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LA NOCHE TRISTE (Bernal Díaz del Castillo)

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CAPT. CXXVIII.- Cómo acordamos irnos huyendo de Méjico.

Como veíamos que cada día menguaban nuestras fuerzas y las de los mejicanos crecían, y veíamos muchos de los nuestros muertos y todos los más heridos, y que aunque peleábamos muy como varones no podíamos hacerlos retirar, y la pólvora apocada, y la comida y agua por el consiguiente, y el gran Montezuma muerto, las paces y treguas que les enviamos a demandar no las querían aceptar, y, en fin, veíamos nuestras muertes a los ojos, y las puentes que estaban alzadas, fue acordado por Cortés y por todos nuestros capitanes y soldados que de noche nos fuésemos, cuando viésemos que los escuadrones guerreros estaban más descuidados, y para más descuidarles, aquella tarde les enviamos a decir con un papa de los que estaban presos, que era muy principal entre ellos, y con otros prisioneros, que nos dejen ir en paz de ahí a ocho días, y que les daríamos todo el oro.

Además de esto estaba con nosotros un soldado que se decía Botello, al pareced muy hombrede bien y latino, que había estado en Roma. decían que era nigromántico, otros decían que tenía familiar, y algunos le llamaban astrólogo. Este Botello había dicho cuatro días hacía que hallaba por sus suertes o astrologías, que si aquella noche que veía no salíamos de Méjico, ninguno saldría con vida.

Se dio luego orden que se hiciese de maderos y tablas muy recias un puente, que llevásemos para poner en los puentes que tenían quebrados, y para ponerlo y llevarlo a guardar el paso hasta que pásese todo el fardaje y el ejército, señalaron cuatrocientos indios tlascaltecas y ciento cincuenta soldados. Para llevar la artillería señalaron doscientos indios de Tlascala y cincuenta soldados, y para que fuesen en la delantera peleando señalaron a Gonzalo de Sandoval y a Diego de Ordaz; a Francisco de Saucedo y a Francisco de Lugo y una capitanía de icen soldados mancebos sueltos para que fuesen entre medias y acudiesen en la parte que más conviniese pelear. Señalaron al mismo Cortés, Alonso de Ávila, Cristóbal de Olid y a otros capitanes que fuesen en medio. En la retaguardia a Pedro de Alvarado y a Juan Velásquez de León, y entremetidos en medio de los capitanes y soldados de Narváez, y para que llevasen a cargo los prisioneros y a doña Marina y doña Luisa, señalaron trescientos tlascaltecas y treinta soldados.

Pues hecho este concierto, ya era de noche, y para sacar el oro y llevarlo o repartirlo, mandó Cortés a su camarero, que se decía Cristóbal de Guzmán y a otros soldados sus criados, que todo el oro, joyas y plata lo sacasen con muchos indios de Tlascala que para ello les dio, y lo pusieran en la sala. Dijo a los oficiales del rey, que se decían Alonso de Ávila y Gonzalo Mexía, que pusiesen cobro en el oro de Su Majestad.

Cargaron de ello a bulto lo que más pudieron llevar, que estaban hechas barras muy anchas, y quedaba mucho oro en la sala hecho montones. Entonces Cortés llamó a su secretario y a otros escribanos del rey y dijo: Dadme por testimonio que no puedo máshacer sobre este oro. Aquí teníamos en este aposento y sala sobre setecientos mil pesos de oro, y como habéis visto que no se puede pesar ni  poner más en cobre, los soldados que quisieren sacar de ello, desde aquí se lo doy, como ha de quedar perdido entre estos perros.

Cuando aquello oyeron, muchos soldados de los de Narváez, y algunos de los nuestros, cargaron de ello. Yo digo que no tuve codicia sino procurar de salvar la vida, mas no dejé de apañar de unas cajuelas que allí estaban unos cuatro chalchihuís, que son piedra entre los indios muy preciadas, que de presto me eché en los pechos entre las armas, que me fueron después buenas para curar mis heridas y comer el valor de ellas.

