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BUERO SERÁ SU OBRA... (Mariano de Paco)

El problema del sol (de Libro de estampas)
A. BUERO VALLEJO


"Buero será su obra..."
Mariano de Paco
Universidad de Murcia



En la primera intervención de la Voz de Antonio Buero Vallejo en La realidad iluminada, dramaturgia que sobre textos buerianos preparamos Virtudes Serrano y quien esto escribe para el homenaje que tuvo lugar en Guadalajara el 29 de septiembre de 2000, se recogían unas palabras que, pronunciadas en 1979, cobraron con la muerte del dramaturgo infausta actualidad: «Cuando Buero deje de existir ya no quedará más que su obra y Buero será su obra...». Ahora él no está físicamente entre nosotros pero, como expresé a los pocos días de su muerte, «Buero Vallejo no ha desaparecido para quienes hemos tenido la suerte de contar con su amistad, su trato o, simplemente, su proximidad en algún momento. Buero sigue estando también para todos, hoy y mañana, porque ha legado el grato recuerdo de su vida y la impagable herencia de su obra. Su vida ha quedado reflejada en esa obra de modo permanente y a ello me quiero referir en estas páginas, que enlazan existencia y creación. «Todo escritor se alimenta de sus experiencias, si éstas no lo hunden...» afirmó Buero en 1987 y en varias intervenciones de este Curso hemos tenido ocasión de ver el valor nutricio de unas vivencias que, a pesar de su dureza, no fueron capaces de anular al hombre ni de coartar al artista.

«En la infancia está todo o casi todo...» dijo el autor en varias ocasiones y en su niñez se encuentra en germen de modo asombroso su actividad creativa. La infancia y primera juventud de Buero Vallejo transcurrieron casi por completo en Guadalajara, ciudad donde había nacido el 29 de septiembre de 1916 y en la que su padre era profesor de la Academia Militar de Ingenieros. La biblioteca paterna proporciona textos literarios y dramáticos, catálogos pictóricos, libros de tema científico, a un niño que muy pronto manifestó gran afición por la lectura, por la música y sobre todo, por el dibujo y la pintura. Ya entonces lo era porque, como hemos dicho, en su infancia leyó «cientos de comedias» y también asistió a la representación de algunas; sus primeros juegos tuvieron como centro un «maravilloso teatro infantil», gustaba de «recitar poemas» y, con algunos amigos del Instituto, de crear y recrear personajes y espacios teatrales y cinematográficos en innumerables «fantasías lúdicas»: «era niño teatral». Pero la pintura constituyó su inicial vocación, sólo abandonada por el obligado paréntesis de guerra y posguerra, que condujeron la mano del lienzo al papel: «Mi vocación pictórica fue muy temprana y cubrió durante largos años a la literaria, sólo latente pero insinuada, de vez en cuando, en versitos o cuartillitas a los que tardé mucho en considerar como síntomas.

Sin embargo, teatro y pintura se funden, tendremos ocasión de verlo después, en una acusada sensibilidad que se manifiesta de modo insólitamente precoz. En «Brillantes», artículo publicado por primera vez en 1987, rememora Buero un lejano recuerdo, quizá el primero que conservaba. El niño de cuatro años que era entonces mira «en la penumbra la antigua escribanía plateada de dos tinteros, entre los cuales se yergue la estatuilla de un viejo timonel ante un calado respaldo de volutas. Terminan dos de ellas en redondos resaltes extrañamente relucientes y me los quedo mirando fascinado. Pues veo -no imagino, lo veo con nitidez- que esas dos pequeñas bolitas son dos pequeños diamantes de facetas exquisitamente talladas». Al tocarlas, advierte, desengañado, que «no son sino dos remates de metal [...]». Pero este incidente «guardaba la primera lección de la realidad correctora de la fantasía» y, simultáneamente, «la insinuación de que el arte es fantasía creadora». El acontecimiento posee un especial valor puesto que señala la permanente intuición del autor de que «si la verdad de los molinos debe sustituir a la ensoñación de los gigantes, también hay que rastrear incansablemente los fantásticos brillantes que aquéllos esconden». Realidad en la más honda ficción y valor ficcional de la más cruda realidad, como una y otra vez percibimos en sus textos.

