,
redondea la calificación llamándola «tragicomedia de aldea». Aún cuando
limita así, en apariencia, el alcance de su fábula, está claro que cuanto
más color imprime a la obra, mayor capacidad simbólica le da.
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Por
otra parte, al imaginarse a España en abstracto, en 1917, comparándola con
los países más avanzados de Europa, la mejor imagen se la proporcionaba una
pequeña aldea, un rincón del agro español. Eligió su amada Galicia,
que tan bien conocía, en donde el ambiente festivo de ferias y romerías
otoñales se prestaba como de molde para escenario de las andanzas de
esos picaros corremundos enfrentados a la sociedad estable de
los simples lugareños.
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Nunca
se ha puesto en duda el que Galicia sea algo más que el mero escenario
de la obra -2-. Lo que no han señalado los críticos hasta aquí es
que lo regional representa ahora un doble papel: realista, en cuanto sirve
de soporte a ese confrontamiento de las dos maneras de vivir, y simbólico,
tomada como metáfora de España. El adulterio de Marigaila, importantísimo
en la obra «realista», es casi un elemento secundario en la
parábola política, en donde adquiere mayor importancia la explotación, corrupción
y mofa que del enano (¡el pueblo simple, el idiota, para los
políticos!) hacen unos y otros. La disputa con que se abre la tragicomedia no
es sino el enfrentamiento, el choque, de dos actitudes vitales —políticas—
de la sociedad. Pedro Gailo, personaje laico, aunque vive a
la sombra de la Iglesia y, significativamente, viste una sucia y raída sotana,
representa la sociedad tradicional estable y conservadora, mientras que
su rival, Séptimo Miau, no obedece más ley que la que le dictan sus necesidades
y explota la credulidad de las gentes con la engañifa de los animalitos
amaestrados y su fina labia, reconocida y admirada por la tropa
de maleantes y gente del hampa entre los que convive. El aire liberal (¡liberal,
recordémoslo!) de sus andanzas le presta un tono demoniaco a
los ojos beaturrones del sacristán; se jacta de estar descomulgado y hasta
de «tener pacto con el compadre Satanás», para apabullar aún más a
su declarado rival. Dos personajes, dos géneros de vida y, ¿por qué no?, dos
partidos políticos, enfrentados desde la primera escena.
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Poco
después vemos a Juana la Reina, madre del pobre «idiota», al que explota
mostrándolo de feria en feria en un «dornajo con cuatro ruedas, camastro
en donde bailotea adormecido un enano hidrocéfalo». Es hermana del
Sacristán y, a pesar de tener sus orígenes entre los sedentarios, se mueve entre
los errabundos, que le envidian sus buenas ganancias; va enferma de
muerte y preocupada por la suerte del indefenso enano, que, aunque sin
luces, representa un sacadineros excelente. Juana la Reina es aficionada a
la bebida hasta el exceso y, poco antes de morir, habla de «un mal que me
come en el propio lugar del pecado», que denota excesos de otra índole. (Si
como sospechamos este personaje es una esperpentización del rey Alfonso
XII —su apellido así lo deja entrever—, tan maliciosa insinuación
denuncia una posible enfermedad muy diferente al «proceso pulmonar tuberculoso»
que figura en la versión oficial como causante de la
muerte del monarca) -3-. La muerte de la Reina deja al enano —otras veces
será el idiota, o el monstruo y más comúnmente, como negándole toda
personalidad o dosificándolo, se utiliza la significativa metonimia «el
carretón» para designarlo— huérfano de toda tutela, necesitado de amor
y autoridad que lo proteja. Queda a merced de los explotadores, quienes
con hábiles maniobras (en mayor escala se llamarían «jugadas políticas»)
tratan de quedarse con él por los beneficios materiales que representa.
