I
—Le
jeu aux barres est plutat un jeu français. Nos
écoliers y jouent rarement. Voici á quoi
consiste ce jeu: les joueurs, divisés en deux camps qui comptent un nombre égal
de combattants,
se rangent en ligne aux deux extrémités de l'emplacement choisi. lls s'élancent
de
chaque camp et ils courent á la rencontre l'un de ¡'atare. Le joueur qui est touché avant de rentrer dan s son camp
est pris. Les
prisonniers sont mis á part; on peut essayer de les délivrer.
La partie prend fin par la défaite ou simplement l'infériorité reconnue de l'un
des
deux
camps.
El
tañido de la campana les hizo alzar las cabezas. Opaco, pausado, grávido,
anunciaba el recreo.
—No
ha terminado la clase —dijo el profesor a media voz—; traduzca.
Cesó
la campana y hubo un vacío de despedida. Hasta entonces nadie había prestado atención
a la lluvia, que golpeaba en las cristaleras arrítmicamente, flameando como una oscura
bandera.
—No
ha terminado la clase, Gamarra —la mirada del profesor emergió, burlona y
lejana, de
las acuarias ondas dióptricas—, y para alguno puede no comenzar el recreo.
La
lluvia, desgarrada, trizada, en los ventanales, producía un cosquilleo y una
atracción difícil
de evitar. El profesor apagó la pequeña lámpara de su pupitre, cambió sus gafas
y se ensimismó
unos segundos contemplando el esmerilado de la lluvia de los cristales. Después
se levantó.
—Al
patio pequeño.
Los
colegiales se pusieron en pie y cantaron mecánicamente el rezo: Ainsi soit il.
En
los pasillos, mal alumbrados, el anochecer borroneaba las figuras. Los balcones
de los pasillos
daban a un breve parque, cuidado por el último de los alsacianos fundadores, y
al huerto
de los frailes, trabajado por los chicos del Tribunal de Menores. Los árboles
del parque tenían
musgo en la corteza. En el invernadero del huerto se decía que había una
calavera.
Hacia
el invernadero nacarado convergían las miradas de los muchachos castigados en
los huecos
de los balcones, cuando desaparecían las filas de compañeros por la puerta
grande del pabellón.
Bajaron lentamente de la clase de francés mirando con aburrimiento las orlas de
los bachilleres
que colgaban de las paredes, mirando la tierra del parque prohibida a la
aventura y aquella
otra tierra de los golfos de cabezas rapadas y de la calavera, cuya sola
contemplación desasosegaba
y hacía pensar en una melodramática orfandad.
Alguno
pisaba los talones del que le precedía; algunos hacían al pasar sordas escalas
en los
gajos de los radiadores. Arrastraban los pies cuando se sentían cobijados en
las sombras, y ronroneaban
marcando el paso como prisioneros, vagamente rebeldes, nebulosamente masoquistas.
—Silencio.
En
el zaguán, el profesor se adelantó hasta la puerta y dio una ligera palmada,
que fue coreada
por un alarido unánime. Corrieron al cobertizo bajo la lluvia, preservándose
las cabezas
entocando las blusas; dos o tres quedaron retrasados, haciéndolas velear cara
al viento y
la lluvia.
Junto
al cobertizo estaba el urinario, con celdillas de mármol y un medio mamparo de
celosía
que lo separaba del patio. Se agolparon para orinar. El sumidero estaba tupido
por papeles
y resto de meriendas, y los colegiales chapoteaban en los orines. Se empujaban; algunos
se levantaban a pulso sobre los mármoles de las celdillas y uno cabalgaba el
medio mamparo
dando gritos.
En
la fuente se ordenaron para beber, protestando de los que aplicaban los labios
al grifo.
Los
desvencijados canalones del tejado del cobertizo vertían sus aguas sobre la
fila de bebedores,
haciendo nacer un juego en el que los más débiles llevaban la peor parte. Era
el martirio
de la gota.
