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A Silvina Ocampo
La obra visible que ha dejado este
novelista es de fácil y breve enumeración. Son, por lo tanto, imperdonables las
omisiones y adiciones perpetradas por madame Henri Bachelier en un catálogo
falaz que cierto diario cuya tendencia protestante no es un secreto ha tenido
la desconsideración de inferir a sus deplorables lectores —si bien estos son
pocos y calvinistas, cuando no masones y circuncisos. Los amigos auténticos de
Menard han visto con alarma ese catálogo y aun con cierta tristeza. Diríase que
ayer nos reunimos ante el mármol final y entre los cipreses infaustos y ya el
Error trata de empañar su Memoria... Decididamente, una breve rectificación es
inevitable.
Me consta que es muy fácil recusar mi
pobre autoridad. Espero, sin embargo, que no me prohibirán mencionar dos altos
testimonios. La baronesa de Bacourt (en cuyos vendredis inolvidables tuve el
honor de conocer al llorado poeta) ha tenido a bien aprobar las líneas que
siguen. La condesa de Bagnoregio, uno de los espíritus más finos del principado
de Mónaco (y ahora de Pittsburgh, Pennsylvania, después de su reciente boda con
el filántropo internacional Simón Kautzsch, tan calumniado, ¡ay!, por las
víctimas de sus desinteresadas maniobras) ha sacrificado “a la veracidad y a la
muerte” (tales son sus palabras) la señoril reserva que la distingue y en una
carta abierta publicada en la revista Luxe me concede asimismo su beneplácito.
Esas ejecutorias, creo, no son insuficientes.
He dicho que la obra visible de
Menard es fácilmente enumerable. Examinado con esmero su archivo particular, he
verificado que consta de las piezas que siguen:
a) Un soneto simbolista que apareció
dos veces (con variaciones) en la revista La Conque (números de marzo y octubre
de 1899).
b) Una monografía sobre la posibilidad de
construir un vocabulario poético de conceptos que no fueran sinónimos o
perífrasis de los que informan el lenguaje común, “sino objetos ideales creados
por una convención y esencialmente destinados a las necesidades poéticas”
(Nîmes, 1901).
c) Una monografía sobre “ciertas
conexiones o afinidades” del pensamiento de Descartes, de Leibniz y de John
Wilkins (Nîmes, 1903).
d) Una monografía sobre la
Characteristica Universalis de Leibniz (Nîmes, 1904).
e) Un artículo técnico sobre la
posibilidad de enriquecer el ajedrez eliminando uno de los peones de torre.
Menard propone, recomienda, discute y acaba por rechazar esa innovación.
f) Una monografía sobre el Ars Magna
Generalis de Ramón Llull (Nîmes, 1906).
g) Una traducción con prólogo y notas
del Libro de la invención liberal y arte del juego del axedrez de Ruy López de
Segura (París, 1907).
h) Los borradores de una monografía
sobre la lógica simbólica de George Boole.
i) Un examen de las leyes métricas
esenciales de la prosa francesa, ilustrado con ejemplos de SaintSimon (Revue
des Langues Romanes, Montpellier, octubre de 1909).
j) Una réplica a Luc Durtain (que
había negado la existencia de tales leyes) ilustrada con ejemplos de Luc
Durtain (Revue des Langues Romanes, Montpellier, diciembre de 1909).
k) Una traducción manuscrita de la
Aguja de navegar cultos de Quevedo, intitulada La Boussole des précieux.
l) Un prefacio al catálogo de la
exposición de litografías de Carolus Hourcade (Nîmes, 1914).
m) La obra Les Problèmes d'un
problème (París, 1917) que discute en orden cronológico las soluciones del
ilustre problema de Aquiles y la tortuga. Dos ediciones de este libro han
aparecido hasta ahora; la segunda trae como epígrafe el consejo de Leibniz Ne
craignez point, monsieur, la tortue, y renueva los capítulos dedicados a
Russell y a Descartes.
n) Un obstinado análisis de las
“costumbres sintácticas” de Toulet (N.R.F., marzo de 1921). Menard recuerdo
declaraba que censurar y alabar son operaciones sentimentales que nada tienen
que ver con la crítica.
o) Una transposición en alejandrinos
del Cimetière marin, de Paul Valéry (N.R.F., enero de 1928).
p) Una invectiva contra Paul Valéry,
en las Hojas para la supresión de la realidad de Jacques Reboul. (Esa
invectiva, dicho sea entre paréntesis, es el reverso exacto de su verdadera
opinión sobre Valéry. Éste así lo entendió y la amistad antigua de los dos no
corrió peligro.)