No mucho después traza dibujos de los que apenas se conoce alguna muestra. De sus siete años son los primeros guardados en los dos álbumes inéditos «amorosamente preparados y encuadernados» por su padre, como se indica en Libro de estampas; y de los nueve, un dibujo cervantino del que nos habla en su «Apunte autobiográfico», en el que se refiere también a la inclinación a la música, la curiosidad por la ciencia y a algún intento de escritura.

«El mundo de Goya», de 1931, viene acompañado en Libro de estampas de este texto: «Abundan las incorrecciones y torpezas propias de mis quince años pero a esa edad era ya Goya para mí una gran revelación. Treinta y nueve años después estrenaría El sueño de la razón sin acordarme de este dibujo lejano...». En la Presentación del Libro de estampas, que tuvo lugar en Murcia el 22 de noviembre de 1993, indicaba Buero que «asuntos tratados en el teatro estaban ya en tempranos o no tan tempranos dibujos». Este caso es, con «El mundo de Homero» (de 1934, «prefiguración» de La tejedora de sueños), el más significativo, como lo son también ambos de la madurez del adolescente que los trazaba. De 1932 son «Evocación de la gran guerra» y «Don Quijote y Sancho» y dos años posterior «Don Quijote», «personaje que se tornaba más complejo cuanto más a él me acercaba» y que evoca elementos esenciales de su obra dramática. De «No entres», curioso dibujo de 1933, afirma Buero Vallejo que es «escenificación y fantasmagoría de mi teatro interior, bajo la carga de preocupaciones sociales».

«El único hombre», cuento premiado en su adolescencia que ahora editamos por vez primera, deja traslucir experiencias personales junto a las inquietudes creativas. Lo llevaron éstas a estudiar en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando (1934-1936), y a trabajar en el Taller de Artes Plásticas de la FUE. Nos contó que tuvo entonces una charla-intervención en la radio titulada «La mentira del arte proletario» alertando contra los excesos innecesarios. Todo ello deja ver una «pasión por el arte» que se mantuvo durante su vida entera y que se manifiesta también en las actuaciones con sus compañeros de estudios durante la guerra.

Poco antes de comenzar la contienda, Buero publicó en Gaceta de Bellas Artes dos artículos, que por deseo del autor no figuran en su Obra Completa y reproducimos en un apéndice de este volumen, en los que con juvenil arrojo expresa sus opiniones. En el primero («Temas para un concurso») aparece el nombre de Velázquez como ejemplo de modernidad («Pintar como el Velázquez de los últimos tiempos es pintar conforme al siglo en que vivimos») y de  inalcanzados logros; el segundo, específicamente dedicado al genial pintor que siempre prefirió («Por el buen velazquismo. Prolegómenos a un manifiesto necesario»), está escrito impulsado por «una luminosa evidencia interior». Velázquez constituye para él «una secreta preocupación» como la visión «física» del natural fue la permanente obsesión del maestro:

Comprendí cómo Velázquez, que era ante todo pintor de la cabeza a los pies, en vez de hacer de la pintura un campo de experimentación de sus anhelos metafísicos, dedicó toda su inquietud a la resolución del problema de la visión. Esta enorme preocupación es la que le hizo ver la naturaleza como un todo armónico sin detalles; y de esta visión desenfocada y unificadora del natural, contrapuesta a la visión enfocada en absoluto y disgregadora del natural, anterior a él, nacieron su atmósfera y su luz, es decir, los resultados de considerar la entonación como una abstracción rítmica real, abandonando la antigua manera de ver las cosas, grosera y minuciosa.


Veinticinco años después, al escribir Las Meninas, continuaba Buero con la «preocupación», ya no «tan secreta», por la pintura de Velázquez, que sustancialmente juzgaba del mismo modo. Recordemos los diálogos con Pedro y con Nieto y Nardi. A éste le explica, ante el tribunal que lo juzga, cuál es la base de su «manera abreviada»: «Vos creéis que hay que pintar las cosas. Yo pinto el ver» (O.C., I, p. 923). A la genial técnica de la «pintura inteligible» velazqueña volverá el autor con los comentarios de Plácido en su última obra, Misión al pueblo desierto.

