Introducción
La publicación de Los
Complementarios ha prestado un gran servicio a los estudios machadianos,
aunque tal vez los manes de don Antonio estén reprendiendo al editor. De todas
formas, los escrúpulos del poeta no iban demasiado lejos: autorizaba a tomar sus
ideas, pero hacía distingos a la forma. El respeto se lo concedemos: manejamos
borradores y sólo borradores. La teoría literaria de Machado no es únicamente lo
que este cuaderno permite intuir, faltan muchas cosas y otras -sin embargo-
están reiteradas, el orden no es muy riguroso... Cierto todo ello. Pero verdad
también, que nos encontramos ante una serie de postulados y problemas que aquí
se formulan de manera inequívoca, que pueden completar lo que ya sabíamos de los
apócrifos y que autorizan a establecer una teoría poética bien trabada y bien
pensada, teoría poética que va de 1912 a 1925 y que afecta a la creación, total
o parcial, que rigió obras capitales como Campos de Castilla (1907-1917),
Nuevas canciones (1917-1930) y los inicios de un Cancionero
apócrifo (1923?-1936). En la página 243 de Los Complementarios consta
una apostilla que nos ahorra cualquier duda:
Contiene borradores y apuntes impublicables, escritos desde el año 1912 en que fui trasladado a Baeza, hasta el 1.º de junio de 1925.
La misión del investigador
va a ser la de dar coherencia a la información dispersa y encontrarle sentido
dentro del pensamiento teórico de su creador. Como, por otra parte, disponemos
de su doctrina poética según Abel Martín y Juan de Mairena, podemos ver ahora
cómo se han ido elaborando todas estas fuentes de
información.
En torno al signo poético
Situado ante la palabra,
Antonio Machado formula una serie de principios que son fundamentales para su
propia oración. Como poeta, se ocupa de la expresión y no del contenido, por eso
los dos planos hjelmslevianos del contenido (forma y sustancia) apenas le
interesan. Sin embargo, sagazmente, va levantando diversos estratos para aclarar
su concepción de la poesía. Machado parte de las doctrinas de Lipps que, en su
Estética, había dicho «todo mero hecho carece de sentido estético». Lo que traducido al
lenguaje del estructuralismo significa que la poesía, como estética que es, no
afecta ni es afectada por la sustancia del contenido. Dicho de otro modo, si
entendemos por sustancia de contenido la realidad antes de ser formulada,
resultará que cualquier hecho podrá ser poético, si adquiere forma poética, pero
por ser hecho no es poesía. Ahora bien, el escritor para comunicarse no se puede
valer de ideas sino de palabras; por eso el propio Lipps apostillará poco
después: «la poesía es, ante todo, un resultado de las palabras». Pero el
dominio de la palabra es el plano de la expresión, no el del contenido, con lo
que la doctrina de Lipps se formula muy claramente dentro del ámbito en el que
la insertaría Hjelmslev. Antonio Machado parte, pues, de los presupuestos del
teórico: la sustancia del contenido no es en sí misma poética ni la poesía es
otra cosa que plano de expresión. Situado en estos principios, Machado intenta
desentramar el sentido de la palabra y de las palabras. Porque si la poesía no
fuera otra cosa que palabras nos encontraríamos con un mundo simplemente
denotativo en el que los signos transmiten, artificial o simbólicamente, realia. Pero la poesía es algo distinto del
lenguaje funcional y exige a la palabra unos valores ausentes de la
trivialización.
El valor de la palabra
Cuando el poeta nos dice
que
Las artes plásticas trabajan con materia bruta. La materia lírica es la palabra: la palabra no es materia bruta.
está considerando la palabra
como dotada ya de unas formas diferenciadoras. Si antes decía que la poesía no
era sustancia de contenido, vemos ahora que la forma viene a diferenciarla.
Porque no se trata de un bloque de piedra o de un metal en fundición, no. La
palabra es materia (digamos sustancia) elaborada (digamos con forma). Ahora
bien, cuando el poeta utiliza su materia artística la recibe como una herencia
dotada de una serie de elementos constitutivos (forma y sustancia) que sirven
para que pueda ser expresada, pero quien utiliza esos elementos no los inventa,
sino que tiene que aceptarlos porque -él también- está dentro de un
convencionalismo en el que la palabra tiene valor; si quisiéramos
independizarnos de semejante tiranía, no podríamos comunicar el mensaje poético,
pues no seríamos comprendidos. Resulta entonces que la palabra -por su propia
existencia ya no materia bruta- posee una carga convencional que la hace
comprensible pero -a la vez- desvinculada de quien tiene necesidad de usarla.
Machado lo ha visto muy bien, ha tratado de comprender el problema y se ha
remontado a planos generales: la sociedad ha creado el valor de ese sutil
instrumento que estamos manejando; como necesita hacerlo hilo de comunicación
entre los hablantes, debe vaciarlo de cualquier contenido afectivo, y, así, la
palabra funcional es convencional y objetiva, pero el poeta necesita expresar
cualidades, no realidades neutras, y, entonces, la tiene que modificar. Estamos
ante un nuevo planteamiento al que volveremos más tarde: la palabra poética como
desvío de la palabra funcional. De momento sigamos el hilo de nuestro
planteamiento: la palabra no es materia bruta, sino un producto social,
elaborado, que recibimos apto para su utilización. Pero por su propia condición
es una pantalla que se interpone entre la realidad y el hombre; nosotros
transmitimos no cosas, sino símbolos de las cosas. La primera ocupación del
hablante, es pues, desnudar ese fantasma, ineludible e inevitable, que oculta el
mundo bajo la apariencia con que lo cubre. Mucho más si se trata de lenguaje
poético, en el cual hay un desvío de lo que se ofrece objetivamente. Por eso
resulta muy acertada la comparación de Machado, «toda poesía es, en cierto modo, un palimpsesto», porque, en efecto,
bajo la apariencia de cualquier texto que leamos hay otro mensaje distinto al
que debemos descifrar. Desde el mundo de la semiología las cosas resultan del
mismo modo: las llamadas estructuras superficiales «ordenan en formas discursivas los contenidos susceptibles de
manifestación», en tanto que en la estructura de manifestación «se producen y organizan los significantes». La palabra tal y como
la entiende Machado pertenecería a la estructura superficial de Greimas,
mientras que la palabra poética estaría cardinada en las estructuras de
manifestación.
Signos lingüísticos y signos
poéticos
Antonio Machado habla de
palabras. Las considera productos elaborados por la comunidad que de
ellos se sirve para establecer la comunicación, las ve como intermediarias del
mundo y el hombre que quiere transmitir ese mundo; considera también, aparte, el
valor de la palabra poética. No podemos pedir al escritor que nos haga una
teoría lingüística con sus intuiciones, sí debemos ordenarla nosotros, toda vez
que él mismo nos la ha descubierto. Machado distingue entre palabra
(digamos funcional) y palabra poética; es decir, un elemento único puede
ser enunciado de manera objetiva y de otra manera desviada, connotada por tanto.
Si la palabra es el equivalente del signo lingüístico saussureano (un
significante + un significado), la palabra poética es un signo
enriquecido, con lo que venimos a caer en los planteamientos de teóricos, de la
estética y de la lengua, bien próximos a nosotros. Cuando Bunse establece la
diferencia entre señal y signo como oposiciones comunicativas que
pertenecen al mundo físico y al mundo estético, respectivamente, no hace sino
distinguir entre denotador y connotador, entendiendo éste como señal +
carga íntima. Pero esto es lo que hace muchos años había defendido Dámaso Alonso
frente a Saussure y lo que ha venido a descubrir Greimas. Estamos ante una clara
intuición de Antonio Machado: si la palabra (o señal) es un
elemento neutro, en cuanto la hagamos sostén de un mundo ideal la habremos
convertido en palabra poética (señal + carga afectiva = signo) y
sólo a través de la palabra poética alcanzaremos a entender la nueva, o la única
visión del mundo.