q) Una “definición” de la condesa de
Bagnoregio, en el “victorioso volumen” la locución es de otro colaborador,
Gabriele d'Annunzio que anualmente publica esta dama para rectificar los
inevitables falseos del periodismo y presentar “al mundo y a Italia” una
auténtica efigie de su persona, tan expuesta (en razón misma de su belleza y de
su actuación) a interpretaciones erróneas o apresuradas.
r) Un ciclo de admirables sonetos
para la baronesa de Bacourt (1934).
s) Una lista manuscrita de versos que
deben su eficacia a la puntuación.[1]
Hasta aquí (sin otra omisión que unos
vagos sonetos circunstanciales para el hospitalario, o ávido, álbum de madame
Henri Bachelier) la obra visible de Menard, en su orden cronológico. Paso ahora
a la otra: la subterránea, la interminablemente heroica, la impar. También, ¡ay
de las posibilidades del hombre!, la inconclusa. Esa obra, tal vez la más
significativa de nuestro tiempo, consta de los capítulos noveno y trigésimo
octavo de la primera parte del Don Quijote y de un fragmento del capítulo
veintidós. Yo sé que tal afirmación parece un dislate; justificar ese “dislate”
es el objeto primordial de esta nota.[2]
Dos textos de valor desigual
inspiraron la empresa. Uno es aquel fragmento filológico de Novalis —el que
lleva el número 2005 en la edición de Dresden— que esboza el tema de la total
identificación con un autor determinado. Otro es uno de esos libros
parasitarios que sitúan a Cristo en un bulevar, a Hamlet en la Cannebiére o a
don Quijote en Wall Street. Como todo hombre de buen gusto, Menard abominaba de
esos carnavales inútiles, sólo aptos decía para ocasionar el plebeyo placer
del anacronismo o (lo que es peor) para embelesarnos con la idea primaria de
que todas las épocas son iguales o de que son distintas. Más interesante,
aunque de ejecución contradictoria y superficial, le parecía el famoso
propósito de Daudet: conjugar en una figura, que es Tartarín, al Ingenioso
Hidalgo y a su escudero... Quienes han insinuado que Menard dedicó su vida a
escribir un Quijote contemporáneo, calumnian su clara memoria.
No quería componer otro Quijote —lo
cual es fácil— sino el Quijote. Inútil agregar que no encaró nunca una
transcripción mecánica del original; no se proponía copiarlo. Su admirable
ambición era producir unas páginas que coincidieran palabra por palabra y
línea por línea con las de Miguel de Cervantes.
“Mi propósito es meramente
asombroso”, me escribió el 30 de septiembre de 1934 desde Bayonne. “El término
final de una demostración teológica o metafísica —el mundo externo, Dios, la
causalidad, las formas universales— no es menos anterior y común que mi
divulgada novela. La sola diferencia es que los filósofos publican en
agradables volúmenes las etapas intermediarias de su labor y que yo he resuelto
perderlas.” En efecto, no queda un solo borrador que atestigüe ese trabajo de
años.
El método inicial que imaginó era
relativamente sencillo. Conocer bien el español, recuperar la fe católica,
guerrear contra los moros o contra el turco, olvidar la historia de Europa
entre los años de 1602 y de 1918, ser Miguel de Cervantes. Pierre Menard estudió
ese procedimiento (sé que logró un manejo bastante fiel del español del siglo
diecisiete) pero lo descartó por fácil. ¡Más bien por imposible! dirá el
lector. De acuerdo, pero la empresa era de antemano imposible y de todos los
medios imposibles para llevarla a término, éste era el menos interesante. Ser
en el siglo veinte un novelista popular del siglo diecisiete le pareció una
disminución. Ser, de alguna manera, Cervantes y llegar al Quijote le pareció
menos arduo por —consiguiente, menos interesante— que seguir siendo Pierre
Menard y llegar al Quijote, a través de las experiencias de Pierre Menard. (Esa
convicción, dicho sea de paso, le hizo excluir el prólogo autobiográfico de la
segunda parte del Don Quijote. Incluir ese prólogo hubiera sido crear otro
personaje —Cervantes— pero también hubiera significado presentar el Quijote en
función de ese personaje y no de Menard. Éste, naturalmente, se negó a esa
facilidad.) “Mi empresa no es difícil, esencialmente” leo en otro lugar de la
carta. “Me bastaría ser inmortal para llevarla a cabo.” ¿Confesaré que suelo
imaginar que la terminó y que leo el Quijote —todo el Quijote— como si lo
hubiera pensado Menard? Noches pasadas, al hojear el capítulo xxvi —no ensayado
nunca por él— reconocí el estilo de nuestro amigo y como su voz en esta frase
excepcional: las ninfas de los ríos, la dolorosa y húmida Eco. Esa conjunción
eficaz de un adjetivo moral y otro físico me trajo a la memoria un verso de
Shakespeare, que discutimos una tarde:
Where
a malignant and a turbaned Turk...
