La Grecia clásica supo dramatizar en fascinadores mitos los temas de su historia. Eran experiencia vivida incorporada en formas poéticas. Por eso, los más de ellos, siguen siendo temas del destino del hombre.
De una hora oscura y trágica surgió la ficción del minotauro. De una de esas horas en que el destino de la ciudad parecía perdido para siempre ante la fuerza enemiga. El mito cuenta la amenaza de esa fuerza sobrehumana y el triunfo final del griego. El héroe es el que acomete lo imposible para salvar la ciudad.
Los griegos contaban que Minos, el rey de Cnosos, recibió de Poseidón un toro divino sacado del mar, para sacrificarlo al dios. No cumplió Minos la promesa de sacrificar la hermosa bestia, y Poseidón, colérico, hizo que Pasifae, la reina, concibiera una pasión bestial. De los amores infrahumanos de Pasifae con el toro nació el minotauro. Un monstruo de cuerpo humano y cuello y cabeza de toro. Un monstruo espantable, devorador de vidas humanas. El monstruo que nace siempre de la violación del mandato divino y de la regla natural.
El minotauro fue encerrado en el laberinto fabuloso, y para alimentarlo Minos impuso a los atenienses el tributo periódico de siete mancebos y siete doncellas.
El cruento tributo duró hasta que vino el héroe. Teseo el hercúleo penetró en el laberinto. En el laberinto vive el minotauro. Supo Teseo entrar, vencer y salir. Por esa hazaña vive en un hermoso mito en la memoria de los hombres.
Yo no sé si dentro de unos siglos, la Venezuela que pueda sobrevivir a esta trágica prueba, dará los poetas necesarios para crear un nuevo mito con el recuerdo de su trágico presente. Porque la Venezuela de hoy tiene su minotauro histórico, el hecho cierto de trágica sustancia mítica. Lo que no tiene, y no parece que va a tener, es ese Teseo del certero destino heroico. Tampoco bastaría un Teseo, sino una legión de Teseos, una legión teseica que se decidiera a emprender el grande e inaplazable combate de vida o muerte.
El minotauro de Venezuela es el petróleo. Monstruo sobrehumano, de ilimitado poder destructor, encerrado en e! fondo de su laberinto inaccesible, que está devorando todos los días algo que es tanto como sangre humana: la sustancia vital de todo un pueblo. Es como si estuviera sorbiendo la sangre de la vida y dejando en su lugar una lujosa y transitoria apariencia hueca.
El petróleo se ha convertido en un minotauro, en un monstruo devorador, para Venezuela; por la culpa de los venezolanos. El monstruo que nace siempre de la violación del mandato divino y de la regla natural. Como el minotauro.
Hasta hace treinta años tuvimos un país pobre, que seguía un lento proceso de crecimiento. Un país de cultivadores y de guerrilleros, aislado del mundo, sin comunicaciones interiores, entregado a una lenta vida provincial y limitada. Pocos augurios había de un risueño porvenir. Pocos también de una trágica catástrofe que pudiera hacerlo desaparecer. El presupuesto nacional apenas pasaba de los cien millones de bolívares, se vivía de lo que se producía, las gentes adineradas andaban en coches de caballos producidos en el país, el hielo era un lujo desconocido, la leche se ordeñaba a las puertas de las casas, toda la importación no alcanzaba al centenar de millones, un alto empleado ganaba quinientos bolívares al mes.
Pero vino el petróleo, el toro regalado por el divino Poseidón. Y no quisimos cumplir la promesa. Incorporar el petróleo a nuestra vida y no nuestra vida al petróleo. Hacer de aquel regalo un incentivo para el desarrollo de la riqueza propia, y no abandonar la riqueza propia para gozar del regalo. Donde había una vaca, haber puesto dos. Donde había un erial, haber puesto una sementera. Donde había una vereda haber puesto un camino. Donde había un torrente, haber puesto un canal. Multiplicar los animales, los granos, las flores. Haber hecho al trabajo más productivo y más hermoso. Todo eso era la promesa. Convertir la riqueza transitoria del petróleo en riqueza permanente de la nación.
