En la
madrugada del 29 de abril murió, a los ochenta y tres años, Antonio Buero
Vallejo. Se cerraban cincuenta años de vida dedicada al teatro, los que separan
el estreno, en 1949, de Historia de una escalera y el de Misión al
pueblo desierto a finales de 1999. Se trata, sin duda, del autor español
más significado de la segunda mitad del siglo XX. Pocos lo cuestionan, pero es
llamativo que el mismo día de su desaparición, en esa hora habitualmente
reservada a los elogios y al silencio de los enemigos, en un diario se afirmara
que Buero, lo supiera él o no, fue durante mucho tiempo la coartada con la que
el sistema represivo franquista se justificó a sí mismo y, en relación a su
obra, que posee una significación histórica superior a su alcance meramente
estético. Juicios severos que abrían, para algunos prematuramente, el debate
sobre el teatro de Buero y el alcance de su compromiso. Debate tan inevitable
como necesario que, una vez dado el pistoletazo de salida, bueno es que no se
demore.
Respecto
a su labor creativa, algunos críticos han sido severos con la obra escrita tras
la muerte de Franco. Por ser la más reciente y, en consecuencia, la más
conocida por las nuevas generaciones de espectadores, no sería sorprendente que
su producción anterior quedara eclipsada por esa valoración negativa. Sería
grave que tal cosa sucediera, porque cuatro o cinco de las obras que estrenó
durante el franquismo son avales suficientes para ocupar un lugar privilegiado
en la historia de nuestro teatro. No me refiero a Historia de una escalera,
que sigue siendo la más citada, pero que está lejos de figurar entre las más
representativas del autor. Su importancia, que no es pequeña, radica en que
introdujo en los escenarios españoles una temática social que hasta entonces
había estado ausente de ellos. Pero el mismo Buero, que tanto debió a su
estreno, siempre ha mostrado sus preferencias por En la ardiente oscuridad,
redactada, en su primera versión, con anterioridad y en la que ya aparecía el
tema de la ceguera, al que volvería con posterioridad. Buero siguió caminos
bien distintos al que podía intuirse en aquella obra primeriza. Un soñador
para un pueblo, Las Meninas, El concierto de San Ovidio y El
sueño de la razón son jalones que le llevó a inspirarse en nuestra historia
para reflexionar sobre su tiempo. También transitó por nuestro pasado
inmediato, alumbrando dos obras esenciales dos obras esenciales: El tragaluz
y La Fundación. La reposición de la última, durante la pasada temporada,
en el Centro Dramático Nacional, bajo la dirección de Juan Carlos Pérez de la
Fuente, supuso, para numerosos espectadores, el descubrimiento de un autor de
cuya obra esencial sabían muy poco. Volviendo a su teatro más reciente, no creo
que deba ser despachado dando por buenos ni la prudencia o el aplauso ciego de
sus incondicionales, ni, en el terreno contrario, el rechazo que ha suscitado
en diversos medios culturales.
Algo
debemos decir del compromiso social y político de Buero. Se ha dicho que,
cuando nació su vocación teatral, venía de la muerte, cosa cierta si se tiene
en cuenta que la guerra civil dejó dolorosas huellas en él y que, durante los
primeros años de la dictadura, estuvo condenado a muerte. El sorprendente éxito
de Historia de una escalera le abrió las puertas del teatro español, de
modo que casi todas sus obras fueron estrenadas, no sin ciertas dificultades en
algunos casos, pero, desde luego, menores que las padecidas por otros dramaturgos
opuestos, como él, al régimen franquista. El diferente trato recibido fue
atribuido a una estrategia posibilista que no todos aceptaban. Al frente del
rechazo a cualquier forma de pacto se puso Alfonso Sastre, quien mantuvo, en
1960, una agria polémica con Buero. Para éste, era mejor hablar, aunque fuera
con sordina, que callarse o irse de España, como hicieron otros. De acuerdo con
ello, pretendía, e hizo lo posible porque así fuera, que sus obras llegaran al
público. Lo consiguió sin recibir excesivo daño de la censura, que sólo
prohibió La doble historia del doctor Valmy. Muchos sospecharon que tras
el aparente trato de favor recibido por Buero se ocultaba un pacto con la
dictadura o una claudicación. Nada menos cierto. Otra cosa es que el prestigio adquirido
por el autor le hiciera menos vulnerable a la presión del poder que cualquier
otro autor. Pero quizás las cosas no fueran tan simples.
Buena
parte del teatro de oposición escrito en aquellos años abogaba por un cambio de
sistema político. El objetivo, apenas disimulado, era provocar la caída del
franquismo. Sin embargo, el teatro de Buero no planteaba esa cuestión. Como
ciudadano deseaba, qué duda cabe, que tal cosa sucediera. Pero como dramaturgo,
su temática era otra. Mariano de Paco, especialista en la obra bueriana, ha
destacado su preocupación por los problemas del hombre de nuestro tiempo,
individual y socialmente considerado. Buero no buscaba, en su teatro, el
enfrentamiento con un sistema político, sino un diálogo abierto con la sociedad
española. La dictadura podía tolerar esta suerte de discurso y hasta alentarlo,
sobre todo en sus años postreros, desde las instancias más reformistas del
régimen. Lo que no consentía era el ataque frontal a las instituciones, ni las
proclamas rupturistas.
La
llegada de la democracia no provocó cambios profundos en el teatro de Buero.
Siguió ahondando en el análisis del comportamiento del hombre actual poniendo
especial atención en mantener el equilibrio entre drama individual y trasfondo
político. Frente a los que le acusan de falta de compromiso o de deliberada
ambigüedad estamos los que, por su trayectoria intelectual y humana, le
consideramos como una referencia obligada para explicar la realidad, a menudo
desagradable, con más sombras que luces, de la vida de nuestro país durante el
último medio siglo.
Jerónimo López Mozo
Junio, 2000
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