Hubo
un instante en que los colegiales, cubiertas sus necesidades, no supieron qué
hacer. Uno
de los muchachos corrió desde el tercio del cobertizo que les correspondía
hacia las motos.
El soldado se levantó. El soldado estaba en mangas de camisa y cruzó sus
blancos brazos,
casi fosfóricos en la media luz, rápida y repetidamente. Las negras botas de
media caña
le boqueaban al andar.
—¡Fuera,
fuera, chico! —gritó, y lo oxeó hacia sus compañeros—. ¡Fuera, fuera...! Yo decir
frailes, yo decir frailes...
Gamarra
tenía el pelo rojo. Ugalde era moreno. Lauzurica e Isasmendi llevaban gafas. Zubiaur
cojeaba. Rodríguez era francés. Vázquez había nacido en Andalucía. Eguirazu
tenía un
hermano jugador de fútbol. Larrea era hijo del dueño de un cine. Sánchez sabía grecorromana.
Larrinaga robaba.
Gamarra
estaba plantado delante del soldado con las manos en los bolsillos del
pantalón.
—¿Por
qué? —preguntó Gamarra—. Ayer estaban las motos fuera.
—Ayer,
buen tiempo —respondió el soldado—. Hoy, muy mal tiempo. Verboten, prohibido
pasar —con la palma de la mano el soldado trazó una línea imaginaria—. Yo decir frailes
si pasáis.
—¿Por
qué no llevan las motos al patio grande? —dijo Gamarra—. En el patio grande no podemos
jugar. El soldado sonrió y encogió los hombros.
—El
oficial...
Ugalde
habló al oído a Gamarra. El soldado, cesurando las palabras españolas con el movimiento
de su dedo índice extendido, explicaba docentemente a los demás:
—En
Alemania, los chicos prohibido, prohibido. No prohibido, jugar. Prohibido, no
se pasa.
En Alemania, mucha disciplina los chicos.
—Esto
no es Alemania —dijo Zubiaur.
—Ya,
ya. No es Alemania...
El
soldado sonreía infantilmente.
—Ya,
ya. No es Alemania...
Larrea
imitó al soldado hablando a golpes:
—Ya,
ya. No es Alemania...
—Tú
no reír —dijo el soldado—. Yo decir frailes.
Era
un bonito juego imitar al alemán, y todos, excepto Gamarra, jugaron.
—Ya,
ya. No es Alemania...
—Ya,
ya. No es Alemania...
—Ya,
ya. No es Alemania...
—Yo
decir luego a frailes —dijo el soldado, furioso—. Y pegaré al que pase.
Gamarra
estaba contemplando al soldado.
—¿Desde
dónde no hay que pasar? —preguntó Gamarra.
—Aquí
—contestó el soldado, volviendo a trazar la línea imaginaria con la palma de la mano—.
Aquí, prohibido.
—Muy
bien —dijo Gamarra, e hizo el mismo ademán que el soldado—. Desde aquí, prohibido
para ti. Tú prohibir, nosotros prohibir, ¿entender?
—¿Entender?
—dijeron todos, palmeándose el pecho y empleando únicamente infinitivos—.
¿Tú entender? Nosotros prohibir. Tú no pasar.
Larrinaga
trazó con tiza una raya en el suelo que ocupaba toda la anchura del cobertizo.
—Prohibido
pasar —dijo Gamarra—. Si no, nosotros pasaremos.
El
soldado sonrió.
Sonó
la campana, y los colegiales corrieron dando gritos hacia la puerta del
pabellón.
Gamarra
volvió la cabeza.
—Tú
no pasar, ¿eh?
Las
luces de las clases anaranjaban las proximidades del pabellón. Llovía sin
viento. En el zaguán
sacudieron sus blusas y taconearon con ruido.
—Silencio
—dijo el profesor.
Los
veinticinco colegiales iban en fila de a dos por los pasillos. El parque era
una espesa
niebla.
El huerto estaba del otro lado de la noche. Las orlas de los bachilleres se
iban adensando
de nombres y fotografías a medida que pasaban los años; 1905, ocho; 1906, once; 1907,
trece...; 1936, veintidós. Las escalas en los radiadores eran más agudas.
