"Ser escritor es, antes que nada, una actitud en el mundo". Ignacio Aldecoa dejó constancia, nunca traicionada, de esa afirmación. Y como un escritor no puede vivir de espaldas a la vida, que le rodea y oprimir, Ignacio Aldecoa dijo: "Yo he visto y veo continuamente cómo es la pobre gente de España". Inmerso en esa vida, en ese mundo donde le tocó nacer, Ignacio Aldecoa no se desentendió jamás de aquel íntimo compromiso que contrajo consigo el día que se supo y se quiso escritor, y lo ha evidenciado a lo largo de toda su obra.
Acaso debería iniciar el entrañable recuero que aquí le dedico -una opinión crítica no es posible, ya que no me siento capacitada para ello- puntualizando que nació en Vitoria, el 24 de julio de 1925; que estudió Filosofía y Letras en Salamanca y en Madrid; que viajó por diferentes países... Pero algo me dice que estas cosas, a la hora de recuperarle, se parecen demasiado a las frías señas de un carnet de identidad. Y, por tanto, poco o nada de su personalidad pueden aportar a los lectores. Prefiero, pues, más que en datos y fechas, detener mi memoria en el amigo, en el compañero de una misma y áspera lucha, en el hombre que fue. Revivir, al tiempo que releo una vez más estos cuentos suyos, el tono de su voz, el color y la forma de sus ojos - aquellos ojos cambiantes, del pardo al verde, levantados hacia las sienes, que en más de una ocasión me hicieron pensar: "Tiene ojos de duende"-; el rebelde mechón, siempre pronto a deslizarse sobre su frente, surcada por una larga, honda preocupación; aquellas cejas de falso corsario que,en ocasiones, parecían ser parte misma de sus tajantes opiniones, cuando la voz se le endurecía ante lo que más podía exasperarle: la injusticia, unida a la simulación y la estupidez.
Porque Igancio Aldecoa no se permitió jamás a sí mismo la futilidad de "acoplarse a las circunstancias, tendencias y modas en boga". Por eso, estoy segura de acertar si afirmo que sus libros se salvarán de ese implacable enemigo llamado olvido. Si la sinceridad puede convertirse, a menudo, en brutalidad, mala educación y hasta cursilería, la autenticidad es un deber. Y la falta de autenticidad, en un escritor, el más grave fraude profesional. Ignacio lo sabía bien. "Lo que me mueve, sobre todo -escribió en cierta ocasión-, es que hay una realidad española, cruda y tierna a la vez, que está inédita en nuestra novela". Y con esta convicción se trazó la línea que supo llenar ampliamente ese indudable vacío. Ignacio, a su vez, tierno y crudo, podía desentrañar esa realidad, entender y dar a entender, a través de sus novelas, de sus cuentos, lo que vive escondido tras una apariencia anodina y vulgar, triste a ratos, a ratos feroz mente cruel. Sabía desvelar la cotidiana agonía de tantos seres, de tantas vidas que cruzan a nuestro lado, sin que sepamos apreciar el latir de su sórdido o humilde drama. Se ha dicho que lo más local, a menudo, es lo más universal. La obra de Ignacio Aldecoa constituye una rotunda afirmación de ese concepto. En sus cuentos, y en toda su obra -en lo que se ha llamado su "épica de los oficios"-, la concienzuda, difícil y honrada labor de este escritor trasciende mucho más allá de la geografía, raza y lengua en que se produjeron. Y tengo evidencia de ello, si recuerdo la ocasión, no muy lejana, en que, víctima espectante y entristecida de la gran confusión en que por aquellos días se debatía nuestra literatura, llegué a mis estudiantes norteamericanos, por vez primera, materialmente atiborrada de falsos "valores renovadores". Y fue al comprobar cómo tanta "caligrafía" hueca y suficiente se derrumbaba y naufragaba en el espeso mar del aburrimiento y desinterés -por parte de estudiosos a todas luces inteligentes y bien preparados-, cuando la obra de Ignacio y las de algunos otros (los de ahora siempre, los que antes que proponerse hacer "nueva" literatura se proponen hacer "buena" literatura, y de quienes únicamente parten las auténticas renovaciones) se convirtieron en mis más sólidas "tablas de salvación". Una vez más, me afirmé en la vieja convicción de que la preocupación social no está reñida con la literatura. Aunque, en desagravio a ciertos confusos y honrados seguidores de la época a que aludo, muchos de ellos fueron simplemente la lógica consecuencia de largos años de mordaza, los años del hambre y la sed española. No me refiero, por supuesto, ni a los simuladores, ni a los pesadores aprovechados que surgen, con frecuencia, en toda agua revuelta.
