Queridos amigos: Heme aquí
transportado de la noche a la mañana a mi escondido valle de Veruela; heme aquí
instalado de nuevo en el oscuro rincón del cual salí por un momento para tener
el gusto de estrecharos la mano una vez más, fumar un cigarro juntos, charlar un
poco y recordar las agradables, aunque inquietas, horas de mi antigua vida.
Cuando se deja una ciudad por otra, particularmente hoy, que todos los grandes
centros de población se parecen, apenas se percibe el aislamiento en que nos
encontramos, antojándosenos, al ver la identidad de los edificios, los trajes y
las costumbres, que al volver la primera esquina vamos a hallar la casa a que
concurríamos, las personas que estimábamos, las gentes a quienes teníamos
costumbre de ver y hablar de continuo. En el fondo de este valle, cuya
melancólica belleza impresiona profundamente, cuyo eterno silencio agrada y
sobrecoge a la vez, diríase, por el contrario, que los montes que lo cierran
como un valladar inaccesible, nos separan por completo del mundo. ¡Tan notable
es el contraste de cuanto se ofrece a nuestros ojos; tan vagos y perdidos quedan
al confundirse entre la multitud de nuevas ideas y sensaciones los recuerdos de
las cosas más recientes!
Ayer, con vosotros, en la
tribuna del Congreso, en la redacción, en el teatro Real, en La Iberia;
hoy, sonándome aún en el oído la última frase de una discusión ardiente, la
última palabra de un artículo de fondo, el postrer acorde de un andante, el
confuso rumor de cien conversaciones distintas, sentado a la lumbre de un
campestre hogar, donde arde un tronco de carrasca que salta y cruje antes de
consumirse, saboreo en silencio mi taza de café, único exceso que en estas
soledades me permito, sin que turbe la honda calma que me rodea otro ruido que
el del viento que gime a lo largo de las desiertas ruinas y el agua que lame los
altos muros del monasterio o corre subterránea atravesando sus claustros
sombríos y medrosos. Una muchacha, con su zagalejo corto y naranjado, su corpiño
oscuro, su camisa blanca y cerrada, sobre la que brillan dos gruesos hilos de
cuentas rojas, sus medias azules y sus abarcas atadas con un listón negro que
sube cruzándose caprichosamente hasta la mitad de la pierna, va y viene cantando
a media voz por la cocina, atiza la lumbre del hogar, tapa y destapa los
pucheros donde se condimenta la futura cena, y dispone el agua hirviente, negra
y amarga, que me mira beber con asombro. A estas alturas, y mientras dura el
frío, la cocina es el estrado, el gabinete y el estudio.
Cuando sopla el cierzo, cae la
nieve, o azota la lluvia los vidrios del balcón de mi celda, corro a buscar la
claridad rojiza y alegre de la llama, y allí, teniendo a mis pies al perro, que
se enrosca junto a la lumbre, viendo brillar en el oscuro fondo de la cocina las
mil chispas de oro con que se abrillantan las cacerolas y los trastos de la
espetera al reflejo del fuego, ¡cuántas veces he interrumpido la lectura de una
escena de La tempestad, de Shakespeare, o del Caín, de Byron,
para oír el ruido del agua que hierve a borbotones, coronándose de espuma y
levantando con sus penachos de vapor azul y ligero la tapadera de metal que
golpea los bordes de la vasija! Un mes hace que falto de aquí, y todo se
encuentra lo mismo que antes de marcharme. El temeroso respeto de estos criados
hacia todo lo que me pertenece no puede menos de traerme a la imaginación las
irreverentes limpiezas, los temibles y frecuentes arreglos de cuarto de mis
patronas de Madrid. Sobre aquella tabla, cubiertos de polvo, pero con las mismas
señales y colocados en el orden en que yo los tenía, están aún mis libros y mis
papeles. Más allá cuelga de un clavo la cartera de dibujo; en un rincón veo la
escopeta, compañera inseparable de mis filosóficas excursiones, con la cual he
andado mucho, he pensado bastante y no he matado casi nada. Después de apurar mi
taza de café, y mientras miro danzar las llamas violadas, rojas y amarillas a
través del humo del cigarro que se extiende ante mis ojos como una gasa azul, he
pensado un poco sobre qué escribiría a ustedes para El Contemporáneo,
ya que me he comprometido a contribuir con una gota de agua a llenar ese océano
sin fondo, ese abismo de cuartillas que se llama un periódico, especie de tonel
que, como el de las Danaidas, siempre se le está echando original y siempre está
vacío. Las únicas ideas que me han quedado como flotando en la memoria y sueltas
de la masa general que ha oscurecido y embotado el cansancio del viaje se
refieren a los detalles de éste, detalles que carecen en sí de interés, que en
otras mil ocasiones he podido estudiar, pero que nunca como ahora se han
ofrecido a mi imaginación en conjunto y contrastando entre sí de un modo tan
extraordinario y patente.
