Nicanor Parra ha iniciado la novísima etapa de la antipoesía en forma de breves andanadas verbales, tan escuetas como lapidarias, tan desnudas como eléctricas, escritas - emitidas- a la manera del slogan publicitario o político, de la inscripción mural, del aviso luminoso, de la sentencia fulminante, del proverbio, del axioma científico, de la invectiva criolla. Artefactos se llaman estos trozos poéticos, resumidos y cargados al máximo, que en una época de prisa y estridencia quieren provocar, también ellos, con una o dos frases la conmoción sintética de libros enteros. Prueba de su eficacia es la facilidad con que van pasando de boca en boca, de cartel en cartel, no obstante su carácter inédito.
Los hay de todas las especies. Invectivas políticas: "USA/ donde la libertad es una estatua". Reacciones políticas (porque los artefactos explotan en todas direcciones):"La palabrita pueblo/ ya me pone la carne de gallina". Salidas del energúmeno: "A mí no me para nadie/mi misión es salvar al mundo". Sentenciosas reflexiones: "Cultivar un jardín/ es ponerse la soga al pescuezo/ recomiendo vivir en pedregales". Proverbios: "De boca cerrada/ no salen moscas". Salidas de madre: "Vergüenza nacional/ tuve que eyacular en el vacío".
La idea conductora de estos experimentos verbales consiste en terminar con los "espacios literarios", con la complaciente convención del poeta-que-escribe-poesía y del lector-que-lee-poesía, taumatúrgicos personajes que se comunican en un ámbito cargado de aceptaciones tácitas, de señas literarias, de "cultura". El antipoeta quisiera terminar con la usanza poética, con la literatura, con toda impostación de voz, con todo esfuerzo de "composición" de un texto, aún el que incluían sus propios y corrosivos antipoemas, que, buscando ya esta depuración, entraban sin embargo, en la costumbre de los "desarrollos", del "estilo", de la "expresión", y otros "mitos" clásicos y románticos.
La poesía, desde ahora, consistirá en libres descargas vitales, y la misión del poeta no será tanto escribirla, como detectarla allí donde se produzca, en boca de cualquiera, en la conversación ordinaria al hilo de la vida real. La poesía no habitará ya en "los poemas", ni siquiera en los antipoemas, sino al contrario, en la vida silvestre y casi anónima del lenguaje: dondequiera que éste, en estado salvaje, coincida bruscamente y sin retóricas con la realidad mentada, ya sea en un discurso político, en una canción popular, en un aviso económico, en la interjección de un analfabeto, y sobre todo en esos "grafitti" donde una juventud rebelde estampa su protesta sobre los muros del establishment : "La imaginación al poder", "la muerte no tiene futuro", etc.
Cuanto menos literaria la intención del hablante, más probabilidad tendrá de formular un verdadero enunciado poético, que el oído selectivo de Parra se encargará de detectar, y, a veces, con ligeras modificaciones, de insertar en el marco "poético" de un artefacto. Nos acercamos así a la idea surrealista de la poesía como producto colectivo, si bien esta vez el Gran Sujeto no es el inconsciente en sus contenidos psíquicos de profundidad, sino el lenguaje como forma y genio de un pueblo; es el habla viva de una sociedad quien produce anónimos poemas al pasar, al desplegarse en sus eventuales sujetos.
El lenguaje del artefacto es la palabra reducida a su mínima expresión, la pura descarga verbal, depurada hasta coincidir del todo con el aquí y el ahora de una realidad. El artefacto es el culto de la eficacia verbal pura. Y la principal víctima de su ascetismo es la primera persona singular, el yo poético, el hablante tradicional de la lírica. El hablante del artefacto es cualquiera. Dice Parra en unos versos programáticos (y contradictorios, puesto que es un yo superlativo quien habla):"Yo no debiera hablar en primera persona/ del singular: es falta de modales/ habría que reducirse al mínimo:/ habría que arrodillarse y llorar". Y más breve pero exactamente: "¡Consueta/ no: ventrílocuo!" El poeta hace hablar a mil personajes anónimos, mil hablan por él. Toda palabra con sentido real es ya un enunciado poético.
Se llega así a una especie de "poesía pura", sólo que al revés. Pues bajo ese concepto poético se trató de expurgar el poema de toda anécdota, de toda referencia exterior o residuo de contenido, de todo material no transfigurado en la alquimia verbal, en el sistema inmanente de los signos poéticos. Y aquí se trata de lo inverso: de dejar en el poema una realidad a secas, una anécdota, un sentimiento o un objeto en sí, sin residuos de elaboración formal. Un enunciado puro: "Ordeñar una vaca/ y tirarle la leche por la cabeza"; "Desde el año 1927/ a la fecha/ no han transcurrido más de cinco minutos".