En los cuentos aquí seleccionados, Ignacio Aldecoa da buena prueba de cuanto acabo de señalar. Personalmente, dos de estos cuentos me producen especial impresión: Patio de armas y Seguir de pobres. Porque, a mi entender, en estas dos narraciones Aldecoa resume el clima en que crecimos toda su generación. La particular atmósfera de un mundo en crisis, donde nos tocó abrir los ojos -niños asombrados, como me permití adjetivar a los que entonces teníamos diez años, más o menos- de cara al aspecto menos grato de la vida. Cuando, tan jóvenes aún, asistimos a la tragedia de una guerra entre hermanos.
Es por ello que, de una forma u otra, no nos libera nuestra obra de aquel drama, ni de la inolvidable experiencia que supone ver crecer en un paisaje de muros desconchados -viejos valores cuarteándose, conceptos altisonantes, que se apolillaban como raídos tapices, a nuestro alrededor; vestigios de una antiguo esplendor condenado a desaparecer-. Entre la ruina de las viejas enseñanzas, entre bombardeados muros, los que luego fuimos escritores, difícilmente nos desprenderemos de ese recuerdo. Ello, sospecho, nos condujo -con formas distintas, distintas personalidades, distinta sensibilidad- a una misma actitud, ante la vida y ante la literatura. Los muchachos de Patio de armas podríamos ser nosotros. Y la angustiosa pobreza, soledad y desesperanza de Seguir de pobres, el cotidiano paisaje que tantas veces se ofreció a nuestra atónita mirada de adolescentes, a nuestra rebeldía de jóvenes. Si escribir, como creo, es una forma de protesta y una incisiva pregunta -hacia el lector, hacia uno mismo-, esa pregunta y esa protesta se evidencian con la prosa tersa y sin concesiones, realista y literaria de Ignacio Aldecoa. Cuando habla de los estibadores, de los toreros, delos guardias civiles, de los marineros, de los soldados, Ignacio habla de la soledad del hombre entre los hombres.
Ahora pienso que, en realidad, Ignacio Aldecoa y yo nos veíamos poco. En los últimos años -largos años-, vivimos en ciudades distintas, y rara vez nos encontramos. pero, cuando el encuentro se producía, hablábamos el mismo lenguaje, con la naturalidad de quien el día anterior estuvo discutiendo, charlando. Están y estarán siempre presentes en mí los días de nuestra amistad; aquellas tardes en que bebíamos vino en tabernas madrileñas -aunque teníamos ambos úlcera de estómago-; cuando su esposa y él, y todos, sabíamos hallar gusto en cualquier cosa menuda. Eramos jóvenes -más de lo que suponiamos- y teníamos comunes intereses, esperanza y preocupación. Teníamos cali la misma edad, y nuestros hijos habían nacido el mismo año. En cierta ocasión, recuerdo haber dicho a su esposa que Ignacio y ella se parecían. Y ahora, recordándolos juntos, sé que no me equivocaba; porque comprendo que los que son como ellos, los que se dejan mecer en el vaivén de los aparentemente nuevo, o válido; los que sólo saben responder a su íntima e indestructible verdad, tienen una misma naturaleza. Así los conservo en mi memoria: en su casa -donde había unos altos bancos castellanos que me traían aires de la infancia-, en los recorridos de tabernas, en el café, en la calle, en un viaje improvisado y totalmente desquiciado a Salamanca que nucna olvidaré. En tantas y tantas cosas, y, sobre todo, en una idéntica postura ante la vida, para bien o para mal.
Siempre me gustaron los cuentos, y especialmente me gustaron los cuentos de Ignacio Aldecoa. A mi entender, un cuento debe reunir tres indispensables cualidades: ser breve, redondo y jugoso como una naranja. A Ignacio Aldecoa, que supo muy bien reunirlas en los suyos, le cupo la mala fortuna de nacer y vivir en un país donde las naranjas son baratas, y escribir cuentos, muy caro. Hoy su lectura me devuelve, fresca , viva, la imagen de su creador. La desnuda verdad de una voz desprovista de toda superfluidad; el rotundo adjetivo, la ironía que siempre le mantuvo a salvo, y a gran distancia, del rencor y la mezquindad. Su generosidad le hizo rico en algo que muy pocos conocen: la amistad, el respeto de los que le pareciaron y quisieron tal como fue. Anguloso y delicado, irónico y altivo, despojado de la huera vanidad. Siempre entre amigos, permanece ahora Ignacio. Amigos que, en ocasiones, ni tan sólo le habrán visto. A través de los días y los años, en alguna parte habrá un hombre que, leyéndole, sienta dignificada su soledad, o su miseria.
Siempre habrá alguien que pronuncie su nombre, o el de alguno de sus personajes, o el de alguno de sus libros -que, en definitiva, es la misma cosa-. Porque los hombres, los escritores como Ignacio Aldecoa -y esto no lo saben los necios que nada quieren conocer, ni los suficientes que creen conocerlo todo-, no mueren nunca.
Ana María Matute
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