Los diversos medios de
locomoción de que he tenido que servirme para llegar hasta aquí me han recordado
épocas y escenas tan distintas, que algunos ligeros rasgos de lo que de ellas
recuerdo, trazados por pluma más avezada que la mía a esta clase de estudios,
bastarían a bosquejar un curioso cuadro de costumbres.
Como por todo equipaje no
llevaba más que un pequeño saco de noche, después de haberme despedido de
ustedes llegué a la estación del ferrocarril a punto de montar en el tren.
Previo un ligero saludo de cabeza dirigido a las pocas personas que de antemano
se encontraban en el coche y que habían de ser mis compañeras de viaje, me
acomodé en un rincón, esperando el momento de arrancar, que no debía tardar
mucho, a juzgar por la precipitación de los rezagados, el ir y venir de los
guardas de la vía y el incesante golpear de las portezuelas. La locomotora
arrojaba ardientes y ruidosos resoplidos, como un caballo de raza, impaciente
hasta ver que cae al suelo la cuerda que lo detiene en el hipódromo. De cuando
en cuando, una pequeña oscilación hacía crujir las coyunturas de acero del
monstruo; por último, sonó la campana, el coche hizo un brusco movimiento de
adelante a atrás y de atrás a adelante, y aquella especie de culebra negra y
monstruosa partió arrastrándose por el suelo a lo largo de los rails y
arrojando silbidos estridentes que resonaban de una manera particular en el
silencio de la noche. La primera sensación que se experimenta al arrancar un
tren es siempre insoportable. Aquel confuso rechinar de ejes, aquel crujir de
vidrios estremecidos, aquel fragor de ferretería ambulante, igual, aunque en
grado máximo, al que produce un simón desvencijado al rodar por una calle mal
empedrada, crispa los nervios, marea y aturde. Verdad que en ese mismo
aturdimiento hay algo de la embriaguez de la carrera, algo de lo vertiginoso que
tiene todo lo grande; pero, como quiera que, aunque mezclado con algo que place,
hay mucho que incomoda, también es cierto que hasta que pasan algunos minutos y
la continuación de las impresiones embota la sensibilidad, no se puede decir que
se pertenece uno a sí mismo por completo.
Apenas hubimos andado algunos
kilómetros, y cuando pude hacerme cargo de lo que había a mi alrededor, empecé a
pasar revista a mis compañeros de coche; ellos, por su parte, creo que hacían
algo por el estilo, pues con más o menos disimulo todos comenzamos a mirarnos
unos a otros de los pies a la cabeza.
Como dije antes, en el coche
nos encontrábamos muy pocas personas. En el asiento que hacía frente al en que
yo me había colocado, y sentada de modo que los pliegues de su amplia y elegante
falda de seda me cubrían casi los pies, iba una joven como de dieciséis a
diecisiete años, la cual, a juzgar por la distinción de su fisonomía y ese no sé
qué aristocrático que se siente y no puede explicarse, debía pertenecer a una
clase elevada. Acompañábala un aya, pues tal me pareció una señora muy atildada
y fruncida que ocupaba el asiento inmediato y que de cuando en cuando le dirigía
la palabra en francés para preguntarle cómo se sentía, qué necesitaba o
advertirla de qué manera estaría más cómoda. La edad de aquella señora y el
interés que se tomaba por la joven pudieran hacer creer que era su madre; pero,
a pesar de todo, yo notaba en su solicitud algo de afectado y mercenario, que
fue el dato que, desde luego, tuve en cuenta para clasificarla.