La palabra poética
Partiendo pues de la palabra
denotativa, el poeta elabora sus materiales cargándolos con nuevos contenidos.
Cuáles puedan ser, Machado intenta decírnoslo y señalar sus riesgos. En primer
lugar, el sentimiento. Este simple enunciado nos lleva ya a otro problema: el de
la identificación croceana de expresión con poesía. Pero la expresión puede
enunciarse de mil maneras, de tal modo que nosotros seremos quienes demos esa
carga afectiva que desvía el enunciado de su realización trivial. Recordemos a
Unamuno: cuando puso prólogo a la Estética de Croce, habló de los niños
que, rodeando a un caballo, gritaban ¡caballo!, ¡caballo! El ejemplo vale
y no vale para lo que don Miguel pretendía: vale porque reflejaba con exactitud
aquello que se quería explicar; era inútil porque en cualquier caso la palabra
caballo no es necesariamente poesía. Si digo, objetivamente, «en Málaga
hay coches de caballos» difícilmente se podrá decir que esto, en sí, sea
poético. Los niños salmantinos que daban saltos gritando ¡caballo! habían
cargado a la palabra con unos contenidos que podían ir desde la fantasía (se
desborda la imaginación infantil al encontrar un caballo en el ámbito urbano)
hasta el gozo (necesidad de transmitir la alegría por no estar en la escuela).
Es decir, la palabra en los chiquillos se había enriquecido con muchas cargas
emotivas, ¿podríamos decir lo mismo de la descripción de un caballo hecha por el
granadino Porcel en el siglo XVIII? Cierto que caballo puede aparecer en
un mundo connotativo: el interlocutor que insulta a su antagonista, el hombre en
el campo que se cree acometido por un toro y que, al liberarse del susto, grita;
¡si es un caballo!, el tratante que en su regodeo de vendedor dice
esto sí que es un caballo, el jinete que orgulloso de su montura dice
para caballo caballo, mi caballo, etc.
Machado se aparta de Croce e
incide en los caminos del formalismo poético:
No decimos gran cosa, ni decimos siquiera suficiente, cuando afirmamos que al poeta le basta con sentir honda y fuertemente, y con expresar claramente su sentimiento.
No decimos gran cosa, ni decimos siquiera suficiente, cuando afirmamos que al poeta le basta con sentir honda y fuertemente, y con expresar claramente su sentimiento.
Si rebuscáramos en qué
pueden ser esos elementos que, al parecer, faltan para que la poesía sea poesía
tal vez tuviéramos que volver a algo ya dicho. La palabra (y la lírica realizada
con palabras) es comunicación. Comunicación nuestra hacia los demás,
comunicación para entender, a través de ella, la realidad que nos cerca. Esto
nos obliga a ser otro yo, que el nuestro sólo, u otro tú que el
ajeno. La capacidad poética se mide por la cantidad de comunicación que seamos
capaces de crear, esa entropía de que hablan los teóricos de la
informática. Para ellos entropía equivale a consumo (en termodinámica a
«consumo de energía»), pero el consumo puede degradarse y abocar a la
desorganización; un poeta, cuya poesía no se pueda comunicar no será nunca un
poeta popular (por ejemplo, Juan Larrea); sin embargo, y no considerando otros
valores, podría haber una poesía de gran consumo, pero que no esté -por las
razones que sean- dentro de los valores que consideramos poéticos (los pliegos
de cordel, por ejemplo) y podrá haber un poeta con grandes valores líricos y,
sin embargo, afecto también al consumo (un Bécquer). Ocurre entonces que una
poesía -la de Bécquer- escrita con unos determinados fines (lirismo interior) ha
sido degradada a los niveles de la cursilería de burguesitas o cupletistas. Otro
ejemplo: en una colección llamada Los poetas había una selección de
Garcilaso; el soneto X (Hermosas ninfas, etc.) había servido de portada: se pretendía una hermosa
mujer desnuda. ¿Cuántos compraron aquel libro creyendo que dentro iban a
encontrar lo que buscaban? Bécquer o Garcilaso convertidos, fraudulentamente, en
valores publicitarios para los que nunca escribieron sus versos. Ni Bécquer ni
Garcilaso son lo que se insinúa; su obra ha sido degradada y falsificada, y,
como ocurre con el consumo de energía en termodinámica, la degradación ha
conducido hasta el desorden, pues los dos grandes poetas no significan lo que
dicen con ellos.
Antonio Machado se debate
entre los mismos hilos de la red. Es hombre de su tiempo y de su pueblo, por eso
siente que en él mismo «vibran otros sentires» y que su «corazón canta siempre en coro», que su sentimiento toma los «materiales del mundo externo» y que con él colabora «el tú», es decir, los demás. Ahora bien acertar con esos otros «es el problema de la expresión lírica». Temor a ser hermético y no
comunicar gran cosa, temor a ser desvirtuado por quienes carecen de su diapasón
adecuado para temblar con las mismas vibraciones. En un momento de Los
Complementarios, don Antonio inventa a José Luis Fuentes, «poeta sanluqueño, místico y borracho» que murió en Cádiz al acabar
el siglo XIX. En una soleá dejó su credo poético:
Obscuro para que atienden;
claro como el agua, claro
para que nadie comprenda.
Obscuro para que atienden;
claro como el agua, claro
para que nadie comprenda.
Dificultad para que quien
escucha huya de la trivialidad, apariencia fácil pero erizada de complejidades.
Es un programa estético, que también tiene sus quiebras. Cuenta León Felipe cómo
un día, en Valencia, juntos iban a leer poemas al pueblo: don Antonio apenas
pudo encaramarse al tablado y fue izado por su compañero. Tuvieron que apresurar
la lectura, porque el pueblo no les hacía caso. Poesía la de Machado clara como
el agua, pero ¿entendida por todos en lo que tiene de claridad? Encarándose con
la poesía de Moreno Villa nos apunta un ideal: la lírica no es un problema ni un
oficio. Podríamos preguntar cómo en su copla, aunque tal vez la adivinanza sea
más fácil de resolver ahora: la lírica no es un problema; esto es, no es un
planteamiento al que damos solución con la lógica. No es tampoco «un oficio que se ejerza confiadamente bajo normas seguras». Ni
lógica ni retórica. No marraríamos mucho si la consideráramos sentimiento e
intuición, porque Machado crea una poesía sustancialmente subjetiva, cargada con
elementos de su vida emocional, y transmitida por procedimientos sencillísimos,
pero insustituibles en su aparente sencillez. Todo ello ha sido visto por la
crítica, pero quisiera matizarlo. En un hermoso artículo, Julián Marías ha dicho
que rara vez con tan escasos recursos como los que Machado maneja se han
conseguido «calidades líricas tan altas. La razón de ello es que la poesía de
Machado representa un máximo de autenticidad». La autenticidad suele ser una
valoración subjetiva, mudable por tanto según la ocasión y según quien la
juzgue. Yo volvería a Los Complementarios para desvelar el sentido de la
palabra autenticidad; se trata de una identificación de la palabra con la
realidad que representa:
Mas el aurífice hará una joya con el metal de una moneda, fundiéndola, e imprimiéndola nueva forma. Para labrar su joya el poeta no puede destruir y borrar la moneda. Porque su material de trabajo no es lo que en la palabra correspondería al metal de la moneda, esto es: el sonido; sino aquellas significaciones del humano que la palabra, al hacerse moneda, pretende objetivar.
