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MUJER Y SILENCIO EN "TIEMPO DE SILENCIO" DE LUIS MARTÍN-SANTOS (Jo Labanyi)

 
 
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"El silencio es una de las posibilidades del habla," nos dice Heidegger en una frase citada por Martín-Santos en su artículo "La psiquiatría existencial". En otra parte, desarrollando lo antes esbozado por Claude Talahite, he sugerido que en Tiempo de silencio el silencio tiene una doble función irónica: la de hablar por lo que calla. En esta ponencia quisiera relacionar el uso del silencio en la novela de Martín-Santos con la representación que hace de la mujer, tema poco estudiado por ser los personajes femeninos, figuras secundarias que, con contadas excepciones, hablan poco o nada.

Los conceptos "mujer" y "silencio" se asocian tanto en el discurso patriarcal como en el discurso feminista. Por un lado, existe el discurso tradicional masculino, que habla por la mujer en vez de permitirle hablar a ella: ejemplo clásico es el conocido verso de Pablo Neruda, "Me gustas cuando callas". Por otro lado, la crítica feminista francesa ha reivindicado una "escritura femenina" -que puede ser de autor masculino- que subvierte las inevitables represiones del discurso patriarcal hegemónico, al insistir en los silencios que se insinúan por entremedio de, y por debajo de, las palabras: ver, por ejemplo, el estudio que hace Hélene Cixous de Ja "escritura femenina" de Jean Genet; o el que hace Luce Irigaray del lenguaje místico. Si el texto de Tiempo de silencio nos habla a través del silencio -a través de lo que, en una frase acertada, Claude Talahite ha llamado su "récit secret"-, cabe pensar que la insistencia de Martín-Santos en el silencio femenino obedece, no a una ceguera ante la problemática de la representación de la mujer, sino a una voluntad crítica.

Es evidente en Tiempo de silencio la influencia de la fenomenología alemana, estudiada por Martín-Santos en su tesis doctoral, según la cual el significado de la realidad reside, no en ella, sino en las varias perspectivas que tienen de ella los seres humanos.

Todo lo narrado en la novela representa claramente la perspectiva de alguien, sea personaje o narrador; por tanto, todo lo narrado conlleva cierto elemento de falsificación subjetiva. La verdad se sitúa, no en lo que se dice, sino en las contradicciones que se dejan ver entre las distintas perspectivas erróneas. Este perspectivismo coincide con el existencialismo de Jean-Paul Sartre, escritor predilecto de Martín-Santos, el cual afirma la falta de significado esencial del mundo. Fue a partir del existencialismo sartriano que Simone de Beauvoir desarrolló la tesis de que "lo femenino" constituye, no la realidad de la mujer, sino la suma de las perspectivas masculinas hacia ella. La mujer es el "segundo sexo", porque es la representación masculina de "lo otro". Con esto, Simone de Beauvoir hace hincapié en el problema fundamental del feminismo: ¿existe o no una "esencia femenina"? Si existe, ¿cómo definirla sin recaer en la tradicional imagen de la mujer como encarnación de "lo irracional", "lo pasivo", etcétera? y si no existe una "esencia femenina", ¿es que la mujer es condenada a ser una representación ajena, la perspectiva de otro?

Tiempo de silencio nos ofrece un interesante comentario sobre este problema. La breve descripción de la madre de Matías proporciona una imagen crítica del proceso de construcción de la identidad femenina. La "persona" que ella se compone a través del espejo coincide con la reflejada en la mirada de Matías y de Pedro, quienes la miran mirarse. En su libro Spéculum de l'autre femme, Luce Irigaray insiste en la inevitable especularidad de la identidad femenina: la mujer sólo puede librarse del "espejo" de la mirada masculina, que da una visión externa y enajenante, al aplicarse el espéculo ginecólogo que ilumina su espacio interior: espacio que es un vacío, sin definición fija.

La madre de Matías es la frívola mujer burguesa no por la especularidad de su "persona", sino por construir a través del espejo una máscara externa y fija que reproduce la reflejada en el espejo de la mirada masculina. Al hacernos conscientes del vacío que subsiste detrás de la máscara, el texto condena a la mujer burguesa, no por su falta de sustancia, sino por no querer reconocer que su femineidad reside en su falta de definición -su libertad- interior .