Los artefactos, como se ve, prolongan líneas ya apuntadas por la poesía anterior de Parra: la concentración verbal máxima, la desaparición del hablante lírico, la asunción del prosaísmo puro y de las subculturas periodísticas, comerciales, políticas, etc. Sólo que estas líneas han sido radicalizadas de tal modo en los artefactos, que aún su propia poesía precedente parece, en comparación, un desborde lírico e imaginativo de impostado acento.
Sin embargo, yo no suscribiría un elogio de los artefactos como la mejor parte de la poesía de Parra, ni un juicio crítico de su obra anterior desde el angosto e implacable criterio que sugieren estos explosivos fragmentos, o la poética que los impulsa. No siempre compensan ellos con hallazgos efectivos la intensa corrosión que provocan en los cimientos mismos de las formas mayores de poesía. Se trata, sí, de una exploración rica en posibilidades, y concorde sin duda con amplios fenómenos culturales del día, como el auge de una sensibilidad audiovisual instantánea, en desmedro de las morosidades superiores de la palabra escrita o de la cultura contemplativa. Pero, por eso mismo, el género de los artefactos (y de sus parientes los "grafitti", avisos, inscripciones, leídos como poemas) tal vez no sobrepase, en cuanto género, el carácter adjetivo de un fenómeno de época, de una confusa época de transición. Esto no obsta para que entre los artefactos de Parra, se eleven enunciados poéticos memorables, más allá de toda circunstancia, a la manera casi intemporal de la poesía sentenciosa -epigramática, votiva, epitáfica- de latinos y medievales, que leemos hasta hoy con admiración.
El artefacto es una poesía en el límite. Por eso mismo, la "teoría del artefacto", arriba esbozada, me parece -como doctrina poética- un intento imposible, si bien necesario como énfasis, como referencia y contraste. Imposible, porque los "espacios literarios" que se quisiera abolir son, de algún modo, consubstanciales a la poesía -hasta los artefactos operan dentro de su ámbito, aunque reducido al mínimo. Imposible, también, porque el yo poético -por mucho que se abomine de él- tiene derechos irrenunciables, y los hace valer en toda verdadera poesía, y desde luego en los mejores artefactos de Parra, bien personales de sentimiento y de lenguaje. Y, todavía, porque no todo enunciado exacto es poético sin más, como lo prueba el carácter privilegiado, difícil, selectivo, de los más afortunados entre estos fragmentos.
Pero en poesía es frecuente que un programa, utópico en su forma pura, sea de la mayor fecundidad en la historia, donde opera a fuerza de no ser puro, y dé resultados bien reales. Es el caso de la llamada "poesía pura", que no existe, como tampoco existe ningún poema idéntico a la idea de surrealismo, tendencias que , sin embargo, han engendrado excelentes poemas, que no son "puros", ni "automáticos", ni "inconscientes", y por eso mismo son reales y valiosos. El artefacto "puro" es la interjección o el silencio. Pero el artefacto asumido como un ideal de referencia y como un método liberador, puede devolver a las cualidades elementales de sencillez y energía entre tanta retórica.
Con ello se dice del artefacto lo que de pocas búsquedas actuales puede decirse: que, logrado o no, se trata de un verdadero intento límite, de una exploración de los umbrales de la poesía. La dicha creadora que libera puede expresarse en esta reflexión que el buen lector "literario" se ha hecho más de alguna vez: si de tanta lectura poética sólo quedan en la memoria pequeñas intuiciones fragmentarias de gracia, de sentimiento, de exactitud, de vida, dadas en uno que otro verso perdido en el relleno de los "contextos", ¿no valdría la pena aislar esos núcleos de expresividad y entregarlos en forma pura, sin la preocupación literaria de los contextos y los desarrollos?
Es el caso de estos fragmentos: los más felices entre ellos son excelente poesía, y no por las razones un tanto mitológicas de la "poética del artefacto" arriba esbozada, sino por motivos más simples: el golpe de ingenio, el humor concentrado, la sobriedad verbal, la paradoja, aún el lirismo puro: "El viento/ mueve las cruces del cementerio/ como si se tratara de un trigal"; "Un secreto al oído/ mis anteojos no tienen vidrios".
Esta poesía obra por contraste, como toda antipoesía; se nutre del poema convencional, al que extrae sus quintaesencias, y en cuyo medio produce un saneamiento, una profilaxis poética, una libertad respiratoria. Establece así un flujo de ida y vuelta entre la poesía profesional y las potencialidades de la palabra hablada, gritada, cantada, escrita en las paredes, en las cárceles, en los letreros del comercio, en las pizarras del mundo. ¿No se empobrecen los horizontes de la Poesía en la jaula del poema literario, no se ensanchan indefinidamente estos horizontes cuando -a la manera de los artefactos- se buscan las esencias poéticas en estado natural, silvestre, salvaje, tal como operan en las potencias difusas del lenguaje abierto, del ejercicio activo de la palabra en medio de la vida?
Ignacio Valente
En: El Mercurio
Santiago, 27 de septiembre de 1970.
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Santiago, 27 de septiembre de 1970.
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