Mas el aurífice hará una joya con el metal de una moneda, fundiéndola, e imprimiéndola nueva forma. Para labrar su joya el poeta no puede destruir y borrar la moneda. Porque su material de trabajo no es lo que en la palabra correspondería al metal de la moneda, esto es: el sonido; sino aquellas significaciones del humano que la palabra, al hacerse moneda, pretende objetivar.
Porque Machado aclara el
problema: la palabra tiene una sustancia de expresión a la que llama
sonidos en su doctrina; estos sonidos se articulan de modo que ya son
significativos (se hacen fonemas intencionalmente funcionales o palabras
con significado, puesto que fuera de un contexto el fonema no puede existir; su
razón de ser está en la correlación o en la disyunción con otros del sistema).
Machado acaba de acertar de nuevo: el sonido carece de sentido si no se integra
en un sistema funcional donde es insustituible. Entonces cobra su pleno valor,
pero entonces queda inmóvil, pues de otro modo la palabra ya no estaría
objetivada, es decir, ya no tendría tal significación. Lo que ocurre es que el
uso desvirtúa el valor de las palabras, lo trivializa, lo desgasta, como si de
monedas se tratara. Entonces el poeta necesita o devolver su valor original a la
palabra, es decir, generar un nuevo acto de oración para que recobre sus
contenidos primarios, o dotarlas de valores connotativos que sean un
enriquecimiento de la pobreza en la que el uso ha caído. El poeta procederá de
una u otra manera según sea la fe que tenga en sus propias posibilidades: se
crea capaz de repristinar valores o prefiera enriquecer la palabra por otros
procedimientos. De cualquier modo, manifestación de una personalidad, la suya,
original e irrepetible, que se proyecta a través de la palabra para descubrir el
mundo o para transmitirnos por ella su visión del mundo. Doble juego en el que
el poeta recibe una lengua elaborada, a la que no puede modificar si la quiere
útil para proyectar su espíritu, y a la que debe utilizar personalmente, si
quiere que su voz cuente con originalidad.
La palabra es un signo
lingüístico con su enunciado dual (sonido y significación), pero
para realizarse poéticamente tiene que potenciarse con lo inmediato
psíquico, con la intuición. Algo que formuló del mismo modo Dámaso
Alonso cuando juzgaba insuficiente la dualidad expresada por Saussure y, como el
crítico, Machado cree que la lengua del poeta se basa en un «fondo de imágenes genéricas y familiares» sobre el que destacará su
propia personalidad. A pesar de su curso con Bergson, Machado venía a
manifestarse idealista: era la tradición de Croce y de Vossler. Era, tal vez,
lealtad a Unamuno por quien tanta devoción sintió siempre y que tan sumisamente
croceano se nos manifestó.
La poesía como selección: la
metáfora
El problema de qué se
entiende o qué pueda ser la lengua poética ha preocupado como cuestión teórica.
Desde el idealismo, Amado y Dámaso Alonso pudieron hablar de selección, lo que
les llevó a una nueva interpretación de la estilística. Y esta idea, la lengua
poética como selección -y desvío- se ha abierto camino entre los semiólogos
actuales.
Esta selección artificiosa
es un «desvío» de la lengua funcional, pero antes de ocuparnos de él he de
reconsiderar algunos puntos a los que ya me he referido. Antonio Machado dedicó
notables meditaciones al problema de la metáfora. Evidentemente, no para
deslumbrarse ante ella. Como poeta, era un poeta sencillo que rehuía cualquier
brillo innecesario; de ahí que Juan de Mairena en su Arte poética
arremetiera contra el barroco español.
La metáfora está contra la
poesía directa y sencilla, desnuda y humana de la que Machado gustó. Para la
Academia, la metáfora es un «tropo que consiste en trasladar el sentido recto de las voces en
otro figurado, en virtud de una comparación tácita». Estamos, pues, frente a
algo que repugna a su quehacer poético. La metáfora tiene su mucho de
intelectualización, lo que con frecuencia repele a la carga afectiva con que
Machado dotaba a las palabras. En páginas anteriores he tratado de mostrar cómo
don Antonio temía resultar hermético tanto como trivial; la metáfora puede
llevar a una dificultad inútil o a un descuido del contenido. Para huir de la
fogarada que presto pasa, renuncia al juego. Machado cree en el significado
íntimo de las palabras, no en los adornos que ayuden a explicarlas. Creo que
acertó A. Lefebvre cuando, pensando en Antonio Machado, evocó la situación de
Adán en el Paraíso: las cosas eran el contenido (sustancia y forma) que Adán iba
a llevar, gracias a la palabra, a un plano de expresión. Esas palabras que iban
a ser «el nombre de todos los vivientes» según los fuera nombrando y que,
por el empleo virginal de las señales, remitían sin ambigüedad a un contenido
considerado como sustancia, esto es, como existencia real libre e independiente
de cualquier vinculación. Nunca como en aquel día las palabras podían estar
identificadas ontológicamente con las cosas; no eran sustitutos de las cosas,
sino su notación verbal, por cuanto las cosas eran presencias tangibles que no
necesitaban de evocaciones o de sustitutos.
En un libro reciente sobre
la metáfora, Michel Le Guern discurre con varia fortuna sobre estos problemas;
de haberlo podido leer, Machado lo hubiera considerado el ápice del barroquismo.
No obstante, algunas veces acierta, no precisamente cuando aduce metáforas, sino
cuando expone ideas que, sin ser de gran originalidad, agrupan testimonios de
juicios o léxico que nos pueden ser utilizables. Mejor aún, para ver la validez
del pensamiento de Antonio Machado cuando lo enfrentamos a testimonios que
aspiran a ser objetivamente científicos.
En Los
Complementarios (p. 210) se dijo que con la metáfora se había agotado el «pensamiento lógico», el pensamiento -ante ella- «se encierra en un laberinto de conceptos, de tópicos, de
definiciones», y para remachar en el clavo:
La metáfora no suele ser poesía sino retórica, abunda en el barroco literario, es decir, cuando el mundo intuitivo del poeta ha cedido su puesto a un mundo de conceptos. Se forman casi siempre entre imágenes pensadas, no intuidas, únicas que pueden tener un común esquema conceptual.
La metáfora no suele ser poesía sino retórica, abunda en el barroco literario, es decir, cuando el mundo intuitivo del poeta ha cedido su puesto a un mundo de conceptos. Se forman casi siempre entre imágenes pensadas, no intuidas, únicas que pueden tener un común esquema conceptual.
Machado no acepta la
metáfora como elemento referencial ni como ornamental y mucho menos como
elemento emotivo. Por muchas vueltas que los teóricos quieran darle, el ornato
es retórica, y la emoción sólo se siente en su desnudez o en lo inefable. Todo
lo demás, para él, está en una copla:
El pensamiento barroco
pinta virutas de fuego,
hincha y complica el decoro.
El pensamiento barroco
pinta virutas de fuego,
hincha y complica el decoro.
La metáfora es una
«desviación» del valor primigenio de la palabra, como lo es la imagen. Por eso
refiriéndose a una y otra, Antonio Machado repite apreciaciones semejantes. Le
preocupa sobre todo que la imagen no sea intuitiva, sino encubridora de
conceptos, como ocurre en la poesía de Juan Ramón o en la de Moreno Villa.
