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Estas páginas son un fragmento de las "Memorias Amables",
que ya muy viejo empezó a escribir en la emigración
el Marqués de Bradomín.
Un Don Juan admirable. ¡El más admirable tal vez!
Era feo, católico y sentimental.
(...)
Yo quise varias veces acercarme a María Rosario. Todo fue inútil: Ella adivinaba mis intenciones, y alejábase cautelosa, sin ruido, con la vista baja y las manos cruzadas sobre el escapulario del hábito monjil que conservaba puesto. Viéndola a tal extremo temerosa, yo sentía halagado mi orgullo donjuanesco, y algunas veces, sólo por turbarla, cruzaba de un lado al otro. La pobre niña al instante se prevenía para huir: Yo pasaba aparentando no advertirlo. Tenía la petulancia de los veinte años. Otros momentos entraba en el salón y deteníame al lado de las viejas damas, que recibían mis homenajes con timidez de doncellas. Recuerdo que me hallaba hablando con aquella devota Marquesa de Téscara, cuando, movido por un oscuro presentimiento, volví la cabeza y busqué con los ojos la blanca figura de María Rosario. La Santa ya no estaba.
Una nube de tristeza cubrió mi alma. Dejé a la vieja linajuda y salí a la terraza. Mucho tiempo permanecí reclinado sobre el florido balconaje de piedra contemplando el jardín. En el silencio perfumado cantaba un ruiseñor, y parecía acordar su voz con la voz de las fuentes. El reflejo de la luna iluminaba aquel sendero de los rosales que yo había recorrido otra noche. El aire suave y gentil, un aire a propósito para llevar suspiros, pasaba murmurando, y a lo lejos, entre mirtos inmóviles, ondulaba el agua de un estanque. Yo evocaba en la memoria el rostro de María Rosario, y no cesaba de pensar:
-¿Qué siente ella?... ¿Qué siente ella por mí?...
Bajé lentamente hacia el estanque. Las ranas que estaban en la orilla saltaron al agua produciendo un ligero estremecimiento en el dormido cristal. Había allí un banco de piedra y me senté. La noche y la luna eran propicias al ensueño, y pude sumergirme en una contemplación semejante al éxtasis. Confusos recuerdos de otros tiempos y otros amores se levantaron en mi memoria. Todo el pasado resurgía como una gran tristeza y un gran remordimiento. Mi juventud me parecía mar de soledad y de tormentas, siempre en noche. El alma languidecía en el recogimiento del jardín, y el mismo pensamiento volvía como el motivo de un canto lejano:
-¿Qué siente ella?... ¿Qué siente ella por mí?...
Ligeras nubes blancas erraban en torno de la luna y la seguían en su curso fantástico y vagabundo. Empujadas por un soplo invisible, la cubrieron y quedó sumido en sombras el jardín. El estanque dejó de brillar entre los mirtos inmóviles: Sólo la cima de los cipreses permaneció iluminada. Como para armonizar con la sombra, se levantó una brisa que pasó despertando largo susurro en todo el recinto y trajo hasta mí el aroma de las rosas deshojadas. Lentamente volví hacia el Palacio: Mis ojos se detuvieron en una ventana iluminada, y no sé qué oscuro presentimiento hizo palpitar mi corazón. Aquella ventana alzábase apenas sobre la terraza, permanecía abierta, y el aire ondulaba la cortina. Me pareció que por el fondo de la estancia cruzaba una sombra blanca. Quise acercarme, pero el rumor de unas pisadas bajo la avenida de los cipreses me detuvo. El viejo mayordomo paseaba a la luz de la luna sus ensueños de artista. Yo quedé inmóvil en el fondo del jardín. Y contemplando aquella luz el corazón latía:
-¿Qué siente ella?... ¿Qué siente ella por mi?..
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(...)
Ramón María del Valle Inclán
Sonata de primavera
Memorias del Marqués de Bradomín, 1904
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