Desde que supimos el concierto que Cortés había hecho de la manera que habíamos de salir e ir aquella noche a los puentes, y como hacía algo oscuro y había niebla y lloviznaba, antes de medianoche se comenzó a traer el puente y caminar el fardaje y los caballos y la yegua y los tlascaltecas cargados con el oro; y de presto se puso el puente, y pasó Cortés y los demás que consigo traía primero, y muchos de a caballo. Estando en esto suenan las voces y cornetas y gritas y silbidos de los mejicanos, y decían en su lengua a los de Tatelulco: ¡Salid presto con vuestras canoas, que se van los teúles, y tajadles que no quede ninguno con vida! Cuando no me cato, vimos tantos escuadrones de guerreros sobre nosotros, y toda la laguna cuajada de canoas, que no nos podíamos valer. Muchos de nuestros soldados ya habían pasado, y estando de esta manera cargan tanta multitud de mejicanos a quitar el puente y a herir y matar en los nuestros, que no se daban a manos. Como la desdicha es mala en tales tiempos, ocurre un mal sobre otro; como llovía, resbalaron dos caballos y caen en la laguna. Cuando aquello vimos yo y otros de los de Cortés nos pusimos en salvo de esa parte del puente, y cargaron tanto guerrero, que por bien que peleábamos no se pudo más aprovechar de ella. De manera que aquel paso y abertura de aguade presto se llenó a caballos muertos y de indios e indias y naborías y fardaje y petacas.

Temiendo no nos acabasen de matar, tiramos por nuestra calzada adelante y hallamos muchos escuadrones que estaban aguardándonos con lanzas grandes, y nos decían palabras de vituperios, y entre ellas decían:¡Oh, cuilones, y aún vivos quedáis! A estocadas y cuchillas que les dábamos pasamos, aunque hirieron allí a seis de los que íbamos. Pues quizá había algún concierto de cómo lo habíamos concertado, maldito aquél; porque Cortés y los capitanes y soldados que pasaron primero a caballo, por salvarse y llegar a tierra firme y asegurar sus vidas, aguijaron por la calzada adelante, y no la erraron; también salieron en salvo los caballos con el oro y los tlascaltecas.

Digo que si aguardáramos, así los de a caballo como los soldados, unos a otros en los puentes, todos feneciéramos. La causa es ésta: que yendo por la calzada, ya que arremetíamos a los escuadrones mejicanos, de la una parte es agua ydelatora parte azoteas, y la laguna llena de canoas, y no podíamos hacer cosa ninguna. Pues escopetas y ballestas, todas quedaban en el puente. Y si fuera de día, fuera mucho peor, y aun los que escapamos fue Nuestro Señor servido de ello. Para quien vio aquella noche la multitud de guerreros sobre nosotros estaban, y las cosas que de ellos andaban a arrebatar nuestros soldados, es cosa de espanto.

Ya que íbamos por nuestra calzada adelante, cabe el pueblo de Tacuba, adonde ya estaba Cortés con todos los capitanes, Gonzalo de Sandoval y Cristóbal de Olid y otros de a caballo de los que pasaron delante, decían a voces: Señor capitán, aguardemos, que dicen que vamos huyendo y los dejamos morir en los puentes. Tornémosles a amparar, si algunos han quedado, que no salen ni vienen ningunos. La respuesta de Cortés fue que los que habíamos salido era milagro. Todavía volvió con los de a caballo y soldados que no estaban heridos, y no anduvieron mucho trecho, porque luego vino Pedro de Alvarado bien herido, a pie, con una lanza en la mano, porque la yegua alazana ya se la habían muerto, y traía consigo cuatro soldados tan heridos como él.

Como Cortés y los demás capitanes les encontraron de aquella manera y vieron que no venían más soldados, se le saltaron las lágrimas de los ojos. Dijo Pedro de Alvarado que Juan Velásquez de León quedó muerto con otros muchos caballeros, así de los nuestros como de los de Narváez, que fueron más de ochenta, en el puente, que él y los cuatro soldados que consigo traía, después que le mataron los caballos, pasaron el puente con mucho peligro sobre muertos y caballos y petacas, que estaba aquel paso del puente cuajado de ellos; y dijo que todos los puentes y calzadas estaban llenos de guerreros. En el triste puente, que dijeron después que fue el salto de Alvarado, digo que en aquel tiempo ningún soldado se paraba a verlo si saltaba poco o mucho, porque harto teníamos que salvar nuestras vidas, porque estábamos en peligro de muerte, según la multitud de mejicanos que sobre nosotros cargaban.