La genialidad del modelo no puede, sin embargo, llevarnos a afirmar que agotó el camino emprendido:

Todo aquel que, consciente de la importancia de Velázquez, comprende que su concepto de la visión debe ser superado, aunque, por otra parte, esté seguro de que no lo ha de conseguir en su vida, es un buen velazquista.

Quien desee no traicionar a Velázquez ha de poner su empeño en «superarlo», aunque sea éste un anhelo imposible, como lo es el que Ignacio transmite a Carlos en En la ardiente oscuridad.

Cuando su quinta es movilizada en la guerra civil, Buero se incorpora a la XV División y, a las órdenes del Comandante Goryan, médico húngaro que lo llevó junto a él, sirve a la República en varios destinos confeccionando carteles, escribiendo y dibujando, con o sin su firma, en el periódico del frente La Voz de la Sanidad en sus distintas etapas.

El enfrentamiento cruel de una lucha cainita deja huella indeleble en el joven Buero. La guerra fue «atroz para todos...», como dice Mario en El tragaluz (O.C., I, p. 1176), y su reflejo apunta en Historia de una escalera y se trata, de distintos modos, en La tejedora de sueños, Aventura en lo gris, El tragaluz, El sueño de la razón, Llegada de los dioses o Misión al pueblo desierto. Pero al comienzo de la lucha tiene lugar un tremendo suceso familiar que hubo de marcar al autor. Voy a referirme a él de modo muy sucinto. Su padre, militar sin adscripción política, es apresado por fuerzas del bando republicano, desaparece y se supone que es fusilado el 7 de noviembre en Paracuellos; su hermano, también militar, es encarcelado y salva la vida en parte por las declaraciones de Antonio. Recordemos que Dionisio cuenta en Caimán cómo durante «nuestra guerra» se llevaron a su padre; «cuando la ciudad estuvo a punto de caer, lo mataron como a tantos otros» pero, como nunca supieron de él, su madre mantuvo siempre la esperanza de que volviese (O.C., 1, pp. 1747-1748).

La relación de Buero con su padre unía al amor filial la admiración y el reconocimiento por lo que en su formación supuso. De él provenían firmes principios morales. Nos lo trae a la memoria la actitud del Padre de El tragaluz, que inculcó a sus hijos «la religión de la rectitud», «enseñanza peligrosa» en un mundo y en un tiempo en los que se vive del engaño, de la zancadilla, de la componenda» (O.C., I, p. 1141). Cuando Buero graba una entrevista que se emitiría en televisión después de su muerte y, por tanto, dice «últimas cosas», deja este «mensaje» a su familia: «Que sean honestos, que sean veraces», y conecta lo que sin duda fue lema en su vida (y en su obra: «la verdad») con la antigua enseñanza del padre, para quien una de las peores cosas que podían hacer sus hijos era «decir mentiras».

Lo ocurrido en noviembre de 1937 no cambia, sin embargo, las convicciones de Antonio Buero Vallejo y su defensa de la legalidad republicana (firmeza que a veces se le ha reprochado), pero le crea un problema moral que, para su grandeza personal, se mantendrá siempre. En 1987 me decía en la citada entrevista:

El recuerdo de la muerte de mi padre no me abandona... Fue la comprobación personalísima de los crímenes que manchan cualquier causa en las pugnas históricas. Pero yo, aunque muy joven, no ignoraba que a todas las causas las mancha el crimen; ni que el bando contrario también estaba tan manchado, por lo menos, si no más. De modo que seguí luchando por la República y por el pueblo.