Testimonios de poetas andaluces que, tal vez, hubieran debido hacerle meditar.
Si un determinado manierismo une al gran poeta cordobés del siglo XVII con los
artistas del siglo XX sería ocasión de pensar en algo más que en la que Machado
considera inanidad barroca; él mismo lo había dicho: anular «lo inmediato psíquico para crear la realidad de segundo término, el
objeto intelectual, tiene su grandeza y su encanto». Pero lo que en Bergson le
resultaba admirable le repelía en los poetas. Y es posible que en el trasfondo
de su interpretación hubiera algo más que una desestima del barroco. En Juan
Ramón le preocupa el desvío de sus formas primeras; es decir, el poeta de
Ninfeas, de Almas de violeta, de Arias tristes ha
identificado la cosa con su representación simbólica, pero no como ha hecho
Machado. Él hace que el objeto sea designado con palabras; Juan Ramón procede al
revés, posee las palabras y hace que los objetos las llenen de contenido. Un
paso más y se habrá llegado al creacionismo:
Poetas, no cantéis a la rosa,
hacedla florecer en vuestros poemas.
Poetas, no cantéis a la rosa,
hacedla florecer en vuestros poemas.
Tal es la diferencia. Los
poetas temporales, como Machado, intentan captar la cosa en cuanto tiene de
significativo. Ver cómo el olmo sólo puede ser olmo, o la encina, encina, o el
olivo, olivo. Poesía veraz, como una realidad que se ve, se palpa o se siente.
Pero a partir de Juan Ramón no se trata de descubrir olmos, encinas u olivos,
sino de que los objetos sean expresión del alma del poeta. Ante la tierra de
Soria, el alma del poeta es olmo o encina, porque olmo y encina convienen a la
expresión del sentimiento. El paisaje se le ha entrado en el alma
¿me habéis llegado al alma,
o acaso estabais en el fondo de ella?
¿me habéis llegado al alma,
o acaso estabais en el fondo de ella?
Después de Juan Ramón, las
cosas se ven -o se sienten- de otro modo. La realidad es el yo, y el mundo
externo no hace otra cosa que reflejarlo. El paisaje ya no es una esencia por
descubrir, sino la pantalla -indiferente- sobre la que el poeta pinta sus
sentimientos. La efusión lírica no se acompasa a una realidad, sino que la
modifica. Como en los cuadros de Van Gogh o de Picasso: el cielo no tiene por
qué ser azul, ni el campo verde, será como acierte a verlo el artista, a través
del color de sus propias lentes. Más aún, retiradas las lentes, el paisaje es
una proyección del propio artista, no una realidad externa. Creo que aquí marró
don Antonio: él pensó en los sentimientos del poeta y cuanto no consideró
sentimiento creyó que era intelectualización, pero sentimiento es más y menos
que sensación, es otra cosa distinta. Los poetas que vinieron tras él
experimentaron sensaciones, emotivas o físicas, o emotivas y físicas
conjuntamente; habían enriquecido un mundo que era sólo de sentimientos. El alma
de Rubén -sentimental, sensible, sensitiva- tal vez hubiera comprendido mejor la
nueva estética, pero no se trata de especular, sino de aclarar. Machado no
entendió el barroco y no entendió la lección de los poetas jóvenes, por más que
la admirara. Pensó, entonces, que bajo la apariencia había doblez, cuando
precisamente lo que se buscaba era autenticidad. Creo que es él quien pretende
«tener el valor de las cosas», a través de esa búsqueda de la
esencia de la cosa misma; Juan Ramón o Moreno Villa fueron más lejos,
aprehendieron la cosa, no identificándose con ella, sino haciéndola ser un
pedazo de sí mismos. En la página 227 ha copiado Voz madura, bellísimo
poema de Colección que Machado valora con exactitud y que, a mi modo de
ver, pugna con su estética:
Déjame tu caña verde,
toma mi vara de granado.
¿No ves que el cielo está rojo
y amarillo el prado;
que las naranjas saben a rosas
y las rosas a cuerpo humano?
¡Déjame tu caña verde!
¡Toma mi vara de granado!
En la p. 229 (y sigue en la 232) de Los Complementarios anota:
Este cielo rojo y este prado amarillo nos sugieren momentos únicos del cielo y del prado y nos acercan a la intimidad del poeta que los intuye, alejándolos de las imágenes generales -cielo azul o prado verde- que tienen o pueden tener valor conceptual cuando pretenden ser, estéticamente, al menos, definiciones del cielo y del prado. ¿Y qué diremos de esas naranjas que saben a rosas y de esas rosas, etc.? Pues que ya nada, o casi nada tiene que ver con las naranjas y las rosas que nosotros pensamos en huertos y jardines, sino con una íntima y singular experiencia del poeta que se nos invita a realizar.
Déjame tu caña verde,
toma mi vara de granado.
¿No ves que el cielo está rojo
y amarillo el prado;
que las naranjas saben a rosas
y las rosas a cuerpo humano?
¡Déjame tu caña verde!
¡Toma mi vara de granado!
En la p. 229 (y sigue en la 232) de Los Complementarios anota:
Este cielo rojo y este prado amarillo nos sugieren momentos únicos del cielo y del prado y nos acercan a la intimidad del poeta que los intuye, alejándolos de las imágenes generales -cielo azul o prado verde- que tienen o pueden tener valor conceptual cuando pretenden ser, estéticamente, al menos, definiciones del cielo y del prado. ¿Y qué diremos de esas naranjas que saben a rosas y de esas rosas, etc.? Pues que ya nada, o casi nada tiene que ver con las naranjas y las rosas que nosotros pensamos en huertos y jardines, sino con una íntima y singular experiencia del poeta que se nos invita a realizar.
No creo que esto sea exacto.
Cielo rojo y prado amarillo no están en el poema de Moreno Villa por ser
momentos únicos del cielo (en el lubricán) o del prado (en el estío). El poeta
está a años luz de cualquier realismo fotográfico; cielo rojo y prado amarillo
no son intuiciones del poeta alejándolos de imágenes genéricas, sino un conjunto
de sinestesias que hacen que toda la creación se haya transmutado: el
sentimiento apasionado está en ese crescendo que lleva de una sorprendente
realidad a una identificación de la creación con la amada. La pasión que el
cantor siente modifica a la naturaleza; el paisaje no es lo que vemos, sino la
vida que nos fluye enamoradamente y que, por el amor, hace que se rompan todas
las leyes de la creación. Entonces, los dos primeros versos no son ajenos al
poema, constituyen la coordenada precisa para poder entender lo que nos dicen
los cuatro siguientes: eje temporal (la primavera cuando las cañas no están
secas y se pueden cortar ramas al granado sin herirlo), eje personal
(enamoramiento, según pasamos a ver). Evidentemente, quien lleva la caña verde
está contemplando las cosas en su realidad, es decir, ajena al poeta, ajena a
cualquier intimidad. Pero el poeta ha descubierto que nada es nada: ni el cielo,
azul; ni el prado, verde; ni las naranjas, naranjas; ni las rosas, rosas. Desde
su enamoramiento, el mundo ha dejado de existir es -tan sólo- la posibilidad de
que todo se haya convertido en la criatura amada. Las rosas que saben a cuerpo
humano son la sublimación del proceso; ahí se quería llegar: el mundo sensible
es una visión del amor. Por eso las exclamaciones de los últimos versos, como si
dijera: ¡apresúrate al cambio para entrar en el prodigio de una nueva realidad!
