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LIBRO DE
IMÁGENES
GIBRALTAR
I
Gibraltar, me han dicho, es completamente negro. Negro
de carbón y de humo de carbón… —¡Oh, no debe, ciertamente, tener la belleza de
las Metrópolis!…—. Hay en todos los Imperios tierras de pena, para
sostenimiento y compensación de las ciudades gloriosas. Así, esperando la hora
de alba, en que serán integradas al alto vivir, yacen aquéllas en la sombra, y
son como las criptas de las inmensas basílicas imperiales. —Fuerza es que
Gibraltar sea negro para que los barrios aristocráticos de Londres sean
dorados. Fuerza es que Gibraltar sea aspereza y agria lucha, para que en
Londres puedan desocupados inmortales pulir versos suavísimos y llevar a los
cuadros la etérea perfección de las Beatas Beatrices prerrafaélicas…—. Y
Gibraltar, heroicamente, ocupa su puesto. Gibraltar es una negra energía.
II
Visto desde Algeciras, es una trágica crispación de
piedra.
III
… Avanza la nave, y la población va ennegreciéndose.
Sí: es negro Gibraltar, a los pies de la trágica crispación de piedra —a los pies de Europa —a los pies de la Inglaterra Emperatriz… Ella, la vieja alegre —Old Merry England—, está allí, en su altura, dándose aire con su abanico riquísimo de plumas indianas… —Abajo, negro, armado, Gibraltar, entre los vientos, vigila.
Sí: es negro Gibraltar, a los pies de la trágica crispación de piedra —a los pies de Europa —a los pies de la Inglaterra Emperatriz… Ella, la vieja alegre —Old Merry England—, está allí, en su altura, dándose aire con su abanico riquísimo de plumas indianas… —Abajo, negro, armado, Gibraltar, entre los vientos, vigila.
Y parece que, acobardado al verle así, Tánger, enfrente, se encoge un poco en la falda azul de las montañas.
IV
He escrito: cripta. —Las Romas de las Etnarquías
futuras tienen su catacumba aquí.— Una catacumba… asfaltada.
V
No sólo en pavimento. Más cosas hay asfaltadas. Todo
lo parece —calles, edificios, armas, ropas, comestibles—, ética…
VI
Color de asfalto, las entradas de los Whore-shops.
Color de asfalto, una garita que, entre las murallas, ostenta este rótulo:
«Kiosko para la circulación de la Palabra de Dios y Tratados». Color de asfalto
el «Departamento para soldados casados». Color de asfalto los restaurantes de
templanza. Color de asfalto, entera, esta ciudad milagrosa que, entre la
pendiente esquiva el Peñón y el mar hostil ha creado a su imagen y semejanza
Madone la Energía — virgen negra como las imágenes que adoran a veces los
pueblos españoles.
VII
¡Oh, qué hazaña! — Pensad que aquí nada había. Pensad
que el vivir se hubiera dicho imposible. —No más tierra que la roca desnuda. No
más agua que la del mar. —A la espalda, una amenaza de desquite. Al frente, un
combate de codicias… —Y, ahora, en medio de eso, una Ciudad. Y en medio de la
Ciudad, un Jardín.
¡Ciudad de pena, Jardín de pena!… —Nada aquí natural. Ni un don generoso de la Gracia. Todo, remuneración en Justicia. —Cada palmo viable, cada techo, cada flor, cada preciosa gota de agua, cada precepto reglamentario, un combate. Y hay por todas partes calles, edificios, vegetación, aguas corrientes, vida civil… —Para lograrlo, cada año ha sido ejército de fuertes días; cada día, destacamento de fuertes horas. Días y horas uniformadamente fuertes, uniformadamente negros. Hoy como ayer, mañana como hoy…
¡Ciudad de pena, Jardín de pena!… —Nada aquí natural. Ni un don generoso de la Gracia. Todo, remuneración en Justicia. —Cada palmo viable, cada techo, cada flor, cada preciosa gota de agua, cada precepto reglamentario, un combate. Y hay por todas partes calles, edificios, vegetación, aguas corrientes, vida civil… —Para lograrlo, cada año ha sido ejército de fuertes días; cada día, destacamento de fuertes horas. Días y horas uniformadamente fuertes, uniformadamente negros. Hoy como ayer, mañana como hoy…
VIII
Hoy, ¿qué ha hecho Gibraltar? Ved. —Un cañonazo le ha
despertado, en la clara mañana. Y, una vez más, se ha visto, a la claridad de
la mañana, negro… —Tal vez, ojos por un momento envidiosos, han divisado, por
un momento, en las lejanías, la blancura riente de los pueblecillos hispánicos,
el azul suavísimo de los montes de África. Tal vez de algún pecho se ha
escapado furtivamente un leve suspiro… —Pero bien pronto toda contemplación y
toda nostalgia han muerto en el rodar de las grandes olas de negra energía.