Pasemos adelante, y diré que como estando en Tacuba se habían juntado muchos guerreros mejicanos de todos aquellos pueblos, y nos mataron allí tres soldados, acordamos lo más presto que pudiésemos salir de aquel pueblo, y con cinco indios tlascaltecas, que atinaban el camino de Tlascala, sin ir por camino, nos guiaban con mucho concierto, hasta que llegamos a una cacería que en un cerro estaban, y allí junto uncu, adonde separamos.

Quiero tornar a decir qué seguidos que íbamos de los mejicanos, y de las flechas, varas y pedradas que con sus hondas nos tiraban, y cómo nos cercaban, dando siempre en nosotros, es cosa de espantar.

En aquel cu, después de ganada la gran ciudad de Méjico, hicimos una iglesia, que se dice Nuestra Señora de los Remedios, muy devota, y van ahora allí en romería y a tener novenas muchos vecinos y señoras de Méjico.

Lástima era de ver curar y apretar con algunos paños de mantas nuestras heridas, y como se habían resfriado y estaban hinchadas, dolían. Pues más de llorar fue los caballeros y esforzados soldados que faltaban, que fueron Juan de Velásquez de León, Francisco de Saucedo, Francisco de Moria, Lares el buen jinete y otros muchos de los nuestros de Cortés. Cuento yo estos pocos, porque escribir los nombres de los muchos que de nosotros faltaron es no acabar tan presto. Pues de los de Narváez todos los más en los puentes quedaron, cargados de oro. Al astrólogo Botello no le aprovechó su astrología, que también allí murió con su caballo. También quedaron en los puentes muertos los hijos e hijas de Montezuma, y los prisioneros que traíamos, y Cacamatzin, señor de Tezcuco, y otros reyes de provincias.

Dejemos ya de contar tantos trabajos y digamos cómo estábamos pensando en lo que por delante teníamos, y era que todos estábamos pensando en lo que por delante teníamos, y era que todos estábamos heridos, y no escaparon sino veintitrés caballos. Los tiros, artillería y pólvora, no sacamos ninguna; las ballestas fueron pocas, y ésas se remediaron luego las cuerdas, e hicimos saetas. Lo peor de todo era que no sabíamos la voluntad que habíamos de hallar en nuestros amigos los de Tlascala.

Aquella noche siempre estuvimos cercados de mejicanos, y acordamos salirnos de allí a medianoche, y con los tlascaltecas, nuestros guías, por delante, con muy buen concierto, caminar, los heridos en medio y los cojos bordones, y algunos que no podían andar y estaban muy malos, a ancas de caballos de los que iban cojos, que no eran para batallar, y los de a caballo que no estaban heridos, repartidos delante y aun lado y a otro. De esta manera todos nosotros, los que más sanos estábamos, haciendo rostro y cara a los mejicanos, y los tlascaltecas heridos dentro del cuerpo de nuestro escuadrón, y los demás que estaban sanos hacían cara juntamente con nosotros, porque los mejicanos nos iban siempre picando con grandes voces, gritos y silbidos.

Pues me he olvidado de escribir el contento que recibimos de ver viva a nuestra doña Marina, y a doña Luisa, la hija de Xicotenga, que las escaparon en los puentes unos tlascaltecas, y también una mujer que se decía María de Estrada, que no teníamos otra mujer de Castilla en Méjico sino aquélla. Quedaron muertas las más de nuestras naborías que nos habían dado en Tlascala y en la misma ciudad de Méjico.

Llegamos aquel día a unas estancias y caserías de un pueblo grande que se dice Gualtitán. Desde allí fuimos por unas caserías y poblezuelos, y siempre los mejicanos siguiéndonos.

Otro día muy de mañana comenzamos a caminar con el concierto que de antes íbamos, y aun mejor, y siempre la mitad de los de a caballo adelante. Poco más de una legua de allí, en un llano, ya que creíamos ir en salvo, vuelven nuestros corredores del campo que iban descubriendo y dicen que están los campos llenos de guerreros mejicanos aguardándonos.

