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JOAQUÍN COSTA ANTE EL DESASTRE DE CUBA (INCIENSO QUE HIEDE, G.J.G. Cheyne)

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Últimos soldados de la guerra de Cuba
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INCIENSO QUE HIEDE

Según cierto eminente literato historiador de lance y de ocasión, en un artículo de Extraordinario del día 10, las últimas guerras de España,  cerradas en 1898, estallaron por haberse obstinado el pueblo en quererlas y el ejército en desearlas, a pesar de la Regencia que hizo cuanto pudo por conjurarlas; ¡aun a riesgo de la existencia de la dinastía!; mientras que en Francia, al revés, la guerra de 1870 sobrevino provocada, impuesta por el Emperador, a efectos puramente dinásticos, contra la resuelta voluntad del pueblo. Por eso, la distinta suerte que ha corrido el imperio francés y la monarquía española "ha sido obra de la justicia inmanente que rige los destinos de los pueblos": ha sido justo y racional que en Francia el emperador fuese castigado con un destronamiento, y que en España, por el contrario, echase el trono más profundas raíces en el corazón de la muchedumbre, y fuese premiado con un monumento nacional tan grandioso como el del Retiro al Pacificador. Sólo por falta de estudio (viene a concluir) ha podido decirse lo contrario.

Se necesita todo el inconsciente tupé que caracteriza al aludido para sacar a la plaza tales filosofías sevillanas, dándolas por moneda de  buena ley. No es cierto que la regencia hiciera cuanto estuvo en su mano para evitar las guerras: es, sí, cierto que pudo evitarlas, y lo que es más, sin ningún riesgo para la dinastía, según se ha visto después. Le habría bastado colocarse al lado del programa mínimo de las mujeres de Zaragoza, "o todos o ninguno" o en frente del programa máximo de su Gobierno, "hasta la última peseta de nuestra gaveta". — Item más. En 1896, el honrado presidente de la Unión norteamericana, Cleveland, opuso su veto a la resolución conjunta de  las cámaras sobre reconocimiento de la beligerancia a los insurrectos y por ministerio de Olney, ofreció a España su mediación, que nos habría evitado el vencimiento y el deshonor. La Regencia dejó que el Duque de Tetuán rechazase esos buenos oficios y desoyese el prudente consejo de Francia, Alemania, e Inglaterra; haciéndose con ello solidaria de su gobierno y aguardando a última hora para ... contárselo al Nuncio, cosa de que todavía le hace un mérito el articulista; y siendo ello así, ¿por qué nos provocan?

Más aun. A la fecha de la comunicación de Olney pudo ver el articulista el programa electoral de la Cámara Agrícola del Alto Aragón (20 marzo 1896) uno de cuyos capítulos, que se proponía llevar al Parlamento, dice así: "11.º Justicia a Puerto Rico y a Cuba en todos los órdenes, político, económico y administrativo (las autonomías), poniendo término breve, a cualquier precio que no sea el del honor, a una guerra que amenaza durar muchos años y que representa para España una sangría suelta por donde se le escapa la poca vida que le queda. "Sin más que esto (lo declaró Máximo Gómez) la guerra cubana no se habría exacerbado ni continuado; la guerra hispano-americana no habría llegado a estallar, España no habría sucumbido. Pero el bloque de los amigos políticos y particulares del articulista (posibilismo y fusionismo altoaragonés), coadyuvado por el gobierno conservador y por el Banco de España, arrebató el acta de diputado al candidato de la Cámara, para dársela al monárquico señor Alvarez Capra, que la pagaba; y no hubo en el Congreso quien mantuviera aquel programa salvador, encerrado en 12 números y promoviera la agitación necesaria para poder introducir la tal bandera en la Palacio real y en el gobierno, porque lo que es el articulista no tuvo a bien hacerse cargo de él en las Cortes ni romper el avaro silencio por ningún otro equivalente. Y siendo ello así, repetimos, ¿por qué nos provocan?

Pero no es esto todo. Tengo a la vista copia de las cartas y cablegramas cruzados entre el almirante Cervera, el general Blanco y el gobierno de Madrid desde el día 23 de junio a 3 de julio de 1898; y ellos prestan ilustración a lo que sucedió y nos es conocido por otros testimonios.


El problema militar de Cuba-ciudad, que en aquellos momentos era el problema de Cuba-isla, tenía que resolverse únicamente en tierra, según unánime parecer de Cervera y de todos los comandantes de la escuadra: de Madrid salió la orden de que la solución al conflicto se buscase en el mar, sacando la escuadra fuera del puerto, aunque se tuviera la seguridad de que todos los barcos serían destruidos y de que sus dos mil y pico de tripulantes o la mayor parte de ellos hallarían la muerte a bordo o en el agua, según repetidamente había anunciado que sucedería el almirante. La cruel orden del Gobierno determinó no un desastre, sino dos; desató su nudo a los yankis en tierra y en el mar a un mismo tiempo. En la dura jornada del día 2 no pudo el enemigo, con toda su bravura, avanzar un solo paso sobre las posiciones  ganadas el día antes (El Caney y San Juan), lo cual, unido a lo abrasador e insano del clima, a la fiebre amarilla, al hecho de haberse desbandado y vuelto la espalda todo un batallón en el combate del  día primero, etc., de tal modo abatió el ánimo del general Shafter, comandante en jefe, que solicitó de su Gobierno licencia para retirarse de las posiciones ocupadas y dar así tiempo a que le llegaran refuerzos. El reembarque de las dotaciones de los barcos españoles, en tan crítico instante ordenado de Madrid so color de forzar el bloqueo de los americanos, debilitando las defensas del recinto, que ya por otra parte quedaban sin el importante refuerzo de la artillería de los buques, que se quiso emplazar en tierra, — fue tanto como hacer irremediable e inmediata la rendición de la plaza. La fatal salida de la escuadra contra fuerzas cuatro veces superiores sin más objeto que hacerse destruir por ellos, causó en menos de dos horas 350 muertos, despedazados, abrasados o ahogados, 160 heridos y 1,670 prisioneros, y puso en manos del enemigo el puerto de Santiago de Cuba y enseguida toda la isla.