Haciendo vis-à-vis con el aya francesa, y medio enterrado entre los
almohadones de un rincón, como viajero avezado a las noches de ferrocarril,
estaba un inglés alto y rubio, como casi todos los ingleses, pero más que
ninguno grave, afeitado y limpio. Nada más acabado y completo que su traje de
touriste; nada más curioso que sus mil
cachivaches de viaje, todos blancos y relucientes; aquí la manta escocesa,
sujeta con sus hebillas de acero; allá el paraguas y el bastón con su funda de
vaqueta, terciada al hombro la cómoda y elegante bolsa de piel de Rusia. Cuando
volví los ojos para mirarle, el inglés, desde todo lo alto de su deslumbradora
corbata blanca, paseaba una mirada olímpica sobre nosotros, y luego que su
pupila verde, dilatada y redonda, se hubo empapado bien en los objetos, entornó
nuevamente los párpados, de modo que, heridas por la luz que caía de lo alto,
sus pestañas largas y rubias se me antojaban a veces dos hilos de oro que
sujetaban por el cabo una remolacha, pues no a otra cosa podría compararse su
nariz.
Formando contraste con este
seco y estirado gentleman, que, una vez
entornados los ojos y bien acomodado en su rincón, permanecía inmóvil como una
esfinge de granito en el extremo opuesto del coche, y ya poniéndose de pie, ya
agachándose para colocar una enorme sombrerera debajo del asiento, o
recostándose alternativamente de un lado y de otro como al que aqueja un dolor
agudo y de ningún modo se encuentra bien, bullía sin cesar un señor como de
cuarenta años, saludable, mofletudo y rechoncho, el cual señor, a lo que pude
colegir por sus palabras, vivía en un pueblo de los inmediatos a Zaragoza, de
donde nunca había salido sino a la capital de su provincia, hasta que, con
ocasión de ciertos negocios propios del Ayuntamiento de que formaba parte en su
país, había estado últimamente en la corte como cosa de un mes.
Todo esto, y mucho más, se lo
dijo él solo, sin que nadie se lo preguntara, porque el bueno del hombre era de
lo más expansivo con que he topado en mi vida, mostrando tal afán por enredar
conversación sobre cualquier cosa, que no perdonaba coyuntura. Primero suplicó
al inglés le hiciese el favor de colocar un cestito con dos botellas en la bolsa
del coche que tenía más próxima; el inglés entreabrió los ojos, alargó una mano
y lo hizo sin contestar una sola palabra a las expresivas frases con que le
agradeciera el obsequio. De seguida se dirigió a la joven para preguntarle si la
señora que la acompañaba era su mamá. La joven le contestó que no con una
desdeñosa sobriedad de palabras. Después se encaró conmigo, deseando saber si
seguiría hasta Pamplona; satisfice esta pregunta, y él, tomando pie de mi
contestación, dijo que se quedaba en Tudela; y a propósito de esto habló de mil
cosas diferentes y todas a cuál de menos importancia, sobre todo para los que le
escuchábamos. Cansado de su desesperante monólogo o agotados los recursos de su
imaginación, nuestro buen hombre, que, por lo visto, se fastidiaba a más no
poder dentro de aquella atmósfera glacial y afectada, tan de buen tono entre
personas que no se conocen, comenzó a poco, sin duda para distraer su
aburrimiento, una serie de maniobras a cual más inconvenientes y originales.