El
soldado alemán se paseaba a lo largo del cobertizo sin respetar la raya de
tiza. Luego le relevaron.
Gute Nacht.
II
La
barroca anaglipta contrastaba con el mobiliario vascongado, severo, macizo, intemporal,
un punto insulso. Cupidónicos cazadores, ánades en formación migratoria, carcajes
abandonados entre las juncias, piraguas embarrancadas en las orillas del agua,
lotos, lirios,
hiedras, mostraban sus relieves en el techo. Un zócalo de madera cubría dos
tercios de las
paredes. Ovaladas acuarelas, en marcos dorados, colgando hasta el zócalo,
representaban paisajes
convencionales: ruinosos castillos fantasmados por el plenilunio, bucólicos
valles verdeantes
engarzados entre montañas nevadas, una charca helada con zarrapastrosos niños patinadores...
La
lámpara de dos brazos en cruz, terminada en puños de porcelana, iluminaba mal
la estancia.
La suave penumbra de las rinconadas distraía y turbaba al muchacho. A veces se levantaba
para confirmar su soledad, temiendo no estar solo; a veces penetraba en los
paisajes de
las acuarelas, y el regreso era un sobresaltado despertar. Hasta él llegaba la
conversación sosegada
de la madre y la abuela en la galería de la casa. La conversación rumorosa le adormilaba.
Le hubiera gustado ir y escuchar, pero esto requería un previo examen: «¿Has terminado
ya? ¿Has hecho la tarea? Tienes que enseñárselo a tu padre.» Había bebido agua
en la
cocina, había ido tres veces al retrete. La madre y la abuela callaban al verle
pasar. En la conversación
de la abuela nacía el campo: el robledal del monte bajo, las culebras de la cantera,
la charca mágica con las huellas del ganado profundas en el barro. La abuela
olía a campo
y algunos vestidos de la abuela crujían como la paja en los pajares. Los ojos
de la abuela
estaban enrojecidos por el viento y el sol. Le debían de picar como si siempre
tuviera sueño,
aunque la abuela dormía poco e iba, todavía oscuro, a las primeras misas.
Extendió
los mapas y abrió varios cuadernos, cuando oyó la puerta de la calle. Después
se levantó.
Eran las nueve de la noche.
El
padre se descalzaba en la cocina. Se ayudaba con un llavín para sacar los
cordones de los
zapatos ocultos entre la lengüeta y el forro. Estaba sentado en una silla baja
y su calva aún no
era mayor que una tonsura.
Cuando
alzó la cabeza lo vio un poco congestionado por el esfuerzo.
—Hola,
Cherna —dijo—. ¿Todo bien?
—Bien,
papá.
—¿Has
trabajado mucho?
—Estoy
con los mapas.
—No
sería mejor tu francés, ¿eh?
—A
primera hora tenemos geografía.
—Ya;
pero tu francés, ¿eh?
—Dicen
que ahora va a haber francés o italiano, a elegir, y en quinto, inglés o
alemán.
—Bueno;
pero a ti lo que te interesa por ahora es el francés.
—Dicen
que el italiano es más fácil.
El
padre se incorporó y le acarició la áspera, alborotada y encendida pelambre. Se
apoyó en
su padre. Tenía la ropa impregnada del olor del café, y contuvo la respiración.
Fueron caminando
hacia la galería. El padre le sobaba el lóbulo de la oreja derecha.
—Tú
dale al francés. No quiero que te suspendan, ¿de acuerdo? —Sí...
Al
abrir la puerta, el desplazamiento del aire hizo temblar la llama de la
mariposa en el vasito
colocado delante de la imagen de la Virgen. Se desasió de su padre y se acercó
a la cómoda.
Alguna vez había hurtado alguna moneda del limosnero; alguna vez había sacado
el cristal
de la hornacina para tocar la imagen, el acolchonado celeste y las florecillas
de tela.