Algunas de esas palabras ya las había pronunciado uno de sus personajes, Goya, cuando en El sueño de la razón dice al Padre Duaso, al mencionar éste el asesinato del cura de Tamajón: «Es cierto. El crimen nos acompaña a todos. Queda por saber si hay causas justas aunque las acompañe el crimen...». Años después se manifiesta idéntica preocupación en las reflexiones de Plácido en Misión al pueblo desierto, obra que tiene mucho de resumen y testamento de un autor de admirable probidad que el paso del tiempo nunca pudo disolver.

Al concluir la guerra, Buero intenta marcharse de Valencia en un tren atestado como el niño Vicente en El tragaluz: «En la estación había dos o tres de mercancías hasta arriba de soldados. Yo me encajoné en uno de ellos, no sin las protestas de los que allí estaban ya...». Los años de la cárcel prestaron también experiencias personales a la escena. En La Fundación se recrea un «lejano intento de fuga en Conde de Toreno...»; los diálogos sobre pintura son también recuerdo de otros de la prisión, como lo es la memoria de delaciones y torturas. En Diálogo secreto Gaspar se convierte en exacto trasunto del autor cuando dice a Fabio: «Me arrearon 'la Pepa' en la segunda caída. Sólo por organizarnos. Pero me la conmutaron» (O. C., I, p. 1818).

En la cárcel, además de algunos sobre la vida cotidiana (así, los de «La hora del rancho en el Dueso», de 1941, acuarela, y 1946), realiza «cientos» de dibujos de sus compañeros, entre ellos el conocidísimo de Miguel Hernández (1940) mientras que se niega a hacerlos a los funcionarios. En otros, los retratos se enmarcan en el ambiente en el que viven sus protagonistas: «En la enfermería de Ocaña», de 1945, o «Ginerés en el Penal de Ocaña» (1945). Tampoco faltan los que guardan relación con el teatro, así la «Enana velazqueña» (de 1945: «En él latía ya probablemente, sin yo saberlo, la obra de teatro dedicada quince años después a nuestro pintor máximo»).

La conmutación de la pena permite al autor una libertad «condicional» en una sociedad oprimida, despreocupada y evasiva, como «aquella hipócrita y decadente sociedad romanojudaica» de Las palabras en la arena (O.C., II, p. 351) o como el colegio de invidentes de En la ardiente oscuridad. El símbolo doble luz-oscuridad atrae al autor como un problema pictórico y humano y adquiere perfiles concretos en las conversaciones con un amigo (cuyo nombre me confió) que tenía un hermano ciego y le habló de él y de los nuevos procedimientos pedagógicos con los que lo educaban. Buero se propone escribir una novela en la que utilizará esos datos «pero al esbozar un concreto plan narrativo diose cuenta de que la contextura del asunto y de los conflictos en que se traducía resultaba mucho más propicia para el teatro que para la novela».

En «Palabra final» de Historia de una escalera advierte el dramaturgo de la unión de sus experiencias (el lema bajo el que fue presentada al Premio Lope de Vega, Magerit, ya indicaba «de una manera subterránea» la influencia de un ambiente) y su voluntad de universalizar: «En ella hay cosas de las escaleras donde he vivido y de otras en cuyos barrios no viví nunca; hay cosas de gentes que me han querido y me han sufrido y a quienes he querido y sufrido, y cosas de gentes a quienes nunca tuve que tratar» (O.C., II, p. 326). Al publicarse completo El terror inmóvil en los Cuadernos de Teatro de la Universidad de Murcia puso el autor una «Nota preliminar» a ese texto de 1949; en ella daba a conocer que «la singular fotografía» en la que el pariente lejano de un compañero de la galería de los condenados sostenía a su hijo muerto fue la imagen de la que surgiría esa obra (O.C., II, pp. 523).

A la salida de la cárcel en libertad condicional en 1946 publica algún dibujo y sigue pintando, entre otras cosas algunos apreciables autorretratos, en ocasiones para conseguir pequeños y necesarios ingresos. En algún caso, dibujos que acompañan o prefiguran textos dramáticos: «En la escalera» (de 1947, al tiempo que escribía la obra teatral) y «Dos ventanas» (de 1948). Pero -dijo- «la pintura ya no me atrapaba, después de tantos años de no practicarla a fondo»; y vuelve a escribir, ahora como principal dedicación. Primero narrativa; inmediatamente teatro, En la ardiente oscuridad; incluso gana un premio en el Café Lisboa con el cuento «Diana» y quedó allí segundo o tercero en un concurso poético.