Primero cantó un rato a media voz alguna de las habaneras que había oído en
Madrid a la criada de la casa de pupilos, después comenzó a atravesar el coche
de un extremo a otro, dando aquí al inglés con el codo o pisando allí el extremo
del traje de las señoras para asomarse a las ventanillas de ambos lados; por
último, y esta fue la broma más pesada, dio en la flor de bajar los cristales en
cada una de las estaciones para leer en alta voz el nombre del pueblo pedir agua
o preguntar los minutos que se detendría el tren. En unas y en otras, ya nos
encontrábamos cerca de Medinaceli y la noche se había entrado fría, anubarrada y
desagradable; de modo que cada vez que se abría una de las portezuelas se estaba
en peligro inminente de coger un catarro. El inglés, que hubo de comprenderlo
así, se envolvió silenciosamente en su magnífica manta escocesa; la joven, por
consejo del aya, que se lo dijo en alta voz, se puso un abrigo; yo, a falta de
otra cosa, me levanté el cuello del gabán y hundí cuanto pude la cabeza entre
los hombros. Nuestro hombre, sin embargo, prosiguió impertérrito practicando la
misma peligrosa operación tantas veces cuantas paraba el tren, hasta que, al
cabo, no sé si cansado de este ejercicio o advertido de la escena muda de
arropamiento general que se repetía tantas veces cuantas él abría la ventanilla,
cerró con aire de visible mal humor los cristales, tornando a echarse en su
rincón, donde a los pocos minutos roncaba como un bendito, topando al aire y
amenazando aplastarme la nariz con la coronilla en uno de aquellos bruscos
vaivenes que de cuando en cuando le hacían salir sobresaltado de su modorra,
para restregarse los ojos, mirar el reloj y volverse a dormir de nuevo. El peso
de las altas horas de la noche comenzaba a dejarse sentir. En el wagón
reinaba un silencio profundo, interrumpido solo por el eterno y férreo crujir
del tren y algún que otro resoplido de nuestro amodorrado compañero, que
alternaba en esta tarea con la máquina.
El inglés se durmió también,
pero se durmió grave y dignamente, sin mover pie ni mano, como si, a pesar del
letargo que le embargaba, tuviese la conciencia de su posición. El aya comenzó a
cabecear un poco, acabando por bajar el velo de su capota oscura y dormirse en
estilo semiserio. Quedamos, pues, desvelados, como las vírgenes prudentes de la
parábola, tan solo la joven y yo. A decir verdad, yo también me hubiera rendido
al peso del aturdimiento y a las fatigas de la vigilia si hubiese tenido la
seguridad de mantenerme en mi sueño en una actitud, si no tan grave como la del
inmóvil gentleman, al menos no tan grotesca
como la del buen regidor aragonés, que ora dejándose caer la gorra en una
cabezada, ora roncando como un órgano o balbuceando palabras ininteligibles,
ofrecía el espectáculo más chistoso que imaginarse puede. Para despabilarme un
poco, resolví dirigirle la palabra a la joven; pero, por una parte, temía
cometer una indiscreción, mientras por otra, y no era esto lo menos para
permanecer callado, no sabía cómo empezar. Entonces volví los ojos, que hasta
entonces había tenido clavados en ella con alguna insistencia, y me entretuve en
ver pasar a través de los cristales, y sobre una faja de terreno oscuro y
monótono, ya las blancas nubes de humo y de chispas que se quedaban al paso de
la locomotora rozando la tierra y como suspendidas e inmóviles, ya los palos del
telégrafo, que parecían perseguirse y querer alcanzarse unos a otros lanzados a
una carrera fantástica. No obstante, la aproximación de aquella mujer hermosa
que yo sentía aun sin mirarla, el roce de su falda de seda que tocaba a mis pies
y crujía a cada uno de sus movimientos, el sopor vertiginoso del incesante
ruido, la languidez del cansancio, la misteriosa embriaguez de las altas horas
de la noche, que pesan de una manera tan particular sobre el espíritu,
comenzaron a influir en mi imaginación, ya sobreexcitada extrañamente.