¿Por qué si no voz madura? Y no lejos, la varita mágica que ha conseguido
el milagro con su solo tocar.
Aliteración y rima
En ese desvío del lenguaje
funcional, hay recursos fonéticos que se pueden estudiar conjuntamente: me
refiero a la aliteración y a la rima. La Academia entiende por aliteración «figura que se comete empleando en una cláusula voces en que
frecuentemente se repiten una o unas mismas letras, lo cual, si no tiene por
objeto producir alguna armonía imitativa, o si ocurre independientemente de la
voluntad del escritor, no es figura retórica sino vicio del lenguaje, contrario
a la eufonía». La definición, válida en sus líneas generales, debería formularse
con un nuevo rigor: siendo un recurso fónico, lo que cuentan no son las letras,
sino los sonidos, y la aliteración se da, haya o no armonía imitativa. Pero esto
es secundario. La Academia proscribe la aliteración producida «independientemente de la voluntad del escritor», a la que
-entonces- considera «vicio». Antonio Machado rompe -una vez más- con la
retórica para acogerse al sagrado de los vicios y, sin embargo, sus
observaciones nos valen para algo que trascienden de la pura homofonía:
Las aliteraciones de que mis versos están llenos son inconscientes; no responden al trivial propósito de producir un efecto musical, que sería, por lo demás, en mi caso, siempre negativo. Pero no he querido nunca corregirlas, pues donde hay aliteraciones, suele haber también riqueza de imágenes. Sólo recomiendo no leer nunca mis versos en alta voz. No están hechos para recitados, sino para que las palabras creen representaciones.
Las aliteraciones de que mis versos están llenos son inconscientes; no responden al trivial propósito de producir un efecto musical, que sería, por lo demás, en mi caso, siempre negativo. Pero no he querido nunca corregirlas, pues donde hay aliteraciones, suele haber también riqueza de imágenes. Sólo recomiendo no leer nunca mis versos en alta voz. No están hechos para recitados, sino para que las palabras creen representaciones.
Unamuno, repitiendo a
Carducci, ha hablado una y otra vez de la rima
generatrice. Vemos que para Machado también la aliteración tiene valor
generativo. Porque si un mismo principio de igualdad fónica rige a los dos
principios, ya no extraña que los resultados que de ambos se desprenden puedan
ser, también, semejantes. La diferencia es bien sabida: la aliteración se
produce en el interior del verso y la rima, por lo común, en el final
(exceptuamos la llamada al mezzo). Pero
aliteración y rima no son otra cosa que procedimientos asociativos, conscientes
uno y otro en el proceso de la creación poética, aunque ambos puedan darse con
independencia de la voluntad. En cualquiera de los dos casos (voluntarios o no)
la homofonía evoca otra homofonía, es decir, referencias de forma en el plano de
la expresión, no significados, sino significantes parciales o incompletos
(únicamente aquel segmento afectado por la homofonía) y, tiene razón Machado,
una presencia evoca representaciones ausentes y el poema acaba
enriquecido.
Vamos viendo que para
Machado cualquier desvío de carácter funcional es retórico y ajeno a la propia
poesía. Sí y no. Continuamente se nos planteará la misma pregunta. La
consideración externa de los hechos conduce a un callejón sin salida: ¿cuándo un
lenguaje poético es retórico y cuando lírico? Mairena, en sus dicterios
antibarrocos había dicho:
La rima tiene, en efecto, un carácter ornamental. Su primitiva misión de conjugar sensación y recuerdo, para crear así la emoción del tiempo, queda olvidada. Y es que el verso barroco, culterano o conceptista, no contiene elementos temporales, puesto que conceptos e imágenes conceptuales son -habla siempre Mairena- esencialmente ácronos.
La rima tiene, en efecto, un carácter ornamental. Su primitiva misión de conjugar sensación y recuerdo, para crear así la emoción del tiempo, queda olvidada. Y es que el verso barroco, culterano o conceptista, no contiene elementos temporales, puesto que conceptos e imágenes conceptuales son -habla siempre Mairena- esencialmente ácronos.
Creo que, en parte al menos,
se ha acertado con una explicación totalmente válida. Si la rima se considera
como un simple adorno, es un elemento ajeno a la estructura, por tanto bien
puede prescindirse de ella; pero -si por el contrario- se convierte en un
recurso necesario, tendrá que ponerse en relación con los demás componentes del
verso y, entonces, establecerá con ellos una teoría de solidaridades. Dicho de
otro modo, el verso es verso por tener ritmo, metro y rima; cierto que sin rima
puede haber versos, pero en tal caso el poeta debe potenciar más la expresividad
del ritmo y del metro, pero, no menos cierto, la rima puede ser fundamental para
establecer el sentido del poema: en torno a esa palabra a la que arbitrariamente
consideramos depositaria de la rima, se disponen otras y todas ellas motivadas
por la identidad de sus terminaciones. La rima es entonces generatrice porque la asociación afónica crea
constelaciones de valores, motivados esos elementos materiales a los que
llamamos sonidos, y el texto no es independiente de lo que con la rima se
acierta a expresar. Claro, y Machado vuelve a tener razón, se corre el riesgo de
que la rima no tenga mucho que ver con lo que el propio verso dice; en tal caso
-y como tema- se convierte en un añadido ornamental que poco significa en la
estructura. Para salvar el escollo, Machado procede por un doble asedio: acepta
el desvío al que llamamos rima, pero atenuándolo, restringiendo sus dificultades
en cuanto puede, haciéndolo -digamos- tan poco retórico como es hacedero. De ahí
su defensa de la asonancia, de ahí algo de lo mucho que debe a Bécquer.
Esto en cuanto a la rima
como desvío, pero en conexión con otros desvíos: acento (y la rima
necesariamente tiene que llevarlo), ritmo (dependiente de la distribución de los
acentos), metro (medida cuya condición está vinculada a la acentuación) y
estrofa (unidad superior en la que se integran los versos), etc. Pero Machado tienta una explicación aún más compleja:
da a la rima un valor temporal, es decir, no sólo es solidaria de los demás
componentes del lenguaje poético, sino que tiene unos valores que son autónomos.
Entonces resulta que la rima -como el metro- deja de ser una supraestructura que
afectara sólo a la sustancia sonora, sino que -además- influye funcionalmente
sobre el significado.
Todo esto consta de manera
clara en Los Complementarios:
La rima es uno de los medios que el poeta emplea para crear el tiempo ideal, mejor diré artificial en que se da el poema. Porque los sonidos se repiten y nos damos cuenta de que se suceden; porque se suceden los sentimos en el tiempo. Pero ¿para qué rimar un razonamiento? ¿Qué tiene que ver la lógica con el tiempo? (P. 227).
La rima -ce bijou d'un sou, de que hablaba Verlaine- no es -ya lo sabemos- un elemento esencial de la lírica. No lo es, porque puede prescindirse de ella. Pero siempre, a condición de sustituirla por algún otro elemento rítmico que haga sus veces. Esto quiere decir que comparte con otros medios, el ejercicio de una función esencial: poner la palabra en el tiempo, y no en el tiempo matemático, que [es] un nuevo concepto abstracto, sino en el tiempo vital; darnos la emoción del tiempo. (P. 232).
Los semiólogos han tratado de situar el fenómeno de la rima dentro de su propia teoría. Roland Barthes en Sintagma y sistema habla de que la rima:
1. «Forma una esfera asociativa a nivel de sonido».