Ese cambio fue para él tan importante que en varios de sus dramas alude al tránsito (autobiográfico) de la pintura al teatro. En Hoy es fiesta Silverio cuenta su juvenil afición a la pintura después abandonada (O.C., II, p. 570). Mayor recuerdo del autor hay en Las Meninas, cuando Pedro explica a Velázquez cómo hubo de «remar seis años en galeras» y, por esa obligada inactividad, tuvo que abandonar la pintura. Los seis años de cárcel actuaron como los impuestos al galeote: «Al salir de galeras quedan pocas ganas de pintar y hay que ganar el pan como se pueda» (O.C., I, pp. 893-894).

Muchos años después, aún mantiene Buero viva la memoria del cambio que sufrió. En Las trampas del azar (1994), la historia de Salustiano apunta de modo muy nítido a la en otros casos insinuada frustración de las inclinaciones creadoras del autor. Este músico callejero confiesa, casi al final del Tiempo primero, a Gabriel: «Yo había estudiado violín y un poco de piano. Estalló nuestra guerra y me partió por el eje». Al terminar el segundo, Patricia afirma: «Yo quise pintar genialmente, aun cuando fuese en una pobre buhardilla».

Nada tiene, pues, de extraño que, tras el estreno de Historia de una escalera, manifestase Buero que en ella proyectaba al tiempo una mirada de pintor y de escritor, con el mismo sentido trágico que nos había proporcionado «las más sobrecogedoras obras hispánicas», en pintura y literatura: «Había yo intentado mirar la vida de mi 'escalera' con la misma serena mirada -inhábil en mi caso- con que Velázquez vio a sus bufones y a sus infantas; Solana a sus prostitutas; Benavente y Lorca a sus campesinos, o Baroja a sus parias».

La elección de los símbolos complementarios y plurisignificativos «luz-oscuridad» como centrales en su teatro, desde la primera obra que compuso, se fundamenta sin duda en la íntima vinculación que el autor establece entre la pintura y el teatro. La verdad tiene su mejor expresión en la luz, cuya esperanza traía Ignacio al Colegio de En la ardiente oscuridad como el dramaturgo la llevaba a los escenarios de la posguerra; la luz significa la suprema imagen y la más honda purificación. En Las Meninas Velázquez dice a Pedro al fin de la Primera parte: «He llegado a sospechar que la forma misma de Dios, si alguna tiene, sería la luz... Ella me cura de todas las insanias del mundo» (O. C., 1, p. 893).

Ya se preocupó por los efectos de luz en El terror inmóvil y es sabido que la pintura es elemento temático de muchas de sus obras: Madrugada, Llegada de los dioses, La Fundación («de la que hizo un bosquejo de decorado»), Diálogo secreto, Misión al pueblo desierto...; dos eximios pintores españoles protagonizan Las Meninas y El sueño de la razón; y Buero se comporta habitualmente como «pintor» de sus escenarios, según se muestra de modo ejemplar en Historia de una escalera, en Hoy es fiesta (de la que realizó dos apuntes que Emilio Burgos utilizó para su boceto definitivo de decorado), y, por supuesto, en Las Meninas.