En Tiempo de silencio, la mujer se representa mayormente a través del espejo de la mirada masculina. El espéculo ginecólogo lo maneja no la mujer sino Pedro, al hacerle a Florita un torpe raspado que ocasiona su muerte. La perspectiva narrativa de la novela es netamente masculina. El punto de vista del protagonista Pedro se confunde con el del narrador omnisciente, quien, al hablar de "nuestra posible llegada" al burdel, y de cómo las bailarinas de la revista musical representan "el arquetipo de lo que deseamos desde la cama solitaria de los trece años", se revela hombre. Los monólogos interiores son en su mayor parte masculinos: además de Pedro, nos hablan directamente Cartucho, Matías, Amador, Similiano, y, a través del estilo indirecto libre, el Muecas. Los únicos monólogos interiores femeninos son los de la decana de la pensión, quien, como "viuda de héroe", asume no sólo el papel de "padre de familia", sino también la visión machista de su difunto marido, según la cual el hombre "no puede menos" de corretear tras las faldas y dar palizas a su mujer.

Los monólogos interiores de la decana de la pensión expresan una perspectiva masculina en voz de mujer; pero el texto insinúa la existencia de otra perspectiva oculta, al subrayar las contradicciones de un discurso que representa a la vez la voz de la mujer sumisa y la de la "hembra fuerte". Lo femenino se deja ver, no como una realidad esencial, sino a través de los silencios de un discurso contradictorio. La otra "hembra fuerte" de la novela, la patrona del burdel, no es responsable de ningún monólogo interior, puesto que su papel la limita a ser proyección de los terrores sexuales de Pedro, quien ve en ella a la "gran madre fálica"  y al "reverendo padre que confiesa dando claras y rectas normas".

La casa de prostitución se caracteriza por su silencio: "un discreto silencio avergonzado daba un aire aún más litúrgico a la escena. El deseo mudo se expresaba en miradas casi de refilón" (102). Este silencio es lo que le permite al mundo femenino del burdel servir de blanco al deseo masculino. De ahí que este mundo femenino represente una "esfera mágica" o "atmósfera mística": misticismo no en el sentido del lenguaje religioso femenino que se expresa a través de sus silencios, sino en el sentido de constituir una pantalla muda sobre la cual se proyecta la "linterna mágica" del deseo masculino. Cuando las prostitutas hablan, queda rota la ilusión de trascendencia religiosa -trascendencia permitida al hombre a condición de que la mujer acepte su papel de objeto mudo--, puesto que se muestran refractarias al deseo masculino; por ejemplo, cuando Alicia interrumpe la silenciosa comida en la cocina del burdel para decirle a Matías, "¡Quieto, tú!".

El mismo silencio religioso del burdel caracteriza la pensión, que "insiste en su silencio macizo como un estuche" por constituir otro recinto femenino que sirve de "pantalla imaginal" a Pedro. Dorita es una "sirena silenciosa", y un "eje (mudo)" que se exhibe en su "silenciosa mecedora", puesto que, al no hablar, permite el libre juego del deseo masculino. Hay que recordar que, según la leyenda, las sirenas no eran silenciosas, sino que seducían al hombre con su canto mortal. Al negarles una voz a las sirenas -reales o ficticias- con las cuales se encuentra en el transcurso de la novela, Pedro intenta negar la existencia independiente de la mujer. La figura muda de la sirena que Pedro proyecta sobre la pared de su celda en la Dirección General de Seguridad, revela claramente tener la función de signo imaginado por y para el hombre. Las pocas veces que Dorita habla, Pedro se siente molesto porque ella demuestra no coincidir con la imagen arquetípica que de ella se ha formado. El narrador nos hace conscientes de que, para Pedro, la mujer no es sino proyección de sus propios fantasmas, al hacerle preguntar:

