Las
ciudades de provincias se llenan en primavera de carteles. Carteles en los que
un segador sonriente, fuerte, bien nutrido, abraza un haz de espigas solares; a
su vera, un niño de amuñecada cara nos mira con ojos serenos: a sus pies, una
hucha de barro recibe por la recta abertura del ahorro –boca sin dientes, como
de vieja, como de batracio- una espuerta de monedas doradas. Son los anuncios
de las Cajas de Ahorro. Son anuncios para los labradores que tienen parejas de
bueyes, vacas, maquinaria agrícola y un hijo estudiando en la Universidad o en
el Seminario. Estos carteles tan alegres, tan de primavera, tan de felicidad
conquistad, nada dicen de las cuadrillas
de segadores que, como una tormenta de melancolía, cruzan las ciudades buscando
el pan del trabajo por los caminos del país.
A
principios de mayo el grillo sierra en lo verde el tallo de las mañanas; la
lombriz enloquece buscando sus penúltimos agujeros de las noches; la cigüeña
pasea los mediodías por las orillas fangosas del río haciendo melindres como
una señorita. En los chopos altos se
enredan vellones de nubes, y en el chaparral del monte bajo el agua estancada
se encoge miedosa cuando las urracas van a beberla. La vida vuelve.
La
cuadrilla de la siega pasa las puertas a hora temprana, anda por la carretera
de los grandes camiones y los automóviles de lujo en fila, en silencio, en
oración –terrible oración- de esperanza.
Al llegar al puente del río lo abandonan por el camino de los pueblos
del campo lontano. Se agrupan. Alguien canta. Alguien pasa la bota al
compañero. Alguien reniega de una
alpargata o de cualquier cosa pequeña e importante.
En la
cuadrilla van hombres solos. Cinco hombres
solos. Dos del Noroeste, donde un celemín de trigo es un tesoro. Otros dos de
la parte húmeda de las Castillas. El
quinto, de donde los hombres se muerden los dedos, lloran y es inútil.
Con
pan y vino se anda camino cuando se está hecho a andarlo. Con pan, vino y un
cinturón ancho de cueras de becerra ahogada o una faja de estambre viejo, bien
apretados, no hay hambre que rasque el estómago. Con mala manta hay buen cobijo, hasta que la
coz de un aire, entre medias cálido, tuerce el cuello y balda los riñones. Cuando a un segador le da el aire pardo que
mata el cereal y quema la hierba –aire que viene de lejos, lento y a rastras,
mefítico como el de las alcantarillas-, el segador se embadurna de miel donde
le golpeó. Pero es pobre el
remedio. Ha de estar tumbado en el pajar
viendo a las arañas recorrer sus telas.
Telas que de puro sutiles son impactos sobre el cristal de la nada.
Cinco
hombres solos. Cinco que forman un puño
de trabajo. Dos del Noroeste: Zito
Moraña y Amadeo, el buen Amadeo, al que le salen las barbas en el dorso de las
manos, que se afeita con una hoz. Dos de
la Castilla verde: San Juan y Conejo. El
quinto, sin pueblo, del estaribel de
Murcia por algo de cuando la guerra. El
quinto, callado; cuando más, sí y no. “El
Quinto”, por un buen sentido nominador.
“El
Quinto” les dijo en la cantina de la estación donde se lo tropezaron:
-Si
van para el campo y no molesto voy con ustedes.
Zito
Moraña le contesta:
-Pues
venga.
“El
Quinto” movió la cabeza, clavó los ojos en Moraña, pasó la vista sobre Amadeo,
que se rascaba las manos; consultó con la mirada a San Juan, que liaba un
cigarrillo parsimonioso sin que se la cayera una brizna de tabaco, y por fin
miró a Conejo, que algo se buscaba en los bolsillos.
-Acabo
de salir de la cárcel. ¿Qué dicen?
-¿Y usted?
–respondió Zito.
-La
guerra, y luego, mala conducta.
-¿Mala?
-De
hombre, digo yo.
-Pues
está dicho.
“El
quinto” pidió un cuartillo de vino tinto.