2. «El discurso rimado está evidentemente constituido por un fragmento de sistema extendido al sintagma».
3. La rima es
«una transgresión de la ley de distancia del sintagma-sistema».
4. Corresponde
«a una tensión voluntaria entre lo afín y lo disímil».
La rima es uno de los medios que el poeta emplea para crear el tiempo ideal, mejor diré artificial en que se da el poema. Porque los sonidos se repiten y nos damos cuenta de que se suceden; porque se suceden los sentimos en el tiempo. Pero ¿para qué rimar un razonamiento? ¿Qué tiene que ver la lógica con el tiempo? (P. 227).
La rima -ce bijou d'un sou, de que hablaba Verlaine- no es -ya lo sabemos- un elemento esencial de la lírica. No lo es, porque puede prescindirse de ella. Pero siempre, a condición de sustituirla por algún otro elemento rítmico que haga sus veces. Esto quiere decir que comparte con otros medios, el ejercicio de una función esencial: poner la palabra en el tiempo, y no en el tiempo matemático, que [es] un nuevo concepto abstracto, sino en el tiempo vital; darnos la emoción del tiempo. (P. 232).
Los semiólogos han tratado de situar el fenómeno de la rima dentro de su propia teoría. Roland Barthes en Sintagma y sistema habla de que la rima:
1. «Forma una esfera asociativa a nivel de sonido».
2. «El discurso rimado está evidentemente constituido por un fragmento de sistema extendido al sintagma».
3. La rima es
«una transgresión de la ley de distancia del sintagma-sistema».
4. Corresponde
«a una tensión voluntaria entre lo afín y lo disímil».
Machado va mucho más lejos.
Aceptamos por evidentes los números 1 y 2, creo que perfecciona bastante lo que
se dice en el 3: no se trata de una transgresión, sino que es «el encuentro de un sonido y el recuerdo de otro», pertenecientes,
respectivamente, a dos orbes distintos: el de la sensación y el del recuerdo. Y
más que tensión entre «lo afín y lo disímil» el creador habla de estar dentro (sensación)
y fuera (recuerdo) de nosotros mismos, con lo que su doctrina vuelve a ser de un
admirable equilibrio y de un preciso rigor.
Teoría y práctica
En 1924, Antonio Machado
redacta unos apuntes sobre los Sonetos, desde ellos puedo ir acotando una
serie de nuevas cuestiones. Hemos visto que, considerada como un desvío, la
lengua poética atenuaba sus rigores en manos del gran poeta; se eliminaba la
metáfora, la aliteración no se buscaba, la rima cobraba unos tintes desvaídos
con la asonancia. Evidentemente, la lengua poética son otras muchas cosas, pero
nos bastan las que Machado toca para que entendamos no sólo sus ideas poéticas,
sino algo más importante, su quehacer como creador. Las líneas a que acabo de
hacer mención son éstas:
El encadenamiento de la rima de los cuartetos [es] la condición, según los preceptistas, esencial de la estructura del soneto. Yo no lo creo así. Por el contrario, la independencia de los cuartetos añade gran belleza al soneto.
En estas pocas frases, la misma idea con que se han enhilado los conceptos anteriores: el soneto diluye el rigor de su forma; lo que tiene de exigente tensión, se atenúa; no desaparece el poema, pero cobra mayor espontaneidad, se hace menos retórico. Acaso Machado piensa en una conversación del preceptista Benot y de su hermano Manuel: «¡Pero esto no son sonetos!». «No, señor, son sonites». Manuel, grandísimo sonetista, no daba mayor importancia al problema de la forma, cuánto más al de la nomenclatura de la forma. Repetida la anécdota daría nombre a las nivolas de Unamuno; los esquemas estructurales -por lo demás- ya estaban en Rubén.
El encadenamiento de la rima de los cuartetos [es] la condición, según los preceptistas, esencial de la estructura del soneto. Yo no lo creo así. Por el contrario, la independencia de los cuartetos añade gran belleza al soneto.
En estas pocas frases, la misma idea con que se han enhilado los conceptos anteriores: el soneto diluye el rigor de su forma; lo que tiene de exigente tensión, se atenúa; no desaparece el poema, pero cobra mayor espontaneidad, se hace menos retórico. Acaso Machado piensa en una conversación del preceptista Benot y de su hermano Manuel: «¡Pero esto no son sonetos!». «No, señor, son sonites». Manuel, grandísimo sonetista, no daba mayor importancia al problema de la forma, cuánto más al de la nomenclatura de la forma. Repetida la anécdota daría nombre a las nivolas de Unamuno; los esquemas estructurales -por lo demás- ya estaban en Rubén.
La preocupación por el
soneto no era de 1924. Venía desde lejos. Poco después del arranque de estos
apuntes que comento, copia el dantesco Amore a l'cor gentil sono una cosa y ya hay una primera glosa:
1. «El soneto no es composición moderna».
2. «La emoción del soneto se ha perdido».
3. «Queda sólo su esqueleto, demasiado sólido y pesado para la forma lírica actual».
1. «El soneto no es composición moderna».
2. «La emoción del soneto se ha perdido».
3. «Queda sólo su esqueleto, demasiado sólido y pesado para la forma lírica actual».
La teoría era ésta. Acaso
pensáramos que el soneto había muerto para el autor. No. Como siempre, Machado
-¿qué extraña afinidad lo une con Jorge Guillén?- resultaba innovador, ma non troppo. Atenuaba rigores, diluía rigideces,
simplificaba complejidades, pero... mantenía la forma. Bien sabía en su fuero
interno que la poesía era cuestión de forma y sólo cuestión de forma. El
contenido, lo había dicho, era lógica, es decir, pensamiento ordenado, pero el
pensamiento no tiene por fin primario el de estructurar sonetos. Y desde la
teoría, Antonio Machado desciende a la praxis. Un día, un 13 de marzo de
1916, el recuerdo sacude emocionadamente al poeta, y piensa en su padre («Muchos años pasaron sin que yo te recordase, ¡padre mío! ¿Dónde
estabas tú en esos años?»); se siente niño, llevado de la mano amorosa, y
escribe -recuerdo y emoción actualizada- un nobilísimo poema:
«En el tiempo» es un poema emocional; en un momento dado, asalta el recuerdo de Demófilo: no es sólo el retrato, sino la anécdota con que el hijo se acuerda del padre: en sus aficiones (cazador), en su quehacer (la letra menuda), en la repetición con que el hijo quiere vivir la vida del padre. Todo le resultó o demasiado circunstancial o demasiado trivial. La emoción del poema no está en la literatura, sino en el recuerdo del hombre ya maduro. Tal vez por ello, borrajeó unas líneas finales y pensó volver sobre el texto. Y lo hizo. En el soneto hay un trazado de coordenadas, tan querido por Machado: «Esta luz de Sevilla... Es el palacio donde nací» no hacen sino situarnos en un lugar, y en un tiempo determinados, mientras que, «En el tiempo», la presencia se diluía perdida en los años transcurridos. Establecidas las coordenadas que fijan un ser en su circunstancia más ajustada, ya no cabe falacias; todo presentes: mi padre lee, escribe, hojea, medita, se levanta, va, pasea, habla solo, canta. No, el poeta no nos da un retrato que «el tiempo se lo va llevando», sino que nos introduce en el cuarto de trabajo y nos hace contemplar a aquel hombre que estudia para que España tenga una ciencia folklórica. Y de pronto, ni anécdota, ni sentimentalismo. Bellísimamente nos lo dice: murió el hombre (sus ojos «ya escapan de su ayer a su mañana») y el hijo piensa que, ahora, desde su ausencia definitiva, el padre está presente, contemplando en el ahora («miran en el tiempo») al hijo envejecido. Antonio Machado acaba de escribir un soneto canónico (¿qué importa si las rimas se cambian o se cruzan?), con su planteamiento (lugar y tiempo), con su argumento (la dignidad del hombre que estudia) y de pronto el último terceto rompe inesperadamente el cuadro para llegar tras la exclamación que, dolorosamente, nos arranca la estampa a una nueva realidad, a la ternura con que el padre muerto aún vela por el hijo que envejece. ¿Qué ha quedado del primer texto? El recuerdo emocionado y poco más: se han eliminado, por inútiles para el retrato de un intelectual, los versos del cazador; se ha sustituido el jardín por el despacho (nueva intencionalidad), se ha prescindido de una fisonomía externa para poner toda la carga intensiva en los ojos, a través de los cuales le afloran los más nobles sentimientos; todos los versos finales, apenas borrajeados, son cambiados, por un intenso terceto. Es la misma la sustancia del contenido, cierto, pero lo que se ha practicado ha sido una selección formal (soneto y no silva), una selección de las actividades y aptitudes del personaje, una selección de los propios sentimientos del poeta. A cambio, el lugar, el tiempo, las cosas que ayudan a precisarlos (un rumor de la fuente en la casa), la pérdida de la anécdota. El plano del contenido ha variado, pero el de la expresión está, mejorándolo, a enorme distancia del primero. El soneto ha exigido limitaciones, ha obligado a eliminar las anécdotas, forzó a la concisión, y en el terceto último hizo que cada verso fuera simultáneamente unidad métrica, unidad sintáctica y unidad semántica. Permítaseme copiarlo:
Esta luz de Sevilla... Es el palacio
donde nací, con su rumor de fuente.
