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¡POBRE ESPAÑA! (Miguel de Unamuno)



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¿Y de España? El pensamiento estético español ocupa un puesto en la Historia de Croce, y le ocupa merced a la Historia de las ideas estéticas en España, de nuestro gran crítico artista Menéndez y Pelayo, de cuya obra se ha aprovechado B. Croce, citándola con encomio y estimándola en algunas partes y aun fuera de lo que a España exclusivamente se refiere, como por lo que hace a las ideas estéticas de San Agustín y de los primeros escritores cristianos a la historia de la estética francesa en el siglo XIX, la mejor guía. Gracias, en gran parte, a nuestro Marcelino figuran honrosamente en esta historia nuestros Arteaga, Azara, Barreda, Feijóo, Gracián, Huarte, León Hebreo, López Pinciano, Luzán, Sánchez el Brocense, el Marqués de Santillana, Juan de Valdés, Lope de Vega y Luis Vives. “España –dice en el capítulo XIX de su Historia- fue acaso el país de Europa que resistió más tiempo a las pedanterías de los tratadistas; el país de la libertad crítica, desde Vives a Feijóo, o sea del siglo XVI a mediados del XVIII, cuando, decaído el antiguo espíritu español, se implantó allí, por obra de Luzán y de otros, la poética neoclásica de origen italiano y francés.” Pero en otro pasaje, al hablar, en el capítulo XIII, entre los estéticos alemanes menores, nos dice que casi ninguno salió de su país nativo; y en un paréntesis: “sólo Krause fue importado a la siempre desventurada España”. Esta última frase la he citado ya.

Me dolió al leerla, aun cuando no esté mal en la aplicación inmediata a que se refiere. Nos duele siempre la compasión de los extraños, y más de los que, como Croce, parecen en parte al menos, conocernos.  Siempre desventurada España… ¿Por qué? ¿Cuál es su desventura? No podemos juzgar de la exactitud y el valor del epíteto hasta no saber toda la extensión del sentido que su autor le da y en qué le funda.  No sé si en Italia, y aun por críticos de la perspicacia y de la independencia de criterio artístico de un B. Croce, se nos conoce bastante para juzgar de nuestra ventura o desventura, que es, por otra parte, categoría eudemonística.  Aun Carducci, que presumía de conocer nuestra literatura, y en parte la conocía; Carducci, el que habló de las contorsiones de la “afanosa grandiosidad española” (Del rinnovamento letterario in Italia), escribió en sus Mosche cocchiere que “en el concilio olímpico donde se asientan Dante y Shakespeare, hasta España, que jamás ejerció hegemonía de pensamiento, tiene a su Cervantes”, mientras Italia siguió mandando a más de uno  ¿Qué jamás tuvo hegemonía de pensamiento? La historia de la Compañía que fundó el español Íñigo de Loyola, y su acción en Trento, tal vez probara que no puede afirmarse eso tan en absoluto. Esa hegemonía pdría ser buena o mala, según de donde se mire.

Y la misma desventura concreta a que B. Croce alude, la de que fuese aquí importado Krause, y no Hegel, o Fichte, o Schelling, o Herbart, ¿a qué se debió sino a traer Krause, filósofo de segundo orden, de ideas religiosas; más aún, raíces místicas? No es lo interesante que fuese acá importado, sino que fuese aquí y en Bélgica, los dos países acaso más hondamente católicos, la patria de Santa Teresa y la de Ruisbroquio, donde echara raíces.  Y tal vez la posición espiritual que Croce ocupa frente a la religión, y la que frente a ella ocupamos los genuinos españoles, hasta los que pasamos y nos tenemos por heterodoxos, y algunos aun ateos, estas respectivas posiciones hacen que el filósofo idealista y racionalista napolitano juzgue desventura lo que nosotros, cuando meditamos a solas en ello, sin pegadiza sugestión de lo europeo, nos vemos forzados a estimar nuestra ventura, por ser tal vez nuestra razón de vida como pueblo, como pueblo naturalista, irracionalista en un cierto altísimo concepto que no excluye el uso de razón, y tal vez como pueblo afilósofo. El sentido económico, potencializado y hecho trascendente; la preocupación de nuestro último fin personal y concreto; el culto de la inmortalidad sustancial, nos dominan. La pura contemplación desinteresada no es cosa nuestra.

En estas páginas que preceden a la traducción española de la Estética de Benedetto Croce he querido mostrar, más que mi asentimiento personal a sus doctrinas, que es grande, pero cosa que al lector debe de importarle poco, las dudas que en el ánimo de éste puede levantar su lectura y el sentimiento que en él provocara lo que el gran pensador italiano parece pensar de nuestro pueblo. Es, creo, la mejor introducción española a esta también española traducción, y el más leal y viril modo de honrar la obra de Croce, uno de cuyos mayores méritos, y no el menor, es el de suscitarnos esas dudas y problemas, y el de hacernos volver, con una sola frase, a nosotros los españoles, a nuevo examen de conciencia colectiva. Por mi parte, debo a B. Croce no pocas enseñanzas, corroboración de puntos de vista, esclarecimiento de ideas que bullían en mí confusas, expresión neta de oscuras impresiones que en mí germinaban, solución de dudas, soldamiento de cabos sueltos y de incoherentes fragmentos de pensar; pero le debo también el que me haya suscitado nuevas dudas, el que me haya hecho formularme nuevas preguntas, y, como español, le debo el haberme despertado aún más, con una simple frase, que vale mucho por venir de quien viene, la conciencia de la dignidad de mi patria y el pesar de la piedad, no sé hasta qué punto merecida, con que se la mira fuera de nosotros y, hasta tristeza y vergüenza de decirlo dentro. “¡Pobre España!”


Miguel de Unamuno
de Prólogo a Estética
de Benedetto Croce, 1912


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