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El hecho es que si hasta
ahora el acontecimiento se ha visto como un grosero conflicto y un momento
dramático de la vida costiana, pienso que el episodio posee una verdadera
complejidad historiográfica y psicológica.
Los primeros años del Costa intelectual estuvieron macados por una de
las condiciones humanas más angustiosas: la pobreza (“el agua me llega al cuello”). Aislado en su propia interioridad, los
estados de ánimo que expresa reflejan
las contradicciones del hombre que ve la salida de sí mismo en las oposiciones
a cátedras, y encuentra en la autocompasión, la desesperanza y el rechazo
airado, la forma de representar el enfrentamiento con una comunidad en la que
no consiguió triunfar pero con la que se comunicará a través de los
recuerdos. Al renunciar a ser incluido
en la terna, él mismo estaba renunciando a la posibilidad del futuro. De nuevo toda su realidad se concentraba en
el presente, en el día a día del opositor sin dinero y sin amistades capaces de protegerlo. No en vano, como bien sabían la gran mayoría de
los jóvenes con ambiciones y esfuerzos que, en condiciones parecidas, intentaban
abrirse camino en la capital, triunfar en Madrid “desnudo de recomendaciones”
era difícil. Más aún, se trataba de un imposible en un ambiente universitario
dominado por el juego de las influencias político-académicas y en el cual, el
Costa de 1875, era prácticamente un desconocido.
Por descontado, la
lectura del suceso y el significado moralmente negativo que Costa otorgará a la
historia de sus oposiciones universitarias (“no quisieron mis jueces, o los que
influían sobre los jueces”), no implica que no contara la verdad. Costa elaboró
sus recuerdos con la verosimilitud y la sinceridad del autobiógrafo que
reconoce su personaje en un tiempo y un especio distinto y olvida las
informaciones posibles de los otros. De
hecho, la injusticia existió en el resultado de la oposición a la cátedra de Historia de España de la Universidad
Central, existió porque Manuel Pedrayo fue el ganador de la plaza y, pudo
existir por la parcialidad de los jueces que juzgaron los ejercicios. Sin embargo, como he intentado demostrar a lo
largo de estas páginas, históricamente, ni el momento era el más favorable, ni
los méritos de Costa eran los más relevantes, ni los opositores eran “todos
malos”.
Con todo y eso, no
podemos concluir con la imagen de un Joaquín Costa negativo, cuya personalidad
deba buscarse sólo en las decepciones y en los fracasos. No es así: con todas
las simpatías y enconos que suscita todavía hoy, la vida y la obra costiana son
el producto de un buscador del éxito que afirma el valor de su especificidad
mediante la tensión existencial surgida del contrate entre sus ilusiones
personales y los límites que le impuso la realidad. Como recordaba Miguel de
Unamuno, “fue un solitario, un hombre de contradicciones y un hombre de anhelos”,
un ser escindido y desambientado, repleto de preguntas y búsquedas de
respuestas, que terminó sus días enfrentado a su última y trágica paradoja: “ver
cómo en vida le iba envolviendo la leyenda, le iba envolviendo el símbolo que
de él hacían y en el cual había de ser enterrado”. Convertido en un mito, carne de literatura e hirviente
texto para las palabras de los demás, tal vez haya sido injusto haber sometido
a una parte de sus recuerdos a una autopsia intelectual con el objeto de
averiguar la realidad de un espacio historiográfico, haberlos utilizado para
interpretar sus reacciones y su memoria.
La hisotira de la historiografía hace que seamos tan injustos como para
exigir de los autores no sólo que sean o se hayan esforzado en ser excelentes
historiadores, sino todavía algo más.
Ignacio Peiró Martín
La historia de una ilusión:
Costa y sus recuerdos universitarios,
1996
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