Mi padre, en su despacho. -La alta frente,
la breve mosca, y el bigote lacio-.
Mi padre, aún joven. Lee, escribe, hojea
sus libros y medita. Se levanta;
va hacia la puerta del jardín. Pasea.
A veces habla solo, a veces canta.
Sus grandes ojos de mirar inquieto
ahora vagar parecen, sin objeto
donde puedan posar, en el vacío.
Ya escapan de su ayer a su mañana;
ya miran en el tiempo, ¡padre mío!,
piadosamente mi cabeza cana.
«En el tiempo» es un poema emocional; en un momento dado, asalta el recuerdo de Demófilo: no es sólo el retrato, sino la anécdota con que el hijo se acuerda del padre: en sus aficiones (cazador), en su quehacer (la letra menuda), en la repetición con que el hijo quiere vivir la vida del padre. Todo le resultó o demasiado circunstancial o demasiado trivial. La emoción del poema no está en la literatura, sino en el recuerdo del hombre ya maduro. Tal vez por ello, borrajeó unas líneas finales y pensó volver sobre el texto. Y lo hizo. En el soneto hay un trazado de coordenadas, tan querido por Machado: «Esta luz de Sevilla... Es el palacio donde nací» no hacen sino situarnos en un lugar, y en un tiempo determinados, mientras que, «En el tiempo», la presencia se diluía perdida en los años transcurridos. Establecidas las coordenadas que fijan un ser en su circunstancia más ajustada, ya no cabe falacias; todo presentes: mi padre lee, escribe, hojea, medita, se levanta, va, pasea, habla solo, canta. No, el poeta no nos da un retrato que «el tiempo se lo va llevando», sino que nos introduce en el cuarto de trabajo y nos hace contemplar a aquel hombre que estudia para que España tenga una ciencia folklórica. Y de pronto, ni anécdota, ni sentimentalismo. Bellísimamente nos lo dice: murió el hombre (sus ojos «ya escapan de su ayer a su mañana») y el hijo piensa que, ahora, desde su ausencia definitiva, el padre está presente, contemplando en el ahora («miran en el tiempo») al hijo envejecido. Antonio Machado acaba de escribir un soneto canónico (¿qué importa si las rimas se cambian o se cruzan?), con su planteamiento (lugar y tiempo), con su argumento (la dignidad del hombre que estudia) y de pronto el último terceto rompe inesperadamente el cuadro para llegar tras la exclamación que, dolorosamente, nos arranca la estampa a una nueva realidad, a la ternura con que el padre muerto aún vela por el hijo que envejece. ¿Qué ha quedado del primer texto? El recuerdo emocionado y poco más: se han eliminado, por inútiles para el retrato de un intelectual, los versos del cazador; se ha sustituido el jardín por el despacho (nueva intencionalidad), se ha prescindido de una fisonomía externa para poner toda la carga intensiva en los ojos, a través de los cuales le afloran los más nobles sentimientos; todos los versos finales, apenas borrajeados, son cambiados, por un intenso terceto. Es la misma la sustancia del contenido, cierto, pero lo que se ha practicado ha sido una selección formal (soneto y no silva), una selección de las actividades y aptitudes del personaje, una selección de los propios sentimientos del poeta. A cambio, el lugar, el tiempo, las cosas que ayudan a precisarlos (un rumor de la fuente en la casa), la pérdida de la anécdota. El plano del contenido ha variado, pero el de la expresión está, mejorándolo, a enorme distancia del primero. El soneto ha exigido limitaciones, ha obligado a eliminar las anécdotas, forzó a la concisión, y en el terceto último hizo que cada verso fuera simultáneamente unidad métrica, unidad sintáctica y unidad semántica. Permítaseme copiarlo:
Esta luz de Sevilla... Es el palacio
donde nací, con su rumor de fuente.
Mi padre, en su despacho. -La alta frente,
la breve mosca, y el bigote lacio-.
Mi padre, aún joven. Lee, escribe, hojea
sus libros y medita. Se levanta;
va hacia la puerta del jardín. Pasea.
A veces habla solo, a veces canta.
Sus grandes ojos de mirar inquieto
ahora vagar parecen, sin objeto
donde puedan posar, en el vacío.
Ya escapan de su ayer a su mañana;
ya miran en el tiempo, ¡padre mío!,
piadosamente mi cabeza cana.
A manera de conclusión
Los Complementarios
son esos «cuadernos de escritor» en los que se apuntaban impresiones
momentáneas, textos que interesaban, redacciones primeras de trabajos
posteriores. Su importancia es, pues, capital. Porque, de una parte, explican el
proceso creador de Antonio Machado; de otra, la utilización de sus fuentes; de
otra, la sinceridad desnuda, sin el pudor al que obliga la letra impresa. Y,
además, nos deja valoraciones de (grande y chica) y textos que nunca elaboró. En
las páginas anteriores me he querido fijar -sólo- en las ideas poéticas que de
estos borradores se desprenden: verlas en función de su obra y en función de las
obras teóricas que hoy manejamos. Así comprendemos cuánto tienen de virtualidad
actual; lo que en definitiva es tanto como decir por qué, anécdotas al margen,
nos sigue interesando Antonio Machado como poeta.