Era la promesa, pero la violamos. En lugar de hacer del petróleo el maravilloso apoyo para el más rápido y seguro desarrollo de la riqueza nacional, hicimos de él un monstruo. Un trágico minotauro dentro de un laberinto inextricable. No nos ocupamos de crear riqueza propia, sino de disfrutar de la riqueza petrolera, convertir lo más rápidamente el petróleo en bolívares, para a su vez convertir aún más rápidamente esos bolívares petroleros en objeto de lujo, en disfrute y hasta en alimentos.
La producción venezolana no aumentó. Por el contrario, algunos renglones disminuyeron. Pero, en cambio, el presupuesto de la nación subió, hasta acercarse hoy a los dos mil millones por año. Veinte veces lo que era antes. Doscientas veces lo que era el presupuesto al separarse el país de la Gran Columbia. Las importaciones suben. Alcanzaban a cincuenta millones en 1906, llegan a trescientos millones en 1938, y hoy deben pasar de mil millones de bolívares por año. Importamos granos, importamos leche, importamos carne, importamos telas, importamos frutas, importamos huevos, importamos pan. Importamos casi todo lo que estamos necesitando para vivir. Lo único que ha aumentado en nuestra tierra son los bolívares petroleros y las importaciones. Los bolívares, como cada día son más, cada día compran menos. El minotauro ha provocado la inflación. Le ha sacado su sustancia al bolívar. Cada día vale menos. Se derrite en las manos. Es como si fuera una moneda de hielo que se vuelve agua. Los bolívares del minotauro son de hielo.
La producción venezolana no aumentó. Pero, en cambio, los costos de esa producción sí aumentaron. Todos los costos de nuestra producción están por sobre el nivel de los costos mundiales. La más alta calidad del más fino café de Colombia es más barato que nuestra pasilla. Nuestro maíz, nuestra azúcar, nuestro arroz, nuestra carne están muy por encima de los precios que se cotizan en los mercados mundiales. Esto significa que no podemos venderle nada a nadie, y que todo nos resulta más barato importándolo. Más barato es traer el arroz del Ecuador, más barato es traer el maíz de la Argentina. No podemos exportar sino petróleo y abigarradas caravanas diplomáticas.
Si pudiéramos hacer abstracción del petróleo, nos encontraríamos que el país está más pobre de lo que era antes de que lo tuviéramos. Producimos menos. Son mayores los obstáculos para producir. Ha disminuido nuestra aptitud para producir riquezas. No sólo hemos adquirido los hábitos, sino hasta la mentalidad del parásito. Nadie es más pobre que un parásito. Nada tiene. Su porvenir pertenece al ser que lo nutre.
Mientras nuestra realidad se va depauperando, haciéndose cada vez más artificial y dependiente. Mientras todo se convierte en petróleo. Mientras todo no es sino petróleo con otras apariencias, la desproporción mortal sigue creciendo. Cada día, en términos de lo propio, estamos más pobres y más exhaustos, y el minotauro crece dentro de su laberinto. Se le siente el pujante aliento devorador. Crece, producirá más bolívares, provocará más importaciones, más inflación, más despilfarro, más desnivel, devorará más. No siete doncellas y siete mancebos. Sino la sustancia vital con la que una tierra puede sostener todas sus doncellas y todos sus mancebos.
Crece el minotauro. Hace pocos días los periódicos publicaron esta noticia: «La producción de petróleo de Venezuela durante el primer semestre de 1948 ha experimentado un aumento cercano al quince por ciento sobre la producción en igual período de 1947.»
Y mientras el minotauro crece, amenazante, nada estamos haciendo por luchar contra él y vencerlo. Por matar al monstruo devorador y poner en su sitio el manadero de una riqueza permanente y de una vida estable.
A la puerta del laberinto disputamos sobre teorías políticas, cantamos canciones, hacemos desfiles, invocamos grandes y hueras palabras. Pero allí está el minotauro devorando.
Nada estamos haciendo por enfrentarlo y vencerlo. Parecemos ignorar el destino. No hay ni señales de que vayamos a organizarnos en teseica legión para luchar por la salvación de lo que no es nada menos que la vida de nuestro pueblo.
A la hora en que deberíamos estar planeando la hazaña teseica, serenos, resignados, heroicos, andamos jugando a la política, pavoneando nuestro pequeño orgullo, atizando nuestros mezquinos odios.
Junto a esta gran cuestión de vida o muerte, todo lo demás no sólo debería ser secundario, sino pospuesto.
Los que vengan mañana, cuando la obra de destrucción esté consumada, no tendrán sino motivos para maldecirnos.
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