Sigue otra disputa entre las dos «ramas» de la «familia», ya que
ambas partes están muy interesadas en «ocuparse» del indefenso enano,
resolviendo el problema un alcalde pedáneo, quien visto el interés de
las dos facciones, propone un arreglo (¡un pacto!) amistoso e inteligente: un
turno pacífico en la «administración» del monstruo. Tan curioso «apaño»,
concertado en el mismo velorio, ante el cadáver de la difunta
en el atrio de la iglesia, está trascendiendo en intención: es una esperpentización
magistral de otro famoso «arreglo político» del que se
habló mucho, después de la muerte de Alfonso XII; el llamado «Pacto del
Pardo»-4-. Valle-Inclán convierte el hipotético encuentro entre los cabecillas
de los partidos conservador y liberal en una escena del mejor esperpento,
no en un lugar secreto, sino en el velorio de la muerta, al aire
libre, mientras el caneco de aguardiente pasa de mano en mano. Dicha
escena es de una comicidad dramática extraordinaria, hilaridad sofrenada
todo el tiempo por la presencia de la muerte y, por ello, más evidente
la intención política de la esperpentización, caricaturizando Valle
admirablemente el estilo pomposo y oratorio del hablar pedante y
enrevesado del sacristán.
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La
subsiguiente explotación del enano llena la jornada segunda de la
obra, y vemos cómo la mujer de Gailo se hace muy popular entre los nómadas,
pese a ser sedentaria, entregándose gustosa y feliz al enemigo de
su marido, mientras el infeliz enano es asesinado en una taberna. (El Maricuela,
enemigo del Compadre Miau, quiere vengarse de antiguas cuentas
pendientes con aquel y atiborra de alcohol al desgraciado idiota, que,
incapaz de protestar o defenderse por tamaña degradación, muere de
repente.) En la tercera jornada, muerto ya el enano, las «facciones» se recriminan
mutuamente por tal crimen, terminando la tragicomedia con ese
milagoroso perdón de la pecadora por su marido, y las divinas palabras que
dan título a la obra, que no son sino las nieblas retóricas con que los
políticos y gobernantes encubren sus trapacerías para explotar al pueblo.
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Ya
adelanté mi sospecha de que Valle-Inclán esperpentizó tales hechos históricos
porque veía en ellos como la imagen de cuanto estaba ocurriendo en
España durante los meses en que escribía. Aquellos males del pasado no
habían terminado, seguían siendo muy parecidos a los de su tiempo... y
tal vez a los que vinieron después, pues no estamos muy seguros de no haber
escuchado alguna vez «divinas palabras» semejantes para justificar lo
injustificable cometido en nombre de la justicia y el buen orden. Observemos de
cerca cómo «esperpentiza» a. los personajes históricos: en obra
tan temprana como Una tertulia de antaño —de 1910— encontramos ya
un retrato de Cánovas del Castillo; está visto como «dómine bizco que
lleva la palmeta colgada de la pretina». En Baza de espadas lo volveremos a
ver y, lo que es mejor, lo escucharemos hablar, en deliciosa caricatura lingüística,
que remeda, mejor aún que en Divinas palabras, el habla
del famoso político. Tiene «la expresión perruna y dogmática; era
de una fealdad menestral, con canas y patas de gallo». Habla con pedante gramática
y recomienda el estudio intenso, y hablando de Napoleón afirma
que «había estudiado mucho en los libros», frase que dice el Sacristán en
la primera escena de la tragicomedia.
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Si
cuando presenta a Cánovas sin disfraz alguno, bajo su verdadero nombre,
lo ridiculiza sin compasión, ¿qué extraño será que cuando quiera servirse
de su figura en una parábola vejatoria de denuncia política lo satirice aún
más...? Claro que tampoco hay que creer que Valle-Inclán exageró demasiado
al retratar así a Cánovas, puesto que las pinturas que del caudillo
conservador nos han dejado sus biógrafos e historiadores -5- que no
pretendían satirizar ni mucho menos, no andan muy lejos del retrato valleinclaniano.
Sabemos que era manifiestamente bizco, descuidado en el
vestir, en continuo movimiento la fisonomía por un tic nervioso, detalles todos
que (nosotros los hemos tomado de un historiador reputado por su
seriedad, Ballesteros Beretta) supo aprovechar al máximo don Ramón.