Allí reparamos un poco, y se dio orden cómo se había de entrar y salir los de a caballo a media rienda, y que no se parasen a alancearlos, sino las lanzas por los rostros hasta romper sus escuadrones, y que todos los soldados, las estocadas que diésemos les pasásemos las entrañas, y que hiciésemos de manera que vengásemos muy bien nuestras muertes y heridas.

Después de encomendarnos a Dios y a Santa María muy de corazón, invocando el nombre del señor Santiago, desde que vimos que nos comenzaban a cercar, de cinco en cinco de caballo rompieron por ellos, y todos nosotros juntamente.

¡Oh, qué cosa era de ver esta tan temerosa y rompida batalla, cómo andábamos tan revueltos con ellos, pie con pie, y qué cuchilladas y estocadas les dábamos, y con qué furia los perros peleaban, y qué herir y matar hacían en nosotros con sus lanzas y macanas y espadas de dos manos, y los de caballo, no dejaban de batallar muy como varones esforzados!

Pues todos nosotros lo que no teníamos caballos, parece ser que a todos se nos ponía doblado esfuerzo, que aunque estábamos heridos y de refresco teníamos otras heridas, no curábamos de apretarlas por no pararnos a ello, que no había lugar, sino con grandes ánimos apechugábamos con ellos a darles de estocadas. Pues quiero decir cómo Cortés y los otros capitanes, cuáles andaban a una parte y a otra, aunque bien heridos, rompiendo escuadrones; y las palabras que Cortés decía a los que andábamos envueltos con ellos, que la estocada o cuchillada que diésemos fuese en señores señalados, porque todos traían grandes penachos de oro y ricas armas y divisas. Pues ver cómo nos esforzaba el valiente y animoso Sandoval, y decía: ¡Ea, señores que hoy es el día que hemos de vencer! ¡Tened esperanza en Dios que saldremos de aquí vivos para algún buen fin! Y quiso Dios que allegó Cortés, con los capitanes que andaban en su compañía, a una parte donde andaba con su gran escuadrón el capitán general de los mejicanos, con su bandera tendida, con ricas armas de oro y grandes penachos de argentería.

Cuando le vio Cortés, con otros muchos mejicanos que eran principales, que todos traían grandes penachos, dijo a los demás capitanes:¡Ea, señores, rompamos por ellos y no quede ninguno de ellos sin herida! Y encomendándose a Dios, arremetió Cortés con otros caballeros. Cortés dio un encuentro con el caballo al capitán mejicano, que le hizo abatir su bandera, y los demás capitanes acabaron de romper el escuadrón, que eran muchos indios, y quien siguió al capitán que traía la bandera, que aun no había caído del encuentro que Cortés le dio, fue Juan de Salamanca, que andaba con Cortés con una buena yegua overa, que le dio una lanzada, le quitó el rico penacho que traía, y se lo dio a Cortés, mas de allí a cosa de tres años Su Majestad se lo dio por armas a Salamanca, y lo tienen sus descendientes en sus reposteros.

Volvamos a nuestra batalla, que Nuestro Señor Dios fue servido que, muerto aquel capitán que traía la bandera mejicana, y otros muchos que allí murieron, aflojó su batallar, y todos los de a caballo siguiéndolos. Nuestros amigos los de Tlascala estaban hechos unos leones, y con sus espadas y montantes y otras armas que allí apañaron, hacíanlo muy bien.

Ya vueltos los de a caballo de seguir la victoria, todos dimos muchas gracias a Dios que escapamos de tan gran multitud de gente, porque no se había visto ni hallado en todas las Indias, en batalla que se haya dado, tan gran número de guerreros juntos, porque allí estaba la flor de Méjico y de Tezcuco y de todos los pueblos que están alrededor de la laguna, y otros muchos sus comarcanos, ya conpensamiento que de aquella vez no quedara roso ni velloso de nosotros. ¡Qué armas tan ricas que traían, con tanto oro y penachos y divisas, y todos los más capitanes y personas principales! Allí junto donde fue estas reñida y nombrada batalla tienen muy bien pintada y en retratos entallada los mejicanos y tlascaltecas, entre otras muchas batallas que con los mejicanos tuvimos hasta que ganamos a Méjico. Fue esta nombrada batalla de Otumba a catorce de julio de 1520.