¿Por qué precisamente el Quijote? dirá nuestro
lector. Esa preferencia, en un español, no hubiera sido inexplicable; pero sin
duda lo es en un simbolista de Nîmes, devoto esencialmente de Poe, que engendró
a Baudelaire, que engendró a Mallarmé, que engendró a Valéry, que engendró a
Edmond Teste. La carta precitada ilumina el punto. “El Quijote”, aclara Menard,
“me interesa profundamente, pero no me parece ¿cómo lo diré? inevitable. No
puedo imaginar el universo sin la interjección de Edgar Allan Poe:
o sin el Bateau ivre o
el Ancient Mariner, pero me sé capaz de imaginarlo sin el Quijote. (Hablo,
naturalmente, de mi capacidad personal, no de la resonancia histórica de las
obras.) El Quijote es un libro contingente, el Quijote es innecesario. Puedo
premeditar su escritura, puedo escribirlo, sin incurrir en una tautología. A
los doce o trece años lo leí, tal vez íntegramente. Después, he releído con
atención algunos capítulos, aquellos que no intentaré por ahora. He cursado
asimismo los entremeses, las comedias, la Galatea, las Novelas ejemplares, los
trabajos sin duda laboriosos de Persiles y Segismunda y el Viaje del Parnaso...
Mi recuerdo general del Quijote, simplificado por el olvido y la indiferencia,
puede muy bien equivaler a la imprecisa imagen anterior de un libro no escrito.
Postulada esa imagen (que nadie en buena ley me puede negar) es indiscutible
que mi problema es harto más difícil que el de Cervantes. Mi complaciente precursor
no rehusó la colaboración del azar: iba componiendo la obra inmortal un poco à
la diable, llevado por inercias del lenguaje y de la invención. Yo he contraído
el misterioso deber de reconstruir literalmente su obra espontánea. Mi
solitario juego está gobernado por dos leyes polares. La primera me permite
ensayar variantes de tipo formal o psicológico; la segunda me obliga a
sacrificarlas al texto ‘original’ y a razonar de un modo irrefutable esa
aniquilación... A esas trabas artificiales hay que sumar otra, congénita.
Componer el Quijote a principios del siglo diecisiete era una empresa
razonable, necesaria, acaso fatal; a principios del veinte, es casi imposible.
No en vano han transcurrido trescientos años, cargados de complejísimos hechos.
Entre ellos, para mencionar uno solo: el mismo Quijote.”
A pesar de esos tres obstáculos, el
fragmentario Quijote de Menard es más sutil que el de Cervantes. Éste, de un
modo burdo, opone a las ficciones caballerescas la pobre realidad provinciana
de su país; Menard elige como “realidad” la tierra de Carmen durante el siglo
de Lepanto y de Lope. ¡Qué españoladas no habría aconsejado esa elección a
Maurice Barrès o al doctor Rodríguez Larreta! Menard, con toda naturalidad, las
elude. En su obra no hay gitanerías ni conquistadores ni místicos ni Felipe II
ni autos de fe. Desatiende o proscribe el color local. Ese desdén indica un
sentido nuevo de la novela histórica. Ese desdén condena a Salammbô,
inapelablemente.
No menos asombroso es considerar capítulos
aislados. Por ejemplo, examinemos el xxxviii de la primera parte, “que trata
del curioso discurso que hizo don Quixote de las armas y las letras”. Es sabido
que don Quijote (como Quevedo en el pasaje análogo, y posterior, de La hora de
todos) falla el pleito contra las letras y en favor de las armas. Cervantes era
un viejo militar: su fallo se explica. ¡Pero que el don Quijote de Pierre
Menard —hombre contemporáneo de La trahison des clercs y de Bertrand Russell—
reincida en esas nebulosas sofisterías! Madame Bachelier ha visto en ellas una
admirable y típica subordinación del autor a la psicología del héroe; otros
(nada perspicazmente) una transcripción del Quijote; la baronesa de Bacourt, la
influencia de Nietzsche. A esa tercera interpretación (que juzgo irrefutable)
no sé si me atreveré a añadir una cuarta, que condice muy bien con la casi
divina modestia de Pierre Menard: su hábito resignado o irónico de propagar
ideas que eran el estricto reverso de las preferidas por él. (Rememoremos otra
vez su diatriba contra Paul Valéry en la efímera hoja superrealista de Jacques
Reboul.) El texto de Cervantes y el de Menard son verbalmente idénticos, pero
el segundo es casi infinitamente más rico. (Más ambiguo, dirán sus detractores;
pero la ambigüedad es una riqueza.)