La cita fue para las cinco y media de la mañana en el depuertas de la
carretera. Se pararon.
Ahora
los cinco van agrupados por el camino largo de los segadores. Zito conoce el
terreno. Todos los años deja su tierra para segar a jornal.
-Amadeo,
de la revuelta esa nos salió el pasado una liebre como un burro.
-Sí,
hombre; pero no el pasado, sino otro año atrás.
-Fue
lástima…
Y
Zito y Amadeo hablan del antaño perdiéndose en detalles, mientras San Juan se
suena una y otra vez la nariz distraídamente, mientras Conejo se queja en un
murmullo de su alpargata rota, mientras “El Quinto” va mirando los bordes del
camino buscando no sabe qué.
Al
medio día les para un sombrajo. De la
bota del pobre se bebe poco y con mucha precaución. Al pan del pobre no se le
dan mordiscos; hay que partirlo en trozos con la navaja. El queso del pobre no
se descorteza, se raspa.
En el
sombrajo descansan y fuman los cigarrillos de las mil muertes del fuego, de sus
mil nacimientos en el encendedor tosco y seguro. Han dejado de hablar de las
cosas de siempre, esas cosas que acaban como empiezan:
-La
mujer habrá terminado de trabajar en el pañuelo de tierra que hemos arrendado
tras de la casa. Los chavales estarán
dándole vueltas al pucherillo.
Una
larga pausa y la vuelta.
-Los
chavales le estarán sacando brillo al puchero.
La mujer saldrá a trabajar el pañuelo de tierra que hemos arrendado tras
la casa.
Dice
la mujer, los chavales, el que se fue de las calenturas, el que vino por San
Juan de hará tres años. No poseen con la
brutal terquedad de los afortunados y hasta parece que han olvidado en los
rincones de la memoria los posesivos débiles de la vida. Están libres.
Callan
hasta que otro repita la historia con escasas variantes. Callan hasta que se
dan cuenta de que hay un ser de silencio y de sombras con ellos, uno que ha
dicho sí y no y poca cosa más. Aquí está
Zito Moraña para preguntar, porque a un compañero hay que darle ocasión, sin
molestarle, de un suspiro, de una lágrima, de una risa. Un compañero puede
estar necesitado de descanso y es necesario saber, cuando cuente, el momento en
que hay que balancear la cabeza o agacharla hacia el suelo o levantarla hacia
el sol.
-¿Usted
qué hará cuando acabe esto?
“El
Quinto” encoge una pierna y duda.
-¿Yo?
-Nosotros
volveremos para la tierra.
-Ya
veré.
Y
entre ellos, entre los cuatro y “El Quinto”, el corazón de la comunidad
naufraga. Zito tiene su orden. Se pone en pie, consulta su sombra, levanta su
hato y se lo carga a la espalda.
-Bueno,
andando. Para las cinco podemos estar en
la hocina. Para las seis, en el teso del
pueblo.
Por
la ladera, hacia el río, vuela el ave que huele mal. Conejo, de los bolsillos,
saca una madera que talla con la navaja.
-¿Qué
haces? –le pregunta San Juan.
-La
torre de los condes, para que juegue el chico a la vuelta. La hago con silbo de
pájaro.
Zito
y Amadeo recuerdan el antaño. Y “El Quinto” mira el camino.
A las
seis platea el río por medio del llano. En el pueblo, entre casa y casa, crece
la tiniebla. Por los últimos alcores el
cielo está morado. Los perros ladran al paso lento de los de la siega. Zito
conoce a los que se asoman a las puertas a verlos llegar.
-Señor
Ricardo, ¿se curó de los cólicos?
El
campesino responde, cachazudo:
-Parece,
parece.
La
cuadrilla sigue adelante.
-Señora
Rosario, ¿volvióle el santo a Ptricio?
-Por
ahí anda.
Zito
hace un aparte a Sanjuán.
-Es
que tiene un hijo que dio en manías el año pasado de una soleada en las fincas.