Estaba despierto; pero mis
ideas iban poco a poco tomando esa forma extravagante de los ensueños de la
mañana, historias sin principio ni fin, cuyos eslabones de oro se quiebran con
un rayo de enojosa claridad y vuelven a soldarse apenas se corren las cortinas
del lecho. La vista se me fatigaba de ver pasar, eterna, monótona y oscura como
un mar de asfalto, la línea del horizonte, que ya se alzaba, ya se deprimía,
imitando el movimiento de las olas. De cuando en cuando dejaba caer la cabeza
sobre el pecho, rompía el hilo de las historias extraordinarias que iba
fingiendo en la mente y entornaba los ojos; pero apenas los volvía a abrir,
encontraba siempre delante de ellos a aquella mujer, y tornaba a mirar por los
cristales, y tornaba a soñar imposibles. Yo he oído decir a muchos, y aun la
experiencia me ha enseñado un poco, que hay horas peligrosas, horas lentas y
cargadas de extraños pensamientos y de una voluptuosa pesadez, contra las que es
imposible defenderse; en esas horas, corno cuando nos turban la cabeza los
vapores del vino, los sonidos se debilitan y parece que se oyen muy distantes,
los objetos se ven como velados por una gasa azul, y el deseo presta audacia al
espíritu, que recobra para sí todas las fuerzas que pierde la materia. Las horas
de la madrugada, esas horas que deben tener más minutos que las demás, esas
horas en que entre el caos de la noche comienza a forjarse el día siguiente, en
que el sueño se despide con su última visión y la luz se anuncia con ráfagas de
claridad incierta, son, sin duda alguna, las que en más alto grado reúnen
semejantes condiciones. Yo no sé el tiempo que transcurrió mientras a la vez
dormía y velaba, ni tampoco me sería fácil apuntar algunas de las fantásticas
ideas que cruzaron por mi imaginación, porque ahora sólo recuerdo cosas
desasidas y sin sentido, como esas notas sueltas de una música lejana que trae
el viento a intervalos en ráfagas sonoras; lo que sí puedo asegurar es que
gradualmente se fueron embotando mis sentidos, hasta el punto que cuando un gran
estremecimiento, una bocanada de aire frío y la voz del guarda de la vía me
anunciaron que estaba en Tudela, no supe explicarme cómo me encontraba tan
pronto en el término de la primera parte de mi peregrinación.
Era completamente de día, y
por la ventanilla del coche, que había abierto de par en par el señor gordo,
entraban a la vez el sol rojizo y el aire fresco de la mañana. Nuestro regidor
aragonés, que, por lo que podía colegirse, no veía la hora de dejar tan poco
agradable reunión, apenas se convenció de que estábamos en Tudela, tercióse la
capa al hombro, cogió en una mano su sombrerera monstruo, en la otra el cesto, y
saltó al andén con una agilidad que nadie hubiera sospechado en sus años y en su
gordura. Yo tomé asimismo el pequeño saco, que era todo mi equipaje; dirigí una
última mirada a aquella mujer, que acaso no volvería a ver más, y que había sido
la heroína de mi novela de una noche, y, después de saludar a mis compañeros,
salí del wagón buscando a un chico que llevase aquel bulto y me condujese a una
fonda cualquiera.
Tudela es un pueblo grande,
con ínfulas de ciudad, y el parador adonde me condujo mi guía, una posada con
ribetes de fonda. Sentéme y almorcé; por fortuna, si el almuerzo no fue gran
cosa, la mesa y el servicio estaban limpios. Hagamos esta justicia a la navarra
que se encuentra al frente del establecimiento. Aún no había tomado los postres,
cuando el campanillazo de las colleras, los chasquidos del látigo y las voces
del zagal que enganchaba las mulas me anunciaron que el coche de Tarazona iba a
salir muy pronto. Cuando acabé de prisa y corriendo de tomar una taza de café
bastante malo, y clarito por más señas, ya se oían los gritos de ¡»Al coche, al
coche!», unidos a las despedidas en alta voz, al ir y venir de los que colocaban
los equipajes en la baca y las advertencias mezcladas de interjecciones del
mayoral, que dirigía las maniobras desde el pescante como un piloto desde la
popa de su buque.