Ahora bien, ¿quiénes fueron las personas que muy "lejos de la escuadra, en lecho mullido, esperaban a que la sangrienta ola que había de teñir de púrpura aquellas aguas, viniera a estrellar contra su pobre conciencia la enorme pesadumbre del desastre", como escribe Arderius, actor y víctima de la espantable tragedia? Cervera sabemos que no fue, antes bien se opuso, fundado en que era tanto como ir al suicidio y en que, además, parecería una fuga, que a todos los jefes repugnaba. Sagasta, jefe del Gobierno, tampoco; sencillamente, aquel gran escéptico se resignó a dar la orden para no tener que traspasar a nadie el amado poder. ¿Quién, pues, entonces desde su lecho mullido la dispuso? — El mismo Cervera, en carta al general Linares, una semana antes del desastre, dijo que la salida de la escuadra implicaría "sacrificar a la vanidad la mayor parte de las tripulaciones, privando a Santiago de Cuba de ese refuerzo, lo que precipitaría su caída; implicaría sacrificar millares de vidas "en aras del amor propio, no en la verdadera defensa de la patria...". ¿De quién el amor propio, de quién la vanidad, de quién la conveniencia? Sábelo el país; ¿y lo ignoraría el articulista?, y si lo sabe, ¿por qué nos provoca? 

Por los mismos días, telegrafiaba a Cervera su superior jerárquico en Madrid esta razón: "Evite comentarios que se le atribuyen interpretaciones desfavorables", ¡Tendrían que oír o que leer los tales comentarios, si los conociéramos! Y habría tenido que oír el general Blanco, que arrastró hasta su último instante el remordimiento de no haber desobedecido las órdenes de Madrid, según ha dicho repetidamente en el Senado.

No, señor articulista: la distinta suerte que corrieron entrambas dinastías tiene muy otro fundamento: no fue esa supuesta justicia inmanente (¿inmanente en quién? Siempre lo mismo: ¿qué es arquitrabe?): es que en Francia alentaba ya un pueblo y en España no. Es que el hecho de haberse equivocado el pueblo francés no le comprometía a seguir sufriendo un emperador y una clase gobernante que, después de haberlo dejado de hecho indefenso, le había engañado con respeto a los recursos militares de que disponía para la acción, y no vaciló, después de Sedán, en renovar el Estado oficial, arrojando o excluyendo del poder al personal político inepto o culpable y substituirlo con alternativas para otro nuevo. Y es que en España, el hecho de haberse equivocado la monarquía, por incapaz, y de haber extraviado a la minoría de ciudadanos que representaba a la opinión, callándole que España estaba desarmada, no pudo traducirse en un cambio como el de Francia, porque faltaba pueblo que lo llevase a cabo...

Pues si aquí hubiese existido pueblo, como lo había ya en Francia, o sus naturales y obligados caudillos lo hubiesen sacudido vigorosamente hasta despertarlo, formando en él una conciencia ¿dónde estaría a estas horas la dinastía, y dónde la luctuosa grey de los Alvarados, estos régulos honorarios que viven también parasíticamente de ordeñar a la vaca contribuyente, extrayéndole, sin que les tiemble el pulso ni se les levante el pecho, la inmoral y escandalosa sinecura ¡de 30.000 reales anuales, vitalicios! sin dar ni hacer cosa alguna en trueque, sin la más mínima compensación, como no se tome por tal la vituperable faena de mancillar la historia, inculpando y deprimiendo a la pobre víctima, a quien antes volvieran la espalda, y exaltando, sublimando y canonizando al verdadero culpable por acción o por omisión de aquel monstruoso crimen? Hace mucho tiempo que habrían ido a hacer compañía, cual a la ex-emperatriz Eugenia, cual a Olivier y demás ex-ministros de Napoleón el Pequeño; y acaso todavía España se habría redimido.

Para concluir. La salida de nuestro autor es una filosofía barata de la historia para uso de apóstatas e industriales de la política, a quienes hace oficio de "ábrete sésamo" para entrar a participar y seguir participando, al par que de tam-tam chino para ahogar el grito interior de la conciencia.

Joaquín Costa,

Graus 17 de agosto de 1908
en El Ribagorzano
[De El País, 3 de setiembre de 1908, página primera.]



FUENTE:
Confidencias políticas y personales:
Epiltolario Joaquín Costa - Manuel Bescós, 1899 - 1910
(Apéndice IV - Incienso que hiede)

G. J. G. Cheyne



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en Institución Fernando el Católico



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