Buero afirmó al presentar el Libro de estampas: «Me reconozco igual en este libro que en el conjunto de mi teatro» y se refirió al parentesco claro entre lo que quiso configurar a través de la labor pictórica y lo que había ido plasmando en las obras teatrales; «asuntos tratados en el teatro estaban ya en tempranos o no tan tempranos dibujos», a pesar de que, tras su estancia en prisión, «la pintura se me había enfriado dentro de una manera irremediable». Esa convicción lo llevó en ocasiones anteriores a plantearse la duda acerca del carácter primigenio de la pintura o del arte dramático en su inclinación. En 1957 cuestionaba los motivos que lo llevaron a elegir el teatro: «Tal vez mi vocación es una especie de realización personal que desborda a toda profesión concreta» y resolvía la preferencia entre una y otro descubriendo la armonía que encierran: «Suelo recordar a ciertos grandes dramaturgos que también quisieron pintar y cuya magnitud conforta mi pequeñez: Ibsen o Eurípides, por ejemplo. [...] Quizá entre pintura y cierto tipo de drama pueda darse una relación necesaria. Trataríase entonces de una previa formación visual: de la toma de posesión del exterior del hombre y de las cosas como obligado precedente a la ulterior exploración de sus significados internos. Mas ello, sólo en cierto tipo de dramaturgia: en aquella que, por hondo que cale, no pierde contacto con la realidad fenoménica de los hechos. ¿Fui yo, antes que dramaturgo, incipiente pintor realista por esa razón? Tal vez...». Y, años después, afirmaba: «Si escribo teatro lo hago porque erijo en mi interior un escenario, unas interpretaciones, ciertas sorpresas escénicas. Sospecho que mi vocación no es la de un escritor 'puro'».

Otros hechos o anécdotas de su biografía influirían sin duda en los argumentos trazados por el dramaturgo. Nos hemos limitado a algunas muestras y deseo ahora trasmitir una confidencia que Buero tuvo a bien hacerme un día en el que, con Victoria Rodríguez y Virtudes Serrano, nos encontrábamos en las proximidades de su domicilio. Al pasar junto al número 71 de la calle Ramón de la Cruz, se detuvo y, señalando una reja a ras de la acera, me dijo: «Ése... Ése es el semisótano de El tragaluz», para explicar luego que allí vivieron unos porteros que lo fueron antes de su finca y fueron expulsados de ella por su pasado e ideas de izquierdas. Ya inmersos en la obra, añadió que para ella había tomado «datos e ideas» en lo referente a las actuaciones anormales por demencia a causa de la edad (algunas con un resultado cómico, como la de salir por el armario...) de lo que ocurría a un amigo de la cárcel (cuyo nombre creo también mejor silenciar a hora).

Ciertas dificultades graves que Buero Vallejo padeció en su vida se proyectan en sus textos. Lo hacen la decisión de Goya en El sueño de la razón de crear sin marcharse de su patria, la polémica del posibilismo en La detonación, la crítica mendaz e interesada en Diálogo secreto, o la terrible desgracia familiar de Música cercana. Y, por último, reflejo de preocupaciones éticas mantenidas durante toda su existencia es Misión al pueblo desierto, oportuna recuperación de la memoria histórica inmediata, realizada con ponderación, pero con valentía, por quien pudo haber sido personaje de aquellos sucesos. Uno de los grandes aciertos de esta pieza es el de la indefinición de los límites entre la realidad y la ficción, en el texto y fuera de él, porque en la biografía del Buero de los años de la contienda es totalmente posible un hecho así. Él mismo, en conversación particular, nos relató cómo, comenzada la guerra civil, colaboró con la Junta de Salvamento Artístico. Como en tantas otras ocasiones, Buero nos habla de lo universal por medio de lo particular y hace una llamada, con la autoridad moral de su propio comportamiento, a la reconciliación; trata también uno de sus temas más queridos, el de la redención por el arte. Indagador de nuevas formas de expresión dramáticas, se sitúa en el interior de su propia obra, adoptando el perfil de la supuesta autora del documento, aquella joven revolucionaria experta en arte y empeñada en salvar un lienzo que trascendía la mano que lo ejecutó. Autobiografía, experimentación, pintura y teatro unidos, encendida defensa de los valores éticos... Este último texto es igualmente resumen de su vida.

La vida de Buero se ha resuelto en su obra. Su teatro, su capacidad creativa, esto es, su contribución al arte, nos ofrecen el modo de conciliar las más graves dificultades y lo más noble y esperanzador de la existencia humana. Por ello, y de modo ejemplar, «Buero será su obra...».



Mariano de Paco
Cajamurcia, Obra Social y Cultural, 2001







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En Biblioteca Virtual Miguel Cervantes


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