La decoración había cambiado
por completo, y nuevos y característicos personajes se encontraban en escena. En
primer término, y unos recostados contra la pared, otros sentados en los
marmolillos de las esquinas o agrupados en derredor del coche, veíanse hasta
quince o veinte desocupados del lugar, para quienes el espectáculo de una
diligencia que entra o sale es todavía un gran acontecimiento. Al pie del
estribo, algunos muchachos, desharrapados y sucios, abrían con gran ociosidad
las portezuelas, pidiendo indirectamente una limosna, y en el interior del
ómnibus, pues este era propiamente el nombre que debiera darse al
vehículo que iba a conducirnos a Tarazona, comenzaban a ocupar sus asientos los
viajeros. Yo fui uno de los primeros en colocarme en mi sitio, al lado de dos
mujeres, madre e hija, naturales de un pueblo cercano y que venían de Zaragoza,
donde, según me dijeron, habían ido a cumplir no sé qué voto a la Virgen del
Pilar: la muchacha tenía los ojos retozones, y de la madre se conservaba todo lo
que a los cuarenta y pico de años puede conservarse de una buena moza. Tras mí
entró un estudiante del Seminario, a quien no hubo de parecer saco de paja la
muchacha, pues viendo que no podía sentarse junto a ella, porque ya lo había
hecho yo, se compuso de modo que en aquellas estrecheces se tocasen rodilla con
rodilla. Siguieron al estudiante otros dos individuos del sexo feo, de los
cuales el primero parecía militar en situación de reemplazo, y el segundo, uno
de esos pobres empleados de poco sueldo, a quienes a cada instante trasiega el
Ministerio de una provincia a otra. Ya estábamos todos y cada uno en su lugar
correspondiente, y dándonos el parabién porque íbamos a estar un poco holgados,
cuando apareció en la portezuela, y como un retrato dentro de su moldura, la
cabeza de un clérigo entrado en edad, pero guapote y de buen color, al que
acompañaba una ama o dueña, como por aquí es costumbre llamarles, que en punto a
cecina de mujer, era de lo mejor conservado y apetitoso a la vista que yo he
encontrado de algún tiempo a esta parte.
Sintieron unos y se alegraron
otros de la llegada de los nuevos compañeros, siendo de los segundos el escolar,
el cual encontró ocasión de encajarse más estrechamente con su vecina de
asiento, mientras hacía un sitio al ama del cura, sitio pequeño para el volumen
que había de ocuparlo, aunque grande por la buena voluntad con que se le
ofrecía. Sentóse el ama, acomodóse el clérigo, y ya nos disponíamos a partir,
cuando, como llovido del cielo o salido de los profundos, hete aquí que se nos
aparece mi famoso hombre gordo del ferrocarril, con su imprescindible cesto y su
monstruosa sombrerera. Referir las cuchufletas, las interjecciones, las risas y
los murmullos que se oyeron a su llegada sería asunto imposible, corno tampoco
es fácil recordar las maniobras de cada uno de los viajeros para impedir que se
acomodase a su lado. Pero aquel era el elemento de nuestro hombre gordo: allí
donde se reía, se empujaba, y unos manoteando, otros impasibles, todos hablaban
a un tiempo, se encontraba el buen regidor como el pez en el agua o el pájaro en
el aire. A las cuchufletas respondía con chanzas; a las interjecciones,
encogiéndose de hombros, y a los envites de codos, con codazos, y de manera que
a los pocos minutos ya estaba sentado y en conversación con todos, como si los
conociese de antigua fecha. En esto partió el coche, comenzando ese continuo
vaivén al compás del trote de las mulas, las campanillas del caballo delantero,
el saltar de los cristales, el revolotear de los visillos y los chasquidos del
látigo del mayoral, que constituyen el fondo de la armonía de una diligencia en
marcha. Las torres de Tudela desaparecieron detrás de una loma bordada de
viñedos y olivares. Nuestro hombre gordo, apenas se vio engolfado camino
adelante y en compañía tan franca, alegre y de su gusto, desenvainó del cesto
una botella y la merienda correspondiente para echar un taco. Dada la señal del
combate, el fuego se hizo general a toda la línea, y unos de la fiambrera de
hojalata, otros de un canastillo o del número de un periódico, cada cual sacó su
indispensable tortilla de huevos con variedad de tropezones. Primero la botella,
y cuando ésta se hubo apurado, una bota de media azumbre del seminarista,
comenzaron a andar a la ronda por el coche. Las mujeres, aunque se excusaban
tenazmente, tuvieron que humedecerse la boca con el vino; el mayoral, dejando el
cuidado de las mulas al delantero, sentóse de medio ganchete en el pescante y
formó parte del corro, no siendo de los más parcos en el beber; yo, aunque con
nada había contribuido al festín, también tuve que empinar el codo más de lo que
acostumbro.