—Hola,
abuela —dijo el padre—. Hola, Inés. Está haciendo un frío del demonio.
—Cherna,
si no vas a continuar, apaga la luz del comedor —dijo la madre.
—Pronto
nevará —dijo la abuela—. Por Todos los Santos, nieve en los altos. Antes,
también
en el llano, y a mediados de octubre. Hoy no nieva con aquellas nieves.
—Deja
la lamparilla quieta —ordenó la madre— y apaga la luz del comedor.
—No
sé si nevará menos, pero este año va a ser bueno...
—La
pobre gente que está en la guerra —la abuela se santiguó—. Pobres hijos,
pobres.
—¿Por
qué no apagas la luz, Cherna?
—Voy
a ver lo que ha hecho —dijo el padre—. Luego os contaré. Quiero cenar pronto.
¿Y
la muchacha?
—Hoy
es jueves. Ha salido.
—Vamos
a ver lo que has hecho, Cherna.
El
padre y el hijo se fueron al comedor. La abuela y la madre guardaron silencio.
Les oyeron
hablar. A poco apareció el padre. Enfurruñó el gesto. Hizo un ruidito con los
labios.
La
madre entendió.
—Le
tienes que meter en cintura, Luis.
—Se
lo he dicho todas las veces que se lo tenía que decir. Ahora bien, hoy no va a
la cama
hasta que no termine lo que tiene que hacer.
Encendió
un cigarrillo y se sentó a la mesa camilla.
—Se
agradece el brasero.
—¿Quieres
que le dé una vuelta?
—No.
Así está bien.
—¿Qué
se cuenta por ahí? —dijo la madre después de una pausa—. ¿Se sabe algo de los de
la cárcel?
—Ha
habido traslado, pero... —hizo un gesto de preocupación— eso es muy vago. Aquí
podían
estar relativamente seguros, siempre que... En fin, han quedado en llamarme
mañana a primera
hora si saben algo.
—Ten
cuidado —dijo la madre.
—¡Qué
cosas! Bien o mal, sin referirnos a nadie. Es suficiente. —Bueno, bueno, tú sabrás.
—Sácame
un vasito, mientras llega la chica.
—¿Quieres
que te haga la cena? Ahora un vaso puede sentarte mal. No tienes el estómago bueno
y, así en frío...
—No,
espero. Sácame un vaso.
—Como
tú quieras.
La
madre se levantó y regresó prontamente con una botella y un vaso.
—Ha
llegado más tropa. Y ha salido mucha para el frente. El café estaba lleno de oficiales.
Por cierto que esta tarde han traído el cadáver del capitán Vázquez, el padre
de un compañero
de Cherna.
—¿Le
conocías?
—Sólo
de vista. Iba al café y alguna vez lo he visto en el Casino. Era muy amigo de Marcelo
Santos, el de Artillería. El de Artillería, no su hermano. Al parecer, lo ha
matado una bala
perdida, porque estaba de ayudante del coronel y bastante retirado del frente.
—Y
el traslado ¿qué puede significar? —dijo la madre.
—Lo mismo lo peor que lo
mejor —dijo
el padre, preocupado. Y repitió: Lo mismo lo peor que lo mejor.
—Y
no hay manera...
—Ahora,
manera, con la ofensiva en puertas. ¡Qué cosas, Inés! Si los dejaran aquí, todavía.
No me han dado nombres, pero temo mucho que entre ellos estén el pariente, Isasmendi
y alguno de su cuerda, que además organizaron hace unos días un plante porque
no les
dejaban que les llevaran la comida de fuera.
Tomó
un trago de vino y aplastó el cigarrillo en el cenicero. La puerta del comedor
se abrió
y oyeron el ruido seco del interruptor. —Ya he terminado, papá.
Entregó
el cuaderno abierto y aleteante.
—Ves
—dijo el padre— como sólo es proponérselo. Cuando tú quieres, lo haces bien y rápidamente.
Ves, con un poco de voluntad... No sé por qué te niegas, como si no fuera por
tu bien.
El
padre ojeó el cuaderno.