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Por
efecto del tic nervioso, por ejemplo, el Sacristán moverá los brazos agitadamente,
resonando en sus manos pesados llaveros. Y nadie mejor que
un sacristán puritano y pretencioso, reaccionario y brutal con su joven
mujer (aunque para su desgracia ésta, más decidida y libre de prejuicios que
él, se le suba a las barbas y no le tolere impertinencias) para encarnar
la figura del ilustre político en la mojiganga teatral que como otro
«enxiemplo» de retablo inventa don Ramón. El personaje ya no está
en la flor de la vida, y lo vemos irse muñequizando progresivamente a
lo largo de la pieza.
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La
intencionada estilización de la imagen de Cánovas del Castillo tiene relativa
nobleza si la comparamos con la estampa subidísima de color y
ferocidad crítica que de Sagasta se nos da, en la figura del sacadineros y
ladrón sin escrúpulos, domador de animalitos sabios, que es el Compadre Miau.
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También
fue otro texto posterior a la obra teatral el que corroboró nuestras
sospechas. En Baza de espadas figura, entre los españoles que viven
en Londres, el político liberal, y se nos presenta con su nombre y apellidos.
Desde el primer retrato que de él nos da vemos cómo Valle contempla
siempre como a un picaro redomado, aspecto de feriante sacacuartos
y vagabundo, tan lleno de astucias como falto de escrúpulos: «Detrás,
Sagasta, manos en los bolsillos, tupé de farandul napolitano: le
faltaba una mona sobre el sombrero y el perro sabio con el platillo para recoger
los cobres» -6-. Si Cánovas era el reaccionario contumaz e intolerante, Sagasta,
para Valle, será el ejemplo del vividor consumado, dispuesto a
las mayores jugarretas, increíbles picardías, con tal de salirse con
la suya y vaciar de plata los bolsillos del crédulo populacho. Lo llama siempre,
en la novela, «el amigo Práxedes». En Divinas palabras lo había esperpentizado
llamándolo «Compadre Miau»; nos dice que domina «la
feria de engaños con simpáticas zalemas» y que «posee todas las artes paparrucheras
de gran farandul» (recordemos que en la tragicomedia también
lo llama así, «farandul»), y nos damos cuenta de cómo otro personaje
histórico, el general Cabrera, de Baza de espadas subrayaba maliciosamente
la ascendencia judaica de Sagasta llamándole «Señor de
Mateo».
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Al
analizar las características que adornan al Sagasta de la inacabada novela
del Ruedo ibérico —escrita casi diez años después de la tragicomedia—, observamos
que casi todas ellas estaban en la tragicomedia, aplicadas al
antagonista del Sacristán. Solamente deja de mencionar el archifamoso «tupé»
del político, pero el hacerlo hubiese denunciado demasiado directamente
la sarcástica parábola. No deja de esperpentizar, por el contrario,
el astuto cambio de apellidos que llevó a cabo el político; al principio
de la obra se nos recuerda con malicia «... el nombre del farandul era
otro enigma» y vemos que se hace llama «Lucero», «Séptimo Miau», «Compadre
Miau» o «el farandul». Para los no iniciados en las intimidades de
la historia del período, no es muy fácil averiguar que Sagasta se llamó
legalmente Práxedes Mateo Escolar, pero que al comienzo de su carrera
política adoptó el segundo apellido paterno por considerarlo más eufónico
que su apellido materno -7-. Ridiculiza aún más al personaje en la
obra achacándole el cambio de nombre por un turbio motivo delictivo, ocultando
así su identidad a los representantes de la ley, que se supone ie
buscan por sus pasadas fechorías. El ingeniero de caminos de la realidad queda
transformado —degradado con tremenda violencia— en un consumado pillo
sacacuartos, dicharachero y seductor que logra los favores de
la mujer de su mayor enemigo. (No estoy muy seguro de que Valle no
se propusiese satirizar la romántica aventura que tuvo Sagasta con una joven
de la mejor sociedad zamorana, a la que, como se hubiesen opuesto los
padres de ella a que mantuviese relaciones con un «consumado liberal» como
Sagasta, puesto de acuerdo con la joven, el mismo día en que, obligada por
los padres, contrajo matrimonio con un capitán del ejército, raptaba
Sagasta para vivir con ella toda su vida, casándose legalmente sólo
treinta años más tarde, ya que el divorcio no existía para disolver el
matrimonio oficial. En todo caso, si la alusión al rapto existe —que no
me lo parece—, queda reducida en la obra a una feroz esperpentización, ya
que nada queda del amor que hubo entre los apasionados jóvenes que desafiaron
por él a toda una puritana sociedad, la de la España del último tercio
del siglo pasado. En Divinas palabras la entrega de la Sacristana al
farandul es puro erotismo casi animal, una atracción mutua por la que el
autor quiere explicarnos la traición de la política conservadora, que se
une al antagonista, o representante del otro bando, en unión pecaminosa y
nada ejemplar). Tampoco llama a la masonería de Sagasta por su verdadero nombre.