¿Es esto el amor? ¿Es acaso el amor una colección apresurada de significaciones? ¿Es acaso el amor la unificación del mundo en torno a un ser simbólico? [...] No. No es el amor. Sabe que no es el amor.
Si Pedro necesita ver en Dorita una "sirena silenciosa" o un "ser decapitado" (120), es porque también la ve como "vagina dentata" (198) o "pulpo amoroso" (120). Para Pedro, todas las mujeres son figuras maternas, que a la vez representan padres castradores. Ya hemos visto cómo Doña Luisa representa para él la "gran madre fálica" y el "reverendo padre que confiesa dando claras y rectas normas". En su importante artículo "El plus sexual del hombre, el amor y el erotismo", Martín-Santos afirma que el auténtico erotismo significa "la plena admisión de la libertad del otro". Prosigue: "Un proceso continuo de comunicación espiritual, estética y cognoscitiva va incluido en el tipo de erotismo que corresponde a una época en que la mujer ha abandonado su papel de objeto pasivo". Martín-Santos agrega que esta reciprocidad "ha sido vivida ya entre el lactante y su madre".

Pero, en Tiempo de silencio, la relación madre-hijo es percibida como una relación mortífera, en que la madre no alimenta al hijo sino que le devora. De hecho, la frecuencia de la imagen de la madre devoradora en la narrativa española de la posguerra es sobrecogedora. No hay espacio aquí para aventurar una explicación histórica del fenómeno. Pero Martín-Santos sí parece sugerir una explicación psicológica: al condenar a la mujer a la condición de "sirena silenciosa" y "ser decapitado", el hombre la convierte en pantalla muda reflectora de sus propios temores, en imagen de una masculinidad terrorífica en que la cabeza (voz, intelecto) es reemplazada por una cola (miembro viril), y el vientre materno deviene falo castrador. O sea: el hombre ve en la mujer "lo otro", no en el sentido de un sexo diferente e independiente, sino en el sentido -tal como lo postula Simone de Beauvoir- de la proyección hacia fuera de sus propios instintos reprimidos. Lo normal es que el hombre proyecte sobre la mujer la pasividad y el irracionalismo que no quiere aceptar como parte de sí mismo. En Tiempo de silencio pasa lo contrario. Es por no saber afirmarse como hombre que Pedro proyecta lo masculino sobre la mujer, al verla como padre castrador. Efectivamente, Pedro desempeña en la novela un papel pasivo: es decir, femenino. Es como si, en una época -concretamente, la del franquismo- en que a los hombres les es negado un rol activo, las cualidades tradicionalmente llamadas "masculinas", al ser reprimidas, no encontrasen más salida que la de proyectarse sobre la mujer en cuanto encarnación de "lo otro".

Irónicamente, los valores patriarcales del franquismo, al insistir en la subordinación a un patriarca supremo, conducen a una inversión de los roles sexuales. "Lo masculino" pasa a ser identificado con lo pasivo, con la aceptación estoica -supuestamente femenina- del destino: "sanlorenzo era un macho, no gritaba, no gritaba, estaba en silencio". Al proyectar su masculinidad reprimida sobre la mujer, Pedro destruye sus propias posibilidades, puesto que se acepta como ser castrado; pero tampoco cede el poder a la mujer, sino que la convierte en objeto, en fantasma sin voz propia. Es frecuente en Tiempo de silencio la descripción de la mujer en términos de objeto de consumo. Matías compara los objetos de consumo que se exhiben en las tiendas de lujo del centro de Madrid con "ideas puras nunca alcanzables en el borde de la platónica caverna"; al convertir a la mujer en objeto de consumo, las voces masculinas del texto también la convierten a ella en arquetipo platónico "nunca alcanzable", por existir sólo en el inconsciente masculino.

Otra manera de objetivación de la mujer en Tiempo de silencio es el uso de metáforas animales o vegetales. Aquí tenemos, además de la deshumanización de la mujer, su transformación en objeto "natural". La naturaleza no tiene voz propia; tiene la virtud -como bien lo supieron los poetas románticos- de reflejar la voz del hombre. La tradicional asociación de la mujer con lo natural constituye un caso paradigmático de la mitificación, tal como la define Roland Barthes en su libro Mythologies; o sea: la legitimación de determinado producto cultural, al representarlo como objeto natural que no puede ser de otra manera. El ejemplo más obvio de esta "naturalización" de lo femenino es el de la mujer y de las hijas del Muecas. En uno de los pocos artículos que tratan el tema de la mujer en Tiempo de silencio, Robin Fiddian ha sugerido que, al representar a Encarna como imagen arquetípica de la madre-tierra, cuya hija mayor se llama Flora, Martín-Santos quiso indicar la supervivencia en el pueblo de un tipo de mujer no degradado.