Sólo ha habido tiempo para pensar, en consolación: —«Aquella blancura, aquella
azul, pueden ser, con dinero, nuestros. Aquella blancura, aquel azul, pueden
ser, con la fuerza, nuestros. ¡Hagamos, pues, dinero y fuerza!»… Y las tiendas
se han abierto, y los almacenes han alzado sus férreas puertas, y se ha
despertado en agitación febril el puerto, y con un estridio de sirenas, han
elevado áncora los buques y han tomado el camino de los cuatro puntos
cardinales, y ha empezado el comercio, mientras resonaba en todos los ecos del
Peñon la tronada de los cañonazos, y, a derecha e izquierda, arriba y abajao,
desgarraba el aire el vibrante trompeteo de las dianas en los cuarteles.
IX
Ha empezado el comercio. En las grandes casas de
crédito, en los almacenes, en las oficinas de las compañías navieras, se
instalan, tras los escritorios, mancebos de cara dura e impávida. —En las
pequeñas tiendas asoman la nariz los judíos sórdidamente vestidos, y cuelgan
minuciosamente en los escaparates algunas misérrimas muestras. —En las
sederías, los indochinos, de color de aceite, vigilan ya el deslumbramiento de
los primeros transeúntes ante un desplegar de la pompa de falsos encajes,
falsas joyas, curiosidades falsas. —En los muelles, una tropa de hombres flacos
se agita, corre, grita, exhibiendo placas de metal, que son autorizaciones. —En
los rincones de los depósitos de tabaco, equívocas siluetas de contrabandista
se desnudan y acomodan a lo largo del cuerpo, paquetes de la mercancía
pecadora… —La larga calle del Waterport se llena de una multitud que
discurre aprisa, con aire preocupado y hostil, inelegante la ropa. Una multitud
internacional, uniformada en una aspereza idéntica. Ásperas las miradas, áspero
el gesto, éspera, asperísima, la palabra, en bajo inglés, o en bajo español,
corrompidos por todas las corrupciones posibles. Van de una a otra habla,
detonando con insolencia los nombres del dinero: chelines, peniques,
perras… —Hay que oir el tono agrio con que se dice en Gibraltar esta
palabra: perra.
X
De cuando en cuando, detienen el avanzar de la
multitud soldados que pasan. Son altos, fuertes, atléticos, bajo el escarlata
del uniforme. Desfilan al son de marchas de circo, y los músicos se adornan de
pieles de leopardo. —O bien llevan estrechamente amarrado a un preso, de los
que, allí arriba, en los lavaderos, cumplen las más duras faenas. —Vienen los
soldados de rincones ocultos, que es imposible visitar; van a otros
escondrijos. —Ahora pasan por el sol. De aquí a unos minutos los tragará la
boca hórrida, camino del vientre de la montaña… —Han pasado los soldados rojos,
en una ole negra de energía.
XII
Más, más olas, a lo largo del día.
Olas en las horas…
Las horas fuertes, hoy como ayer, cuando, entre la roca y el mar, se hizo la Ciudad, y en medio de la Ciudad un Jardín.
Así Gibraltar crece.
No era. Nació. Fue pequeño. Hoy es grande.
Gana terreno a dos grandes inercias… —el mar y España.
En dominios del mar ha hecho un puerto. En dominios de España un campo de tennis.
Al oscurecer, sin fatiga, vuelven los trabajadores del puerto y las chicas del campo de tennis.
Olas en las horas…
Las horas fuertes, hoy como ayer, cuando, entre la roca y el mar, se hizo la Ciudad, y en medio de la Ciudad un Jardín.
Así Gibraltar crece.
No era. Nació. Fue pequeño. Hoy es grande.
Gana terreno a dos grandes inercias… —el mar y España.
En dominios del mar ha hecho un puerto. En dominios de España un campo de tennis.
Al oscurecer, sin fatiga, vuelven los trabajadores del puerto y las chicas del campo de tennis.
XIII
Gibraltar duerme. Más negro aún.
XIV
¡Oh, a estas horas —doradas y fabriles— los salones,
los teatros, allá arriba, en Londres!…
XV
La cripta de la cripta. — Las entrañas de Gibraltar.
XVI
Somos tres los visitantes: Carlos Rudy, Special
Correspondent of the Daily Chronicle; Salomón Cohen, un hebreo calpense, y yo.