—Muy
bien, Cherna.
—¿A
quién han matado? —preguntó Cherna—. ¿A quién has dicho que han matado, papá?
El
padre posó una mano en el hombro de Cherna. El niño sentía su peso tutelar, fortalecedor,
sosegante, y se encogió al amparo.
—¿Tú
eres muy amigo de ese chico andaluz de tu curso?
—¿De
Vázquez, de Miguel Vázquez?
—Sí,
de Miguel Vázquez... ¿Tú conocías a su padre?
Miró
hacia el suelo, afirmando con la cabeza. Deseaba tener una noble emoción,
grande y contenida.
Esperándola centró su atención en un nudo de la tarima; un nudo circular, rebordeado,
lívido y solo.
—...
una bala perdida —dijo el padre.
III
A
las once salieron del colegio para asistir a la conducción del cadáver. Llovía
mucho.
Llevaban
los capuchones de las capas impermeables muy metidos, y echaban las cabezas
atrás para
verse. Se empujaban bajo los goterones y las aguas sobradas de los canalillos
de los tejados.
El prefecto marchaba pastoreando las filas, distraído y solemne, cubierto con
un gran paraguas
aldeano.
Lauzurica
resbaló en el bordillo de la acera. El prefecto se adelantó y golpeó en el
hombro a
Gamarra.
—Siempre
usted, Gamarra —dijo—. Dará cincuenta vueltas al patio si escampa; si no, me escribirá
durante los recreos cien líneas. Recuerde:
«No sé andar por la calle como una persona.» ¿Me ha entendido?
—Sí,
don Antonio; pero no he sido yo.
—No
quiero explicaciones.
Bajo
la marquesina de la entrada principal del cuartel donde estaba montada la
capilla ardiente,
esperaron la llegada de las autoridades. La familia y los amigos y compañeros
del muerto
estaban velando. Gamarra y Ugalde se refugiaron en una de las garitas de los centinelas,
abandonadas de momento. La garita olía a crines, a cuero y a tabardo. Gamarra imitaba
a los centinelas pasando de la posición de descanso a la de firmes, presentando
armas invisibles.
Ugalde descubrió inscripciones pintadas a lápiz o rayadas en la cal. Los
dibujos obscenos
les provocaban una risa calofriada.
—Fíjate,
Cherna, fíjate.
Cada
uno descubría por su cuenta. Ugalde quería llamar a Lauzurica cuando la garita
se ensombreció.
—Muy
bonito —dijo el prefecto, apretando los labios—. Muy bonito y muy bien. Salgan de
ahí, marranos. En las notas de esta semana van a tener su justa compensación.
Cero en conducta,
cero en urbanidad, y advertencia —el prefecto se ejercitó pensando la sucinta
nota aclaratoria
de las dos censuras—: «Conducta y urbanidad de golfete. Aprovecha la ocasión para
chistes, dichos y palabras de bajo tono. Presume de hombrón.»
Les
empujó con la contera del paraguas hacia el grupo de compañeros.
—¿Qué
pasa? —preguntó susurradamente Lauzurica, haciendo un gesto cómico al mirar por
encima de los empañados cristales de sus gafas—. ¿Ha habido hule? ¿Le dio el
ataque?
—Ya
te contaré —dijo Cherna.
—Van
ustedes a pasar de uno en uno —dijo el prefecto con la tenue, silbante,
respetuosa voz
de las funciones religiosas—. Darán la cabezada a su compañero y a los que le acompañan
en el duelo. De uno en uno... No quiero ni señas ni empujones. ¿Entendido? ¿Me han
entendido?
La
capilla ardiente estaba situada en el Cuarto de Banderas del regimiento. En las
paredes del
portalón formaban panoplias las hachas, los picos, las palas de brillante metal
de los gastadores.
Las trompetas, cornetas y cornetines de la banda colgaban de un frisillo de terciopelo
rojo. Tres alabardas de sargento mayor cruzaban sus astas detrás de un gran
escudo de
madera pintado de gris. Los colegiales contemplaban las armas con arrobo.