No abundaban los políticos masones en España, por lo
que declarar masón abiertamente al personaje, hubiera sido —como la
alusión al «tupé» sagastino— una clave demasiado aparente. Pero en
Viva mi dueño se nos facilita dicha clave, o si se quiere, una comprobación más
de que en Divinas palabras esperpentizó la historia de la Regencia. Uno
de los palaciegos se pregunta en la mencionada novela: «¿Qué es el
liberalismo? La masonería. ¿Y qué es la masonería? ¡Un pacto con el demonio!
Lo de «pacto con el demonio» nos suena a cosa conocida, como se
recordará.
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Hasta
el perrito amaestrado, Coimbra, como la ciudad universitaria famosa
del vecino país, del cual se sirve para sus fechorías el farandul me
hace pensar en otra posible esperpentización de un personaje famoso, el
popularísimo orador republicano don Emilio Castelar. Él es, como el
perrito de la ya por entonces popular marca de discos de gramófono, «His
master's voice», la voz de su amo, un eco de las astucias del farandul.
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Y
tras las primeras figuras, no olvidará tampoco a la comparsa política, esa
cuadrilla magnífica de vividores y maleantes que viven a costa de lo ajeno,
que le hacen el juego a los «protagonistas principales» y que, como aquellos,
están vistos por el autor como simples parásitos nocivos en cualquier sociedad
más justa que la reflejada en su obra. Sería imposible ahora tratar
de desenmascarar la personalidad de todos ellos; incluso no estoy seguro
de haber sabido desentrañar los retratos de los más importantes, ya
que haría falta un conocimiento del período histórico mucho más íntimo
del que yo tengo para poder rastrear las maliciosas pistas que el autor
nos pone constantemente ante los ojos. Nada sabemos por ejemplo de
esa atractiva figura del «Conde polaco», al que los otros pordioseros —auténticos
personajes de ficción, por haber salido repetidamente en otras obras
valleinclanianas, como el célebre ciego de Gondar—, los otros «maleantes»,
digo, nos dicen que anda reclamado por la policía. Y aun cuando no estemos
seguros de haber acertado con la identificación del retrato vivísimo de
colores que es el Maricuela, sospechamos no sin argumentos de
cierto peso, que Valle quiso satirizar en él al conocido político, y según más
de un historiador -8- «muñidor electoral», don Francisco Romero Robledo.
Famosísimo por sus cambalaches y trampas electorales, popularmente conocido
por «el pollo de Antequera», hubiera sido declarar el
juego si Valle lo hubiese llamado «el Pollo». Prefiere motejarlo de invertido —cosa
que no parece chocar en absoluto, en aquella sociedad tan
«liberal» de los itinerantes— y lo hace aparecer como «lañador», arreglando
paraguas y cacharros. Por cierto que recuerdo que en mi niñez,
transcurrida en esta ciudad de Salamanca, le gritábamos a los pobres
paragüeros una ofensa, todavía no me explico su origen, que ahora me
parece la más inocente injuria; les chillábamos, desde una prudente distancia,
por si las moscas, lo que inevitablemente ellos tomaban como el
peor de los insultos: «¡Gobernador...!» La respuesta no se hacía esperar, dejaban
en el suelo sus latas y soldadores, la caja de herramientas que solían
llevar en bandolera, y corrían desaforadamente tras de nosotros. ¡Los
pescozones que se ganaba el menos veloz de la pandilla...! Repito que
no se me alcanza el origen de dicha injuria. Pero a los «lañadores» de mis
años infantiles de la posguerra en Salamanca les insultábamos llamándoles «gobernador».