Digo que en obra de cinco días fueron muertos y sacrificados sobre ochocientos sesenta soldados, con setenta y dos que mataron en un pueblo que se dice Tustepeque, y a cinco mujeres de Castilla; y éstos que mataron en Tustepeque eran de los de Narváez; y mataron sobre mil doscientos tlascaltecas. Si miramos en ello, todos comúnmente hubimos mal gozo de lar partes del oro que nos dieron, y si de los de Narváez murieron muchos más que de los de Cortés en los puentes, fue por salir cargados de oro.

Íbamos ya muy alegres y comiendo unas calabazas que llaman ayotes, hacia Tlascala, por temor no se tornasen a juntar escuadrones mejicanos. Allí estaba un buen cu y casa fuerte, donde reparamos aquella noche y nos curamos nuestras heridas y estuvimos con más reposo.

Desde aquella población y casa donde dormimos se parecían las serrezuelas que están cabe Tlascala, y como las vimos nos alegramos, como si fueran nuestras casas. Pues quizá sabíamos de cierto que nos habían de ser leales, o quévoluntad tendrían, o qué había acontecido a los que estaban poblados en la Villa Rica, si eran muertos o vivos. Cortés nos dijo, que pues éramos pocos, que no quedamos sino cuatrocientos cuarenta con veinte caballos y doce ballesteros y siete escopeteros, y no teníamos pólvora, y todos heridos, cojos y mancos, que mirásemos muy bien cómo Nuestro Señor Jesucristo fue servido de escaparnos con las vidas, por cual siempre le hemos de dar muchas gracias y loores.

Llegamos a una fuente que estaba en una ladera, y allí estaban unas como cercas y mamparos de tiempos viejos, y dijeron nuestros amigos los tlascaltecas que allí partían términos entre los mejicanos y ellos; y de buen reposo nos paramos a lavar y a comer de la miseria que habíamos habido. Luego comenzamos marchar, y fuimos a un pueblo de tlascaltecas que se dice Guaolipar, donde nos recibieron y nos dieron de comer, mas no tanto, que si no se lo pagábamos con algunas pecezuelas de oro y chalchihuís, que llevábamos algunos de nosotros, no os lo daban de balde. Allí estuvimos un día reposando.

Desde que lo supieron en la cabecera de Tlascala, luego vinieron Maseescasi, Xicotenga el Viejo, Chichimecatecle y otros muchos caciques y principales y todos los más vecinos de Huexocingo, y como llegaron a aquel pueblo donde estábamos, fueron a abrazar a Cortés y a todos nuestros capitanes y soldados, y llorando algunos de ellos, dijeron a Cortés: ¡Oh, Malinche, y cómo nos pesa de vuestro mal y de todos vuestros hermanos, y de los muchos de los nuestros que con vosotros han muerto! Ya os lo habíamos dicho muchas veces que no os fiaseis de gente mejicana, porque un día y otro os habían de dar guerra. No me quisisteis creer. Ya hecho es, no se puede al presente hacer más de curaros y daros de comer. En vuestras casas estáis. Descansad e iremos luego a nuestro pueblo y os aposentaremos. Y no pienses, Malinche, que has hecho poco en escapar con las vidas de aquella tan fuerte ciudad y sus puentes. Yo te digo que si de antes os teníamos por muyesforzados, ahora os tengo en mucho más. Bien sé que llorarán muchas mujeres e indios de estos nuestros pueblos las muertes de sus hijos, maridos, hermanos y parientes. No te congojes por ello. Y mucho debes a tus dioses que te han aportado aquí y salido de entre tanta multitud de guerreros que os aguardaban en lo de Otumba, que cuatro días había que lo supe que os esperaban para mataros. Yo quería ir en vuestra busca con treinta mil guerreros de los nuestros, y no pude salir a causa que no estábamos juntos y los andaban juntando?

Cortés y todos nuestros capitanes y soldados los abrazamos y les dijimos que se lo teníamos en merced. Y Cortés les dio a todos los principales joyas de oro y piedras, que todavía se escaparon, cada cual soldado lo que pudo; asimismo dimos algunos de nosotros a nuestros conocidos de lo que teníamos.

Bernal Díaz del Castillo
Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, 1568 






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Para ver el texto completo
La noche triste en la
Historia chichimeca, 1610-1640
de Fernando Álva Ixtlilxóchitl,

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