—No
se paren —dijo el prefecto—. ¡Vivo, vivo!
Un
educando de banda, pequeñajo y terne, les sonreía con superioridad. Llevaba el gorrillo
cuartelero empuntado y de ladete, y el largo cordón de la borla hacía que ésta
le penduleara
sobre los ojos. A un costado, en el enganche del cinturón, tenía la corneta, y
al otro,
el largo machete español le pendía hasta la corva izquierda. Era causa de
admiración y osadía.
Entraron
silenciosos y atemorizados. Iban a ver un cadáver. No lo vieron. Junto al
ventanal
enrejado, cerca de la puerta, les esperaba el duelo: Miguel Vázquez, acompañado
de un
coronel, un capitán y un señor vestido de luto con aire campesino. Al fondo de
la sala estaba
el ataúd. Unos soldados montaban la guardia. Los grandes cirios y las flores
cargaban de
un olor descompuesto y pesado la habitación.
Como
una sábana, la bandera cubría la caja mortuoria, y unas mujeres, arrodilladas
en sillas
de asientos bajos y altos respaldos, rezaban. De vez en cuando un zollipo
contenido hacía
volver las cabezas de los que formaban el duelo hacia la escenografía funeral.
Miguel
Vázquez alzó las cejas cuando Larrinaga inclinó la cabeza. Miguel Vázquez saludaba
a los amigos, y no volvió a su apariencia contrita y aburrida hasta que no pasó
el último
de ellos.
—¿Lo
has visto? —preguntó Zubiaur a Eguirazu.
—Al
entrar. .
—Imposible
—dijo Larrea—. No se veía nada. Me he puesto de puntillas y nada. La bandera
lo tapaba todo. Debe estar en trozos. Una granada, si le da a uno en el pecho,
no deja ni
rastro...
—¿Y
quién te ha dicho que ha sido una granada? —interrogó Larrinaga—. Ha sido una bala
perdida. Gamarra lo sabe porque se lo ha contado su padre, que era muy amigo
del padre de
Miguel.
Estaban
fuera de la marquesina. El prefecto les había reunido en su torno.
—No
vamos al cementerio —dijo—. El duelo se despide en la fuente de los patos. En cuanto
se despida el duelo pueden ir a sus casas. Gamarra y Ugalde, no. Gamarra y
Ugalde se vienen
conmigo al colegio hasta las dos. ¿Lo han entendido todos?
La
respuesta fue un moscardoneo discreto que Larrinaga y Sánchez cultivaron con
pasión hasta
sobresalir de sus compañeros.
—El
señor Sánchez y el señor Larrinaga —dijo el prefecto— también vendrán al
colegio.
Allí
podrán rebuznar cuanto les apetezca.
—Siempre
a mí —dijo Sánchez desesperadamente—. Siempre a mí. El bureo ha sido de todos.
—Siempre
a usted, ¡inocente! —respondió el prefecto—, que, además, esta semana se
lleva
un cero por protestar y que entra por propio derecho en el grupo de los
elegidos, viniendo
los domingos por la tarde.
—No
—dijo Sánchez.
—Sí,
señorito, sí. Ya lo verá usted.
—No
volveré jamás al colegio —gritó Sánchez llevado por los nervios—. No tiene
usted derecho,
no tiene usted derecho. ¿Por qué no castiga a sus paniaguados?
—Yo
no tengo paniaguados. Lo que acaba de decir se lo va a explicar al señor
director.
A
Sánchez se le saltaban las lágrimas. Estaba enrabietado. Un codazo de
advertencia de Larrinaga
sirvió solamente para empeorar la discusión.
—Esas
niñas piadosas —dijo Sánchez intentando un dengue, sin que cesara su llanto—.
La
congregación de las niñas piadosas... Y la coba que le dan en los recreos... A
ésos, nada, y a
los demás... ¡Que conste que lloro de rabia!
—¿Ha
terminado usted? —dijo gravemente el prefecto. Sánchez le miró de arriba abajo
y apretó
los dientes.