Es una revelación cotejar el Don
Quijote de Menard con el de Cervantes. Éste, por ejemplo, escribió (Don
Quijote, primera parte, noveno capítulo):
... la verdad, cuya madre es la
historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado,
ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.
Redactada en el siglo diecisiete,
redactada por el “ingenio lego” Cervantes, esa enumeración es un mero elogio
retórico de la historia. Menard, en cambio, escribe:
... la verdad, cuya madre es la
historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado,
ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.
La historia, madre de la verdad; la
idea es asombrosa. Menard, contemporáneo de William James, no define la
historia como una indagación de la realidad sino como su origen. La verdad
histórica, para él, no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió. Las
cláusulas finales —ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir—
son descaradamente pragmáticas.
También es vívido el contraste de los
estilos. El estilo arcaizante de Menard —extranjero al fin— adolece de alguna
afectación. No así el del precursor, que maneja con desenfado el español
corriente de su época.
No hay ejercicio intelectual que no
sea finalmente inútil. Una doctrina es al principio una descripción verosímil
del universo; giran los años y es un mero capítulo —cuando no un párrafo o un
nombre— de la historia de la filosofía. En la literatura, esa caducidad es aún
más notoria. El Quijote —me dijo Menard— fue ante todo un libro agradable;
ahora es una ocasión de brindis patriótico, de soberbia gramatical, de obscenas
ediciones de lujo. La gloria es una incomprensión y quizá la peor.
Nada tienen de nuevo esas
comprobaciones nihilistas; lo singular es la decisión que de ellas derivó
Pierre Menard. Resolvió adelantarse a la vanidad que aguarda todas las fatigas
del hombre; acometió una empresa complejísima y de antemano fútil. Dedicó sus
escrúpulos y vigilias a repetir en un idioma ajeno un libro preexistente.
Multiplicó los borradores; corrigió tenazmente y desgarró miles de páginas
manuscritas.[3] No permitió que fueran examinadas por nadie y cuidó que no le
sobrevivieran. En vano he procurado reconstruirlas.
He reflexionado que es lícito ver en
el Quijote “final” una especie de palimpsesto, en el que deben traslucirse los
rastros —Tenues pero no indescifrables— de la “previa” escritura de nuestro
amigo. Desgraciadamente, sólo un segundo Pierre Menard, invirtiendo el trabajo
del anterior, podría exhumar y resucitar esas Troyas...
“Pensar, analizar, inventar (me
escribió también) no son actos anómalos, son la normal respiración de la
inteligencia. Glorificar el ocasional cumplimiento de esa función, atesorar
antiguos y ajenos pensamientos, recordar con incrédulo estupor que el doctor
universalis pensó, es confesar nuestra languidez o nuestra barbarie. Todo
hombre debe ser capaz de todas las ideas y entiendo que en el porvenir lo
será.”
Menard (acaso sin quererlo) ha
enriquecido mediante una técnica nueva el arte detenido y rudimentario de la
lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas.
Esa técnica de aplicación infinita nos insta a recorrer la Odisea como si fuera
posterior a la Eneida y el libro Le jardin du Centaure de madame Henri
Bachelier como si fuera de madame Henri Bachelier. Esa técnica puebla de
aventura los libros más calmosos. Atribuir a Louis Ferdinand Céline o a James
Joyce la Imitación de Cristo ¿no es una suficiente renovación de esos tenues
avisos espirituales?
Nîmes, 1939
Jorge Luis Borges
Pierre Menard, autor del Quijote
de El jardín de senderos que se bifurcan, 1941;
y Ficciones, 1944
[1] Madame Henri
Bachelier enumera asimismo una versión literal de la versión literal que hizo
Quevedo de la Introduction à la vie dévote de san Francisco de Sales. En la
biblioteca de Pierre Menard no hay rastros de tal obra. Debe tratarse de una
broma de nuestro amigo, mal escuchada.
[2] Tuve también el
propósito secundario de bosquejar la imagen de Pierre Menard. Pero ¿cómo
atreverme a competir con las páginas áureas que me dicen prepara la baronesa de
Bacourt o con el lápiz delicado y puntual de Carolus Hourcade?
[3] Recuerdo sus
cuadernos cuadriculados, sus negras tachaduras, sus peculiares símbolos
tipográficos y su letra de insecto. En los atardeceres le gustaba salir a
caminar por los arrabales de Nîmes; solía llevar consigo un cuaderno y hacer
una alegre fogata.
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¿Quién es Pierre Ménard? (Oscar Tacca)
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