Hacen
un alto en la plaza. El cuadrado de la plaza está quebrado por la irregularidad
de las construcciones. En la mitad está el pilón; en él juegan los niños. al
verlos a los cinco parados y ensimismados, los niños se les acercan a una distancia
de respeto y prudencia. Los segadores, como los gitanos, pueden robar
criaturitas para venderlas en otros pueblos.
Zito
vocea a un campesino sentado en el umbral de su casa:
-¿Qué,
Martín, hay pajar para cinco hombres?
-Hay,
pero no paja.
-Da
igual. ¿A cuántos nos necesita usted?
-Con
dos de vosotros me arreglo, porque tengo otros que llegaron ayer. Mañana temprano,
a darle. El jornal el de siempre.
-Ya
aumentará usted una pesetilla.
-Están
los tiempos malos, pero se ha de ver.
Precisamente
están los tiempos malos. No se marcha la gente de su tierra porque estén
buenos, ni porque la vida sea una delicia, ni porque los hijos tengan todo el
pan que quieran. Zito arruga la frente y medita.
-Tú,
San Juan, y tú, Conejo, podéis quedaros con él. Mañana arreglaremos nosotros.
Dando
la vuelta a la iglesia, a la que está pegada la casa, se abre un amplio portegado.
El portegado está entre una era y un estercolero, que en las madrugadas tiene
flotando un vaho de pantano y que está en perpetuo otoño de colores. Del
portegado se sube al pajar. Las maderas
brillan pulimentadas. Sólo hay un poco de paja en un rincón. Los trillos,
apoyados sobre la pared, con pedernales amenazantes, parecen fauces de perros
guardianes.
-Dejad
ahí los hatos. Vamos a ver si nos dan algo en la cocina.
En la
cocina les dan un trozo de tocino a cada uno, pan y vino. La mujer de Martín
les contempla desde una silla.
-Tú,
Zito, alegra el ánimo con la comida. Canta algo, hombre, de or tu tierra.
-No
estoy de buen año, señora.
-Canta,
Zito –dice Martín, que está apoyado en la puerta.
-Tengo
la garganta con nudos.
-Cuanto
más viejo más tuno, Zito.
-Pues
cantaré, pero no de la tierra, y a ver si les va gustando.
-Tú
canta, canta.
Zito
con el porrón apoyado sobre una pierna, entona una copla. Sus compañeros bajan
la cabeza.
al marchar a la
siega
entran rencores
trabajar para
ricos
seguir de pobres
……………………………………………………….
Sobre
los campos salta la noche. Un ratón corre por el pajar. Los segadores están
tumbados.
-Oye,
San Juan, son unos veinte días aquí. A doce pesetas, ¿cuánto viene a ser?
-Cuarenta
y ocho duros.
-No
está mal.
Abajo,
en la cocina, habla Martín en términos comerciales y escogidos con un amigo.
-Me
han ofrecido material humano a siete pesetas para hacer toda la campaña, pero
son andaluces…
-Gente
floja.
-Floja.
Martín
hace con los labios un gesto de menosprecio.
……………………………………………………………
Trabajan
San Juan y el Conejo con Martín. Zito Moraña, Amadeo y “El Quinto”, con otros
segadores que llegaron un día después, segaban en las fincas del alcalde. No se
veían los dos grupos más que cuando marchaban al trabajo o volvían de él por
los caminos. Zito, Amadeo y “El Quinto”
dormían en el pajar del alcalde, sobre paja medio pulverizada. Se pasaban el
día en el campo.
A la
cuarta jornada apretó el calor. En el fondo del llano una boca invisible
alentaba un aire en llamas. Parecía que él iba a traer las nubes negras de la
tormenta que cubrirían el cielo, y sin embargo, el azul se hacía más profundo,
más pesado, más metálico. Los segadores sudaban. Buscaban las culebras la
humedad debajo de las piedras. Los hombres se refrescaban la garganta con
vinagre y agua. En el saucal, la dama del sapo, que tiene ojos de víbora y boca
de pez, lo miraba todo maldiciendo. Los
segadores, al dejar el trabajo un momento, tiraban, por costumbre, una piedra a
bajo pierna en los arbustos para espantarla. Podía llegar la desgracia. El
viento pardo vino por el camino levantando una polvareda. Su primer golpe fue
tremendo. Todos lo recibieron de perfil para que no les dañase, excepto “El
Quinto”, que lo soportó de espaldas, lejano en la finca, con la camisa empapada
en sudor, segando. Le gritaron y fue inútil. No se apercibió. Cuando levantó la
cabeza era ya tarde.