A todo esto no cesaba el
zarandeo del carruaje, de modo que con el aturdimiento del vinillo, el continuo
vaivén, el tropezón de codos y rodillas, las risotadas de estos, el gritar de
aquellos, las palabritas a media voz de los de más allá, un poco de sol enfilado
a los ojos por las ventanillas y un bastante de polvo del que levantaban las
mulas, las tres horas de camino que hay desde Tarazona a Tudela pasaron entre
gloria y purgatorio, ni tan largas que me dieran lugar a desesperarme, ni tan
breves que no viera con gusto el término de mi segunda jornada.
En Tarazona nos apeamos del
coche entre una doble fila de curiosos, pobres y chiquillos. Despedímonos
cordialmente los unos de los otros, volví a encargar a un chicuelo de la
conducción de mi equipaje, y me encaminé al azar por aquellas calles estrechas,
torcidas y oscuras, perdiendo de vista, tal vez para siempre, a mi famoso
regidor, que había empezado por cargarme, concluyendo, al fin, por hacerme feliz
con su eterno buen humor, su incansable charla y su inquietud, increíble en una
persona de su edad y su volumen. Tarazona es una ciudad pequeña y antigua; más
lejos del movimiento que Tudela, no se nota en ella el mismo adelanto, pero
tiene un carácter más original y artístico. Cruzando sus calles con arquillos y
retablos, con caserones de piedra llenos de escudos y timbres heráldicos, con
altas rejas de hierro de labor exquisita y extraña, hay momentos en que se cree
uno transportado a Toledo, la ciudad histórica por excelencia.
Al fin, después de haber
discurrido un rato por aquel laberinto de calles, llegamos a la posada, que
posada era, con todos los accidentes y el carácter de tal, el punto a que me
condujo mi guía. Figúrense ustedes un medio punto de piedra carcomida y tostada,
en cuya clave luce un escudo surmontado de un casco que en vez de plumas tiene
en la cimera una pomposa mata de jaramagos amarillos, nacida entre las
hendiduras de los sillares, junto al blasón de los que fueron un día señores de
aquella casa solariega hay un palo, con una tabla en la punta a guisa de
banderola, en que se lee con grandes letras de almagre el título del
establecimiento; el nudoso y retorcido tronco de una parra que comienza a
retoñar cubre de hojas verdes, transparentes e inquietas, un ventanuquillo
abierto en el fondo de una antigua ojiva rellena de argamasa y guijarros de
colores; a los lados del portal sirven de asiento algunos trozos de columnas,
sustentados por rimeros de ladrillos o capiteles rotos y casi ocultos entre las
hierbas que crecen al pie del muro, en el cual, y entre remiendos y parches de
diferentes épocas, unos blancos y brillantes aún, otros con oscuras manchas de
ese barniz particular de los años, se ven algunas estaquillas de madera clavadas
en las hendiduras. Tal se ofreció a mis ojos el exterior de la posada; el
interior no parecía menos pintoresco.
A la derecha, y perdiéndose en
la media luz que penetraba de la calle, veíase una multitud de arcos chatos y
macizos que se cruzaban entre sí, dejando espacio en sus huecos a una larga fila
de pesebres, formados de tablas mal unidas al pie de los postes, y diseminados
por el suelo, tropezábase aquí con las enjalmas de una caballería, allá con unos
cuantos pellejos de vino o gruesas sacas de lana, sobre las que merendaban,
sentados en corro y con el jarro en primer lugar, algunos arrieros y
trajinantes.
En el fondo, y caracoleando,
pegada a los muros o sujeta con puntales, subía a las habitaciones interiores
una escalerilla empinada y estrecha, en cuyo hueco, y revolviendo un haz de
paja, picoteaban los granos perdidos hasta una media docena de gallinas; la
parte de la izquierda, a la que daba paso un arco apuntado y ruinoso, dejaba ver
un rincón de la cocina iluminada por el resplandor rojizo y alegre del hogar, en
donde formaban un gracioso grupo la posadera, mujer frescota y de buen temple,
aunque entrada en años; una muchacha vivaracha y despierta, como de quince a
dieciséis, y cuatro o cinco chicuelos rubios y tiznados, amén de un enorme gato
rucio y dos o tres perros que se habían dormido al amor de la lumbre.
