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¿ESPÍRITU PROFÉTICO O
ESPÍRITU SOCARRÓN?
I. Sueños de maravilla
No se pueden negar que las imaginaciones
andaban revueltas, excitadas. El
descubrimiento de América –oro, perlas, riquezas…, a veces-, los libros de
caballerías que atormentaban a Europa, y la misma época crítica de transición
influían de modo poderoso en la mente del hombre de fines del XV y del XVI.
En el año 1493 habla Colón, en la relación de
su primer viaje, de una isla donde sólo habitan mujeres…
(…)
Los que creen que era deseo de encontrar esa
California de leyenda tan desatinada como para plasmar en una realidad objetiva
–aunque desconocida- lo que salió de la pluma de Ordóñez de Montalvo no tienen
en cuenta la psicología española. Ni el
hecho cierto de que estaba prohibido el envío a Indias de las novelas de
caballerías, “por creerlas destinadas a gente ociosa y mal entretenida”. Si
bien la prohibición se burló, nunca sería tan en gran escala como para que se
pudiera llegar a formar entre los soldados, en la masa popular, ese ambiente que
algunos pretenden existía. Quizá los más
preparados podrían leer los ejemplares que llegaron. Y recuérdese que Pizarro
no sabía leer; que Cortés era demasiado culto para dejarse conducir por esos
libros. Y que, en todo caso, “casi todos
o todos los conquistadores condenaban tales libros o se reían de ellos,
anticipándose a Juan de Valdés, y a Cervantes”.
Si leían los españoles los libros de
caballerías, no lo hacían de modo tal que no pensaran sino en ello. Ni perdían la razón. En caso contrario, en
las cinco partes del mundo se encontrarían islas o cabos, montañas o ciudades o
naciones que no se llamarían Filipinas, o Buena Esperanza o Mendoz o Madre de
Dios; serían Palmerines o Rogeles, Primaleones o Lisuartes, Floriseles y
Orianas y Amadises, o quizá Urganda la desconocida. Investigamos los mapas, en busca, y no
encontramos nombre alguno que nos sirva para confirmar la hipótesis.
Nelli van de Grift, según
recogimos al principio del capítulo, dice que ni un solo argumento se da en
apoyo de la “humillante teoría”, y por eso afirma rotundamente que “and there
is Little doubt our noble State received its charming name, not in mockery, but
rather in hepeful anticipation almost in a spirit of prophecy of the riches and
wonders to be found there”.
Veamos como reaccionaban los españoles de
entonces ante los libros de caballerías.
Las proezas realizadas no más que por la fantasía les servían para
referirlas en plan de broma – como punto de comparación de lo real con lo
ridículo o como motivo de escarnio bien para ponderar lo increíble de alguna
situación o empresa, nunca para expresar metas a las que aspirasen ni reinos
anhelados. Y mucho menos plasmaron nunca deseos colectivos. Ningún ejemplo se
nos podrá citar en refutación de nuestra tesis.
“… a Pedro de Ircio, que andaba despacio, sin
darse tormento para buscar peligros, de los que se ponía a buena distancia, y
que contaba a todas horas las hazañas del Conde de Ureña y de su hijo, D. Pedro
Girón, le llamaban Agrajes sin obras”.
Bernal Díaz del Castillo, López de Gómara,
etc., emplean frases en el sentido que afirmamos, poniéndolas en boca de los
conquistadores, como para establecer la línea entre la mentira y el hecho
positivo: ·cosa que paresce fábula o encantamiento como los de ‘Amadis de Gaula’, pero es certísima”, o
bien: “nos quedamos admirados y decíamos que parecía a las casas de
encantamiento que cuetnan en el libro de Amadís, por las grandes torres y cúes
y edificios que tenían dentro en el agua, y todas de cal y canto Y aun algunos de nuestros soldados decían que
si aquello que veían que si era entre sueños.
Y no es de maravillar que yo aquí lo escriba desta manera, porque hay que
ponderar mucho en ello, que no sé cómo lo cuente, ver cosas nunca oídas y
vistas, ni aun soñadas”.
Luego no soñaban. Aun cuando empleaba frases como las referidas
porque había “mucho que ponderar” y no se sabía bien expresarlo de otro modo,
Díaz del Castillo se excusa de utilizar a Amadís traducido por su paisano de
Medina del Campo, como punto de comparación.
No nos extraña, a pesar de todo, la
interpretación que dan a la imposición del nombre de California. Se quiere juzgar una psicología con otra
totalmente diversa.
Es cierto que Colón, Cortés, y un su enemigo
de Nueva Galicai narraron ingenuidades.
Un siglo había de pasar para que Biscelius, en el año 1647, describiera
las costas occidentales de Norteamérica y hablara de terroríficos grifos: and
this is not a fable but the truth, recoge Chapman.
Pero no se puede partir de casos particulares,
por muy autorizados que sean, y llegar a inferir conclusiones generales,
consecuencias absolutas.
A un español le resulta duro creer que el
ambiente de todos aquellos expedicionarios estuviera tan cargado de esa
sensiblera fantasmagoría y ridícula ilusión que había de llevarlos a admitir la
existencia real de las más o menos ingeniosas invenciones de romanceros y
juglares. Y, por otra parte, un
historiador está seguro de que tal ambiente no existió –al menos con esas
características- en torno a California.
Basta con ojear las relaciones que los apéndices de este libro
reproducen. En ellas habrá a veces
ignorancia, a veces incluso imaginación. Delirios, nunca.
Los grandes pueblos tienen características
diferentes, que son las que les confieren su personalidad en la Historia.
Debido a ello, por ejemplo, los romances bretones o los poemas épicos de los
trovadores franceses no tuvieron fácil cabida en las mentes españolas, por ser
exagerados en exceso, increíbles. Las
gestas bretonas s deben a un espíritu sentimental, algo vacilante y exaltado a
la vez. Por eso, lo mismo se puede admitir
el sueño estupendo, heroico, que la triste derrota escondida. A todo se da
cabida y carta de naturaleza.
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Origen de la palabra "California"
Antonio Ponce Aguilar
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