Ignacio Aldecoa y Josefina R. Aldecoa |
Ignacio
admiraba profundamente a Stevenson. Y solía contar cómo los indígenas de
la isla de Samoa habían grabado un hermoso epitafio en la tumba del escritor:
«Aquí yace Tusitala, el narrador de historias.»
Luego, Ignacio se quedaba pensativo un instante y añadía:
«Así es como me gustaría que me recordaran:
Ignacio Aldecoa, el narrador de historias.»
Y sonreía. Porque Ignacio tenía una forma risueña de decir las
cosas en las que creía seriamente. Detestaba la solemnidad, rechazaba la
pedantería y le gustaba pasar levemente sobre los asuntos graves: la brevedad
de la existencia, la inaceptable injusticia de nacer para morir, la muerte
misma.
Yo creo que podemos
estar seguros, quienes le sobrevivimos, de que se ha cumplido el deseo de
Ignacio Aldecoa. Porque si algo puede hacer de él un ser inolvidable, son sus
historias. Ignacio era un narrador de raza. Para él, contar historias era una
manera de vivir. Contarlas del modo más eficaz y con el lenguaje más bello y
expresivo, la meta a la que le conducían su talento, su esfuerzo y su voluntad
apasionada de perfección.
Para muchos lectores, profesores y ensayistas, Ignacio Aldecoa
es conocido como un representante fundamental de la generación realista de los
cincuenta. Pero esta afirmación, que puede ser acertada, no es suficiente en mi
opinión, para explicar y comprender la obra literaria del escritor. Ignacio
Aldecoa es una consecuencia de su tiempo, es verdad. Por razones cronológicas
perteneció al grupo de escritores que eran niños en la guerra civil. El mundo
que vivió en su adolescencia mostraba todos los síntomas del deterioro de un
país que se recuperaba de la más aberrante de las guerras, la guerra civil.
Fiel a su época v al
momento que le tocó vivir, Aldecoa escribió acerca de «las pobres gentes de
España». Seres para quienes la vida es una «espera de tercera clase. Y lo hizo
magistralmente. Solidario con el hombre de cualquier tiempo y cualquier lugar,
la contemplación de sus contemporáneos, zarandeados por la tragedia de la
posguerra, tenía que conducirle inevitablemente al que iba a ser su principal
tema literario: la comprensión del dolor y el sufrimiento de los otros.
Pero en su literatura
hay algo más que testimonio y denuncia. Los albañiles, los campesinos, los fogoneros,
los pescadores, los desheredados, las víctimas sociales lo mismo que los
verdugos, son seres complejos, a veces contradictorios, en los que el escritor
ahonda y a los que retrata con trazos sabios de modo que los personajes de
Aldecoa permanecen en nuestro recuerdo con sus señas de identidad bien claras,
bien grabadas en nuestra conciencia.
Es importante señalar
que la elección de sus temas, aun siendo voluntaria, es la consecuencia de una
postura ética:
«Me gustaría pintar un mundo de color de rosa - escribe -,
pero lo que me rodea es más bien gris.»
Ese era el Ignacio de los años cincuenta, el escritor de los
años cincuenta, el testigo de un país que se debatía entre la tristeza y el
vigoroso sentido de la vida que le impulsaba a seguir adelante.
Es el Ignacio más
conocido, evocado, rememorado por todos. Pero el escritor que era Ignacio tenía
otras facetas, otros matices, otras proyecciones literarias que se adivinaban
desde el principio y que realizó, en parte, a pesar de su prematura muerte. Era
el rebelde frente al sistema, el provocador de la burguesía que retrata en sus
cuentos, el soñador de viajes y aventuras, el ser libre; una de las personas
con más amplia y variada formación literaria, un esteta, un curioso insaciable
que se interesaba por las vanguardias. Por ejemplo, cuando llegó a Madrid,
entró en seguida en contacto con los postistas de mano de su gran amigo Carlos
Edmundo de Ory. Y en la revista Postismo
apareció su Carta de un joven postista.
La poesía siempre fue
para él la forma literaria superior a todas las demás. Por aquella época
escribía versos y editó - por cuenta de su padre, en la imprenta de un amigo -
sus dos únicos libros de poesía, Todavía
la vida y El libro de las algas.
Eran libros de primera juventud - los publicó con veintidós y veinticuatro años
respectivamente - pero estaban escritos mucho antes. Miméticos, brillantes,
libros que él quería mucho y que tuvieron buena crítica. Pero Ignacio nunca los
consideró el inicio de su obra, ni un camino a seguir. Decía siempre, citando a
la Pardo Bazán :
«Para ser un buen prosista hay que ser antes un mal
versificador.»
Porque su vocación de narrador fue evidente desde muy pronto:
«Yo aprendí a narrar escuchando las historias de mi abuela
María Pedruzo - solía contar -, una vasca espléndida, que recreaba para mí
episodios de las guerras carlistas que ella había vivido.»
Josefina R. Aldecoa
Tusitala, narrador de historias
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