—Primero, en la entrada del barrio militar, en que se abre la comunicación con
las galerías subterráneas, un soldado bermejo nos cierra el paso. Nos lleva a
una caseta, muy baja de tcho, en que un sargento nos examina e interroga
largamente. El buen Salomón es el abogado de nuestra curiosidad. Exhibe
permisos, recomendaciones… Durante unos minutos, tememos, ante el silencio del
militar, que tanto trabajo habrá sido estéril. —Pero no. La autorización llega,
al fin. Abren ante nosotros un gran libro. Deben consignarse en él el nombre y
nacionalidad de cada uno de los visitantes, el nombre del soldado que acompaña,
la hora en que la visita empieza, la hora en que de ella se sale… Escribimos,
firmamos. Comparece el soldado que debe servirnos de guía y nos invita a
seguirle. —Pero, en este punto, el sargento repara en que Rudy lleva un Kodak.
Le es preciso dejarlo para seguir… —La mañana es admirable. El cielo, limpio,
parece antiséptico, como un cámara para operaciones de cirugía. —(A veces creo
que ésta es la mayor belleza a que el cielo puede alcanzar).
XVII
En marcha. —El soldado nos precede a pasos rápidos.
Alto, serio, lacónico. —De cuando en cuando nos cruzamos con otro, que pide a
nuestro conductor la fórmula de pasao. Son palabras breves, férreas. Uno dice:
«¿Adónde vas?». El otro responde: «Estoy fuera de servicio». —Las dos frases se
cruzan en la atmósfera transparente como dos cuchillos.
XVIII
Dejamos atrás pabellones y más pabellones —que quieren
ser color de ladrillo y son color de asfalto—. Ahora atravesamos una vasta plaza
de armas. Sube por cima de ella la casi verticalidad de la roca. Se divisan mar
y cielo en las lejanías. —Es una plaza muy lisa, muy desnuda, helada. —Tres
soldados, uno detrás de otro, muy juntos, la atraviesan a paso militar en toda
su extensión. En seguida deshacen camino y vuelven a hacerlo y deshacerlo otra
y otra vez, silenciosamente. —Preguntamos. Nos responden: «Están castigados»…
Han cometido alguna ligera falta: llegar tarde, descuidar un poco su uniforme…
Y los castigan así. Obligándoles a atravesar a paso militar toda la extensión
de la plaza desnuda, silenciosos, uno tras otro, una y otra vez. —¿Cuántas?
—«Hasta que caen rendidos», nos ha dicho nuestro conductor. —No, no lo
olvidábamos: Gibraltar es negra energía.
XIX
A un lado de la plaza se inicia, entre murallas
grises, un estrecho camino que sube con aspereza. —Al final del camino una
negra boca. Es la entrada a las galerías… —Una reja. Ahora se abre a nuesro
paso. —Y la entrada a las galerías parece la entrada al infierno. —También
nuestro Virgilio —un Virgilio de casaca bermeja— nos señala un rótulo. es la
fecha en que la obra gigantesca de la perforación empezó. —Quiere decir: «En
tan poco tiempo, ¡ved!» —Y, ya desde la entrada, tiene el camino, en la
oscuridad, una audacísima pendiente de orgullo.
XX
Seguimos adelante, poco a poco, con paso cobarde.
—Nada aún; nada. —Callamos. —Resuenan en la vacuidad de la caverna nuestros
pasos.
XXI
Ahora nos paramos. A lo lejos, una claridad. En la
pared, sobre un cuadro blanco, el número III, en cifras romanas. —El guía,
mudamente, nos lo muestra. —¿Qué quiere decir? ¿Qué significa este número?
Algún lugar de ordenación en los días de guerra. —Para cuando éste llega, debe
estar matemáticamente calculada la potencia de sangre y muerte de la caverna
número III.
Cerca, una abertura, sobre los espacios, sobre los cielos. En la abertura un cañón. Apunta a los espacios, a los cielos, Apunta al mar, que paree ahora, entre dos negruras, más que nunca bello y azul; apunta a las gaviotas que vuelen… —En los días guerreros, los hombres de la caverna número III dispararán —invisibles— este cañón. Entre el humo se verá cómo, a lo lejos, las naves sucumben y se hunden.
Cerca, una abertura, sobre los espacios, sobre los cielos. En la abertura un cañón. Apunta a los espacios, a los cielos, Apunta al mar, que paree ahora, entre dos negruras, más que nunca bello y azul; apunta a las gaviotas que vuelen… —En los días guerreros, los hombres de la caverna número III dispararán —invisibles— este cañón. Entre el humo se verá cómo, a lo lejos, las naves sucumben y se hunden.