Es cierto, como lo ha señalado Claude Talahite, que los gritos de Encarna se oponen al vergonzoso silencio conformista de Pedro. Efectivamente un personaje femenino, y precisamente el personaje menos educado, constituye el único ejemplo en la novela de una conducta ética no interesada. También es cierto que Encarna es la única figura materna en la novela que, a pesar de las difíciles condiciones en las que vive, alimenta a su prole en vez de devorarla. Pero el "estado natural" de Encarna y de sus hijas no las salva de la degradación; al contrario, es precisamente su "estado natural" lo que las convierte en "campo de aprendizaje" médico.

Las mujeres representadas en la novela como las más naturales, son las que provocan la mayor indignación en el lector, por ser su condición supuestamente "natural" tan evidentemente injustificable. Los gritos de Encarna y de su hija menor al morir Florita, y los rugidos de ésta al desangrarse, tienen valor precisamente porque contradicen su degradada pasividad normal. Encarna es un "ser de tierra que no puede pensar", cuya vida constituye una serie de "coloreados fantasmas [...] que se deslizan silenciosos"; una "mole mansa y muda" que aguanta las brutalidades de su marido acompañada por "la presencia muda de sus hijas". Si el Muecas no soporta los gritos de dolor de su mujer, es porque "ella, por lo general, había sido muy callada". Vemos que el silencio de Encarna y de sus hijas no es un "estado natural", sino que les es impuesto por el "patriarca bíblico" Muecas: "Calla hija [le dice a Florita]. y no hables más que cuando te pregunten. Mira tu madre qué callada está y qué poco molesta".

A mi modo de ver, la representación de Encarna y de sus hijas no proporciona una imagen natural de la mujer como respuesta positiva a la "femineidad vuelta astucia" de las mujeres de la ciudad, sino que demuestra que las mujeres, incluso en el caso de seres aparentemente elementales como lo son Encarna y sus hijas, son personalidades complejas, capaces de desmentir la imagen arquetípica que el hombre se forma de ellas, al romper su silencio habitual. Los gritos de Encarna no sólo la libran a ella del "padre de la horda primitiva" simbolizado en la figura del Muecas, quien es detenido a consecuencia de sus declaraciones; sino que también le libran a Pedro del poder patriarcal castrante que representa la policía. Al convertir a la mujer en pantalla muda que refleja sus propias represiones, Pedro se condena a verse como castrado. Es lógico que sea una mujer quien, al hablar, rompe el encanto de la "sirena silenciosa" y le da la libertad (libertad que, hay que decirlo, no sabe aprovechar).

También es importante que Encarna afirme su existencia independiente de mujer, contraviniendo la voluntad de su marido opresor, al comportarse de una manera que contradice su silenciosidad normal. Tal como en el caso de la decana de la pensión, lo femenino se revela a través de la contradicción. La mujer se representa en la novela, no como una realidad esencial, sino como una capacidad de contradicción que se niega a conformarse con la imagen arquetípica -sea la de la "sirena silenciosa", sea la de madre-tierra- que el hombre proyecta sobre ella. Lo femenino -según nos lo dice el narrador masculino de Tiempo de silencio, en un párrafo ya citado- no es "una colección apresurada de significaciones", sino (para completar la cita) "otra realidad que es en sí completamente incomprensible, pero que nos empeñamos en incorporar a la trama de nuestro existir vacilante". Tanto la mujer como el hombre escapan a las definiciones fijas, y se caracterizan por su "existir vacilante". Los personajes femeninos de la novela demuestran no coincidir con la imagen masculina de "lo femenino" cuando abandonan su mutismo habitual. Pero lo femenino también se afirma a través del silencio, al revelarse en los intersticios de un texto cuyo significado reside en la contradicción.


Jo Labanyi
IV Jornadas Internacionales de Literatura
San Sebastián, 1990





 

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