Después de dar un vistazo a la
posada, hice presente al posadero el objeto que en su busca me traía, el cual
estaba reducido a que me pusiese en contacto con alguien que me quisiera ceder
una caballería para trasladarme a Veruela, punto al que no se puede llegar de
otro modo.
Hízolo así el posadero, ajusté
el viaje con unos hombres que habían venido a vender carbón de Purujosa y se
tornaban de vacío, y héteme aquí otra vez en marcha y camino del Moncayo,
atalajado en una mula como en los buenos tiempos de la Inquisición y el rey
absoluto. Cuando me vi en mitad del camino, con aquellas subidas y bajadas tan
escabrosas, rodeado de los carboneros que marchaban a pie a mi lado cantando una
canción monótona y eterna; delante de mis ojos la senda, que parecía una culebra
blancuzca e interminable que se alejaba enroscándose por entre las rocas,
desapareciendo aquí y tornándose a aparecer más allá, y a un lado y otro los
horizontes inmóviles y siempre los mismos, figurábaseme que hacía un año que me
había despedido de ustedes, que Madrid se había quedado en el otro cabo del
mundo; que el ferrocarril que vuela, dejando atrás las estaciones y los pueblos,
salvando los ríos y horadando las montañas, era un sueño de la imaginación o un
presentimiento de lo futuro. Como la verdad es que yo fácilmente me acomodo a
todas las cosas, pronto me encontré bien con mi última manera de caminar, y
dejando ir la mula a su paso lento y uniforme, eché a volar la fantasía por los
espacios imaginarios, para que se ocupase en la calma y en la frescura sombría
de los sotos de álamos que bordan el camino, en la luminosa serenidad del cielo,
o saltase, como salta el ligero montañés, de peñasco en peñasco, por entre las
quiebras del terreno, ora envolviéndose como en una gasa de plata en la nube que
viene rastrera, ora mirando con vertiginosa emoción el fondo de los precipicios
por donde va el agua, unas veces ligera, espumosa y brillante, y otras sin
ruido, sombría y profunda.
Como quiera que cuando se
viaja así la imaginación desasida de la materia, tiene espacio y lugar para
correr volar y juguetear como una loca por donde mejor le parece, el cuerpo,
abandonado del espíritu, que es el que se apercibe de todo, sigue impávido su
camino, hecho un bruto y atalajado, como un pellejo de aceite, sin darse cuenta
de sí mismo ni saber si se cansa o no. En esta disposición de ánimo anduvimos no
sé cuántas horas, porque ya no tenía ni conciencia del tiempo, cuando un
airecillo agradable, aunque un poco fuerte, me anunció que habíamos llegado a la
más alta de las cumbres que por la parte de Tarazona rodean el valle, término de
mis peregrinaciones. Allí, después de haberme apeado de la caballería para
seguir a pie el poco camino que me faltaba, pude exclamar, como los cruzados a
la vista de la ciudad santa:
Ecco aparir Gierusalem
si vede.
En efecto, en el fondo del
melancólico y silencioso valle, al pie de las últimas ondulaciones del Moncayo,
que levantaba sus aéreas cumbres coronadas de nieve y de nubes, medio ocultas
entre el follaje oscuro de sus verdes alamedas y heridas por la última luz del
sol poniente, vi las vetustas murallas y las puntiagudas torres del monasterio
en donde, ya instalado en una celda, y haciendo una vida mitad por mitad
literaria y campestre, espera vuestro compañero y amigo recobrar la salud, si
Dios es servido de ello, y ayudaros a soportar la pesada carga del periódico en
cuanto la enfermedad y su natural propensión a la vagancia se lo permitan.
Gustavo Adolfo Bécquer
Cartas desde mi celda,
Publicadas en
El Contemporáneo, Madrid, 1864
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