XXII
La oscuridad, otra vez. Tuércese la galería, serpea,
sube en espiral en el interior de la montaña, de cañón en cañón, de batería en
batería —tiempo y tiempo—. Y uno piensa en los días y horas de negra energía
que habrán sido precisos para abrir aquélla así, en la entraña del monte. —Y
hay instantes en que parece que todo aquello —piso, paredes, techo, armas— está
en vibración y aun ardiendo del calor del esfuerzo humano.
XXIII
Un gran ruido a nuestra espalda. Es un ruido de pesado
arrastre. El guía nos hace arrimar a la pared para dejar vía libre… —Y pasa un
convoy de piedra. Ocho hombres lo arrastran, desnudos de medio cuerpo, frente a
tierra, contrayendo desesperadamente sus músculos, en un trágico desplegar de
fuerza. —El guía, cuando el convoy ha pasado, ríe. Y cuenta cómo estando
prohibido por las leyes inglesas, protectoras de los animales, cargar los mulos
más arriba de cierto peso, cuando éste es excesivo se emplean los hombres. —Lo
cuenta festivo, sin rencor, sin amargura, sin sarcasmo. — Ríe con todo su reír,
sano, sanguíneo.
XXIV
¡Arriba, arriba!… — Las ventanas van multiplicándose.
Desde cada una se divisa la extensión de la montaña. — Y cada una está más
cerca del cielo y en cada una es el instrumento de guerra más terrible.
XXV
Pero ya hace rato que permanecemos en la oscuridad.
—¿Qué tiene esta oscuridad, que parece más que la anterior, opaca, sorda?
— Las galerías se complican, se entrelazan… — Callamos todos. También el guía…
— ¿Qué vendrá? —¿Qué vendrá?… —Una angustia sutil nos domina… —Rudy me ha
cogido el brazo…
El guía se ha vuelto. Nos interroga —aún— sobre la extensión de nuestros permisos. —«Es que —dice— de aquí pocos pasan. Cuando en su viaje a Tánger el Emperador Guillermo visitó Gibraltar, quiso verlo todo. El Gobernador no se opuso. Pero tuvo cuidado de hacer que el día antes volcase y quedase atascado, en el lugar en que estamos ahora, un carro lleno de piedras y hierro, que hicieron, en el momento de la visita imperial, imposible seguir»…
Nosotros seguimos.
El guía se ha vuelto. Nos interroga —aún— sobre la extensión de nuestros permisos. —«Es que —dice— de aquí pocos pasan. Cuando en su viaje a Tánger el Emperador Guillermo visitó Gibraltar, quiso verlo todo. El Gobernador no se opuso. Pero tuvo cuidado de hacer que el día antes volcase y quedase atascado, en el lugar en que estamos ahora, un carro lleno de piedras y hierro, que hicieron, en el momento de la visita imperial, imposible seguir»…
Nosotros seguimos.
XXVI
Seguimos.
Las cavernas aquí son pequeñas, frecuentes, recogidas…
—Los ingenios de guerra, pequeños también, las llenan.
Y, al verlos, sentimos toda la gloria y todo el espanto de haber llegado al corazón de la montaña terrible.
El corazón de la montaña terrible es complicadísimo. —Ahora llevamos dadas, en poco espacio, muchas vueltas. —Hemos perdido oriente.
—¿Dónde
estamos?
¿Por que pasan tantos minutos sin nada nuevo? — ¿Por qué sigue este camino en la oscuridad absoluta — recto?
Tinieblas, tinieblas… — Ya en el pecho, ilógica, la garra del terror.
XXVII
Ahora un deslumbramiento.
XXVIII
Repentinamente, violentamente, el camino ensánchase en
un gran salón. —Repentinamente, violentamente, una inmensa ventana inunda el
salón de luz…
Y por esta inmensa ventana… —¡Oh, no, yo no tengo palabra para decirlo!… ¡No puedo expresar el horror que me sobrecoge!… — Figuraos que por la inmensa ventana se ve una buena parte de peñon que no puede ser observado desde ningún otro lugar. Y figuraos que esta parte del peñon presenta, brutal, a mis ojos —como en diabólica alucinación—, ¡igual, igual, igual!— con sus masas, con sus agujas, con sus huecos —, con toda su milagrosa arquitectura—, una imagen de la Sagrada Familia, la futura basílica de mi ciudad… —Talmente como si enfrente de nuestro gran templo futuro, antes que él y para la guerra con él, aquí la Negra Energía tuviese erecta una pavorosa basílica hostil «la Sagrada Familia… del Diablo.
Eugenio D'ors
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