—No
volveré jamás al colegio.
Se
alejó sollozando y a los pocos metros se echó a correr.
—Venga
usted aquí. Piénselo bien, porque si no, va a ser peor.
El
prefecto ametrallaba el pavimento con la contera del paraguas.
—Apártense
—dijo el prefecto cuando llegaron las autoridades—. Aprendan a escarmentar
en cabeza ajena. He ahí uno que ha perdido el curso, por lo menos en lo que
esté de
mi mano.
—Está
la cosa que arde —murmuró Gamarra.
A
la fuente de los patos los colegiales llegaron dispersos. Después de despedir
el duelo, dieron
la mano al prefecto.
—Ave
María Purísima.
—Sin
pecado concebida.
Por
calles solitarias, por cantones donde torrenteaban las aguas de lluvia, por el
camino de barro
que llevaba a las fértiles huertas de la vera del río la suciedad, el prefecto
y los castigados
iban al encuentro de la puerta trasera del colegio. Atajaban.
Al
entrar en el colegio, el prefecto les preguntó:
—¿Ya
no tienen ganas de reírse?
No
tenían ganas de reír.
Cruzaron
el huerto, trabajado por los chicos del Tribunal de Menores. Dieron de lado al invernadero
nacarado, que guardaba una calavera. Atravesaron el parque de árboles musgueados.
—Dos
minutos para hacer sus necesidades.
Corrieron
hacia los retretes del patio pequeño. Había grandes manchas de grasa en el asfalto
del vacío cobertizo.
—Verboten
—dijo Gamarra—. Se han ido. Vais a oír cañonazos. Yo tirar, tú tirar. Guerra. ¿Entender?
—Si
vienen aviones a bombardear, no habrá clase —dijo Ugalde.
—Me
gustaría escaparme al frente —dijo Larrinaga.
El
prefecto les estaba esperando en el aula grande que llamaban Estudio.
IV
—Tenemos
alojado en casa —explicó Rodríguez—. Nos lo enviaron ayer. Ha estado en Abisinia.
He visto en su maleta una cimitarra.
—Los
abisinios usan alfanje y no cimitarra —dijo Larrinaga—. Alfanje y jabalina, y llevan
el escudo, que es de piel de león, con una cola suelta en el centro.
—Salgari
—dijo Eguirazu.
—¿Por
qué Salgari?
—Porque
lo que tiene ese italiano es el cuchillo de los Saboya.
¿No les has oído decir Saboya y saludar con el cuchillo? —Tonterías —dijo Gamarra—.
Bayonetas vulgares. —No son bayonetas.
—Sí,
son bayonetas.
—No
lo son. Son, en todo caso, cuchillos de combate. —¿Cuchillos de combate? No sabéis.
Los que llevan en la cintura son de adorno, y los otros son bayonetas.
Estaban
en un rincón del cobertizo. Llovía dulcemente. Hacía frío. Se apretaban unos
con otros.
Se acercó el prefecto. —Muévanse. No quiero ver a nadie parado. Gasten ahora energías,
y no en la clase.
—Te
hago una carrera hasta la tapia y volver —dijo Gamarra dirigiéndose a
Rodríguez.
—Prohibido
salir del cobertizo —ordenó el prefecto—. Jueguen, jueguen a la pelota.
—Es
imposible, don Antonio —dijo Eguirazu.
El
prefecto bebió los vientos.
—¿Quién
ha fumado? —preguntó gravemente.
Se
miraban asombrados, se encogían de hombros.
—No
se hagan los tontos. Luego habrá registro. Ahora jueguen y saquen las manos de
los bolsillos.
Les
dio la espalda y se fue paseando hacia otros grupos menos díscolos.
—¿Has
fumado tú? —preguntó Gamarra a Rodríguez.
—Sí, en el retrete.
—Pues
ya lo puedes ir diciendo.
—¿Por
qué lo tengo que decir?
—Porque
va a haber registro.
—Y
a mí, ¿qué?