(Cosa curiosísima, el insulto sólo lo era para los
lañadores. No recuerdo haber llamado así nunca a los afiladores que con
su típica rueda, y desde su Galicia natal, con su peculiar versión de «la
flauta de Pan» anunciaban su recorrido por toda España.) Si como en
el habla de Salamanca en los años cuarenta, tal «insulto» era conocido desde
muchos años antes por otras regiones, don Ramón pudo conocerlo, pues
tenía especial oído para captar las mayores sutilezas en cuanto a insultos
y ofensas de toda clase. ¿No estará diciéndonos Valle-Inclán indirectamente
que el Maricuela lañador fue uno de los personajillos que
ocupó algún cargo de importancia en el Ministerio de la Gobernación?... En
Divinas palabras, el Padrones ha participado en manejos nada
limpios con el farandul; sabemos que éste tiene incluso las pruebas que
podrían enviar a la cárcel a su compinche, y aunque en el fondo se detestan,
colaboran para su provecho (recordemos que se reparten la bolsa
de la madre del enano, cuando la encuentran yacente al borde de la
carretera). En todo caso, y no por azar, Romero Robledo formó parte de
varios Gobiernos bajo los dos partidos, ocupando la cartera de la Gobernación
en muchas ocasiones, otra la de Fomento, y haciéndose famosísimo
por su falta de escrúpulos y la bullanga de sus amaños.
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Otro
político sobre el que recaen ciertas sospechas fue don Eugenio Montero
Ríos, de Santiago de Compostela, no muy lejos de Padrón. Como
fue el firmante del llamado Pacto de París, que acabó con los restos del
Imperio español, podría ser un eco esperpéntico ese «asesinato del idiota»
que el Maricuela lleva a cabo, en la parábola valleinclaniana.
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En
cuanto a la comparsa social, no hay que olvidar la intencionada alusión
a la famosísima figura de «la Belle Epoque», Carolina Otero, «...hija
del legoeiro de San Juan de Valga. ¡Esa, la propia que se acuesta con
el rey de los franceses!», según la divertida conversación de dos maleantes. Dicha
referencia a la bella Otero está cuidadosamente señalando la
época verdadera en que transcurre el enredo de la parábola, que no son
los años en que se escribe, sino más de treinta años antes. Dicha alusión está
como un mojón indicador para quien sabe entender las sutilezas de
Valle-Inclán, como lo es la figura del «licenciado» manco, regresado de las
campañas de ultramar, y a quien vemos precisamente en las últimas escenas
de la obra, muy poco antes de la muerte del enano.
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Misteriosos
me parecen también los dos ancianos que conducen «una niña
blanca con hábito morado» a una ermita; este hermoso trío son los únicos
en toda la obra que se compadecen del indefenso idiota, y «la niña
enferma» le ofrece golosinas y un poco de compasivo amor, momentos antes
del salvaje asesinato. ¿No será esta enigmática «niña» una delicada
metáfora de aquella otra «niña», la primera república, que nació enferma
de muerte y que pudo haber sido la salvación del idiota, el pueblo indefenso...?
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Muchas
más conjeturas podríamos aducir, pero conviene que resumamos para
terminar esta apresurada comunicación señalando la amarguísima lección
de esta complicada cuanto bella parábola esperpéntica: la
acción transcurre en un rincón típico del país, la España campesina y
atrasada. Ante la Iglesia los protagonistas se disputan, dos polos opuestos de
la sociedad, dos partidos políticos. El nómada va acompañado por su amante,
la política del momento, de la que se deshace sin escrúpulos para ir
más libre. Juana la Reina, la monarquía dominadora, aparece enferma de
muerte; es madre de un enano hidrocéfalo, al que explota llevándolo a
ferias y mercados, donde io exhibe, sacando por ello pingües beneficios —el
simple pueblo español, corto de luces para defenderse de quienes lo gobiernan
o administran y llenando con su trabajo la bolsa de los que gobiernan.