“El
Quinto” llegó al pajar tiritando. Y no quiso cenar. Le dieron miel en las
espaldas. El alcalde llamó al médico. El médico lo mandó lavar porque opinó que aquello eran tonterías.
Y dictaminó.
-No
es nada. Tal vez haya bebido agua demasiado fría.
Zito
le explicó:
-Mire,
doctor, fue el viento pardo…
El
médico se enfadó.
-Cuanto
más ignorantes, más queréis saber. ¿Qué me vas a decir tú?
-Mire,
doctor, fue el viento que mata el cereal y quema la yerba. Hay que darle miel.
Las mantecas de los riñones las tiene blandas.
-Bah,
bah, el viento pardo… - comentó.
Los
compañeros volvieron a darle miel en las espaldas en cuanto se marchó el
médico, y Zito le echó su manta.
-¿Y
tú, Zito? –dijo “El Quinto”.
-Yo,
a medias con Amadeo.
“El
Quinto” temblaba; le castañeaban los dientes. El viento pardo en el saucal
hacía un murmullo de risas.
…………………………………………
Allí
estaba “El Quinto”, entretenido con las arañas. Las iba conociendo. Contó a
Zito y a Amadeo cómo había visto pelear a una de ellas, la de la gran tela, de
la viga del rincón, con una avispa que atrapó. Lo contaba infantilmente. Zito
callaba. De vez en vez le interrumpía doblándole la manta.
-¿Qué
tal ahora?
-Bien,
no te preocupes.
-¿No
me he de preocupar? Has venido con nosotros y no te vas a poder marchar.
Nosotros dentro de cuatro días tiramos para el Norte. Esto está ya dando las
boqueadas.
-Bueno,
qué más da. No me echarán a la calle de repente.
-No,
no, desde luego… -dudaba Zito.
-Y si
me echan, pues me voy.
-¿Y a
dónde?
-Para
la ciudad, al hospital, hasta que sane.
-Hum…
……………………………………………..
-Aquí
tienes lo tuyo, Zito. Os doy doce perras más por día a cada uno.
-Gracias.
-Pues
hasta el año que viene. Que haya suerte. Y dile al “Quinto” que para él, aunque
no ha trabajado más que tres días y le he estado dando de comer todo ese
tiempo, hay diez duros. No se quejará.
-No,
claro.
-Pues
díselo, y también que levante con vosotros.
-Pero
si es imposible, si está tronzado.
-Y yo
qué quieres que le haga.
………………………………………………………
Llegaron
al puente. “El Quinto” andaba apoyado en
un palo medio a rastras. Zito Moraña y Amadeo le ayudaban por turno.
-¿Qué
tal? Ahora coges la carretera y te presentas enseguida en la ciudad.
-Si
llego.
-No
has de llegar. Mira, los compañeros y yo hemos hecho un ahorro. Es poco, pero
no te vendrá mal. Tómalo.
Le
dio un fajito de billetes pequeños.
-Os
lo acepto porque… Yo no sé… Muchas gracias. Muchas gracias, Zito y todos.
“El
Quinto” estaba a punto de llorar, pero no sabía o lo había olvidado.
-No
digas nada, hombre.
Les
dio la mano largamente a cada uno.
-Adiós,
Zito; adiós, Amadeo; adiós, Juan; adiós, Conejo.
-Adiós,
Pablo; adiós.
Hacía
quince días que habían aprendido el nombre del “Quinto”.
Por
la otra orilla de la carretera caminaba, vacilante, Pablo. Los segadores
volvieron las espaldas y echaron a andar. Se alejaron del puente. Zito, para
distraer a sus compañeros, se puso a cantar a media voz algo de su tierra.
Ignacio Aldecoa
Seguir de pobres, 1954
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