—Que
si no lo dices, eres un mal compañero.
—Y
si lo digo, ¿qué? El paquete para mí, ¿no?
—Déjale
que haga lo que quiera —intervino Zubiaur—. Otras veces fumas tú y nos callamos.
La
campana anunció los cinco postreros minutos del recreo. Corrieron hacia los
urinarios.
—No
dejar entrar a nadie. Defender la posición —gritó Gamarra. Gamarra y sus amigos tomaron
las dos entradas y comenzaron a luchar con los compañeros.
—¡A
mí, mis tigres! —clamó Gamarra subido en el medio mamparo del que iba a ser desmontado—.
¡Vengan mis valientes!
Uno
de los muchachos resbaló y cayó de bruces. De las palmas de las manos,
embarradas, le
brotaba sangre.
—No
deis cuartel —gritó Gamarra.
—¡Imbécil!
—dijo el herido.
—¿Qué
te ha pasado? —preguntó Gamarra.
—Por
tu culpa.
—A
la enfermería. Te salvas de latín, muchacho. ¡A mí, mis tigres!
El
herido se abalanzó sobre Gamarra y lo hizo caer desde el mamparo. Lucharon en
el suelo.
—¿Qué
pasa aquí? ¿Quién ha comenzado? —preguntó el prefecto acercándose.
La
respuesta fue unánime:
—Ellos.
—El
próximo recreo se lo pasan traduciendo. A usted, Gamarra, le espera algo bueno. Voy
a acabar con sus estupideces y faltas de disciplina en un santiamén.
Sonó
la campana por segunda vez y los colegiales formaron en dos filas. Entraron en
el pabellón.
Zubiaur había sido lastimado en su pierna coja y caminaba dificultosamente.
—¿Te
has hecho mucho daño? —preguntó bisbiseadamente Lauzurica.
—Un
retortijón.
Gamarra
empujaba a Ugalde.
—Isasmendi
ha faltado ya dos días —dijo Ugalde—. ¿Estará enfermo?
—No.
Dice mi padre que a su padre lo han trasladado de cárcel.
—¿Y
eso es malo?
—Dice
mi padre que sí.
—Silencio
—ordenó el prefecto.
Las
orlas de los bachilleres rebrillaban. Alguien hizo gemir el pasamanos del
barandado apretando
la húmeda palma contra él.
—Silencio
—gritó el prefecto.
Los
colegiales de segundo curso de Bachillerato marcaban el paso por las escaleras.
V
El
cielo azuleaba entre blancas y viajeras nubes. Gamarra se asomó a la ventana
del patio alzándose
sobre el radiador. Vio a sus compañeros formando equipos para el juego de tocar torres.
Lauzurica echaba la cuenta de los pies con un compañero. Isasmendi y Vázquez, vestidos
de luto, esperaban la decisión de los capitanes. Gamarra casi oía sus voces.
—Yo,
a Ugalde.
—Yo,
a Ortiz.
—Yo,
a Larrinaga.
—Yo,
a Acedo.
—Yo,
a Rodríguez.
—Yo,
a Mendívil.
—Yo,
a...
Sólo
faltaban dos.
—Yo,
a Isasmendi.
—Yo,
a Vázquez.
Se
fueron hacia sus torres. Gamarra oyó un tabaleo en los cristales de la puerta
del pasillo. Volvió
la cabeza y vio como guillotinada la cabeza amenazante del padre director. Fue
a su pupitre
y se puso a traducir con diccionario:
«El
juego de las barras es más bien un juego francés. Nuestros escolares lo juegan raramente.
He aquí en qué consiste este juego: los jugadores, divididos en dos campos, que tienen
un número igual de combatientes...»
Como
una sorda tormenta desde las montañas llegaba el retumbo de la artillería. Comenzaba
la ofensiva.
Ignacio Aldecoa
Patio de armas (1961)
De Los pájaros de Baden-Baden y otros relatos
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pájaros de Baden-Baden
y otros
cuentos
quiero una traduccion y un resumen de este novela por favor
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