Al morir la Reina, la monarquía, los dos bandos «familiares» se
disputan la «posesión» del enano, fuente de riquezas para su avaricia. El
alcalde pedáneo —una autoridad arcaica— propone una solución ideal,
el turno pacífico, en el «gobierno» del idiota. Beben todos la clásica copa
de aguardiente para festejar el «pacto», eco esperpéntico del llamado Pacto
del Pardo. En la segunda joranda vemos a la Sacristana, la política conservadora,
explotando al monstruo; como tiene buena planta, gracia y
poco escrúpulo, la explotación del enano le produce muchas ganancias. Vive
alegre y descarada entre los itinerantes y se enreda en una aventuraerótico-amorosa
con el cabecilla del bando enemigo —traición de la política conservadora,
que se alia con el enemigo. Y mientras se unen las dos políticas
pecaminosamente —en una garita abandonada de carabineros: «Entramos,
pecamos y nos caminamos», dice el farandul— mientras ellos
retozan lujuriosamente, el resentido Padrones, para vengarse del titiritero,
ahoga en alcohol al inocente idiota. (¿Montero Ríos, al firmar el
Pacto de París, acabando con la vida del moribundo Imperio español, desastre
del 98...?) Muere el enano mientras se unen ilegalmente los explotadores. Cuando
descubren la muerte del infeliz nadie se quiere sentir responsable,
por lo que la Sacristana, ayudada por el mismo diablo, llega a
su aldea con el cadáver del infeliz. Y se lo dejan a la puerta de su cuñada, intentando
así echarles la culpa del asesinato «al otro bando». Pero los cerdos (sarcástica
alusión al más grande poderío económico sobre la tierra. los
Estados Unidos, popularmente conocidos en los años del 98 como «los
choriceros», no se olvide), los «bacuriños», en acertado dialectalismo galaico,
medio devoran los restos abandonados (será mucho pensar en una
alusión a que los Estados Unidos de Norteamérica «devoraron» los «restos»
de nuestro Imperio: Puerto Rico, Filipinas y Cuba...?)
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En
la tercera jornada continúa la explotación del enano incluso después de
muerto. Los amantes son sorprendidos en pleno pecado, entre los cañaverales del
río. Los aldeanos quieren castigar a la pecadora y dejan escapar, tal
vez por cobardía estúpida, al verdadero culpable, el farandul. («El hombre
hace lo suyo propio. En las mujeres está el miramiento», dice «una moza»
representante tal vez de la moral tradicional de la aldea.) El escarnecido Sacristán
intenta suicidarse, pero fracasa lamentablemente. Y
recordando la parábola evangélica, decide que lo mejor será perdonar a
la adúltera; cuando pronuncia las palabras rituales en español que todos entienden,
los aldeanos siguen con sus burlas e insultos, más cuando recurre
al latín, la lengua misteriosa, la cortina de humo de las «divinas palabras»,
las nieblas retóricas de la oratoria en el Congreso, las grandes frases
a las que tan aficionados hemos sido siempre los españoles y con las
que de tanta calamidad se nos ha intentado consolar, desde hace siglos, es
verdad, cuando resuenan esas palabras que nadie entiende pero que temen...
los aldeanos dejan caer las piedras con que amenazaban de muerte
a la pecadora y cesan como por milagro de insultar a la culpable, la
corrompida política. Se ha producido, pues, el milagro. Esas Divinas palabras
del título surten su efecto. Al campesinado no le queda sino «¡Sellar
la boca para los civiles, y aguantar mancuerda!» Los explotadores, sirviéndose
de la Iglesia y de la fuerza pública en caso necesario, continuarán su
vida como si nada hubiese sucedido; el pueblo, otro enano idiota e indefenso,
seguirá siendo explotado por quienes lo gobiernan. Falto de todas luces
volverá a ser la fuente de ingresos, el horno de pan, de los que mandan, sin
entender nada de tan sucio juego, sufriendo resignadamente como parece
ser el eterno destino de algunos pueblos...