Y he aquí que estas páginas
-en el campo que hemos acotado, a nuestro juicio el más importante- han venido a
suscitar el problema capital de toda poesía: cuál es la postura del artista
frente a la palabra. Y Antonio Machado nos ha descubierto su formación teórica
dentro del idealismo, pero ha visto mucho más allá: en la palabra poética ha
descubierto un mundo de evasión. Entendámonos, evasión no de la realidad, sino
un desvío para llegar a una realidad que de otro modo se nos presenta erosionada
y desgastada. En Los Complementarios lo ha dicho «toda poesía es, en cierto modo, un palimpsesto». Pero un
palimpsesto no se puede leer con sólo proyectar la mirada; son necesarios
procedimientos de desvío de la realidad contingente para que alcancemos a leer
el mensaje oculto. Y el acierto ha ido todavía más lejos, la estructura
superficial -el texto legible a simple vista- no es sino apariencia; más allá de
la forma sensible está el significado del texto, la estructura profunda a la que
hemos llegado desde la superficie, desde la forma material de la
palabra.
Entonces, cuando nosotros
contemplamos de modo directo no son sino señales de unos signos. Es la oposición
de la palabra frente a la palabra poética. Palabra, ésta,
enriquecida por las cargas emocionales con que el poeta la llena, pero no
olvidando que los contenidos, por lógicos y asépticos que los creamos, son
imprescindibles para la propia creación: sin ellos, la emoción no se puede
transmitir y, si no se transmite, la poesía no existe. Y esto le lleva a matizar
su propio idealismo filosófico para ver en la poesía no sólo expresión de
emociones sino una forma especial de expresarlas. Tal vez esto cree el problema
más delicado de cuantos plantea el teórico Antonio Machado, porque transmitir
emociones es individualismo y, sin embargo, el poeta vibra con los demás, hacia
los demás y gracias a los demás. Esto le obliga a crear un arte que se
transmite, sin caer en lo que llamaríamos entropía o consumo, y que se mantiene
inalienablemente personal. Y, la dificultad resuelta, tal vez sea lo que acerca
esta poesía a nuestra sensibilidad de hoy: se mantienen, sin enajenar, unas
emociones y unos sentimientos que ha vivido el hombre que se llamó Antonio
Machado, pero, de tal modo, que seleccionando (objetividad, universalidad) los
sentimientos de todos, los suyos viven en el alma colectiva. Y, en cuanto a la
forma, aceptando la tradición de lo que viene llamándose poesía, pero rechazando
lo que no son sino artificiosidades y exornaciones que nada significan. Lo que
ha venido llamándose autenticidad, a través de la intuición lingüística de
Machado, se explica y explica la visión del mundo. Esta autenticidad ha llevado
a la fusión ontológica de palabra y cosa, lo que provocará el desdén de lo que
no sea producto de «lo inmediato psíquico», de la intuición. De ahí que no acepte
artificios que juzga meramente intelectuales y que se aparte del creacionismo.
Entonces su poesía resulta muy pobre en metáforas porque estima que no son sino
telones que impiden ver las cosas directa y sencillamente, pero ver las cosas
directa y sencillamente no es sino verlas humanizadas. Y esto nos lleva a otro
problema capital de su poesía -tema, no teorema-, el significado del tiempo.
Raro es el crítico que al enfrentarse con la poesía de Machado no hable de su
temporalidad. En un poema había dicho que la poesía no es «sino palabra en el tiempo» pero en el plano de la teoría lo había
manifestado, completándolo con testimonios prácticos:
Si la poesía es, como yo creo, palabra en el tiempo, su metro más adecuado es el romance, que canta y cuenta, que ahonda constantemente la perspectiva del pasado, poniendo, en serie temporal hechos, ideas, imágenes, al par que avanza, con su periódico martilleo, en el presente.
Y he aquí que, a través del
tiempo y su vinculación con la lengua, Machado descubre la gramática de los
textos:
El adjetivo y el hombre,
remansos del agua limpia,
son accidentes del verbo,
en la gramática lírica,
del hoy que será mañana,
y el ayer que es Todavía.
Tal era mi estética en 1902. Nada tiene que ver con la poética de Verlaine, se trataba sencillamente de poner la lírica dentro del tiempo y, en lo posible, fuera de lo espacial.
Del pretérito imperfecto
brotó el romance en Castilla.
El adjetivo y el hombre,
remansos del agua limpia,
son accidentes del verbo,
en la gramática lírica,
del hoy que será mañana,
y el ayer que es Todavía.
Tal era mi estética en 1902. Nada tiene que ver con la poética de Verlaine, se trataba sencillamente de poner la lírica dentro del tiempo y, en lo posible, fuera de lo espacial.
Del pretérito imperfecto
brotó el romance en Castilla.
Harían falta muchos años
para que los científicos dieran formulación a las adivinaciones del poeta. Y es
que Machado había llegado a explicar las significaciones desde la forma en que
eran expresadas o, como se diría hoy, «todo problema lingüístico implica un problema semiológico».
Cualquier desvío de este planteamiento lo distanciaba del fin al que quería
llevar sus aguas: ni barroco ni barroquismos, aunque no comprendiera los
intentos modernos que evitan el desgaste semántico de la metáfora ni la eficacia
que pudiera tener la imagen. Machado rompió con una tradición inoperante y se
apartó de otra que nacía con el modernismo; su novedad distaba de la vieja
retórica y del nuevo gay-trinar, y con la perspectiva que nos da más, bastante
más, de medio siglo, creemos que acertó, pero en su acierto no pudo ya entender
lo que significaban las formas que estaban siendo innovadoras. Tal vez no quiso
saber qué novedades traían la imagen, el creacionismo o la poesía pura. No
podemos reprochárselo; él había inventado un nuevo modo de hacer poesía o,
cuando menos, había descubierto todo lo que Bécquer significaba y que en Bécquer
aún no se había acertado a ver: la morfología de los textos y su combinación en
unas determinadas reglas a la que llamamos sintaxis. Su estilo se había logrado
y se había logrado utilizando los bienes de todos, transmitiéndolos como
cualquiera los pudiera transmitir, pero situándolo en un plano distinto, que ya
es connotativo pero en el que está, intacta, cuanta emoción nos es capaz de
transmitir.
Pero como el plano de la
expresión se nos manifiesta sencillo y hasta pobre, estamos demasiado proclives
a creer que expresión y contenido son en él la misma cosa o, de otro modo, que
los análisis taxonómicos que hacemos de su poesía están soldados con el mensaje
que nos quiere transmitir. Lo que tampoco es absolutamente cierto: los recursos
que se comentan en Los Complementarios constan en cualquier tratado de
retórica: metáfora, aliteración, rima, verso, estrofa, son todos tradicionales;
lo que Machado hace es atenuar rigores o paliar exageraciones, pero resulta ser
respetuoso con las formas canónicas y, si se considera innovador, lo es entre
límites muy poco impertinentes. Cuando lleva a la práctica sus principios, la
forma de la expresión resulta bastante tradicional, lo que varía es la forma del
contenido, esa nueva manera de manifestarse la sustancia. Y tales creo que son
los hallazgos teóricos de Antonio Machado: saber encontrar una nueva forma en el
plano del contenido, que lo apartaba de esa sustancia que, en cualquier otra
formulación, no hubiera sido diferenciable, y saber encontrar una forma a la
expresión que, en su sencillez y penuria, venía a ser totalmente revolucionaria.
Esto era la teoría. El prodigio, el milagro casi, fue llevar la teoría a la
praxis o, si se quiere, haber acertado con una veta de intuición y
haberla sabido formular. Pero ¿no es ése el misterio de cualquier arte?
MANUEL ALVAR LÓPEZ
(El presente estudio se
publicó originalmente en Curso en homenaje a Antonio Machado, Salamanca,
Universidad de Salamanca, 1975, pp. 11-28. La edición digital forma parte de la
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes por cortesía de los herederos del
autor).
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