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Manuel Bermejo Marcos
Universidad
de Leeds. Inglaterra
Actas del IV Congreso de la
1971
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1 Seria muy difícil mencionar aqui a todos los que se han ocupado de esta obra. Entre los trabajos más sobresalientes recordemos los de M. Fernández Almagro, César Barja, Ramón Sender, J. L. Brooks, Robert Marrast, Rafael Conté, Angélica Lacunza, Charles V. Aubrun, Francisco Olmos García, Arthur Adamov, Guillermo Díaz-Plaja y A. Buero Vallejo
2 Dice M. FERNÁNDEZ ALMAGRO: «NO es otro el protagonista de Divinas palubra.s que Galicia misma, la entera Galicia rural, sorprendida en los caminos, cruceros, caseríos y romerías, según la incorporan mendigos, feriantes, viejos lugareños... y los extremos se tocan en el contacto de su observación y la fantasía». Vida y literatura de Valle-Inclán, Ed. Taurus, Madrid, 1966, p. 182. Opinión muy semejante mantiene —para no citar más que otro ejemplo Angélica Lacunza: «Toda Galicia se une allí con plasticidad realista y verdad cruda», «Itinerario del teatro valleinclaniano». en Ramón del Valle-Inclán, Universidad de La Plata, 1967. p. 275.
3 Debo confesar que, tras no pocos esfuerzos, no logré dar con dato alguno que pudiese conducirnos a la explicación de tan maliciosa sugerencia. Aparte del hecho que la muerte del monarca fue rodeada de un cierto misterio, que desaparecieron los partes médicos firmados por la Cátedra Real y que incluso en la versión oficial a la tuberculosis, no se la llamaba por su verdadero nombre, por temor a las consecuencias que ello pudiese acarrear (véase Historia clínica de la Regencia del doctor IZQUIERDO HERNÁNDEZ. Ed. Plus Ultra, Madrid, 1946), nada pude encontrar en mis rastreos por la prensa del período, especialmente la satírico-jocosa, ni en libros de memorias, biografías, recuerdos, etc., que unieran que ver con el tiempo del fallecimiento de Alfonso XII. Salvo unas misteriosas medicinas y unos aparatos de oftalmología que se hicieran venir de Alemania, nada hay, en las explicaciones médicas, que sugiera enfermedad venérea alguna, aunque se hable repetidamente de la serie
de aventuras amorosas de toda clase que tuvo el Rey después de la muerte de su adorada primera esposa. Incluso pocas semanas antes de morir seguían visitándole, en su retiro del Pardo, amigas de toda índole. Se habló de que lales excesos le condujeron a la tumba, pero por otro lado los médicos afirmaron que tal exacerbación erótica era consecuencia, no causa, de su proceso pulmonar tuberculoso. No sabemos, pues, de dónde tomaría Valle-Inclán el dato. ¿Sería malicia pura antimonárquica o simple reminiscencia literaria del viejo romance «... ya le comen, ya le comen por do más pecado había...»?
4 Véase GABRIEL MAURA GAMAZO, Historia critica del reinado di- don Alfonso XIII durante su minoridad bajo la regencia de su madre doña María Cristina de Austria, Barcelona, Montaner y Simón, s/a; A. BALLESTEROS BERETTA, Historia de España y su influencia en la Historia Universal, Ed. Salvat, Barcelona, 1936; MARQUÉS DE LEMA, Mis recuerdos, Ed. Ciap, Madrid, 1930; M. FERNÁNDEZ ALMAGRO. Cánovas, Ed. Ambos Mundos, Madrid, 1951; EMILIO GUTIÉRREZ GAMERO, Mis primeros ochenta años, Ed. Aguilar. Madrid, 1963, vol. III.
5 Véase la admirable biografía del político hecha por Fernández Almagro y las obras citadas en la nota anterior, así como las caricaturas de la prensa humorística contemporánea.
6 Baza de espadas. Col. Austral. Madrid, 1961. p. 161.
7 Véase A. BALLESTEROS, ob. cit., p. 341, vol. VII. Idéntica razón da el biógrafo de Sagasla. CONDE DE ROMANONES, en su obra Sagasta o el político, Ed. Espasa-Calpe, Madrid, 1930, p. 20. así como D. SALVADOR BERMÚDBZ DE CASTRO, Marqués de Lema, en su obra De la revolución a la restauración, Ed. Voluntad, Madrid, 1927, pp. 399 y ss.
8 Véanse entre las muchas que pueden aducirse las obras citadas de BALLESTEROS BERETTA, FERNÁNDEZ ALMAGRO y EMILIO GUTIÉRREZ GAMERO.
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